Hacía mucho tiempo que no soñaba, y soñé esa noche que el Minotauro era el duque de Bomarzo. Yo mismo lo coronaba con la media diadema y le vestía el ropaje ceremonioso. Messer Pandolfo pronunciaba un largo discurso en latín, y los emperadores romanos le rendían acatamiento. Del rostro despedazado de mármol de la bestia, manaba sangre. La escena tenía un aire de orgía y de rito, de culto hermético y lúbrico. Era una imagen truculenta, propia de un cerebro febril y de una época en que las obras antiguas, recién descubiertas, lograban incomparable importancia, y en que los temas priápicos obsesionaban a los príncipes confundidos por sus crímenes, por la mitología y por una concupiscencia que requería incentivos desvariantes.
Al día siguiente escribí a Violante Orsini y a Fabio Farnese, sugiriéndoles que me visitaran en Bomarzo y que llevaran con ellos alegre compañía. Extremé el impudor hasta decirles que después de la muerte de Maerbale necesitaba distraerme de la tristeza de su memoria. Entre tanto, me fui con Juan Bautista a Mugnano, a visitar a mi primo el duque y a su hermana Porzia. Volvimos sudados, ebrios, gritando por el camino que cruzaba la chispa lunar de las liebres. Juan Bautista traía un cinto de oro, con cuatro amatistas, que Porzia le había dado en nombre de su amante. Me tiré en mi lecho, resoplando, sacudiendo su columnata, y llamé a Julia varias veces, hasta que me quedé dormido.
Violante era, dentro de su desorden, una buena mujer. Su sensualidad podía más que cualquier consideración y la arrastraba a toda clase de frenesíes, pero nunca procedía hipócritamente. Del tiempo en que había sido amante del duque de Urbino había conservado un aderezo de topacios y perlas, que le encantaba lucir, y del tiempo en que lo había sido del alabardero hermoso, conservaba una cicatriz en el cuello a la que apreciaba como a otra alhaja. Desmontó del caballo, en Bomarzo, ansiosa de divertirme y de divertirse. Había dejado a su marido en Roma, y Fabio le servía —ya que no de galán efectivo, por obvias razones— de acompañante cordial, siempre dispuesto a secundar sus caprichos. Con ellos trajeron a varias señoras de vida poco recomendable, bonitas, lujosas, entre otras a una prima de Cecilia, viuda a los dieciocho años, que no usaba más brújula que la de su mudable placer, y a media docena de intelectuales, algunos de ellos bastante serios pero, como gente que aspiraba a la elegancia, listos a seguir la corriente de los grandes para que no los juzgaran aburridos o pasados de moda, y listos asimismo para cazar al vuelo una tajada porque, al fin y al cabo, hay que vivir. Ése fue el núcleo de mi futura corte de Bomarzo, que ha inspirado comentarios y cierta literatura. Estaba entre ellos, distante, un prelado, Cristóforo Madruzzo, de noble familia, que fue obispo de Trento dos años después y algo más tarde, cardenal. Era un admirador profundo de Julia Gonzaga. Luego compró al duque Caraffa los castillos de Galese y Soriano, en el Cimino, cerca de Bomarzo, donde embelleció la fuente de Papacqua, y esa proximidad estrechó nuestras relaciones. Estaba también Francisco Molza, el admirable humanista, que había formado parte del séquito del cardenal Hipólito de Médicis y se halló junto a él cuando mi amigo murió en Itri. La existencia disoluta que llevaba en Roma le dio tanta fama como su cancionero petrarquizante, como las estrofas que dedicó al retrato de Julia Gonzaga por Sebastiano del Piombo y como las de la
Ninfa Tiberina
