Bomarzo (64 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Así discurría, tortuosamente, aportando argumentos que defendían mi maquinación enredosa, como si hubiera menester de convencerme, cuando ya estaba convencido. ¿Imagina el lector al jorobado duque de Bomarzo yendo por la engalanada Florencia, cuyos casones se adornaban con paños heráldicos para honrar a la novia de su príncipe y cuyos comercios exhibían, como flameantes trofeos, lo mejor de sus tejidos, de sus lanas, de sus sedas, de sus cueros, de sus pieles, yendo por las vías Sant’Agostini y Mazetta hasta la plaza San Felice, atravesando el Arno por el puente de Santa Trinità, desembocando en el Canto de los Tornaquinci, en la plaza del Duomo; saludando a sus conocidos; deteniéndose a conversar un instante con el pintor Giorgino Vasari, a quien había tratado de muchacho, en el estudio del maestro Pierio Valeriano; sonriendo, comprando una alhaja, palpando una armadura, inclinándose delante de la virreina de Nápoles, huésped de las fiestas, y presentándole a su mujer, a su ilustre Julia Farnese; respondiendo luego con un ademán breve a la reverencia del vendedor de aceite, del vendedor de quesos y de sal, o fingiendo pararse a oír el anuncio de la muerte de Agrippa, el gran nigromante, o el de que Buonarotti volvería a trabajar en los frescos de la Capilla Sixtina, y, todo el tiempo, madurando aquel designio sinuoso, aquella inconcebible, nauseabunda inmolación de su hombría y de su altivez, en aras de una tierra color de herrumbre, de unas rocas fantásticas, de un castillo contrahecho, de una leyenda, de un mito familiar nacido entre osos rupestres, en el alba de las centurias, y fomentado por cronistas poéticos, como si él también llevara bajo el
lucco
de suntuoso brocado, un hijo escondido que en sus entrañas crecía como un pequeño monstruo devorador? ¿Puede comprenderlo, puede alguien comprenderlo? Yo no lo comprendo ya, y sin embargo así se desarrollaba, con distingos de peregrina lógica, el proceso increíble.

Julia me daría un hijo. No me daría un hijo a mí: se lo daría a Bomarzo. Luego Maerbale tendría que morir. Era inevitable. Y esta vez, yo no debía errar el golpe. Que Dios se apiadara de su alma y de la mía.

Lo primero, lo más urgente, era hacer que Silvio de Narni entrara en mi proyecto y lo secundara. Se lo revelé poco a poco, como si fuera una invención absurda del momento, una broma original (como broma, de bastante mal gusto), una extravagancia de urdidor de temas caprichosos que los iba componiendo a medida que hablaba. Yo conocía bien a mi paje. Conocía las sinuosidades de su ánimo y sabía que por ambición era capaz de cualquier cosa. Me lo había demostrado cuando propició mis ambiguas inclinaciones lujuriosas de adolescente, cuando murió mi padre y cuando obtuve la mano de Julia. Existía entre nosotros una complicidad de abyección y de misterio. Su rencor, nacido de su condición miserable, era similar al que yo sentía por mi físico. Ambos teníamos razones para odiar, ambos las fomentábamos y nos quemábamos en el fuego de su hoguera. Y, si bien se mira, ninguna de esas razones era suficiente para autorizarnos y defender nuestras actitudes ante la vida, porque los dos poseíamos la prerrogativa de fuerzas dispares que bastaban para compensar con creces nuestras fallas.

