Bomarzo (85 page)

Read Bomarzo Online

Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
2.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Reí y le contesté que esas desgracias les sucedían a los Bertoldo Orsini, que yo estaba inmunizado.

—Estas piedras —murmuró—, estas piedras…

Zanobbi y su hermano habían partido. Se escabulleron, aprovechando una visita mía a Bracciano, llevándose mi gran cadena de oro y la espada que había esgrimido Carlos Quinto, con lo cual se verificó la predicción de mi astrólogo. Envié guardias a buscarlos, sin dar con ellos. Aquella felonía me dejó en los labios un amargo sabor, y me enclaustré en mi estudio del
Ninfeo
y en el laboratorio de Silvio. Salía de esas habitaciones para andar por el parque, donde conversaba con los obreros y con los huéspedes venidos de Roma. Todo era a la vez hermoso y triste. En el salón principal, mi horóscopo enlazaba sus signos promisorios con las alegorías de los dioses y de los astros, la ronda de Venus, Marte, Saturno, la Luna, el Sol. Pensé que ya nada me podía suceder, nada, nada, que mi historia estaba escrita en letras pétreas e indelebles. Casó mi hija Octavia; casó mi hija Orinzia. Sus maridos eran frívolos fatuos, y comprendí que me criticaban entre ellos, que me juzgaban algo demente. En varias oportunidades los sorprendí mirando muy de cerca mis cuadros, mis mármoles, mis alabastros, mis camafeos y mis relojes, como si los tasaran. Aquel Marcantonio Marescotti y aquel conde de Montegualandro… ¡bah!… El único de mis hijos que me interesaba era el frágil Maerbale, el jorobadillo. Traté de provocar un encuentro con él, una comprensión vanamente. El azar nos reunió una tarde en el parque; lo tomé del brazo, pretextando mi cojera, y lo conduje a lo largo de las obras, como si yo fuese un crítico o un archivero y circulásemos por una exposición de objetos históricos. Le fui revelando —disfrazaba mi intención con bromas, mentando individuos irreales a quienes atribuía mis propias aventuras y reacciones— los hechos salientes de mi vida y los meandros de mi temperamento y de mi conducta. Delante del monstruo que me configuraba con su cruel metáfora monolítica y que sustentaba la esfera del blasón de los Orsini, y delante de la doble cara del amor, en el busto del dios Jano, procuré despertar un eco, acaso un gesto de solidaridad, suscitado por las palabras con las cuales, confusamente, le revelaba intimidades oscuras. Me escuchó con atención, muy abiertos los ojos iguales a los míos y a los de mi hermano Maerbale, pero nada me indicó que me entendía, que compartía mi inquietud, que me perdonaba. Quizás fuese todavía demasiado joven para que yo intentase una experiencia así con él. Quizás el parecido que torcía nuestras espaldas fuese sólo externo y no se internase en las raíces de nuestras conciencias. Ya no volví a ensayar jamás un acercamiento y, a consecuencia de aquel sondaje infructuoso, me sentí más solo aún.

Un día —el día en que cumplí 52 años— me despertaron con un extraño cuento. Por el Tíber habían visto pasar una barca abarrotada de demonios cubiertos con armaduras verdes. Otros habían visto una segunda embarcación que tripulaban los santos de Bomarzo, con San Anselmo, a la proa, rutilante la mitra. Convoqué a los presuntos testigos del milagro y resultaron ser unas ancianas seniles, temblonas, a quienes guiaban y aconsejaban los franciscanos que cuidaban del templete de Julia. Las abuelas hablaban canturriando, entornando los ojos legañosos, levantándolos al cielo. Le di a cada una la limosna de una moneda de plata, y la crónica de los prodigios se enriqueció con sucesivos relatos curiosos. Una campesina, cuando atravesaba el parque al crepúsculo, se había enfrentado súbitamente con el esqueleto de la capilla, al que había reconocido por la corona de flores secas. Cabalgaba un asno rojizo, portador de un bulto espeluznante, y lo describió tan minuciosamente que me hizo pensar en el que Miguel Ángel pintó en su casa de Monte Cavallo, poco antes de morir, y que acarreaba sobre los hombros su ataúd. Luego la hija de uno de los bufones juró que la deidad sostenida por la tortuga colosal giraba al alba lentamente, y que el monumento de los combatientes desnudos, la alegoría de la destrucción de Maerbale, vibraba y oscilaba a ciertas horas como si no hubiera cesado su lucha.