, que exaltan la gracia de Faustina Mancini. Había dejado, años atrás, en Módena, a su mujer y a sus hijos, y los había olvidado por completo. Sufría la misma enfermedad de Pier Luigi Farnese, la enfermedad de la cual Paracelso me salvó en Venecia, y sus estragos comenzaban a devastarle el rostro macilento pero así como Madruzzo era grave y solemne, no obstante la finura señoril de sus rasgos y de su boca levemente irónica, que Tiziano ha preservado para la eternidad, Molza era inclinado a la burla, al epigrama y al devaneo amoroso. Estaba Aníbal Caro, el poeta, secretario de monseñor Gaddi, que más adelante lo sería de Pier Luigi, numismático, arqueólogo, preocupado de retórica estilística, frío y pulcro. Estaba Francisco Sansovino, que no contaba más de dieciséis años y acudió de Venecia con Claudio Tolomei, defensor de la lengua toscana. Estaba Betussi, superficial, adulador, que preparaba ya los diálogos del Ra ver ta y expresó en verso el elogio de mi mujer, señalando, como era de esperar, su «ingenio angélico y celeste» y la belleza que recibió, «como don del cielo», y que cantó (porque un día le mencioné, al pasar, ese idilio trunco de adolescencia) a la lejanísima Adriana dalla Roza, con el mismo entusiasmo con que el pequeño Sansovino, su compinche en las prácticas de una bibliografía lisonjera, que se traduciría en ventajas financieras para sus cultivadores, me celebró a mí, a Vicino Orsini, en el segundo libro de sus hombres ilustres, destacando insólitamente mi «vida y aspecto reales» y mi condición no menos insólita de «amante de las armas y de las letras». Se instalaron en el castillo y lo alegraron con su despejo, con su malicia, con sus artificiosas ocurrencias. A algunos de ellos, evidentemente, se los podía acusar de inescrupulosos, de mercaderes de loas rimadas, de envidiosos, de enfermos de vanidad, pero todos rivalizaban, con la sola excepción del sobrio Madruzzo, en el derroche de un donaire de chisporroteos multicolores que nos obligaba —a nosotros, los señores, mucho más lentos, más torpes y anquilosados cuando se trataba de las gimnasias de la listeza— a una permanente vigilancia, para manejarnos sin perdernos en un laberinto de retruécanos, alusiones, sofismas, emblemas, citas en griego y latín, recuerdos de Platón, de Dante o de León Hebreo, cuyos meandros destellaban por el choque de las agudezas, cuando nuestros huéspedes hablaban de amor o de intrigas o razonaban sobre equívocos idiomáticos. Esa acrobacia permanente me irritaba un poco porque era superior a mí y a mis conocimientos, a pesar de que mis nuevos amigos invocaban a cada instante mis ensayos líricos, parangonándolos con los de Petrarca, pero en el fondo la atmósfera de inteligencia y de respeto me halagaba, y me parecía que con aquellas presencias doctas y petulantes yo le tributaba a Bomarzo un homenaje que hasta entonces no había recibido, pues ahora, por primera vez en su historia, quienes departían en sus salas, en torno de las rojas chimeneas, o se asomaban, friolentos, arropados con pieles que a veces debía prestarles, a otear el taciturno paisaje invernal que blanqueaba la nieve y azotaba la lluvia, no eran unos soldados y unos cazadores, vehementes, brutales que golpeaban con las dagas las mesas para llamar a los criados, y estremecían al castillo con sus palabrotas, inquietos únicamente por despedazar al jabalí que se asaba frente al fuego, o por averiguar si les convenía más luchar a las órdenes de Venecia, de Milán, de Nápoles o del papa, sino unos hombres frágiles, melindrosos, que se esmeraban por elaborar frases sutiles y complejas, llenas de perspicacia maligna, y que se enseñaban los unos a los otros unos papeles escritos con líneas desiguales, negros de borrones y raspaduras, así como los guerreros anteriores, en la época de mi padre y de mi abuelo, se arremangaban violentamente y se abrían las bragas, para mostrarse los costurones y las huellas de los tajos.