A pesar de la distancia que nos separaba, había compartido con él los momentos más álgidos de mi existencia, en los años últimos, y eso acentuaba nuestra confabulación. Yo le había dado una mujer hermosa, contra la voluntad de Juan Bautista, hermano de ella. La posesión de la hembra ansiada había parecido sosegarlo, durante un tiempo, como si Porzia hubiera colmado su avaricia y la hubiera sustituido por un ideal de paz enclaustrado, centrado en el extraño estudio, pero ahora su auténtico carácter volvía a enseñar las uñas. Porzia, desde que trocó la inquietud de la meretriz por la deferencia hogareña, parecía haber cambiado también, hasta que, lo mismo que su esposo —y acaso, quizás, como fruto de las alusiones pérfidas de Juan Bautista, su mellizo, y de la mudanza de Silvio que, habiéndola conseguido, la relegaba a un plano oscuro, casi humillante—, sucumbió bajo una desazón que preludiaba la agrura del despecho. La nostalgia del pasado, de sus diversiones sensuales, del contacto con hombres apasionados de toda laya, sin excluir a los jóvenes señores apuestos, comenzó a roerla. Silvio la descuidaba, negligente, entre sus libros, entre sus alambiques, entre sus mágicos dibujos. Y no era él un Adonis, sino exactamente lo contrario, mientras que la belleza de Porzia florecía cada vez más. Era inevitable que la moza se deslizara del buen camino, aunque sólo fuese para desquitarse. Y cayó. Silvio la descubrió en brazos de aquel alabardero espléndido que había compartido con el duque de Urbino los favores de Violante Orsini, cuando mis bodas. Fue el principio de una serie de íntimas escenas brutales, estremecidas de recriminaciones, cuyo eco resonaba en las cuadras de la servidumbre, y que los fámulos y escuderos de Bomarzo comentaban con sarcasmos bochornosos. Sucedió al alabardero un marmitón a quien se suponía nieto de mi padre, y a éste lo sucedió el abad de Farfa, al que siguió mi primo Segismundo, anheloso de probar oficialmente que los manoseos de Pier Luigi Farnese no habían extinguido su virilidad. Por fin, la muchacha escapó de Bomarzo. Mi abuela se enteró de que otro primo mío, el duque de Mugnano, la tenía con él en su castillo próximo, donde la regalaba y acariciaba como a una princesa. Hube de reclamarla puesto que se trataba de vasallos míos, y mi abuela encaraba el caso como un agravio familiar, pero después de todo no me convenía romper lanzas con tan magnífico pariente. Lo curioso es que, no bien Porzia lo dejó, Silvio procedió como si hubiera deseado desembarazarse de ella. No podía ignorar, aun cuando la soledad de sus libracos lo apartaba del ajetreo cotidiano, que Juan Bautista había contribuido fundamentalmente, con sus consejos, con sus estímulos, a provocar la deserción de su hermana, y sin embargo, en cuanto ésta partió de Bomarzo y cuando lo lógico hubiera sido pensar que entre Silvio y Juan Bautista iba a estallar un conflicto sangriento, volvieron a anudarse entre ambos los lazos de intimidad que había aflojado la boda. En el fondo eran muy semejantes y necesitaban el uno del otro. La codicia, la desesperada apetencia de medrar a cualquier costa, que se había adormecido en el seno de Silvio durante el interregno de calma y de olvido, despertó, hambrienta. Había cruzado por una experiencia en la que no recaería más. Y así como yo valoraba los beneficios evidentes que me obligaban a conservar mi alianza con Mugnano y a no sacrificarla a un pasajero orgullo, Silvio apreciaba los que resultaban de la amistad de Juan Bautista, movido por aspiraciones iguales a las suyas. La venganza —si venganza habría alguna vez— quedaría para más tarde. La venganza era un lujo del cual no podía gozar aún. Pero, despojado de su mujer, en la que se refugiaba su resentimiento esencial de hombre que se consideraba superior a las circunstancias de su origen y de su vida, Silvio buscó refugio en su antigua asociada: la ambición. Por ambición, favorecería mis planes. Y no sólo por ambición, no obstante que el hecho de ser cómplice de un secreto tan grave le otorgara, sobre mí, privilegios en los cuales no había soñado nunca, sino porque esa colaboración con su señor y amo, que ubicaba a éste en una posición todavía más triste que la suya, obraría como un sedante sobre la amargura y el encono del servidor, quien se sentiría redimido de su desgracia, puesto que el duque de Bomarzo, de cuya limosna dependía y que usufructuaba una situación tan descollante en la corte papal y en la altiva aristocracia romana, mostraba ser más infame que él, mucho más infame.

