El final de la empresa está envuelto en mi memoria dentro de una nube grisácea. Fue como si Horacio, al morir, se llevara con él todo el color y todo el brillo. Las armas y los ropajes, las empavesadas velas, las proas doradas, cuanto hasta entonces había contribuido a rodearnos de un halo maravilloso, palideció como si una carcoma sutil hubiese comenzado a roer la esencia misma de lo que constituía nuestro esplendor. Nunca pensé yo, hasta ese momento, que Horacio significara tanto para mí. O quizás empezara su significación a partir de ese momento. La muerte del héroe, de la encarnación juvenil y gloriosa de Garcilaso, se presentaba ante mis ojos como la muerte de algo muy mío, de algo que moría dentro de mí. Mis esperanzas de redención a través de él, de salvación de la inutilidad y la injusticia de mi vida, a través de la suya —porque su vida, iniciada con la corona de Lepanto, en la alegría de los sentimientos puros y en el centelleo de la viril belleza tranquila, hubiese sido la que para mí soñé en la adolescencia lejana—, mis esperanzas se derrumbaban y me dejaban solo, una vez más, con mi propia realidad sin consuelo. No tenía ya a quien recurrir para apoyarme en la ruta. Habían muerto, uno a uno, los que surgieron en mi camino, deslumbrándome con sus almas o con sus cuerpos y ayudándome a que me olvidara pasajeramente de mí, o por lo menos a tolerarme, sustituyendo con sus imágenes la mía. El amor no había sido para mi eterna angustia el descubrimiento de otro sino el olvido de mí mismo. Y ahora, cuando quedaba solo conmigo, totalmente desamparado, el primer síntoma de esa evidencia se trasuntaba, físicamente, en la extraña palidez que se apoderaba de mi contorno y que me daba la impresión de que me movía entre espectros transparentes. Habíase esfumado el guerrero luminoso, y en su sitio quedaba su doble, el guerrero hecho de sombras. Nicolás, al reproducir los rasgos de su primo, decolorándolos, hasta en la circunstancia trivial de su vestidura, simbolizaba mejor que ninguna retórica fúnebre la mudanza fundamental que entrañaba mi pérdida. No lo había perdido yo a Horacio Orsini; Horacio me había perdido a mí, en Lepanto. Y la sensación de vacío que me embargaba y provocaba una náusea permanente, me condenaba a mirar dentro de mí, a mirar a mi interior como al arcano de una caverna habitada por monstruos fieros y tristes. Era una sensación desoladora. Hasta entonces, el duro caparazón de mi egoísmo, de mi recelo, me había protegido contra ella, pero la muerte de Horacio desmoronó mis baluartes. Estaba viejo; estaba cansado. El peso de otras desapariciones, de otras muertes, antiguas o próximas, la de Adriana, la de Abul, la de Maerbale, la de Julia, la de Zanobbi, se acumulaba conjuntamente sobre mis hombros. Me aplastaba y experimentaba, de golpe, lo que no había sentido en su plena hondura cuando se sucedieron esas etapas, porque en cada ocasión miré hacia adelante. Ya no había a dónde mirar. Y todo —las armas y los ropajes, las empavesadas velas, las proas doradas, el regocijo victorioso de la vida— se desmenuzaba en cenizas.
Vanas fueron las palabras de Don Juan, de Marcantonio, del duque de Naxos, de Ignacio de Zúñiga. No podían intuir la profundidad de mi abatimiento, porque no podían saber que con Horacio se iba de mi lado, más que un hijo, más que un acicate último de la emoción siempre inquieta que me estremecía de ansias confusas, la postrera posibilidad de darle un cauce a mi existencia y de justificarla. Además carecían de tiempo para ocuparse de mí. Los solicitaban demasiados desvelos.
