La
Real
de Don Juan de Austria levó anclas la primera. Sesenta galeotes la impulsaban al ritmo de sus remos. El nuncio de Su Santidad, desde un bergantín, en la boca del puerto, bendijo la escuadra que partía hacia el mar de Grecia. Una a una desfilaron las galeras, las galeazas, las fragatas. Las había muy bellas, con áureas alegorías en las popas y en las proas, esculpidas como fachadas de palacios. En la de Juan Andrea Doria, servía de fanal un gran mapamundi de cristal transparente, regalo de su mujer. Ondulaban en la brisa las banderas que distinguirían las alas diversas de la flota: para el cuerpo de batalla dirigido por Don Juan, las azules; para la formación derecha, de Doria, las triangulares, de verde tafetán; para las de la izquierda, del proveedor general, el veneciano Agostino Barbarigo, las amarillas; las blancas, para la reserva del marqués de Santa Cruz; pero en la
Real
y en las naves capitanas, como la mía, en lugar de banderolas se izaron a los mástiles delgadas flámulas que provocaban a los aires.
Faltaban aún, antes de la batalla, veinte días. Las noticias que nos alcanzaron desde Corfú no eran como para alentar. Bogábamos al principio sin ayuda del viento, remolcando las galeazas pesadísimas, deteniéndonos a destacar algunas embarcaciones cuando nos informábamos de que en tierra nos aguardaban nuevos contingentes españoles de los presidios del reino de Nápoles, que vendrían a secundar a los galeotes, y milicias de la Pulla. Se oían, incesantes, el golpe acompasado de los remos, las voces y azotes de los cómitres, los gritos que de un puente al otro intercambiaban los cuatralbos, los crujidos de las arboladuras, el canto de los grumetes que pregonaban las horas. Una ciudad entera se desplazaba sobre la espuma, contorneando el extremo de Italia. Los jefes, reunidos en consejo, discutían, aunque cada capitán recibió, al abandonar Messina, un memorándum prolijo que le indicaba su ubicación y su ruta. En el cielo calmo, una noche plateada de estrellas en que soplaba el viento del norte, brotó una luz cegadora que atravesó el espacio con su fusta de llamas. Levantóse de las colas donde oteaban los vigías un vasto clamor. Dios nos daba la señal del triunfo. Yo fui testigo del signo candente. Estaba sentado en mi silla, junto al palo mayor, arrebujado en las pieles de oso. Me dolía la carne desgarrada. Hubiera querido tener a mi lado a Silvio de Narni, para comentar con él el celeste presagio, pero Silvio había muerto, como Maerbale, como Girolamo, como Hipólito de Médicis. Todo el mundo había muerto, y nosotros navegábamos hacia la muerte que nos esperaba en el mar de Grecia, rodeada de maravillosos vaticinios.
En esa silla transcurría para mí buena parte de los días largos. Cuando Marcantonio Colonna me instó a fin de que permaneciera en Messina, porque lo aconsejaba la prudencia, me negué a hacerlo. Estériles fueron también los reclamos del duque de Bracciano, de Horacio, de Nicolás. Y Colonna, a quien se le sometían de continuo graves problemas, se desentendió del asunto. No podía malgastar su tiempo acalorándose por un jorobado tenaz, a quien ya le había concedido que llevara consigo su paje negro. De modo que, con Antonello a un costado, listo para plegarse a cualquier capricho que se le antojase a mi invalidez, arropado en las tibias pieles, dejé andar las semanas. Leía a Garcilaso de la Vega en el ejemplar de Cervantes, como antes había releído a Ariosto, en Metz, y pensaba mucho. Puesto que no podría guerrear, lo vería guerrear a Horacio, guerrearía por medio de él, a través de él.
