A Zanobbi lo veía durante las comidas. Nos reuníamos en el ancho salón, entre glaucos tapices y transparentes cristales, y conversábamos poco. Habían desaparecido varios objetos del
Ninfeo
, cosas nimias, más singulares que preciadas, y deduje, por obvio, que él, que tenía acceso a ese lugar clausurado, era el autor de los despojos, pero no se lo reproché ni traté de recuperarlos. El hastío, la aversión, un ambiguo cansancio, me agarrotaban. Quizás, si hubiese podido acercarme a él, someterlo, hacerlo mío, mi actitud hubiese cambiado. Sabía que eso era imposible. Una maldición cruel me impedía, hasta físicamente, ganar a quienes en realidad me importaban, y mi pusilanimidad irresoluta se daba por bien servida con el equívoco premio de su presencia, con mirarlo ir por las salas, charlando con las criadas y los pajes. Adiviné y comprobé que otros habían obtenido lo que yo no osaba alcanzar, y al primer instante de furor lo sucedió la flaqueza del decaimiento. Que hiciese lo que se le antojase. Pero que no se fuese, que permaneciera en Bomarzo. A lograr esa pobre victoria dediqué mi ocio, vigilándolo, espiándolo, acompañándolo cuando la comezón del tedio lo obligaba a buscar en Mugnano o en Bagnaia pálidas distracciones. Había terminado la obra de la
Gigantomaquia
, y le propuse un segundo fresco, una escena de centauros, que no pasó de bocetos confusos. Me pedía, eso sí, reiteradamente, dinero, ropajes, joyas. Lo hacía sin disimular su desdén, seguro de que no le negaría nada. Mis huéspedes espaciados, con Madruzzo a la cabeza, advirtieron lo absurdo de la situación humillante y prefirieron dejar de verme.
Una noche, bajé de mi cámara a la biblioteca en pos de un libro. No conseguía dormir. El calor me adhería la camisa al pecho. De improviso, me encontré con Zanobbi en la galería de los bustos que iluminaba apenas la indecisión de la luna. Alguien se ocultaba detrás, a la sombra del Minotauro. Era una muchacha, que salió huyendo, escondiendo su nacarada desnudez en la pantomima de los mármoles. Me aproximé para reconvenir al pintor, harto, asqueado, pero me dio un empellón y de sus labios brotó un insulto soez. La sangre corrió impetuosa por mis venas y experimenté una extraña delicia olvidada, porque sentí súbitamente como si renaciera, como si recuperasen su agilidad mis viejos miembros ateridos. Con un movimiento brusco desenvainé la daga, sin concederle tiempo para usar la suya, y apoyé la punta sobre su vientre. Me miró, atónito, desencajados los ojos negros, porque jamás se le hubiera ocurrido, evidentemente, que yo reaccionaría de tal suerte. Transpiraba, por el fuego de la noche estival, por el amoroso ejercicio en cuya prosecución lo sorprendí, por el miedo que lo sobrecogía. Su pavor me hizo un inmenso bien. Respiré a plenos pulmones y es seguro que me eché a reír. Oleadas ardientes me subieron al rostro. El puñal me temblaba en la diestra, le desgarraba el lino finísimo que yo le había regalado, y unas gotas de sangre mancharon su blancura. Apoyé un poco más y gritó. También grité yo, de alegría.
—Esto se acaba —le dije—. Hemos llegado al fondo.