Había muerto mucha gente en Lepanto. Dicen que siete mil quinientos cristianos y veinticinco mil turcos entraron entonces en la fama y en el olvido. Venecia sola vio sucumbir a diecisiete capitanes y a doce señores; Malta, a sesenta caballeros; los italianos y los españoles fueron más numerosos. Eso, para la nobleza. En cuanto a los restantes… por ejemplo casi todos los marineros y la chusma de la orden de Malta, perecieron; de los quinientos españoles del regimiento de Sicilia, apenas cincuenta regresaron… Pero, aunque las listas se alargaban sin cesar, a medida que los jefes se enteraban de nuevas bajas, el único muerto de Lepanto, para mí, fue Horacio Orsini. Otro Orsini, Virginio, de la rama de Vicovaro, pagó también su audacia, y Nicolás me condujo a que rindiera homenaje ante sus despojos, como miembro mayor de la estirpe. Fui como un sonámbulo, con el duque de Bracciano. Renqueábamos los dos. Cada cadáver amortajado en su armadura, delante del cual tuve que inclinarme —Barbarigo, Quirini, Malipiero, el marqués de Santo Eremo, Francisco de Saboya…— se transformó a mis ojos en Horacio Orsini. Las corazas reiteraban, de una a otra yacija, las formas musculosas del peto de Horacio, mas, acaso porque las observaba a través de las lágrimas, acaso porque, como anoté antes, todo se había desvaído y había adoptado una fantasmal palidez, en lugar de labor de orfebres parecían obra de artesanos del vidrio. Los paladines de vidrio, frágiles, quebradizos, reposaban en las naves semidestruidas. Y sobre ellos flotaba una niebla que escondía el sol. Era una niebla húmeda y paciente, elaborada por mi inconsolable pesadumbre, que impregnaba lo mismo a los comensales reunidos en un banquete en la capitana de Juan Andrea Doria, la única intacta, que a los que zarpaban con Pompeyo Colonna para anunciar al papa el triunfo que ya conocía milagrosamente; y a las ciento cuarenta embarcaciones capturadas que llevábamos a remolque, henchidas de cautivos y de cristianos liberados; y a la tarea de sacar la artillería que se pudiese de las galeras anegadas, bajo la dirección del marqués de Santa Cruz; y hasta al botín fructífero que nos repartimos inmediatamente después de la batalla, en Santa Maura, y que ocasionó tantas quejas, porque se murmuró que la parte asignada a cada soldado español superaba la recibida por el almirante de la Serenísima República. A Don Juan le correspondieron seis galeras y setecientos veinte esclavos. El sultán le envió luego varios presentes, trajes forrados de cebellinas y de lince, capas de martas, tapices, dos docenas de cimitarras de Damasco cuajadas de piedras preciosas, seis sillas de montar cubiertas de oro, arcos y flechas, estribos… A mí me tocaron, incluida la presa de Horacio, tres esclavos turcos. Sólo dos tuvieron el marqués de Ávila, el duque de Mondragone y Diego de Mendoza; pero Alejandro Farnese recibió treinta, y Bracciano veinticinco. Hubo, lo he dicho ya, airadas protestas. Nadie se consideraba satisfecho. Yo me limité a callar, si bien Nicolás y el duque de Naxos me azuzaban y urgían que reclamase. Una bruma plomiza, melancólica, envolvía al paisaje y a la gente, y ni fuerzas para hablar me quedaban.
Lentamente, tironeando a la zaga, con fuertes cadenas, los testimonios del desastre otomano, regresamos a Messina. Lloraban como hembras los dos hijos de Alí-Pachá, uno de los cuales contaba trece años, y que Don Juan regalaría al pontífice. Las naves avanzaban difícilmente, en medio de los cadáveres. Había sin duda, entre ellos, flotando sobre los fragmentos de los naufragios, muchos heridos y moribundos, pero ¿quién podía detenerse a rescatarlos? En la borda de la capitana de Colonna, apoyado en Samuel y en Antonello, vi, vueltos hacia nosotros, sus ojos desesperados, sus manos torcidas por crispaciones atroces. Recogimos algunos, como si pescáramos al azar, con arpones, con redes. En Corfú se desgranaron los príncipes. El de Urbino tornó a sus tierras por la vía de los Abruzos; partieron también el conde de Santa Fiora y el duque de Parma. Supe después que en Venecia los festejos habían sido incomparables; que el bajel de Giustiniano, portador de las nuevas, había entrado en el muelle de San Marcos, como una gran señora lujosa, arrastrando por el agua las banderas infieles, a modo de una cauda multicolor, bordada de medias lunas y de estrellas áureas; y que cuando el dux quiso llegar a la basílica para rendir gracias a Dios casi no logró abrirse paso, con la Señoría, en el apretujamiento de la muchedumbre vociferante.