Nos entendimos, pues, y pusimos manos a la obra. A Silvio de Narni le tocaría ganar la confianza de Maerbale e inducirlo a cumplir mis móviles. Debía hacerlo con extraordinaria sutileza, cautela y artería. Para ello, las condiciones le sobraban. Ni una vez puso reparos a mi proyecto. Vio, en un relámpago, las ventajas que podía reportarle, y excluyó cualquier otra reflexión. Algunos días después me comunicó con medias palabras —porque el tema era tan espinoso y tan incómodo de tratar, ya que en él iban implicados aspectos muy bajos y turbios de mi personalidad y advirtió en seguida la necesidad de rozarlo a través de escuetas alusiones— los progresos de su relación con Maerbale, cuya confianza había ganado sobre la base previsible de ácidas críticas a mi modo de proceder en el gobierno de la gente y de los intereses de Bomarzo. De esa etapa a la de la culminación efectiva del plan, los acontecimientos se desarrollaron veloces. Me sorprendió que Maerbale no sospechara una intriga, pero lo inconcebible del asunto aparentemente descabellado, desconcertó a su zorrería cortesana.

Entre tanto, ajena a mis angustias, Florencia acogía a Margarita de Austria, que tenía dieciséis años y era bonita, rubia, de labios muy rojos, gruesos, concupiscentes, y ojos imprevistamente tristes bajo la pesadez de los párpados. Fui a aguardarla a San Donato in Polverosa con la nobleza. Entró a caballo, una cálida medianoche primaveral, chorreando perlas por el baldaquín que conducían los muchachos de las estirpes principales, vestidos de rasos carmesíes, y la acompañamos hasta el convento de San Marcos y las casas de Octaviano de Médicis, donde se alojaría. Maerbale, de blanco lo mismo que yo; cruzado el pecho por una cadena de oro, lo mismo que yo; un birrete con una pluma negra al costado, lo mismo que yo, cabalgaba junto a mí, detrás del cardenal Cibo. El azar irónico había querido que, sin consultarnos, nos ataviáramos idénticamente, o quizás mi hermano me había mandado espiar y había copiado el atuendo. Cuando descendíamos las escalinatas del palacio de los Médicis Popolani, para sumarnos al séquito, advertí esa similitud y pensé volver a mi cámara para cambiarme y adoptar las ropas más distintas de las que Maerbale tuviese, pero ya era tarde. Debimos, pues, pasar frente a Julia Farnese y a Cecilia Colonna, que nos despedían en el portal, como si fuésemos dos versiones de un solo personaje: una malhecha, maltratada, desequilibrada, irregular como un machucado poliedro, fina la otra y grácil como un tallo joven, recordando, bastante más que quien le había servido de modelo, al doncel fascinante retratado por Lorenzo Lotto. La mirada de Julia se posó sobre los dos, impenetrable, y sentí en la garganta el viejo, conocido aguijón de los celos. Pero ¿qué?, ¿no era eso, por ventura, lo que yo quería, atraerla hacia Maerbale? ¡Ay, la verdad paradójica es que yo hubiera querido que ella me diera un hijo con Maerbale, pero me prefiriera a mí!… ¡cómo si fuese posible!

Silvio de Narni me hizo saber, tres días más tarde, que Julia y Maerbale se habían hablado en secreto. Ante esa noticia, que debiera esperar y que era mínima, comparada con la locura que proyectaba, se me nubló la razón y hube de ordenar que suspendiera sus manejos y que preparara nuestra inmediata vuelta a Bomarzo, pero en ese instante, casualmente, Cecilia avanzó por la calle, con una de sus damas —estábamos asomados a una ventana de mi habitación— y el mirarla bastó para que rechazara aquel impulso. No me quedaba más medio que seguir por el camino que había trazado.

—¿Estabas tú presente? —le pregunté.

—Algo alejado.

—¿Dónde fue?

—Aquí mismo, en la cámara de la señora duquesa.

—¿Y no había nadie más?

—Nadie más.

—¡Cómo!, ¿y las damas?, ¿y las esclavas?, ¿nadie?

—Nadie.

Comprendí entonces qué fácil le sería a Julia engañarme, si se lo proponía, pues podía descartar así a los testigos importunos.

—¿Oíste lo que decían?

—Ya le expresé a Su Excelencia que estaba alejado de ellos.

—Pero los veías…

—Los veía, sí.

—¿Qué hacían?, ¿se tomaban las manos?, ¿se besaban?, ¿se besaban tal vez?

—Se hablaban. Estaban sentados el uno junto al otro, y se hablaban.

—¿Tornarán a verse?

—¿No lo desea Su Excelencia?