Con la punta de la daga lo guié hasta el gabinete de mi padre. Zanobbi reculaba, tropezando, dirigiendo ojeadas despavoridas a su alrededor, balbuciendo. No, no lo mataría de ese modo. Mi estilete se enrojecía apenas con unas lágrimas carmesíes, sin trascendencia. Oprimí el resorte de la celda secreta, la celda donde mi padre me había encerrado con el esqueleto, y lo empujé hacia el interior oscuro. Pero antes le besé la mejilla que mojaba el sudor y deslicé mis dedos sobre su pelo húmedo. Cerré luego el panel, abandonándolo para siempre en su cárcel, y me detuve unos instantes en la cámara desierta que albergó a Lorenzaccio de Médicis. No se oía ni un rumor. Los muros de Bomarzo eran espesos, fieles. Lentamente, descendí al parque. Los monumentos se recortaban, amenazadores, en la luz casi celeste, zafirina, que surcaba el zumbar de los mosquitos. Me interné en el bosque, como cuando era niño. Las zarzas me arañaron los pómulos, los brazos, mientras avanzaba por el sendero tétrico a cuya vera peroraban los batracios. Llegué por fin al arroyo y, sin despojarme de la ropa, de un salto grotesco que perfiló mi joroba y la agrietada madurez de mi cara en los espejos lunares, me zambullí en el agua fría. Junté las palmas que bañaba la bendición del líquido nacido del seno, de la entraña de Bomarzo, y me puse a rezar. Que no se me exijan explicaciones. Yo sólo puedo contar lo que hice.
Bomarzo, tan deshabitado, se pobló de pesadillas. Donde antes hubo hombres, había espectros. En mitad de la noche me despertaba gimiendo, y mandé que dos alabarderos durmieran atravesados delante de mi puerta, y que los pajes se turnaran en el escaño vecino de mi cama. A veces abría los ojos, tras las zozobras de un sueño horrible y distinguía, alargadas por el vaivén de las velas exangües, las borrosas siluetas de los pajes que cabeceaban cuidando el reposo de su señor. Pero el señor no reposaba. El señor, cuando se cruzaba con Cecilia Colonna que avanzaba tanteando los mármoles, se sacudía con irrefrenables escalofríos. Sentía que el castillo estaba emponzoñado. Otra carroña sustituía a la del viejo esqueleto, en el corazón de la piedra, y su veneno impregnaba los muros con una pestilencia que sólo yo era capaz de percibir y que me recordaba el tufo maléfico adherido a los manuscritos de Dastyn después de la muerte de Silvio de Narni.
Beppo, Abul, Girolamo, Maerbale, Silvio, Zanobbi surgían en mis delirios. La intensidad de las alucinaciones crecía a medida que se acentuaba el crepúsculo e imperaba la noche inexorable. Resolví que todas las habitaciones del castillo, aun aquellas en las cuales nadie entraba nunca, se iluminaran al atardecer con cirios y antorchas. Los aposentos semejaban enormes altares, y como me obsesionaban las miradas de las pinturas, ordené que descolgaran las efigies de los abuelos o que las volvieran contra las paredes, e hice cubrir con altos lienzos la
Gigantomaquia
. Únicamente conservé en su sitio mi retrato por Lorenzo Lotto, con la ilusión pueril de que su juventud me infundiría ánimos. También dispuse que en el parque encendieran fogatas, no bien se insinuaban las tinieblas, y el resultado fue peor que cuanto pude imaginar, porque el frenesí del viento, retorciendo las hogueras, enloqueció las sombras e infundió una vida atroz a los colosos intimidantes que, cuando yo los acechaba por el entreabierto postigo, se desplazaban pesadamente, como siniestros muñecones sabáticos, hacia los muros del caserón.
¿Por qué no huí entonces? ¿Qué fuerza oscura me retuvo en Bomarzo? De mañana asistía a las misas rezadas por los franciscanos en el templo de Julia, y escapaba del oficio, espiado recelosamente por los frailes, porque había visto, detrás del ara, asomar la forma rígida de Maerbale o de Zanobbi. Tampoco hallé la calma, de día, entre las rocas del Sacro Bosque, moldeadas precisamente con el objeto de que a su amparo se refugiasen mis angustias. Las peñas se convertían en aquellos que más deseaba olvidar. Poco a poco advertía que el inmenso Neptuno se mudaba en Girolamo, y que la figura cogida por la trompa del elefante, que simbolizaba a Beppo, se parecía demasiado a él.