Yo debía cambiar de navío en Messina, para seguir en el que conduciría los restos de los caballeros de Santo Stefano hasta Pisa, donde se hallaba el enterratorio de la orden. Mandé que le quitaran a Horacio el escudo adornado con una escena de los
Triunfos del Amor
, de Petrarca, pues deseaba conservarlo en Bomarzo, pero le dejé su espléndida armadura. Lo resolví automáticamente, y escuché mis pocas palabras como si procedieran de otros labios, remotos, en las tinieblas que oscurecían a la flota y que sólo mis ojos captaban. De tanto en tanto, aunque no hacía frío, temblaba en el abrigo de las pieles de oso. Las canciones y las risas de los marineros ascendían hacia los mástiles, entre el rítmico golpe de los remos, mientras yo palpaba, en mi rostro, sobre los pómulos magros, las arrugas, la definitiva vejez.
En Messina se incorporó a mi pequeño séquito el padre de Samuel. Hubiera podido ser su abuelo, aquel anciano cuyas características raciales se acusaban en sus rasgos con más evidencia que en los de su hijo y que configuraba el tipo del judío tradicional de nariz ganchuda, barba rala, negros ojos averiguadores y manos sarmentosas; el del oscuro ropón que se despega del cuerpo escaso. Se llamaba Salomón Luna y venía de Tiberíades, donde se había enterado por azar de la mala suerte de su vástago, luego de aguardarlo inútilmente. Había salido de allí, en su busca, porque lo amaba por encima de todo. No bien lo conocí, a pesar de las circunstancias que me velaban el entendimiento y me apartaban de cuanto sucedía en torno, comprendí que me hallaba frente a un hombre de excepcional lucidez. Hablaba poco, mesándose las barbas como si las ordeñase. Samuel me dijo que entre los estudiosos de la Santa Cábala, adentrados en la sabiduría del
Zohar
, del
Libro del Esplendor
del rabí Simeón ben Yohay, su padre descollaba junto a Elías de Chelm, que con ayuda del libro
Yetzirah
fabricó al Golem, al hombre ficticio, y junto a Isaac Lurya y sus discípulos Moisés Cordovero, Hagiz, Vital y Josef Caro, autor del
Shuljan Aruj
, el código ritual de las misteriosas visiones. De Safed, centro de los cabalistas, se había trasladado a Tiberíades, atraído por el falso duque de Naxos. Vivía allí rodeado de manuscritos, meditando, orando, esperando a Samuel. Cuando éste cayó en manos de Horacio, después de que la nave que lo llevaba a Palestina fue hundida por los caballeros de Malta, el rabí Salomón no paró hasta enterarse de cuál había sido su destino y, no obstante los riesgos que entrañaba el viaje por un mar que infestaba la piratería barbaresca, regresó a Italia en pos de su hijo. Si Dios había dispuesto que Samuel fuese esclavo, él lo sería también. Lo seguiría siempre, mendigando, puesto que así lo exigía el Señor. Aquel relato extraño y conmovedor me dejó indiferente al principio. Toleré que el anciano subiera a bordo y nos acompañara a Pisa, y eventualmente que nos escoltara hasta Bomarzo, pero ninguna preocupación nueva podía distraerme de la que me embargaba. Durante el viaje, conversé con él en dos ocasiones. Los números y las letras no guardaban secretos para su clarividencia mágica. Cualquier palabra, cualquier signo, encerraba para él en el hermetismo de su contextura, otro vocablo y otra señal. Fue entonces cuando intuí que quizás Salomón Luna sería el único capaz de resolver el enigma de las cartas de Dastyn al cardenal Orsini. Samuel, entre tanto, modelaba una estatuilla de Horacio, revestido de su armadura grecorromana. Era bella y simple, harto diversa en su sencillez popular, del gusto suntuoso inseparable de la escultura de entonces. Pensé que dedicaría la última roca de Bomarzo a reproducir esa efigie, pero luego me convencí de que no, de que aquella piedra había sido reservada para recibir la imagen del Demonio, la imagen que había visto en el espejo y que no podía faltar en mi gigantesca galería biográfica.
