Bomarzo (97 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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La aclaración del enigma del alquimista Dastyn y el término de los trabajos de la Boca del Infierno, se produjeron casi simultáneamente. Como su antecesor, el rabí Luna encendió los hornos y se cubrió el rostro con la máscara de cristal para manipular las materias herméticas, hasta que, aplicando la fórmula que escondían las cartas dirigidas al cardenal Napoleón Orsini, produjo el brebaje esperado que me procuraría la inmortalidad presunta. Eso ocurrió el 1° de mayo de 1572, fecha del deceso de San Pío V.

Quien haya tenido la paciencia de leer estas páginas desde su comienzo lejano, comprenderá la emoción que me invadió cuando el judío me hizo saber que sus esfuerzos habían sido coronados. Mi vida entera, a partir del instante en que Sandro Benedetto le comunicó a mi incrédulo padre mi destino prodigioso, estuvo gobernada por el misterio de ese anuncio. Como una lámpara mágica, de cegadora luz, la promesa se balanceó sobre mi frente dondequiera me hallase. Era algo tan mío, que esa claridad parecía surgir de mis entrañas. Ni en los momentos de mayor desvarío, en que el torbellino de las pasiones me arrastró como una brizna, dudé de la verdad de la profecía que me sirvió de impulso. Ahora entendía por fin su razón, que no penetré en mis años mozos, cuando imaginé que el privilegio extraordinario que me aislaba entre mis semejantes tenía por sola meta la eterna consagración de mi orgullo de hijo de una raza olímpica y mi triunfo sobre la carne contrahecha que me había asignado la fatalidad, porque la inminencia de una vida infinita se producía sabiendo yo que debería emplearla en purgar mis faltas. Las muertes crueles, los egoístas amores oscuros, la sujeción de cuanto me rodeaba a mi arbitrio de Narciso deforme, los diabólicos tratos y sobre todo el prescindir soberbio de Dios, a quien suprimí (como si ello fuera posible) de mi existencia, recurriendo a él sólo en las ocasiones contadas en que supuse que le impondría, de igual a igual, mis condiciones de príncipe güelfo engreído por su alianza con santos innumerables, requerían un pago trascendente. Aun entonces —insisto en que aun entonces— la pérfida arrogancia de la cual no me desprendí ni en la hora suprema en que creía haber encontrado la senda del perdón divino, clavó en mi pecho sus garras, porque no me percaté o no quise percatarme de que al proclamar que a la magnitud de mis culpas le correspondía la magnitud de la prerrogativa de la inmortalidad expiatoria, procedía como si yo mismo fuese Dios, concediéndome un derecho único. Prueba de ello son las tres inscripciones que hice grabar a la sazón en la terraza que mira hacia el oriente, donde invoqué con Silvio a los demonios poco antes del fallecimiento de mi padre en la asediada Florencia, la noche en que oímos en el parque los gritos agoreros del pavo real invisible y en que se derrumbó la armadura etrusca. El propio Samuel trazó sobre las palabras SIC ERIS FELIX las sentencias: NOSCE TE IPSUM; VINCE TE IPSUM y VIVE TIBI IPSUM; así serás feliz: conócete a ti mismo; véncete a ti mismo: vive para ti mismo. Yo, yo mismo, siempre yo mismo, conociéndome, venciéndome y viviendo para mí y para alcanzar la felicidad.

