—Esto quedará así por ahora —dije brevemente.
Jacopo requirió explicaciones. ¿Qué acontecía? ¿El duque no estaba satisfecho de la forma en que se efectuaba la labor? No, no… era otra cosa… El duque debía reflexionar unos días. El duque tenía una idea, la raíz de una idea extraordinaria. El duque podía ser versátil; lo era. ¿Acaso su originalidad no se comentaba en las cortes, en Roma, en Mantua, en Nápoles? Que el maestro y sus ayudantes se tomaran una semana de vacaciones. Quizás Jacopo del Duca la aprovechase para ir a Caprarola, donde lo reclamaba el cardenal Alejandro, y que distaba de Bomarzo escasas leguas, por el camino de Viterbo. Fue superflua la discusión. La suprimí con un brusco ademán.
El escultor arquitecto partió esa tarde misma. Era cierto que en Caprarola exigían su presencia. Sus dos discípulos permanecieron en Bomarzo.
Una idea, todavía rudimentaria, despertaba en mi mente e iniciaba su confuso aleteo. Hacía muchos años que revoloteaba dentro de mí, buscando la ocasión de salir a la luz. Desde muchacho, desde que me obsesionaban misteriosos sueños, pugnaba por escapar. Un día, exactamente aquel en que Nencia se había apoderado de mi indefensa virginidad, en la capilla de Benozzo Gozzoli, cuando quedé tendido sobre los mármoles, el pórfido y el serpentino que enlazaban sus geométricos mosaicos, vacío, desnudo, soñé que estaba en un parque rocoso, poblado de inmensas esculturas, y que en medio de esos monstruos imponentes que me protegían experimentaba un milagroso alivio. Antes, mi primera noche florentina, había tenido otro sueño: me hallaba debajo de las piernas del David de Miguel Ángel, más alto que los cipreses que nos rodeaban en el negro jardín, como al abrigo de la bóveda de un arco de triunfo. Hipólito de Médicis, Adriana y Abul surgieron de la espesura, y mientras el joven príncipe nos contemplaba, Adriana y Abul me besaban en los labios alternativamente. Eran dos sueños lejanos, con los cuales se relacionaban historias que había oído a artistas y eruditos, cuando nos referíamos al David armonioso que mi padre había evocado para mí, procurándome la única felicidad verdadera que le adeudo, y que aludían a las especulaciones fabulosas del propio Miguel Ángel, a su deseo de convertir la cantera de Carrara en una estatua ciclópea, o al de alzar el campanario de San Lorenzo como si fuese una escultura gigantesca, e incidían sobre leyendas esfumadas en la historia, como la de Dinócrates planeando transformar el monte Athos en una figura exorbitante de Alejandro de Macedonia, que sostendría una ciudad sobre la palma izquierda. Aquellas titánicas fantasías encendían mi imaginación desde la infancia. Por ser pequeño y contrahecho, anhelaba lo desmesurado, la abrumadora belleza formidable que triunfa sobre las mezquinas proporciones corrientes y cuya sombra, a semejanza de la de una grandiosa nube, anula lo demás. Entre esos colosos, yo desaparecería; no me advertiría nadie, porque seríamos iguales todos, extraviados en su magnitud: he ahí lo que barruntaba mi niñez. Quería perderme entre ellos, como en una fortaleza de músculos infinitos. Y ahora, ya hombre, ya maduro, la vieja ansiedad tornaba a contagiarme su fiebre. En lugar de ubicarme, blandiendo el estoque que esgrimiera Carlos Quinto, en el núcleo de los capitanes de mi linaje, con sus ojos seculares clavados en mí, pendientes de mí, como había concebido con Jacopo del Duca, me urgía lograr lo más contrario, porque si no lograba esa inmortalidad huidiza, vesánica, que aparentemente se alejaba más y más de mi codicia crispada, nada justificaría lo grotesco de mi actitud. Quizás la muerte de Julia hubiera acentuado mi sensación de soledad, de desamparo, de fracaso; quizás sospechase que con ella, a pesar de nuestra separación, se rompía lo último parecido a una protección maternal que me había acompañado en la vida, luego de que mi abuela había entrado en la eterna noche. Y entonces el remoto sueño, impreciso, misterioso, brotado del secreto de la tierra etrusca, amigo como esa tierra engendradora de lo sobrenatural, volvía a dominarme y a exigirme que lo transfigurara, portentosamente, en una realidad pétrea. Ni Zanobbi, ni Horacio, ni Silvio, ni Mateo, ni Segismundo, ni Violante, podían ayudarme a luchar cuerpo a cuerpo con la vida. No tenía a nadie. Estaba tan solo como en la época en que Girolamo y Maerbale me perseguían, iracundos, por los corredores de Bomarzo. Siquiera, en aquellos años de angustia, había contado con Diana Orsini y con su oasis blanco. Pero ahora no contaba con nadie. De esa suerte me percaté de lo que Julia Farnese había significado para mí y, al avivarse en mi pecho la inquietud que germinaba de los sueños antiguos, la lloré por primera vez con desesperada consternación. Sí, había alcanzado la altura de mi existencia en que, para vivir yo, era menester que mis sueños viviesen. Pero antes debía tributarle a Julia el homenaje que merecía.