La memoria de aquel viaje se confunde para mí con la de Garcilaso. Hoy mismo, a medida que lo recuerdo, me resulta imposible separar de mi ánimo tres imágenes que se superponen y se amalgaman hasta constituir una sola: la de Garcilaso, la de Horacio Orsini y la propia mía. El duque de Naxos había averiguado, para divertirme y distraerse de sus preocupaciones, algunas noticias acerca del poeta español, de quien yo, en verdad, sabía muy poco. Había, en la
Capitana
, quienes lo habían tratado en Nápoles, los años de su destierro en la corte del virrey Villafranca; o en la conquista de Túnez por el emperador; o en el asedio de los florentinos; o durante sus embajadas ante Andrea Doria y ante Don Antonio de Leiva. Aquellas referencias completaron lo que sus versos me sugerían. Casado con Doña Elena de Zúñiga, había amado toda su vida a otra mujer, Isabel de Freyre. La había elevado en sus poemas hasta una ideal perfección, persiguiéndola, requiriéndola, y cuando por fin, a las cansadas, la poseyó —una sola vez—, resolvió no verla nunca más. Isabel revivía, eterna, en sus églogas. El lamentar, el dulce lamentar de los pastores que contaban los desengaños del amor, buscaba únicamente expresar el desconsuelo de Garcilaso, quemado en los fuegos de Isabel. Un amor así, tan pujante, era como el viento que impulsaba nuestros navíos. La poesía se hinchaba a su influjo, como un velamen. ¿No amaría yo a Bomarzo como debía? ¿Era por eso que mi poema carecía de vigor y se derrumbaba? No: a Bomarzo lo amaba por encima de todo; lo evocaba continuamente; los ojos se me iban sobre las tensas velas rotundas, descubriendo en ellas las formas de las rocas de mi parque ancestral. ¿Y entonces? Si hubiera consagrado mi poema a Abul… a Julia… al desesperante Zanobbi… si hubiera indagado en mis sentimientos… Pero tampoco cuando escribí mis versos enamorados a Adriana dalla Roza, sirvieron de nada. Se deshacían en cenizas, hueros, inútiles. Faltaba en ellos la apasionada angustia que movía a los de Garcilaso, que los levantaba como vuelos majestuosos de gavilanes, entre nubes de oro. ¿No la habría amado a Adriana?, ¿a Abul? ¿Por quién me desangré llorando? ¿Por quién me olvidé de mí mismo, del duque de Bomarzo, del esteta retórico, de su exigente inmortalidad? ¿No habría amado, en realidad, a nadie, fuera de mí mismo? Mi amor por Bomarzo, ¿sería el amor del aire que me circundaba, y lo amaría por el mero hecho de que estaba impregnado de mí? Yo, que me odié tanto, que rehuía mi imagen en el espejo al cual asomaba la mueca del Demonio (que podía ser el Demonio y podía ser
un
demonio), que despreciaba mi joroba, mis piernas, mi caricatura, ¿habría sido el solo objeto de mi amor egoísta y, Narciso horrorizado, habré mendigado en los otros, en hombres y en mujeres, lo que me rehusaba mi espejo, buscándome siempre a mí mismo, al Pier Francisco perfecto que adoré?
Leía las églogas, los sonetos, y pensaba también en el amor de Horacio, porque aquella lectura invitaba a meditar en el amor, obligaba a meditar en él, mientras la flota de Don Juan de Austria bogaba, desplegadas las grímpolas y las flámulas multicolores, y los ochenta mil hombres de la expedición, desde los príncipes hasta los galeotes, se agitaban en medio de un incendio de banderas y recordaban a las amantes que quedaban atrás, en las aldeas y en los palacios, brumosos los ojos de lágrimas. ¿A quién amaría Horacio Orsini? ¿Amaría a alguien? ¿Quién sería su Isabel? Avanzaba ya el tiempo de casarlo. Con Nicolás, irrumpía en los burdeles, y las hembras lo dejaban todo para besarlos, tan hermosos eran. Y en las cortes también, en Venecia, en Parma, en los estrados de Milán. ¿A quién amaba Horacio? ¿Por quién suspiraba en ese momento, fijos los ojos en el horizonte, allende los mástiles que balanceaban en sus lonas