Dios y el Demonio me inquietaban conjuntamente. Tornaba a ellos de continuo, en mis desazonadas especulaciones, mientras los galeotes nos impulsaban rumbo al enterratorio de Pisa, donde Horacio reposaría para siempre, bajo el manto de la roja cruz, entre sus hermanos de la orden de Santo Stefano. La aparición de la cabeza terrible en el espejo; la estampa de Don Juan de Austria, de hinojos en la
Real
, como un mensajero divino cuya santidad se comunicaba al contorno; la bendición imprevista de Ignacio de Zúñiga, surgida del fondo de los años y los años; y la muerte de Horacio Orsini, resumen de las grandes muertes que yo había provocado, alegoría de mi propia muerte y condena, se sumaban a modo de otros tantos indicios que me exhortaban a que me preparase. Los daños que había causado en aras de mi vanidad se presentaban ante mis ojos con relieves profundos, plenamente, como si me hubiesen arrancado una venda. El hombre de la Edad Media, el viejo Orsini esencial, cristiano, cargado de culpas, desplazaba al hombre del Renacimiento y a su pagana indiferencia orgullosa. Los siglos en los cuales se afirmaba mi poder y que nutrían mi soberbia, me cobraban por fin la deuda del privilegio. Para ser un hombre del Renacimiento cabalmente, había que andar por el mundo sin más riqueza que la propia voluntad. Mi riqueza, en cambio, fue la de quienes me precedieron. Quise rebelarme contra ella sin dejar de usufructuarla, lo cual era imposible. Inventor de monstruos simbólicos, en el parque de Bomarzo, no me percaté de que yo mismo me había convertido en un monstruo, al tratar de realizar la síntesis astuta de las contradicciones. Y ahora la vida se me escapaba de los labios y carecía del tiempo necesario para redimirme y para alcanzar mi auténtica expresión. Ni yo mismo sabía, en ese instante crucial, qué era, qué significaba, tironeado por energías opuestas. Cuando me prometieron que mi vida sería eterna, vibré de loca arrogancia, como si le ofrecieran un incomparable instrumento a mi pasión de triunfar, de imponer mi extravagancia mediocre, tiránica, absurda, que no retrocedía ante la sangre de los otros, porque mi pobre físico se alimentaba de sangre para olvidar su pobre hechura y porque mi alma era mezquina como mi cuerpo, se había contagiado de mi cuerpo, se había retorcido como él; y a esta altura de la descomposición, respirando ya las miasmas de la muerte, comprendía que si había menester de prolongar mi pasaje por el mundo y de internarme en las sombras de un futuro sin término era porque lo requería la penitencia de mi pecado. El duque Orsini no debía hacer las cosas a medias. Cuanto le concernía —y al reflexionar así no advertía qué intacta seguía la maldición de mi orgullo— demandaba soluciones extremas, únicas. Desvariaba, alucinado, enfermo. Actuaba rodeado de pecadores, husmeando el aire turbio del pecado que impregnaba a mi época, como si fuese el solo pecador, como si fuese el solo culpable, el encargado de pagar todas las culpas. Los complejos que había creído destruir, me ahogaban en la soledad. Me aplastaban mi joroba, mi ruindad, mi infinita desesperación abandonada. El miedo fundamental me hincaba las uñas, y veía en el incesante batir de las olas contra los flancos del zarandeado bajel, mi emblema exacto. Repasaba las cuentas del rosario de Don Juan y me encomendaba a los santos de mi linaje, a los papas Boveschi. De dos judíos dependían, repentinamente, mi porvenir y mi salud sempiterna; Salomón Luna tendría que suministrarme la fórmula de la inmortalidad, y Samuel Luna tendría que edificarme, ahuecando la roca, la ermita evocadora del horror del infierno que me serviría de refugio. Les entregaría el castillo a Marzio, al barón de Paganica, a Vitelli, a quienes lo deseasen, y me encerraría, borrado de la memoria de todos, con un sayal y un rosario, en el terrestre infierno, a reconquistar, hora a hora y día a día, la perdida gracia. Románticamente, principescamente exagerado, así planeaba yo mi futuro ascético, cuando regresaba a Bomarzo por los caminos de la dulce Toscana. De cuantos pavores me aquejaron, el más intenso ha sido el de la soledad. Y ahora me sentía irremediablemente solo, entre fantasmas. Hasta le aseguré a Salomón que, si descifraba las cartas de Dastyn, le devolvería la libertad a su hijo. El rabí me respondió que ni él ni ningún cabalista otorgaban crédito a la leyenda del hombre inmortal sobre la tierra, que esas cosas quedaban —y sonrió levemente en el temblor de su barba caprina— para Teofrasto Paracelso, pero que, de cualquier modo, estudiaría los textos y trataría de interpretarlos.