Proclamé que haría azotar al próximo difundidor de patrañas, y que si no cesaban los infundios haría desencadenar al leopardo Djem y lo soltaría en el parque al encenderse la primera estrella. Las gentes se calmaron, pero las escasas ocasiones en que Silvio descendía a la aldea, los moradores hacían la señal cabalística de los cuernos y de la higa, y huían a sus casas. La columna multicolor de humo que flotaba sobre su laboratorio, los paralizaba de miedo. Los frailes del Poverello calcularon que había llegado el momento de intervenir, y corté sus discursos tímidos con un golpe seco de mi fusta. Les informé categóricamente que si no me dejaban gobernar mis estados como me convenía, los mandaría al palacio del cardenal Franciotto, en Roma, en una de cuyas celdas tendrían tiempo de meditar hasta el fin de sus años sobre su audacia imprudente. En los labios del más viejo, me pareció ver titubear la palabra Inquisición y, liquidando el asunto, le recordé qué estrecha era la amistad y la alianza que vinculaba a los papas y a los Orsini desde el comienzo de los siglos. Luego, serenado, envié un cáliz que había pertenecido a Diana Orsini a la basílica de San Francisco, en Asís.

Por esa época, Zanobbi Sartorio regresó a Bomarzo.

Zanobbi traía con él la espada. Tal vez no se había atrevido a venderla, pues hubiese dado la pista del robo. Postrado delante de mí, abrazó mis piernas —la derecha, la defectuosa, también, lo cual me erizó de angustia y me obligo a desprenderlo con disimulada indignación— y gimoteó que Andrea había sido el culpable del saqueo, y que había huido a Sicilia, a su Agrigento natal, o a Cefalú, o más lejos, al corazón de la isla, a los alrededores montuosos de Enna, donde sería imposible darle caza.

—¡Pero yo lo encontraré algún día! —juraba, poniendo los dedos en cruz y besándolos ruidosamente—. ¡Se lo prometo a Su Excelencia! ¡Y ese día me vengaré! ¡Le haré sudar cada diamante y cada eslabón de oro!

Fingí creerlo. Me sentía feliz de volver a hallarlo, y lo hubiese perdonado de cualquier modo, aunque no se me ocultaba que el instigador de la traición había sido él, mucho más fuerte y dominante que su hermano. Por lo demás, se echaba de ver que el tiempo de ausencia lo había marcado con huellas hondas. Poco a poco, los días siguientes, porque, como se comprenderá, pretendí aprovechar la superioridad que las circunstancias me ofrecían y representar el papel del amo agraviado y despojado, me fui enterando de lo ocurrido durante su eclipse. Según él, Andrea se había dado a la fuga, abandonándolo, no bien llegaron a Roma. Un instante, la idea de volver y de prosternarse a mis plantas e implorar mi clemencia cruzó por su mente, pero no osó hacerlo. Escondió la espada que ansiaba restituirme y se dirigió a Florencia. Allí el futuro gran duque de Toscana lo empleó en diversos trabajos, pero la ola de crímenes que cubrió la ciudad del Lirio lo obligó a escapar nuevamente. Lucrecia, hija de Cosimino de Médicis, había sido envenenada por su marido, el duque de Ferrara, quien la acusaba de infidelidad; sus hermanos Don García y el cardenal Giovanni habían muerto también, y se murmuraba que el primero había acuchillado al segundo, durante una cacería en las marismas de Pisa, y que el propio duque Cosme, ciego de furor, había ultimado a su hijo Don García. Como se deducirá, la gente no se sentía muy segura en la ciudad más bella de Italia. Y todavía faltaban crímenes resonantes: el asesinato de Leonor de Toledo, a manos de su esposo, el libertino Pietro de Médicis, y el de Isabel de Médicis, estrangulada por su cónyuge, mi primo Pablo Giordano Orsini, duque de Bracciano, quien casó luego con Victoria Accoramboni, que para ello había suprimido bárbaramente a su primer esposo, un sobrino del papa Sixto V. Y faltaban las muertes misteriosas del gran duque Francisco y de su mujer Bianca Capello, quien autorizó el homicidio de su anterior marido y acaso también el de la archiduquesa Juana de Austria, que era jorobada como yo. Zanobbi temblaba al narrarme lo que en Florencia se contaba de las atrocidades. Daba la impresión de estar auténticamente aterrorizado, y más tarde hasta barrunté que habría tenido algo que ver con ellas, pues de otro modo no se justificaba su insano pavor. Verdad es que aunque se hubiera enterado de que yo había permitido que se ahogase mi hermano Girolamo y de que había ordenado la muerte de mi hermano Maerbale, esas fechorías le hubiesen parecido tolerables, como las que en general se producían en el seno de las grandes familias de entonces, comparadas con el cataclismo pasional que destrozó a los Médicis, como fuimos observando, y que manchó de sangre a todas las ramas de ese linaje advenedizo, apresurado (se diría) por ponerse a tono junto a las estirpes centenarias que habían espaciado sus respectivas tragedias ineludibles, a lo largo del tiempo.