Como otras veces, recurrí a Violante y a Fabio. Necesitaba colmar el castillo, inundarlo de gente, conjurar a los fantasmas con la algarabía jubilosa, con los cantos ebrios, con las músicas, con los gritos sofocados y los crujidos del amor sin trabas. Trajeron un nuevo séquito adolescente.
El papa, el descarnado Pío V, un santo, que sufría de la vesícula y se alimentaba sólo de achicoria hervida, de malva, de salvia y de aromáticas hierbas de San Juan, había reemplazado las pompas anteriores con una severidad de anacoreta. Se terminaron en el Vaticano las ceremonias espléndidas, las triunfales vestiduras; Su Beatitud ceñía su magro cuerpo con telas ásperas y desataba su cólera sobre el desenfreno de sus dominios. Las meretrices de lujo debieron salir de Roma, y las
recoletas
, confinarse en el Trastévere y de allí en los alrededores del mausoleo de Augusto. En vano intervinieron los embajadores de España, de Francia, de Florencia, inquietos por la partida de las mujeres más hermosas, que cambiaba la faz de la urbe. Se clausuró el teatro del Cortile del Belvedere; se prohibió que frecuentaran las hosterías quienes poseían su propia residencia. En cuanto al amor «que no osa decir su nombre…» hasta llegaron a quemar en simulacro a un príncipe, por atreverse a exhibirlo… De modo que la juventud, encandilada por los cuentos de sus mayores acerca de la vida vaticana en tiempos de León X y de Clemente VII y aun del reciente Pío IV, que había sido un Médicis de Milán, un falso Médicis, empeñado en afirmar su inexistente parentesco con la familia del Magnífico y de Cosme, aprovechaba cuanta oportunidad se le ofrecía de aflojar el yugo monjil.
Muchachos y mozas se abatieron sobre Bomarzo, con hambre. Violante y Fabio, ya maduros, los dirigían. De noche, yo dormía entre los dos, en la cámara de las cerámicas, mi cámara nupcial, pegados sus cuerpos al mío, y me hundía en un sopor al que entrecortaban, cuando renacía el insomnio, los rumores ratoniles formados por las carreras de pies desnudos y los cuchicheos ahogados que estremecían al castillo. Mis manos buscaban entonces la mano de Fabio Farnese y la de Violante Orsini, que respiraban, tosían y se apelotonaban contra mí, y si, en la penumbra del aposento, comenzaba a delinearse, lívidamente, como un íncubo, la estantigua de Zanobbi, hermana sobrenatural del esqueleto de la capilla, mis voces y mis temblores despabilaban a mis acompañantes que cubrían con las suyas mi boca espantada, hasta que recuperaba el sosiego y, vencido, sudado, caía en negra modorra.
Segismundo Orsini me comunicó por esos días algo tan disparatado que al principio me resistí a creerlo y pensé en una broma suya. Pero Segismundo no era ya hombre de bromas. Del mozalbete gentil, burlón, ágil y esbelto, que había fascinado a Pier Luigi Farnese, apenas si quedaban rastros en este caballero sosegado que ocultaba la mitad de su rostro bajo un lienzo retinto y que, muy pobre, encubría y velaba su penuria con los viejos ropajes que yo le regalaba cuando caía en cuenta de su necesidad. Iba con el leopardo por el valle, de cacería, y a veces no lo veíamos durante una semana o más, porque mi primo de Mugnano se había aficionado a él y, con Porzia y Pantasilea, jugaban unas largas partidas de naipes y charlaban de los temas que la limitada inteligencia de mi pariente y escudero podía abarcar; del lujo de Pier Luigi, duque de Parma, su grande amigo, de la campaña de Hesdin. El hermoso Mateo Orsini, el otro sobreviviente de los tres camaradas que heredé de Girolamo, había casado con una gran señora de Nápoles, unida a los Caraffa, y desapareció de Bomarzo. En cambio Segismundo continuaba siendo un solterón cortesano, preocupado por los usos, maneras y privilegios de la sociedad aristocrática, a quien no interesaba en especial el comercio femenino, pues sus inclinaciones lo habían llevado por opuesto rumbo.