En los días escasos que separaron el hallazgo de la clave del alquimista por el erudito de Safed, y la culminación de la escultura del Orco, sucedió un episodio que en otras circunstancias me hubiera desesperado, pero que en momentos en que me aprestaba a renunciar a cuanto me pertenecía sólo obró como un estimulante para mi avidez de desprenderme del mundo. Hubo en Bomarzo un terrible incendio. Delante del
Ninfeo
, alguien amontonó, al favor de las sombras, algunos de los tesoros más preciados que guardaba allí: astrolabios, relojes, esferas de cristal, relicarios, espejos, autómatas, esmaltes, libros y manuscritos, y les puso fuego. Añadió a la hoguera varias de las piezas que se acumulaban en el gabinete de Silvio de Narni, los textos anotados que yo recordaba la
Tabula Smaragdina
, el
Quadripartitum
de Ptolomeo, la pintura del
Agatomaidon
egipcio, con su diadema zodiacal de doce rayos, los quebrados alambiques, los crisoles, el
kerotakis
. Todo ello ardió, junto al carro triunfal que se utilizó en mi boda con Julia Farnese y en la de Segismundo con Pantasilea, y que había quedado en la terraza decorativa. También ardieron las cartas de Dastyn al cardenal Napoleón Orsini. Pero ya era tarde. La fórmula había sido hallada y estaba en mi poder, con el vaso que contenía el líquido brumoso.

Los aldeanos próximos y los criados del vecino Segismundo acudieron a combatir las llamas con inútil empeño. Las lenguas candentes crecieron alrededor de la osa áurea del carro, y fue como si mi vida pasada se quemase en la pira que evocaba los autos de fe que los Predicadores del Arrepentimiento, émulos de Savonarola, multiplicaban en las ciudades toscanas, al son de las trompetas, incinerando retratos de meretrices, volúmenes de pagana poesía, ropas de carnaval, peines, arpas, laúdes, perfumes, y que los mercaderes venecianos trataban en vano de rescatar, ofreciendo por esos objetos muchos florines de oro. Bastante más valían las piezas de mi colección, que se perdieron, dignas de la de los sacros emperadores, pero no me inmutó el despojo. Nada podía inmutarme. A la claridad roja, verde y amarilla del incendio, que se retorcía con acres olores entre bruscos estallidos, mostrándome, carbonizadas, extrañas figuras que para llegar a mis manos habían debido realizar penosos viajes, a veces desde las bárbaras fronteras, divisé, en el plano superior que dominaba el distante templete de Julia y en el cual se elevaban, caprichosamente, el elefante de Abul y de Beppo, el colosal Neptuno que representaba a mi inmortalidad, la opulenta mujer que simbolizaba a Nencia, y la lucha del dragón y los perros que aludía a mis guerras de Metz y Picardía, el enorme mascarón del Infierno, con la leyenda de inspiración dantesca en torno de la dilatada boca:
Lasciate ogni pensiero voi che intrate
. Allí estaba mi ermita, mi celda, mi última verdad. Le dije a mi hijo Marzio que a él le tocaría investigar el atentado pues muy en breve, tal vez dos o tres días más tarde, Bomarzo sería suyo. Aunque estaba al tanto de mi intención de retirarme, que nadie desconocía, la noticia lo sorprendió. El incendio lo privaba de magníficas posesiones, pero intuí su sobresalto, su estremecimiento de placer. Cleria, que estaba a un lado, detrás, y que ni aun en esa ocasión abandonaba el empaque de la etiqueta, me había oído. Sus ojos brillaron en la oscuridad. Acompañado por Segismundo, por Nicolás, por el rabí, por su hijo Samuel y por Antonello, ascendí la cuesta del castillo, lentamente.