Escuché de sus labios las versiones populares y palaciegas de los feroces delitos, como si oyera uno de los relatos truculentos que suelen referir los
cantastorie
de Sicilia. Aquellos personajes suntuosos, a quienes había conocido desde que eran muy jóvenes y con quienes estaba emparentado, se presentaban ante mi imaginación, esgrimiendo puñales y apretando gargantas, como las figuras de cera de un museo horrible, irreconciliables con la realidad. La realidad, para mí, residía a la sazón exclusivamente en las salas y en el parque de Bomarzo, en un mundo hermético que tenía por límites el laboratorio de un alquimista, el gabinete de un coleccionador de extravagancias, un templo donde se desarrollaban mágicas liturgias, y unos jardines en cuyas terrazas resplandecía, entre los árboles, la piedra de los monstruos gigantescos. En medio de esas originalidades me perdía yo, me desvanecía, oculto por las quimeras esculpidas y por las ceremonias enigmáticas, y mi joroba y mis pensamientos se esfumaban en el aire que olía a almizcle, a azufre, a las misturas ensayadas y rechazadas del Gran Elixir, a rosas, a jazmineros. Lo demás, lo que se apeñuscaba allende los montes Cimini, pertenecía al reino de lo inventado, de lo hipotético. La historia escarlata de los Médicis, que Horacio Orsini me había detallado también en una misiva, me asombraba, como es natural, pero no me asombraba más que muchas de las leyendas que solía contarme Messer Pandolfo, haciendo espejear los nombres fatales de mi progenie y los de los héroes de la literatura. En cambio Zanobbi, que había vivido en ese clima de zozobra, había traído de Florencia, con mi espada, los estigmas de un nuevo espanto.

He adelantado que su ausencia le había dejado huellas profundas. No era ya el adolescente gracioso que acompañaba, con un pincel o una escuadra en la diestra, a Jacopo del Duca. Se le habían ahondado las ojeras, y sus ojos tenían un brillo distinto. Pero conservaba la fascinación secreta con la cual me había hechizado cuando lo vi por primera vez. Hasta se diría que su poder de seducción había aumentado al madurar. Como antes, sin confesárselo porque de eso no hablamos jamás, fui su prisionero. Siempre, desde los días de mi abuela, de Adriana, me embargó la necesidad de depender de alguien, de
pertenecer
. Yo, tan rebelde, tan orgulloso, fui un cautivo de los sentimientos. Mi invalidez se refugiaba en esa sujeción no expresada, como en un baluarte.

Para ocuparlo a Zanobbi y mantenerlo a distancia, pues me resistía a mostrarle en seguida hasta dónde prolongaba su dominio sobre mí, proyecté una vasta pintura, que se desenvolvería en la
loggia
frontera de la Sala del Horóscopo y que tendría por tema la lucha de los Gigantes. Me obsesionaba ese asunto, el mismo que había tratado en el monumento consagrado a la muerte de Maerbale. Quería algo semejante a la
Gigantomaquia
que Perino del Vaga realizó para Andrea Doria, en Génova, y a la que hizo Julio Romano para el Palacio del Té, de Mantua, pero más complejo, más ariostesco, más próximo a las concepciones prodigiosas de Briareo, el de los cien brazos, de Tifón, el de los tres cuerpos, una quimérica anatomía revuelta que extendería hasta el castillo el concepto fantástico del parque y que acentuaría la unidad estética de mi creación. Escribí con tal motivo una carta a Aníbal Caro, quien se hallaba a la sazón en Frascati, desvelado por el planeo de su villa tusculana, y siguió una breve correspondencia en la cual el secretario farnesino tuvo la audacia de indicarme que, a su juicio, los gigantes simbolizan a los malos señores que, siendo en la Tierra más grandes y aventajados que los demás, se lanzan a enfrentar violentamente a sus semejantes y a Dios. Me sugirió que, puesto que pensaba dedicar uno de los muros de Bomarzo a describir la eterna guerra de los mortales y de la inmortalidad, encargase los bocetos a Tadeo Zuccari. Pero yo disponía de mi propio pintor y lo envié a Roma a que conversara con Caro. La impresión (yo la descartaba) que le causó Sartorio, fue inmejorable. Supongo los artificios de que se habrá valido Zanobbi para encantarlo, las excentricidades, las falsas timideces, las adulaciones. Sin mencionarlo —por esa distracción no se consigna el nombre de Zanobbi en las crónicas que aluden a mí—, Aníbal me comunicó que el joven era muy entendido y que probablemente podría llevar a cabo la riesgosa empresa.