figuras de santos, de vírgenes, de leones con alas? Desde niño había vivido junto a Nicolás, su primo, quizás su hermano. Compartían las armas y las mujeres. Estaban ligados tal vez por juramentos terribles e ingenuos, como los jóvenes héroes que, hacía miles de años, en el mismo mar al cual apuntaban nuestras proas, habían luchado y amado con esplendor incomparable. Experimenté unos celos súbitos, violentos, de su amistad. El resentimiento era antiguo: ya me había inquietado en la época en que, siendo apenas dos criaturas, escapaban de mí dentro del bosque de Bomarzo y se ocultaban en las cavernas, inalcanzables, secretos. Maduraba ahora, a leguas y leguas de Bomarzo, en un ambiente hostil al cual yo, hombre de la tierra, hombre de las rocas del Cimini, de la inmovilidad etrusca, de las seguridades heredadas, no conseguía habituarme, porque aquí nada era de nadie, todo se sacudía y vibraba con loca indecisión fugaz y hasta nuestras vidas tenían el efímero valor del agua inconstante. Horacio y Nicolás poseían algo que yo no poseí nunca: el lazo, la cadena fuerte de la amistad. La habían forjado eslabón a eslabón, a través de la infancia, de la adolescencia, y era vano pretender separarlos. El amor no desanudaría su vínculo, que lograba la reciedumbre del amor, que mostraba otra forma del amor. Las mujeres entraban y salían en su atmósfera, sin perturbarla. Los héroes las gozaban y las dejaban ir. Luego regresaban a su pacto íntimo. A su vera, ¿qué significaba yo? ¿Acaso se acordaban de mí? ¿Acaso me veían? ¿Acaso veían al viejo duque que se mojaba el índice en los labios para volver las páginas de Garcilaso de la Vega y que, perdida la mirada en las olas, repasaba la legión de sus espectros? Se miraban el uno al otro; cambiaban sus cascos, sus corazas, sus dagas, sus rodelas con relieves de Venus, de Marte, de Hércules, de Júpiter. Alrededor de mi silla débil, sonaban sus trajes férreos, como si fueran dos gigantes. Y yo levantaba los párpados del diálogo de Salicio y Nemoroso, que el poeta cantaba en su noble lengua española, y sentía de repente el guantazo de los celos en mitad de la cara.
Pero Garcilaso lograba después el portento de serenarme, al canalizar mi ansiedad por distintos caminos. Él y yo éramos uno solo, con Horacio Orsini; un solo ser exaltado, anheloso, denso de amor. Mágicamente, por virtud de unas rimas inflamadas —porque, como siempre, la literatura me daba lo que me negaba la vida avarienta—, así como me dije que guerrearía a través de Horacio, me dije que amaría a través de él. Yo ya no era yo. Me desprendía de mi aislado espejo. Y un extraño júbilo me embargaba y sucedía a mi tristeza febril, mientras observaba los aprestos militares del hijo de Julia Farnese y escuchaba las bromas que le dirigía a Nicolás. Desde entonces, viviría a través de él, me redimiría a través de él.
Entre tanto, la escuadra continuaba su marcha lenta. Don Jerónimo Manrique, de la ilustre casa de Lara cuya magnificencia retumba en el romancero, rezó la misa del Espíritu Santo, en la popa de la
Real
, teniendo por fondo a los personajes mitológicos que labró Juan Bautista Vásquez, de Valladolid. Yo oré por primera vez en muchísimo tiempo. Oré por Horacio, por Nicolás, por Don Juan, por nuestra flota. Le rogué a Dios que me hiciera la gracia de arrepentirme, de arrancar mi costra de pecado, pero todavía estaba demasiado hundido en el zarzal de las pasiones viejas. Me puse de hinojos al lado de mi silla, sostenido por Antonello, aunque el dolor me torturaba, y el duque de Urbino, que era sobrino de Horacio Farnese y por esa razón me demostraba una consideración especial, sabiendo que su tío había muerto en Hesdin en mis brazos, me amonestó cariñosamente por mi locura, advirtiéndome que reservara mis fuerzas porque se acercaba la hora de la batalla.