Una vez, una única vez, conversé con Zanobbi, durante la semana en que su maestro permaneció en Caprarola. A la hora de la siesta, como el calor apretaba y no conseguía dormir, atormentado por ese otro calor más intenso que emanaba de lo que bullía en mi interior sin acertar a definirse, abandoné mi cámara, me deslicé hasta el
Ninfeo
por el pasadizo, y de allí gané el bosque. Delante del
Ninfeo
, había erigido un lustro atrás dos obeliscos con la inscripción:
Sol per sfogare il core, Vicino Orsini nel 1552
. Para desahogar el corazón. Lo hice por fantasía, como una humorada, para calmar mi morriña una tarde de desaliento. Hubiera debido sembrar el parque de obeliscos así, con fechas distintas. Para desahogar el corazón. Sólo para desahogar el corazón. Pero ahora, para desahogarse, mi corazón requería mucho más que unos pilares conmemorativos. Me adentré en el bosque, tan enredado que era imposible internarse en él si no se conocían sus obstruidos senderos, escalando y desbarrancándome según la diversidad de las elevaciones accidentadas. Aquí y allá, las rocas de Bomarzo emergían de la broza, como los restos de un naufragio que zozobraban en un oleaje de ramas turbulentas. Esas rocas grises encerraban la materialización de mis sueños. Era a ellas a quienes habría que atacar una a una, como si fuesen endriagos, hasta vencerlas. Pero no; no se trataba de vencer; no se trataba de dragones. Cada roca representaba para mí y para mis recuerdos un personaje encantado. El personaje permanecía prisionero bajo la costra. Había que liberarlo y ganar su amistad. Sería un trabajo bello y duro, este que consistiría en devolverle a Bomarzo sus desusados custodios, la guardia del duque Pier Francesco Orsini. Mis manos finas se apoyaron una y otra vez sobre la rugosidad de las superficies cubiertas de plantas parásitas, por las cuales se escurrían los insectos, y mis mejillas se apoyaron también en la porosa aspereza, como si quisiera escuchar los latidos de los corazones ocultos. La piedra, hundida en la humedad vegetal, era fresca, reconfortante. Fuera del bosque zumbaba el calor del verano, pero en el interior de la maleza que aislaba la masa del follaje, se experimentaba una rara delicia. Más que en ninguna parte, más aún que en los sepulcros subterráneos, se sentía uno allí cerca de la tierra y de su secreto. Las lagartijas escapaban por la hierba, buscando las dagas del sol caídas entre las hojas; las arañas añadían su tejido transparente a la gran red forestal; y un mundo incalculable de alimañas se afanaba alrededor. Oíase, superando a los susurros, a los crujidos, a los sofocados gorjeos, el canto tímido de las vertientes que conservaban siempre mojada la penumbra de los túneles frondosos, y que brincaban sobre los guijarros, ensanchándose hasta metamorfosearse en un arroyo de irisada corriente. Sombras ligeras, acaso de ninfas y de sátiros, retozaban en torno con rápido espejear. Todo se volvía, en esa zona huraña, mucho más antiguo, como si el tiempo no hubiera conseguido desalojar de ella a los moradores que la poseían desde antes de la conquista etrusca, y que habían refugiado en su dédalo salvaje a los dioses primeros, los dioses que gobernaban la región antes de que Charun, Tuchulcha y los otros demonios mitad hombres y mitad bestias irrumpieran en los fúnebres banquetes.