Me observé las manos, pálidas, hermosísimas, las venas azules, las uñas almendradas, el anillo de Benvenuto Cellini. ¿Por qué no era todo yo como esas manos, como ese anillo?

—Hay que acabar con este asunto y pronto. Al día siguiente de las bodas, me arreglaré para pasarlo en Poggio a Caiano. Le pediré a Lorenzino que me lleve. Quedaré allí la tarde entera. Ya lo sabes.

Vacilante, me aparté. Las sienes me dolían y tenía seca la boca.

El 13 de junio, en San Lorenzo, Margarita y el duque rezaron la misa de esponsales. Salieron entre flores al atrio. Así debió ser el matrimonio de Otelo y Desdémona: él, oscuro, taciturno, encendido por ocultas fiebres; ella, frágil, recatada, luminosa. La voz del cardenal Antonio Pucci, que cantaba el oficio, vibraba sobre los bronces de Donatello, tan nítida, tan robusta, que era como si encima de ambas cátedras se extendiera, visible, un curvo puente musical. Salimos hacia el palacio de los Médicis, detrás de los recién casados, de los cardenales Pucci y Cibo, de la virreina viuda de Nápoles, de Pier Luigi Farnese. Al ascender hacia la sala del convite, crucé junto a la capilla de Benozzo Gozzoli y me asomé a su interior. De hinojos frente al altar había una mujer. Cuando giró hacia mí, reconocí, en el parpadeo de los cirios que desplazaban en torno, como una ronda lenta de príncipes orientales, la cabalgata de los Reyes Magos, a aquel mascarón de hembra cincuentona, fuerte, de caderas anchas, cuyo bozo imprimía en su cara un toque ásperamente viril. Era Nencia. Era la acompañante de Adriana dalla Roza, la que en ese mismo lugar, diez años antes, me había poseído y me había abandonado, deshecho, sobre las losas de serpentino y de pórfido, hasta que la piedad de Ignacio de Zúñiga me rescató cuando ya me creía desamparado para siempre, muerto quizá. Retrocedí de un salto, como si hubiera visto al Demonio. Antiguas imágenes brotaron doquier mientras, confundido con el séquito rumoroso, estremecido por el crujir de los ropajes y por el tintineo de las risas, escapé rumbo al banquete que preludiaba sus violines y sus flautas.

Después de comer se representó una comedia de Lorenzino de Médicis,
Aridosia
, pero no presté atención a las réplicas procaces que hacían sonrojar a las señoras y desataban las carcajadas de los caballeros, sobre todo el vozarrón insolente de Pier Luigi. Pensaba yo en otras cosas harto distintas. No estaba con ánimo para participar de ese juego ingenioso, para gozar de esa historia de avaricia y de burla en cuya trama entreví, cada vez que logré fijarme en ella unos instantes, el rastro obvio de Terencio y de Plauto, y que se desarrollaba en un maravilloso proscenio, inventado por Bastiano da Sangallo, llamado el Aristóteles de la Perspectiva, con un arco triunfal en el centro del foro, de fingidos mármoles, cubierto de estatuas y de relieves. Pensaba en mí mismo, aislado entre los cortesanos. Me sentía solo, como cuando era muy niño y me acurrucaba en un rincón de nuestro glacial palacio de Roma, bajo los tapices tétricos, a sollozar y a morderme las manos, o como cuando esperaba al deslumbrante Abul, que en mitad de una cacería debía matar a mi paje Beppo. ¡Ah, si lo hubiera tenido a Abul a mi vera, si lo hubiera tenido a Hipólito de Médicis, muy diversa hubiera sido mi seguridad, pero a quienes tenía era a Julia Farnese y a Violante Orsini! Mi prima, despechada por mi alejamiento, insinuó su cuerpo contra el mío, pero eludí el contacto. Tampoco quería rozar siquiera a mi mujer, cuyos ojos brillantes proclamaban su felicidad, y que sin duda, como yo, no paraba mientes en la comedia deslenguada, y dejaba vagar su imaginación hacia las íntimas escenas que la sucederían. Estaba solo, totalmente solo. Era, de nuevo, con mis pecados, con mis torturas, con mis maquinaciones desleales y repulsivas, el jorobadito solo del palacio romano, que se escondía de Girolamo y de Maerbale. ¿Qué vínculos podían hacerme compartir la alegría falsa de los huéspedes?

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