Tampoco regresé entonces a Bomarzo, aunque me reclamaba mi intendente. Insistí en el pretexto de la repartición de los bienes de mi abuelo y de mis investigaciones, para prolongar la estada en Roma.
El agitado ambiente de la capital de Cristo se tornaba cada vez más inquieto. El papa había excomulgado a Enrique VIII de Inglaterra, y Francisco I había firmado una capitulación con Solimán. En Florencia —tan estrechamente unida a Roma por el lazo de los Médicis, a pesar de su odio contra el pontífice— las disensiones políticas se agravaban al mismo tiempo que las tropelías del duque. Más allá de la puerta de Faenza, en un terreno que para ello había sido desbastado, se construía la fortaleza que serviría para convertir a la ciudad en una cárcel. Se colocó la primera piedra en una ceremonia a la cual asistió el duque Alejandro, quien sería, simultáneamente, el amo de esos calabozos y su prisionero principal, porque desde allí gobernaban las tropas pendencieras de Carlos Quinto. También asistió un astrólogo, el maestro Juliano da Prato, quien compuso el horóscopo que las circunstancias exigían. Como era amigo de Silvio de Narni, di permiso a mi secretario, tan interesado por cuanto concierne a las ocultas ciencias, para concurrir a la solemnidad que los florentinos presenciaron con muda rabia, y a su vuelta me refirió que Alejandro dirigía personalmente las obras y las apresuraba sin ahorrar recursos, porque Felipe Strozzi —con cuyo dinero, paradójicamente, se realizó parte del trabajo— había roto su amistad con el duque, a raíz del atropello del cual fue objeto su hija Luisa y del asesinato de un Salviati por la facción strozziana, y, acompañado por sus temibles hijos, por el prior de Capua, por Piero, se había establecido en Venecia. De allí llegaron noticias, a la capital toscana, de que Strozzi e Hipólito de Médicis conspiraban contra el duque, con los exiliados cuyo número crecía constantemente.
En setiembre de 1534 murió Clemente VII. Era un hombre lento y astuto. Sabía disimular como pocos. Adoraba la música —y en esa materia se destacaba como un experto— y aprovechaba la armonía de los instrumentos, que oía con los ojos entrecerrados, juntas las manos como si orase, para madurar sus planes despaciosos. Un monje ligur, a su retorno de Francia de donde el papa vino muy enfermo, luego de haber coronado uno de sus anhelos más codiciosos al casar a Catalina con el que sería Enrique II, le predijo que fallecería ese año, y como Clemente creía —no se equivocó— en su clarividencia vaticinadora, el propio papa se ocupó, con los escrúpulos que consagraba a todo lo relativo a la liturgia, de hacer preparar los ornamentos especiales con los cuales se reviste al pontífice durante el velatorio. Su tránsito fue recibido con alegría por romanos y florentinos. El duque Alejandro debió inundar las calles de Florencia con sus soldados, para sosegarla. El júbilo se multiplicó en Roma, un mes más tarde, cuando el cónclave proclamó la elección de Alejandro Farnese, que asumió el título de Pablo III. Hacía más de un siglo que no teníamos un papa romano, desde Martín V Colonna, y el entusiasmo patriota desbordó, incontenible. Los Colonna se encargaron de recordar, por supuesto, el antecedente del pontífice de su linaje, pero aquella fue la hora de los Farnese. Lo curioso es que el campeón del victorioso sucesor de Pedro, en los arduos días de la votación, el que convenció al Sacro Colegio de que debía designarlo, fue Hipólito de Médicis, y que no bien Farnese ciñó la tiara, tanto el nuevo pontífice como los cardenales por él creados se convirtieron en los implacables enemigos de Hipólito. Veían en él, que se había llevado tan mal con Clemente VII y que había sido desheredado por su tío del ducado de Florencia, la sombra del papa muerto. Y esa sombra, por pálida que fuese, los incomodaba.