Antes de subir los nueve escalones de la entrada de la Boca del Infierno, que según pensaba me desterrarían para siempre de Bomarzo, en el corazón mismo de Bomarzo, de Polimartium, decidí hacer una confesión general. De ello se ocupó el más viejo de los frailes franciscanos que custodiaban el templo de Julia, quien me escuchó alternando las expresiones del espanto cristiano con las de la mundana indulgencia ante las aberraciones del nieto del cardenal Franciotto, su protector. Hubiera preferido yo que me absolviera Ignacio de Zúñiga, pero el jesuita hidalgo estaba lejos y no volveríamos a vemos. Comulgué después en la capilla, puesto de hinojos delante del esqueleto adornado de grises flores que había mandado depositar allí, dentro de una urna de cristal, y que no me resolví a desalojar de su colocación para no provocar un escándalo pueblerino, pues suscitaba a la redonda una veneración vasta, y las aldeanas le rezaban especialmente en las vísperas de su alumbramiento. También estaba yo en las vísperas de uno, de modo que más de una vez, mientras se desarrollaba la misa, levanté mis ojos hacia la misteriosa figura desdentada. Mirándolo, recordé a mi padre, a la tristeza de su crueldad. Había vestido para la ceremonia, a fin de otorgarle la máxima importancia, el ropaje ducal que me aderezaron cuando las fiestas en que el papa ungió a Carlos Quinto, el rojo manto arcaico con cuello de pieles, que disimulaba mi giba, y la media corona. Ni Cleria, ni Pantasilea, ni Porzia, asistieron al oficio; tampoco Cecilia, recluida en su lecho de enferma. Entre Segismundo y Marzio, teniendo detrás a mis hijos restantes, a mis yernos y nueras y a Nicolás Orsini, recorrí las cuentas del rosario de Don Juan de Austria. Luego de la bendición, me despedí de todos. Me besaron en la mejilla, y Segismundo me abrazó tiernamente. Quedé solo en mi habitación hasta el crepúsculo, meditando. Mis hijos calculaban sin duda que mis intenciones de anacoreta no se prolongarían mucho, que en breve regresaría al castillo, con reclamaciones, y comenzarían los pleitos. Reunidos en la
loggia
de la
Gigantomaquia
de Zanobbi, discutían apagando las voces hasta reducirlas a unos vehementes susurros sobre los cuales se elevaba el timbre atiplado del barón de Paganica. Yo sabía que de mi parte no habría pleitos; que los dados habían sido echados concluyentemente y que si mi resolución alimentaba diferencias y litigios, ellos se producían ante mi abstención, entre mis herederos. Su zumbido crecía, como si el castillo se hubiera transformado en una colmena enorme y los zánganos riñesen sobre la disputada miel que cuidaba una reina insobornable, Cleria Clementini. Sonreí, a pesar de mis propósitos de contrición.

Cuando cayó la noche, abrí la puerta. Me aguardaban, de acuerdo con mis instrucciones, el rabí Salomón, Nicolás —a quien incluí en memoria de Horacio— y Antonello. El rabí tomó la copa, la entregó a Nicolás, que en la ocasión representaba a mi estirpe, y bajamos al Sacro Bosque. Adiviné, en las ventanas titilantes del castillo, cabezas curiosas. La de Cleria estaba a oscuras. Como me incomodaba el manto, que luego mudaría por un sayal, despojándome entonces también de la corona, Antonello levantó su extremo de terciopelo escarlata, como un paje caudatario. Hasta el final, el gusto innato, barroco, por el ritual solemne, me acompañó. La propia ermita fantástica que había escogido, participaba de esos caracteres. Todo lo mío debía ser excepcional.

Numerosas antorchas, que Segismundo había hecho encender en la noche perfumada de mayo, iluminaban el parque. Movíanse a su claridad, como vagos, pausados, soñados bailarines, las estatuas romanas que distribuí entre los laureles y las rosas del jardín de mi abuela. Avanzamos en medio del rumor de las fuentes. Si me volvía a observar a mi pequeña comitiva, veía brillar la copa de cristal en las manos de Nicolás, la estrella de plata que colgaba del cuello del judío, los dientes blancos de Antonello, el chorro trémulo de los surtidores, las antorchas humosas que ocultaban los cipreses y, detrás, en la altura, las ventanas amarillas de la fortaleza de Bomarzo.

—La noche es más hermosa que el día —dijo Nicolás.

—De noche —dijo Salomón Luna— estamos más cerca de Dios.