De súbito me paré, fascinado, horrorizado. Punzantes zarzas me sujetaban a derecha y a izquierda, como si fuese su cautivo, y delante de mí, a modo de una proyección de esas malignas divinidades, una serpiente se erguía, vibrando entre sus dientes la bífida lengua. Era el dañino opositor y el aliado inmemorial, inicial, paradisíaco, el
Urobor
os de los gnósticos, de los herméticos egipcios, del talismán de Catalina de Médicis, que acaso estaba allí para indicarme que no debía abandonar el camino de la magia, pero acaso también, de una veloz dentellada, para concluir con mi vida. Oscilaba levemente, verdosa, terrosa. Una serpiente se había presentado así, en Bomarzo, al obispo Anselmo; era tan alta que, enderezada, le llegaba al pecho. El santo interrumpió su oración y le dijo: “Sé que desde que has sido creada perseguiste a los humanos; si tienes algún poder sobre mí, haz lo que merezco al punto.” De haber dispuesto yo de la entereza suficiente para hablarle de esa manera, mi existencia hubiera terminado entonces. Y otra sierpe se estiraba a lo largo de mi escudo, heredada tal vez de los Anguillara, dividiendo las barras y la rosa. Contaba mi abuela que en el teatro de Pompeyo, nuestra casa ancestral, había monstruos marmóreos,
fictae ferae
, y que un niño de mi estirpe, llamado Hylas, metió la mano en la boca de una osa de piedra y fue mordido por una serpiente que se escondía en las fauces del monolito, y que acabó con él. En memoria de ese episodio, cantado por el poeta Marcial, el ofidio se había incorporado a nuestro blasón. Así, la serpiente que había empezado siendo nuestra enemiga, debía haberse transformado en la aliada guerrera de los Orsini, pues para algo la habíamos exaltado a la heráldica gloria, vinculándola desde nuestras armas a nuestros grandes triunfos. Pero yo no creía en su agradecimiento. Temblaba frente a ella en el zarzal, y el reptil me aguardaba balanceándose, fijos sus ojos crueles en los míos, pronta para dar el salto. Apreté el anillo de Benvenuto, mi amuleto. Unas matas se movieron detrás, y Zanobbi y Andrea asomaron entre las hojas. Probablemente estaban bañándose en el arroyo, porque seguían con sólo unos lienzos anudados alrededor de las cinturas, corriéndoles el agua por el pelo y el tórax. Morenos, lustrosos, se los hubiera tomado, como a la serpiente, por los habitantes inmortales del bosque, y era tal su armonía que, a pesar del peligro que me inmovilizaba, pensé que en sus cuerpos tensos permanecía intacta, derrotando al tiempo, la belleza pura de las estatuas que no hemos podido imitar. Al advertir el riesgo, también ellos quedaron inmóviles. Los cuatro —los muchachos, la sierpe y el duque— seguimos así, quietos, trémulos, unos segundos, como si el día se hubiera detenido en torno, y de no ser porque en alguna parte, lejos, muy lejos, creció el relincho de un caballo y otros le respondieron en el valle, hubiese sido como si aquella escena estática no perteneciese a la realidad, como si fuese el bajorrelieve que ilustraba una mitológica aventura. Entonces despacio, sin un rumor, Zanobbi se inclinó hacia el suelo, recogió una piedra y, con certero golpe, dio en la cabeza del animal. Lo ultimaron a palos, lo clavaron en el barro, mientras se retorcía. Adelantándome, los abracé, todavía estremecido de espanto. Sentí, contra mi cuerpo, contra mi joroba, sus jóvenes cuerpos salpicados, sus risas, tal vez su burla.
Aquel lance eliminó pasajeramente la frontera que nos separaba. Hasta que ocurrió, habíamos evolucionado en niveles opuestos: por un lado se empinaba majestuosamente el señor de Bomarzo, con su linaje, con sus deudos, con sus servidores, con sus objetos magníficos y extraños, dando órdenes, encaprichándose, mostrando su súbito mal humor; por el otro se hallaban los ayudantes del maestro, mezcladores de tierras, limpiadores de potes y brochas, preparadores de pictóricas superficies, muy artistas, por supuesto, y tanto que Jacopo del Duca era incapaz de realizar lo que ellos cumplían, el pincel en la mano, sin vacilación. Mi giba y mis cuarenta años, mi calidad de príncipe romano, mi fortuna, mi práctica mundana y mi relativa experiencia militar, me alejaban de ellos por distintas razones, de su juventud, de su modestia, de su gracia, de su candor, hasta de su compleja sangre de Sicilia, porque yo era un Orsini y, si se insiste al respecto, un Colonna, mientras que ellos eran unos muchachos medio griegos y medio árabes. Y hasta el hecho de que en ese momento mismo, los Sartorio estuvieran desnudos, en tanto que yo llevaba un jubón de seda azul y negra con tenues bordados y una cadena de esmalte y rubíes al cuello, ponía de manifiesto la distancia. Cuando trabajaban en la mesa de mi gabinete, no bien formulaba yo una observación —casi siempre superflua y destinada a establecer un lazo imposible—, ambos rehuían mis ojos, sobre todo Zanobbi, como si hubiera comprendido instintivamente, confusamente, la singularidad del interés con que lo distinguía. Pero ahora, la destrucción de la sierpe y el énfasis con que subrayé que les debía la vida —cosa que era cierta, sin duda, pero que otro no hubiera destacado tanto— instituía entre nosotros un inesperado vínculo que borraba fronteras. Descubrí que podían ser harto diferentes de lo que me habían dado a conocer a través del trato impuesto por la lejanía jerárquica. Su timidez y la mía cedieron conjuntamente, no sólo a causa del episodio que acabo de narrar, sino también por la circunstancia de que éste se hubiese desarrollado fuera de los aposentos del castillo, donde cada retrato y cada emblema aludía a la pompa de mi posición. Estábamos en un bosque, un bosque del Lacio que hubiera podido ser un bosque de Sicilia, y la coincidencia eventual de que careciesen de ropa, que en el primer momento contribuyó a marcar desigualdades, resultó al cabo en favor suyo, puesto que en lugar de vestir el pobre atuendo que correspondía a su estrechez de pequeños ayudantes de Jacopo del Duca, quien seguramente les pagaría muy mal, y que hubiera recalcado mi aristocrática primacía, su desnudez les confería una dignidad con la cual no hubiera podido competir mi compostura maltrecha. La coyuntura obraba en pro de los hermanos; simultáneamente, ellos ascendían hacia mí y yo descendía hacia ellos, y nos encontrábamos, sorprendidos, en un punto equidistante que ni ellos ni yo nos hubiéramos atrevido a imaginar y que nos reunía brevemente, reduciéndonos a la condición esencial de seres humanos que, más allá de los prejuicios, se socorrían en los meandros de un bosque.