Julia Farnese acudió desde Bomarzo a besar el pie del pariente que irradiaba tanta gloria sobre su alcurnia. También lo hizo, a pesar de su vejez y de sus achaques y de que se lo prohibí, mi abuela. No cabía en sí de satisfacción. Le brillaban los ojos clarísimos; le temblaban las manos delicadas, moteadas de manchas amarillas. Pensaba que, con un deudo tan próximo en el Vaticano, se iniciaría para Bomarzo y su gente una época de esplendor. Yo recibí la noticia sin mucho arrebato. Me ufanaba, como príncipe güelfo, la idea de esa alianza con el jefe de la Cristiandad, que compensaba, en cierto modo, lo que mi abuelo Franciotto no había conseguido alcanzar nunca, pero me irritaban también las ínfulas que los Farnese comenzaron a exhibir de inmediato. El peor, naturalmente, fue Pier Luigi. Hijo del papa, calculó tal vez que le tocaría representar, por la influencia que ejercía sobre un padre anciano que lo amaba y lo temía, el papel de un segundo César Borgia. Pronto se advirtió que Pablo III no le negaría nada. Lo absolvió por su intervención en el saqueo de Roma; le encargó la reforma de las milicias de la Iglesia y le otorgó feudos muy ricos, entre otros el de Montalto, antigua propiedad farnesiana que en realidad hubiera debido corresponder a mi suegro. Luego concedió la investidura cardenalicia a quien lo continuaría en el nombre, Alejandro Farnese, hijo de Pier Luigi, que andaba apenas por los catorce años, y a Guido de Santa Flora, de dieciséis, hijo de Constanza Farnese. En el consistorio siguiente, los capelos púrpuras se distribuyeron a derecha y a izquierda: du Bellay, Schönberg, Ghinucci, Simonetta, Caracciolo, Fisher, Contarini… Para nosotros no hubo ni un recuerdo, ni una promesa. Me lo hicieron notar, con gélidas sonrisas, mis primos de Bracciano y de Mugnano y el abad de Farfa, como si yo fuera el responsable. Les respondí que se calmaran, que ya hablaría yo con el Santo Padre en el momento oportuno, pero Hipólito, que se desengañó muy rápido, me dijo encogiéndose de hombros que había que resignarse pues todo sería para los rapaces Farnese. Y así fue. A poco, Alejandro, el cardenal niño, era designado gobernador de Spoleto. Como otros pastores universales, Pablo III soñaba, a los sesenta y ocho años, con afirmar el poderío material de su casa, calculando tal vez que la distribución de la península entre las grandes prosapias católicas, vinculadas por la sangre con los jefes de la Iglesia, contribuiría al afianzamiento de esa necesaria unidad italiana que sería el único muro contra el cual se estrellarían las ambiciones del emperador y de los soberanos extranjeros. Si pensaba así, pensaba bien. Lástima que para ello hubiera que echar mano de individuos tan ruines como Pier Luigi, quienes, al contrario, debilitaban el prestigio de la Santa Sede y, por su avaricia, obraban al revés, traicionando esas altas esperanzas y vendiéndose a los que acechaban allende los Alpes.
El cardenal de Médicis, ofendido y desilusionado, se refugió en sus quimeras y en sus intrigas. Iba a Venecia, a conferenciar con Felipe Strozzi, y a Fondi, a tañer el laúd junto a Julia Gonzaga. Le pedí que me escribiera desde Venecia, discretamente, alguna información sobre las perspectivas paternas de Maerbale, y me comunicó que todavía no había indicios. Respiré hondo. Mi abuela y mi mujer regresaron a Bomarzo. Las acompañé hasta Civita Castellana, donde me despedí con amplias reverencias. Mi relación con Julia Farnese estaba ahora impregnada de cortesía, de amable prevención. Me pareció elegante dicha actitud, que contrastaba con las de otros príncipes, groseros, desagradables con sus esposas. Creía yo compensar así la ausencia de testimonios más tangibles de mi consideración, con lo cual me equivocaba. En esas oportunidades Julia me miraba con una altivez y una frialdad que sabía graduar sutilmente, de tal modo que sus gestos podían interpretarse como reconvenciones silenciosas, pero también podían tenerse por la expresión de una raza aristocrática que rehuía las libertades en público. Yo evitaba sus ojos, pero su manera de actuar me hacía hervir la sangre, porque a través de nuestros respectivos juegos, ella, la Farnese, resultaba la gran señora distante, y yo, el Orsini, el histrión que extremaba las lisonjas. Pero, por más que reiteradamente me proponía proceder de distinta manera, cuando nos enfrentábamos volvía a doblarme. Entonces, para disimular mi derrota, yo intensificaba las obsequiosas bufonerías que desconcertaban a todos y que más de uno habrá interpretado, lo cual acentuaba mi escondida cólera, como una sumisión del duque de Bomarzo frente a la autoridad creciente de los Farnese. Sólo mi abuela no se sorprendía de tales juegos, porque desde el principio había penetrado hasta la raíz de mi incapacidad morbosa, y se limitaba a menear la cabeza con una sonrisa triste en la que asomaban su invariable indulgencia y su leal ternura.