Yo los escuchaba y hablaba poco. Mi prejuicio decorativo se encantaba al presenciar sus evoluciones. Componían grupos cadenciosos con las damas frívolas, con Fabio y con mis primos Orsini, teniendo por fondo cromático a las pinturas de Rafael, Tiziano, Lotto, Bassano y Dossi, o girando en sus caminatas —caminaban mucho, conversando sin cesar, y el rigor del tiempo no les permitía abandonar el castillo— alrededor del Minotauro, para luego pasear lánguidamente delante de los bustos de los emperadores, que a su vez los contemplaban con insolencia despreciativa, llegar hasta la armadura etrusca, y descender entre tapices hacia las salas de los trofeos. Charlábamos así, una tarde, cuando mi deudo de Mugnano se presentó repentinamente. Por la intensidad de su expresión deduje que era portador de una noticia importante, y temí que Silvio o yo mismo hubiéramos sido relacionados con la muerte de Maerbale, pero al punto eliminé esa inquietud, porque la verdad es que a nadie —ni al papa, ni a los Colonna de Cecilia— le interesaba acusarme de esa muerte, y antes les convenía conservar la amistad del sobreviviente poderoso que desvelarse por el muerto ineficaz. De muerte y de crimen se trataba en efecto, si bien con ellos nada tenía yo que ver. Lorenzino de Médicis había asesinado al duque Alejandro de Florencia. El Renacimiento afirmaba cada vez más la obsesión monótona que exigía que ninguno de sus personajes muriera de muerte natural. Quedamos anonadados. Aunque habíamos oído susurrar a menudo que Lorenzaccio constituía un peligro para el duque, pues terminaría apuñalándolo, ya que nunca había dejado de considerarse, junto al bastardo, como el legítimo heredero de los grandes Médicis, el carácter del menudo filósofo y sus constantes bufonerías parecían excluir la decisión y el vigor que supone un crimen. Yo que había mandado matar a mi hermano, sabía bien lo que eso significaba. Sabía el caudal de fuego que hay que llevar en las venas para tomar una resolución así. Lorenzaccio, incansable inventor de los placeres ducales, organizador de sus vicios y cómplice de sus felonías, carecía, a primera vista, del impulso vital que mueve a una determinación tan perentoria. Pero en seguida, cada uno de nosotros, como en esos casos sucede, empezó a indagar en sus reminiscencias, en pos de algún rasgo directo que vinculara al autor de
Aridosia
con esta imagen nueva y relampagueante, y poco a poco, mientras nuestras voces subían de tono, fue como si, uno a uno, lo hubiéramos previsto.
Violante Orsini recordó, precisamente, la representación de
Aridosia
, a la cual habíamos asistido juntos, cuando las bodas del duque.
—Tuvimos que oír cosas tremendas, y no soy mojigata. No obstante, peor que el derroche indecente, resultaba la impresión de que detrás del palabrerío había algo oculto… misterioso… una alusión… una incitación…
—Sí —replicó Cristoforo Madruzzo, apoyando una mano que emergía del breve encaje del puño, en la cadera del Minotauro—, la incitación era evidente. Aquel público de señores florentinos tenía que sentir como trallazos, en la cara roja de vergüenza, la repetida mención de las monjas acosadas hasta en sus conventos. Es lo que hacía el duque, perseguir a las niñas nobles hasta las celdas, y eso era lo que más indignaba al pueblo de Florencia, y Lorenzino, burlándose, lo subrayaba.
—El pasado año, en los días en que el emperador convocó en Nápoles a los del exilio, luego de la empresa de Túnez —arguyó Aníbal Caro—, me acuerdo que se comentó doquier que el duque Alejandro había perdido su cota de mallas, de la cual no se desprendía nunca, y que refirieron que se la había robado Lorenzino.