Corfú… Don Juan y los jefes principales la recorrieron y regresaron a bordo transidos de pesadumbre. Me contó Horacio Orsini que habían hallado doquier las huellas del incendio, del saqueo, de la violación. Ardía su cólera. Luego que zarpamos de Gomenitza, en la costa de Albania, me refirió las disensiones que trastornaban a nuestra gente. Los venecianos se oponían a acatar las órdenes de Doria, almirante genovés, por el rencor que enfrentaba a las dos repúblicas navales; Veniero mandó ahorcar a un capitán español, que tumbó de un tiro de arcabuz a uno de sus jefes, y las cosas se pusieron ásperas; casi nos fuimos a las manos los unos contra los otros, olvidados de los turcos que acechaban, de los dominicos, los franciscanos, los capuchinos y los jesuitas que sin embargo habían distribuido a cada soldado un rosario bendito y un Agnus Dei de consagrada cera; Marcantonio Colonna fue llamado tres veces, en la alta noche, para asistir a las turbulentas reuniones del consejo; la ira de Don Juan era tanta, que si no lo apacigua Marcantonio quién sabe qué hubiera sucedido; nos hubiéramos acuchillado, los venecianos de una parte y los españoles y pontificios de la opuesta; pero Sebastián Veniero, cuyos setenta años irascibles se encaraban con la autoridad suprema de la expedición, con el
hijo querido
del Santo Padre, no participaría ya del consejo; en su lugar lo haría Agostino Barbarigo, que transmitiría sus instrucciones.
Nos comunicaron los espías que el enemigo estaba en Lepanto, y hacia Lepanto zarpamos en la bruma. Los galeotes remaban, empapados de sudor a pesar del frío del alba. Hasta mi cámara, en la que yo tiritaba bajo las pieles, ascendía su olor acre de encerradas fieras. El duque de Naxos me señaló por el ventanuco, como si fuese un naufragio en la vaguedad de la niebla, la isla de Itaca, la isla de Ulises. Me acordé de Messer Pandolfo, del maestro Pierio Valeriano, de mis libros remotos, de Hipólito y Alejandro de Médicis, traduciendo palabra a palabra el texto de Homero, a los tropezones, en tanto los insectos revoloteaban en los rayos del sol florentino y, príncipes escolares, calculábamos el tiempo que nos faltaba para salir de la prisión del estudio a la felicidad de las cacerías, de las palestras, de Catalina de Médicis, de Adriana, de las hijas sonrientes de la marquesa Gibo, tan pequeñas y tan cortesanas, al alborozo de Lorenzaccio, de Giorgino Vasari, de Abul…
Un bergantín llegado de Candia nos trajo malas nuevas. Famagusta, último bastión de Chipre, había caído y Marcantonio Bragadino, capitán de la ciudad, luego que capituló bajo condiciones, había sido traicionado por Lala Mustafá, el cruel jefe turco, quien lo mandó desollar vivo, ante sus ojos, y ordenó que rellenaran su piel con paja y que expusieran grotescamente aquel trágico muñeco, para despacharlo a Constantinopla después. Imaginará el lector cómo repercutieron las noticias entre nosotros, particularmente sobre nuestro Bragadino y sobre nuestro Marcantonio. Años más tarde, el hermano de la víctima adquirió los despojos por una gruesa suma, y los depositó en una urna de mármol, en la iglesia de San Giovanni e Paolo de Venecia donde yace mi tío el conde de Pitigliano.
Era lo que nos faltaba para enardecernos definitivamente. Los miembros del consejo litigaban las posibilidades de asediar a Sopotó, Castel-Novo, a Santa Maura. Frente a aquellos contemporizadores y a la cercanía de la estación de las tormentas que amenazaba transformar la colosal empresa en inútil, triunfó la audacia inspirada de Don Juan. Seguiríamos adelante, para evitar que el enemigo se refugiara en el Bósforo. Estábamos ya a un paso de los turcos. Cuando se desbrozaron las últimas estadísticas, luego de la batalla, se advirtió que nuestras fuerzas eran iguales: doscientas ocho galeras otomanas; doscientas nueve galeras y galeazas de la Cristiandad. Las nuestras contaban con parapetos protectores, mientras que las proas del sultán estaban abiertas; nuestros soldados se cubrían con yelmos, con morriones, con petos, con escudos; los adversarios se ceñían la cabeza con sus turbantes, con algún casco suntuoso, como la celada de Alí-Pachá que adornaban treinta y seis rubíes, los cuales descendían por las orejas mezclados con diamantes y turquesas; y empleaban armaduras también, de acero damasquinado realzado de inscripciones religiosas. Pero hasta que se produjo el fragoroso encuentro, nadie, ni ellos ni nosotros, tuvo exacta noción del poder que enfrentaba.