En parte para defender mi personalidad decaída por el menosprecio velado que fluía de Julia, y en parte también para dar curso a mi propensión sensual, me había enredado yo por ese tiempo en conversaciones sentimentales y otras recreaciones más concretas con mi prima Violante Orsini y con mi cuñado Fabio Farnese, muy dispuestos ambos a cualquier aproximación halagadora. Como aquello no trascendía del círculo doméstico inmediato, le pareció a mi criterio de entonces perfectamente aceptable. Mi prima me allanaba la testificación de una virilidad inmune, y mi hermano político me proveía una victoria sobre el clan en cuyo seno había conocido, junto a la pasiva reserva de Julia, el fracaso humillador que derivaba de la fijación de un traumatismo psicológico imposible de superar. Violante, que había dado escándalo en Bomarzo, después de mi boda, por las locuras que cometió en favor del duque de Urbino y de un alabardero de mi guardia que era aun más hermoso que el duque, divertía la pesadumbre del palacio que yo había heredado del cardenal Franciotto, con sus risas y extravagancias. Llevó a él un oso manso, que la duquesa de Camerino le había regalado a Hipólito de Médicis y que éste le obsequió a su vez y, revistiéndolo tanto ella como yo con la jerarquía de patriarca virtual de nuestra alcurnia, ofrecimos fiestas en honor de ese antepasado común al que coronamos con las rosas ancestrales y delante del cual bailó Fabio Farnese, en el papel de Orfeo, con una lira dorada en la mano, para regocijo de un grupo de huéspedes turbulentos que incluía —pues si no lo hubiésemos invitado lo mismo hubiera acudido— a Pier Luigi.
Esas aberraciones decorativas me distraían de mi amargura. Mi casamiento había naufragado y ya no me quedaban esperanzas de hollar las cartas de Dastyn en las cuales cifraba tercamente tantas ilusiones, como si ellas encerrasen la justificación de mi vida inútil. De tanto en tanto salía de Roma, para intentar alguna nueva búsqueda vana, o cumplir con las obligaciones imprescindibles que me imponía mi posición.
El triunfo de Carlos Quinto en Túnez, de donde escapó Barbarroja, lo rodeó de una gloria personal envidiable. Ello se vio, por ejemplo, en la acentuación del tono adulatorio de Aretino. Las armas imperiales disfrutaron de grandes días: Andrea Doria y Álvaro de Bazán brillaron como estrellas, y la fama de su compañero el conde de Orgaz hubiera sido inmarcesible de no mediar la paradoja de que, cincuenta años más tarde, al pintar El Greco a un antepasado suyo que ni siquiera era conde aún, oscuro, caritativo y (parecería) objeto de cierto milagro en la ceremonia de su entierro, el esplendor de esa pintura, ubicada en una capilla de la distante Toledo, apagó para siempre en la memoria el recuerdo de este otro y valiente conde de Orgaz. De donde se observa que un pintor puede contribuir a un milagro y puede derrotar en el tiempo a un fiero batallador. En consecuencia pienso ahora que tal vez me haya convenido que mi nombre se desvinculara del retrato de Lorenzo Lotto que se admira en la Academia de Venecia.