Esas cartas han corrido una suerte que mueve a reflexionar. De las incontables que recibí en el curso de mi larga vida, son las únicas que se han salvado, y cada vez que un historiador o un comentarista se refiere a Pier Francesco Orsini, las reproduce y detalla. Se han perdido las otras cartas que me dirigió Aníbal Caro, en ocasiones diversas, y que revistieron una trascendencia mucho mayor, las de mis dos abuelos, las de Julia Farnese, las de Hipólito de Médicis, de Lorenzino, de Pier Luigi, de Julia Gonzaga, de Miguel Ángel, de Madruzzo, de Molza, de Lorenzo Lotto, de Sansovino, de Aretino, de Betussi, de Hipólito de Este, de Benvenuto, de Paracelso, de Messer Pandolfo, de Pierio Valeriano, de la marquesa de Mantua, de Valerio Orsini, de Violante, de Juan Bautista Martelli, de Horacio Orsini, del duque de Mugnano, de Pantasilea; se han perdido las que le mandé a Julia durante nuestro noviazgo y que eran, en mi opinión, admirables. En esa época escribíamos enormemente y todo lo que me concierne se ha perdido. Yo, tan guardador y clasificador de cosas, no fui un archivero, como mi padre. Rompía, extraviaba. Cuando Bomarzo se vendió a los Lante della Rovere, hicieron fogatas con los papeles que habían quedado, amarillos, en el olvido de los cofres, sin ni siquiera fijarse en la fama de las rúbricas. Sólo han sobrevivido, irónicamente, de aquel tesoro, dos cartas de Aníbal Caro. Dedúcese de ello lo difícil que resulta juzgar a un hombre, después de muerto, por los escasos documentos que flotan, absurdos, inconexos, arbitrarios, en la vaguedad de su estela. El biógrafo arma su
puzzle
a conciencia, valiéndose de los incoherentes, deshilvanados testimonios escritos que el capricho del azar preservó, y el resto, la intimidad del personaje y a menudo sus rasgos y datos esenciales, se le escapan. Cree haber apresado en las redes de la erudición y de la exégesis a alguien con quien lo vincula cierta incalculable afinidad, muerto hace muchos años, y no hace más que recoger los fragmentos heteróclitos de un naufragio. Si el inspirador de ese estudio pudiese apreciar el fruto de las investigaciones, estupefacto, no se reconocería. Yo soy una prueba de ello… Las cartas de Caro me persiguen. Se diría que nadie más se ha interesado por mí. Y el interés que evidencian es muy modesto. Felizmente he gozado de la prerrogativa sobrenatural de componer estas memorias, pues de lo contrario —y a pesar del inmenso trabajo que me he dado para proteger mi recuerdo del olvido— nadie conocería de mí más que ciertas informaciones genealógicas y ciertas menudencias biográficas en general equivocadas. Pero —preguntará el lector— ¿valía la pena consagrar un libro tan voluminoso a una vida tan intrascendente? Le responderé que para mí no lo es, que para nadie es intrascendente su propia vida, sino única y maravillosa, y que nadie lo obligó a leerla. Y le responderé que observe mi existencia con atención y que no tendrá más remedio que convenir en que fue maravillosa. Por algo, al fin y al cabo, se me ha concedido la posibilidad de narrarla punto por punto.

Other books

Dangerous Spirits by Jordan L. Hawk
Cherry Crush by Burke, Stephanie
The Duke Dilemma by Shirley Marks
Top 8 by Katie Finn
Brutal by Michael Harmon
A Step Farther Out by Jerry Pournelle
Intentionality by Rebekah Johnson
Utopia by More, Sir Saint Thomas