El concierto familiar de las ranas y los búhos ensayaba en el Bosque sus réplicas líricas. Las arquitecturas de la terraza del
Ninfeo
, donde persistían las huellas incendiarias, las de los obeliscos y de la casita inclinada que dediqué al cardenal Madruzzo, se destacaron en la lividez astral. Llegamos al plano superior, por una de las dos escalinatas graciosas que partían de ese
Ninfeo
que había albergado tantas ilusiones extravagantes. El rosario enroscado en mi muñeca, al golpear contra los balaustres, añadió un débil tintineo a los murmullos y tuve la impresión de que arrastraba una cadena, de que el sonido suave que medía mi ascensión correspondía a unos grilletes, porque yo también, como los galeotes de Lepanto, era un cautivo. Arriba, los monstruos nos aguardaban. Componíamos una estampa fabulosa, una ilustración para uno de esos libros mágicos que se titulan
Musaeum Hermeticum
o
Amphiteatrum Aeternae Sapientiae
: el rey jorobado; su paje negro que sacudía las plumas del turbante; el viejo hebreo barbudo del ropón fúnebre, con la estrella metálica; el príncipe del pelo lustroso y el jubón violeta, ceñidas las calzas en las piernas finas, que llevaba un cáliz como si fuera un presente para otro rey; el elefante de piedra, y la cabeza infernal que acechaba para devorarme. Y si se piensa en lo que la copa contenía, se concluirá que el símil no es exagerado.

Una tenue voz se sumó al parloteo de los batracios que parecían contar monedas concienzudamente. La reconocí al segundo: era la de un nieto de la madre de Fabio Orsini, un niño pastor que tañía el arpa. En la quietud de la noche, su canción se levantó, indecisa, y las notas del instrumento se recortaron una a una. Sentí entonces que una desgarradora nostalgia se apoderaba de mí: nostalgia de mi juventud, de mi adolescencia remota, nostalgia de la vida simple que había perdido, algo semejante a la melancolía, para muchos incomprensible, de Segismundo, el día en que me dijo que ya nunca, nunca volvería a bailar los bellos bailes cortesanos, ni a hacer las grandes reverencias, como cuando era joven, al compás de la música, en las salas que enardecía la emoción virgen de los que carecían de pasado y que se tendían las manos los unos a los otros, rozándose apenas las puntas de los dedos y gozando de ese instante intrascendente hasta que no podían soportar más su dulzura y cerraban los ojos para proseguir las rondas cadenciosas de la danza. Las notas del arpa vibraban y despertaban resonancias antiguas. El paisaje conocía bien ese tono que era el de las arpas etruscas. Suspiré, tomé el cáliz que me ofrecía Nicolás y subí los escalones del Orco. No torné la cara para expresarles mi adiós. Rezaba mecánicamente, deslizando las cuentas del rosario, sin pensar en lo que hacía, sin pensar tal vez en nada —
lasciate ogni pensiero
—, en nada fuera de la voz de ese zagal al que casi no había visto, que tañía el arpa y cantaba como los pastores etruscos.

La testa colosal reproducía, ensanchada, multiplicada, a la que se me había aparecido en el espejo, de modo que apreté los puños al ingresar en su interior, pero no experimenté ninguna angustia sino una bienandanza incomparable. Un psicoanalista explicaría que ello resultaba del hecho de que en aquella penumbra yo hallaba nuevamente la felicidad del claustro materno, el refugio de esa madre a quien no podía recordar, o acaso el abrigo del regazo de mi abuela, la maravillosa Diana Orsini. Una puerta de bronce clausuraba la boca del mascarón, y la cerré. Se insinuó delante de mí como una alegórica pintura de Botticelli, la escena del
Orlando Furioso
en que Astolfo obstruye la entrada del Infierno con árboles de pimienta y plantas de amonio, para que las arpías no escapen de su prisión, antes de ser recibido en el Paraíso por San Juan. La diferencia fincaba en que yo quedaría adentro, con las arpías.

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