Me sorprendió, por ello, sobremanera, lo que me transmitió con tímidos circunloquios. Quería casarse a su vez. Los años comenzaban a pasarle y se sentía solo en su casa de piedra vecina del castillo. La novia… la novia no sería muy joven, ni pertenecería a una estirpe que pudiese parangonarse con la nuestra, pero su belleza había sido célebre y, como resultado de una vida en la que mucho convenía cuidar el futuro, había apartado suficiente dinero como para asegurar la comodidad de ambos y hasta cierta holgura que merecía consideración. A su lado, el duque de Mugnano —me extrañó que lo acompañara en la entrevista, mas luego pensé que con ello trataba Segismundo de infundirle mayor solemnidad— guardaba silencio y, sin que lo advirtiese nuestro primo, me hacía muecas y abría y cerraba las manos y se encogía de hombros, como indicándome que se desentendía de la gestión. Por fin, con hartas dificultades, el nombre de la presunta prometida salió de los labios de Segismundo. Era Pantasilea. Mi primer movimiento fue de cólera, de rechazo. ¿Cómo? ¿Tanto habíamos descendido? ¿Un señor Orsini de la rama de Bomarzo… y esa prostituta archiconocida y archimanoseada, cuyos encantos, cuando los tuvo, habían sido usufructuados y pagados por toda una generación de la nobleza de Italia, en Roma, en Florencia, en Bolonia, doquier? La remota ira que me causaba el recuerdo de mi primer encuentro con la antigua amante de Benvenuto Cellini, fraguado por mi abuelo Franciotto, y de mi descalabro en el palacio de los pavos reales, me sulfuró, como si no hubiese transcurrido el tiempo desde entonces y como si Segismundo continuara siendo el príncipe adolescente que en Venecia decoraba las proas de las góndolas a modo de un objeto raro, precioso, de refinada suntuosidad. Mugnano me oprimió el brazo y esa presión me serenó. Mirábanos nuestro primo de hito en hito, avergonzado, aparentando una calma que no sentía. ¿Qué me importaba, después de todo? ¿Acaso era yo el centinela del abolengo? ¿Acaso mi vida podía exhibirse como un paradigma? Pero, en medio de mis torpezas y mis maldades, había conservado yo intacta la inquietud de exaltar a nuestra casa, de resguardar, aunque fuese superficialmente y a los ojos del vulgo, su augusta jerarquía, y la perspectiva de dar nuestro nombre a aquella puta retirada, sin linaje —porque, si hubiese pertenecido a una familia de relativo empaque, es probable que mi instintiva reacción hubiese sido harto distinta—, hería y repugnaba a mi orgullo. De cualquier modo, ¿qué podía hacer? ¿Oponerme? ¿Por ventura tenía yo jurisdicción sobre la libertad de Segismundo Orsini? Le dije que procediera según su criterio, que para ello le sobraban años, que, por otra parte, la edad de los contrayentes y —no pude evitar la mención cruel— los gustos famosos del novio, nos garantizaban que la alianza carecería de sucesión. Me abrazó Segismundo, conmovido, y hasta le prometí, de acuerdo con Mugnano, que entre los dos buscaríamos la manera de que no llegase a la boda con las manos completamente vacías.
La noticia, que se difundió pronto, sacudió al castillo, a la aldea y a los contornos. Segismundo gozaba de popularidad en el grupo alegre de Violante, y el pueblo lo quería, a pesar de las pasadas aventuras que tuvieron por campo a los alrededores. Era sin duda un hombre simpático, ansioso de divertirse y, en consecuencia, de divertir. Los años lo habían tornado cada vez más humano, más indulgente. Y la idea de que iba a contraer matrimonio con Pantasilea, que disgustó a los aldeanos viejos, apegados a la tradición, sedujo a los más jóvenes, quizás porque ella les mostraba una fisura en la cota de mallas inmemorial que aislaba y afirmaba nuestra fuerza vanidosa.