Hipólito de Médicis, siempre ansioso de prestigios que le permitieran refulgir ante Julia Gonzaga, quiso aprovechar la coyuntura de participar en una campaña digna del Caballero Errante, y de vengar a la Dama del Amaranto. Partió, pues, plumas al viento, como un héroe del romanticismo. Según se dijo después su salud decaía, ya que en el verano había enfermado de malaria, contraída en los pantanos vecinos de la propiedad de la bella, y eso se complicó con los gajes del morbo de Fracastoro que debía presumiblemente a Zafetta, la meretriz. Pero esta versión poco honrosa se originó en el círculo de sus enemigos, los cortesanos del duque de Florencia. Lo acompañaron en el viaje algunos de los expatriados florentinos más ilustres, como Piero Strozzi, Bernardo Salviati y hasta el poeta Francisco Molza, grande amigo de Julia, que fue mi amigo también y que, hostil al grupo de Alejandro, había compuesto un discurso contra Lorenzaccio cuando éste mutiló las estatuas del arco de Constantino. En Itri, feudo suyo, el cardenal se agravó súbitamente y no pudo abandonar el lecho, en el convento de los franciscanos a donde lo trasladaron. Su senescal, Juan Andrea del Borgo de San Sepolcro, le sirvió un caldo, y en seguida se aceleró el fin. Bernardino Salviati, prior de Roma, declaró que el príncipe, revolviéndose entre lágrimas y espasmos, juraba que le habían dado veneno.
—Me envenenó Juan Andrea —llegó a tartamudear Hipólito.
Llamaron a Julia, que acudió al galope desde su castillo cercano. En los claustros, los gritos de los africanos afligidos no alcanzaban a cubrir los del senescal a quien los señores sometían a tortura. Hasta metieron a un escribano en la cámara, para que apuntara sus declaraciones. Juan Andrea del Borgo de San Sepolcro se contradijo muchas veces, de acuerdo con la intensidad mayor o menor de los apremios que lo devolvían a su celda ensangrentado y convulso. Aseguró que era inocente, y luego aseguró, cuando retorcieron un poco más el cordaje, que en aquel caldo había puesto la ponzoña que traía de Florencia. Cuatro días después se extinguió la vida breve del cardenal, de quien Julia no se había separado en su agonía. Yo llegué horas más tarde, avisado por la propia dama, quien conocía el afecto sincero que le consagraba casi desde la niñez. Me encontré allí con un espectáculo patético. Hipólito de Médicis yacía, lívido, revestido con el ropaje púrpura. A su lado, Julia Gonzaga rezaba quedamente y alrededor gesticulaban los caballeros exiliados que veían desmoronarse con su joven jefe sus sueños de regreso victorioso a la patria. Y aun en esos momentos, aun mientras se sucedían las oraciones por el miembro del Colegio Sacro que había entregado a Dios su alma atribulada, no cesaban los clamores del senescal estirado en el potro del suplicio.
Volvimos a Roma lentamente. Quizás a Julia le remordiera la conciencia y se conmoviera a la postre su orgullo. El muchacho hermoso, encendido de altas ambiciones, había muerto sin obtener de ella más que palabras frívolas. En cuanto a mí, notaba con horror cómo crecía la nómina de mis muertos y cómo se despoblaba mi contorno. Evocaba a Florencia, tornaba a vivir el instante de mi arribo al palacio de Cosme el Viejo y a descubrir, en el
cortile
, a Hipólito de Médicis, presto a salir de cacería. Había sido bueno, generoso conmigo. Acaso me había comprendido y había penetrado hasta las hondas raíces de mi mal. Con él, que reposaba eternamente ahora, rígido como una policromada figura tumbal, perdía un aliado sincero, yo que tanto los necesitaba. Lloré en silencio frecuentemente, mientras conducíamos sus restos a la iglesia de la cual era titular, San Lorenzo in Damaso. Terminaba el estío y el aire temblaba, dulce, transparente, en la costa del Tirreno. De camino, nos detuvimos en una posada, y los servidores, por orden de Bernardino Salviati, martirizaron nuevamente al senescal. Cuando cesaban sus quejas, oía yo la charla de los criados. Atribuían el fallecimiento al duque Alejandro, de quien Juan Andrea sería sólo una hechura y afirmaban que el veneno había sido facilitado por un capitán Pignatta, un cobardón. Alguno apagó la voz, recordando por ventura mi proximidad y mi parentesco con el pontífice, y acusó del crimen a Pablo III, que envidiaba a Hipólito y lo juzgaba rico en demasía y probablemente quería quitarse el lazo de las obligaciones que derivaban de la deuda de la tiara y hasta beneficiar a Pier Luigi con el peculio del prelado. El tono de Piero Strozzi, ronco, violento, quebrado como un graznido, se entreveró en la conversación. Él no tenía miedo de que lo oyeran.