Rompieron, pues, a hablar gárrulamente. Sabían mucho más de culebras que yo, que ostentaba una, de sinople, en la partición de mi escudo. Les pregunté dónde se bañaban, y me condujeron al sitio en el cual el arroyo era más caudaloso. Juan Bautista y Porzia solían bañarse ahí, y también Girolamo, cuando éramos niños. De buena gana me hubiera quitado el jubón y me hubiera sumado a su entusiasmo, pero no osé descubrir mi joroba y me senté en un peñasco que tapizaba la felpa del musgo. Andrea, más nervioso que el mayor, más bullanguero, en seguida tornó a zambullirse, pero Zanobbi se acomodó a mis pies. Mantuvimos una conversación larga, desordenada, a media voz, que de tanto en tanto quebraban los gritos de Andrea. No sé como se me ocurrió referirle al muchacho cosas íntimas de mi vida, cosas que no acostumbraba a contar. Fue, claro está, para ganar su apego al entregarle una prueba insólita de confianza, porque me percaté de que no volvería a producirse una oportunidad tan excepcional como esa, y tenía que aprovecharla astutamente. Le hablé de mis recuerdos adolescentes, de mis años florentinos, de Abul, de Adriana, de Nencia, envolviendo el relato en una bruma de implicaciones, de indecisión, de suerte que si había algo que deducir de lo que evocaba ello correría por cuenta de la sagacidad de mi interlocutor. Él me escuchaba, maravillado por la fama de Benvenuto Cellini, por la anécdota del elefante Annone, por la destreza de los africanos de Hipólito de Médicis, por la donosura de Adriana dalla Roza, por la fuerza elástica de Abul. Pero más que esa narración equívoca, lo que lo maravilló —y ello era evidente— es que el duque de Bomarzo lo tratara con tal familiaridad y exhibiera ante él facetas de su carácter que ni sospechaba. Para su humildad y su juventud, la preferencia resultaba inaudita. Me oía seriamente, introduciendo alguna interrogación en mi monólogo, y el esplendor de Florencia, la voluptuosidad veneciana, el solemne proscenio de Roma, la soberbia de los papas y de Carlos Quinto, el misterio de Paracelso y de Lorenzo Lotto, centelleaban ante sus ojos asombrados. Engalané la descripción cuanto pude, ansioso de mostrarme bajo las luces más favorables. De vez en vez mezclaba, en el lujo de las memorias ilustres, la mención fugaz de Pier Luigi Farnese, de Juan Bautista, de Segismundo, de su ambigua actitud ante la vida, como un director de orquesta que en mitad de la sinfonía imponente hace resaltar el matiz de un instrumento delicado, de una flauta, de un arpegio, y antes de que la nota se insinuara en demasía, tornaba al estruendo armonioso de los altos clarines marciales que pregonaban mi acción en Metz, en Thérouanne y en Hesdin, o a las sonoridades cortesanas que traducían mi vínculo con el duque de Urbino, con Isabel de Este, con escritores renombrados, con envidiadas beldades. La tarde caía alrededor rumorosa de pájaros, de lueñes voces campesinas. Andrea se había vestido ya y se había echado más lejos, en la hierba, como si una percepción sutil le indicase que no debía interceptar el lazo que se había tendido entre nosotros, y Zanobbi seguía escuchándome, escuchando cómo me embriagaba yo con las palabras, aderezando embustes, reiterando prodigios, embarullando lo verdadero y lo imaginario, llamando inopinadamente y excluyendo a poco a figuras sensuales de tensa afinación, encantándolo con la pericia de un mago ágil que se prevalecía de su inexperiencia para elevar en su honor un edificio de fantasía ofuscaste.