—Es un loco furioso, capaz de cualquier demencia —terció a su vez Francisco Molza—. Cuando, en Roma, mutiló las estatuas del arco de Constantino, valiéndose de una barra de hierro, pronuncié una arenga en latín, ante la Academia. Quien la relea encontrará, en un párrafo que dedico a la musa Melpómene, mi anuncio de las tragedias que se precipitarían luego… ésta y la del cardenal Hipólito…
La voz juvenil de Fabio Farnese se elevó, mimada, voluntariosa:
—Lorenzino es un héroe. Es un nuevo Marco Junio Bruto. Es el que ha destruido al tirano.
—Es un loco —insistió Molza— y un ambicioso. Uno que busca que hablen de él a cualquier precio. No se resigna a desempeñar un papel secundario, entre sus primos opulentos. Degolló a las estatuas para atraer la atención hacia su insignificancia, y asesinó al duque Alejandro por el mismo motivo, por resentimiento. Es un histrión.
—¡No! —gritó Fabio, y lo secundaron Orso y Mateo Orsini—; ¡mató como un héroe! Es un nuevo Bruto. Mató para salvar a su patria, como un romano antiguo.
La conexión de la figura de Lorenzino, esmirriado, volandero, con la del eminente Marco Bruto, a quien no se podía mentar sino en términos majestuosos y teatrales, los fascinó en seguida. Cedieron, jubilosos, maravillados, al entusiasmo con que el Renacimiento revestía las togas augustas y remedaba, en los proscenios ruinosos, la inmortalidad escultórica de los gestos cesáreos. En medio de los bustos aquilinos de los emperadores, perchados como aves de presa en sus bases de pórfido, los jóvenes encendidos vibraban, románticos, anunciando al
Lorenzaccio
de Alfred de Musset. Molza, que tenía mal carácter y a quien su enfermedad le intoxicaba el ánimo, les respondió que no fueran imbéciles, y los muchachos echaron mano a los puñales. Entonces, para sosegarlos, para distraer su cólera, evoqué también yo la atmósfera desconcertante que rodeaba a las relaciones del duque y su primo.
—Hubo adivinos y astrólogos —les declaré—, que como el poeta Molza pronosticaron esta muerte. Ya sabemos que el poeta es un iluminado, un vaticinador. En Florencia conocí a un Poggio de Perugia, que en sueños vio al duque asesinado. Y Giuliano dal Carmine, el que intervino en los augurios cuando comenzaron a edificar la gran prisión, publicó a derecha y a izquierda que Lorenzino degollaría al príncipe.
—Y yo —añadió el duque de Mugnano— a otro profeta conocí que llamaban el Greco, un Giandomenico dal Bucine, que repetía la misma cosa. Y he tratado al arzobispo de Marsella, al hermano de la marquesa de Massa, que proyectó matar a Alejandro por medio de un arcón lleno de pólvora, porque galanteaba a su hermana, la mujer de Lorenzo Cibo. No lo mató el arzobispo de Marsella; lo mató el mozuelo extravagante, que creí incapaz de aplastar una mosca. Que Dios se apiade del duque de Florencia. Nunca lo quise. Era un ser aborrecible, un infame.
—Ordenó que ultimaran a su propia madre, para esconder su bajo origen —apuntó Sansovino, pero lo hicimos callar, porque no convenía que un rapaz, por despejado que fuese, terciara de igual a igual con sus mayores, y menos, siendo villano, que se expresara con tanta imprudencia, al hablar del señorío.
Mi mujer y Cecilia, que jamás acompañaban a nuestro grupo, y permanecían en sus aposentos, con el agresivo Nicolás, habíanse asomado a la galería, luego que supieron la llegada del vecino de Mugnano, y habían escuchado las informaciones. En una pausa de silencio, resonó el claro timbre de Julia Farnese:
—Lorenzino mató al tirano. Mató al asesino. El asesino fue el tirano y no él. Hizo bien en matarlo así. Matar a los que matan… matar a los que matan…
Pronunció esas palabras y me miró con fijeza. Cecilia Colonna avanzó vacilando, golpeando con el bastón de oro las bases de los bustos, y lanzó un chillido: