Bomarzo (80 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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La atmósfera del gabinete, reverberante de las victorias de mi alcurnia y de misteriosa pasión, se tornaba a menudo tan opresiva que no me quedaba más remedio que escapar de su ahogo. Salía entonces, con Jacopo del Duca, al parque en el cual danzaba el plumaje de las fuentes. El maestro me hablaba de las estatuas que había esculpido recientemente, en la villa de Caprarola, construida por el Vignola para el cardenal Alejandro Farnese, hijo de Pier Luigi, y de los frescos que representaban, en ese palacio, las gestas de la familia de mi mujer, realizados en gran parte por los Zuccari. Algo así debía hacerse en Bomarzo. Algo así, pero más sorprendente, más monumental. El arquitecto escultor vislumbraba las decoraciones de mi castillo de acuerdo con los principios caros a los
manieristas
, que daban primacía al diseño sobre el colorido y que exaltaban el concepto neoplatónico de la
idea
, de la imagen interior, por encima de las trabas del naturalismo esclavizante. Era el suyo un arte sabio, refinado, afirmado en las singularidades fantásticas y en el encadenamiento insólito, casi burlón, de los detalles realistas minuciosos dentro de un ambiente de esencia irreal. Su artificio tenía un aire decadente, como que caracterizaba el final de una época y sus postreros, maravillosos fuegos fatuos, y seducía con su retórica sutil a lo que en mí había de decadente, de culminación, entre rebuscada y veleidosa, de una raza ilustre que evolucionaba, como resultado de las exigencias circunstanciales, de lo espléndidamente heroico hacia lo ritualmente cortesano. Más que un hombre adiestrado en la escuela de Miguel Ángel, Jacopo del Duca demostraba ser un contemporáneo del Parmesano, del Pontormo, de Rosso de Bronzino, de los Zuccari. Se lo hubiera tomado también por un artista del círculo del Rafael Sanzio, de aquellos pintores que, luego del descubrimiento de los
grutescos
, cuando se exploraron las ruinas subterráneas de la Domus Aurea de Nerón, en las laderas del monte Esquilino, sembraron los palacios de motivos extraños que reproducían el adorno de las
grutas
romanas y enredaban en las paredes la guirnalda desconcertante de los hipocampos, de los faunos, de las harpías, de los príapos, de los animales monstruosos, ensamblados en un ingenioso juego que multiplicaba los pequeños paneles encuadrados por mágicos follajes. Esa travesura de exquisito aderezo tenía que fascinarme no sólo porque condecía con mi corrupción barroca, sino porque se emparentaba también con aspectos fundamentales de mi formación intelectual, con el mundo peregrino de Ariosto y con lo que había aprendido en Florencia junto a Pierio Valeriano, cuando estudiaba la quimérica zoología de Plinio, que reiteraba los prodigios de caprichosa y erudita hermosura.

Carpinteros y albañiles elevaron en la galería de los frescos una telaraña de andamios, y comenzaron a establecer las divisiones geométricas que subían por los muros y recortaban el techo en polígonos audaces, dentro de cuya separación se encerrarían las bocetadas pinturas. En breve, Jacopo, Zanobbi y Andrea treparon también a las plataformas, y si bien en una ocasión mi entusiasmo me obligó a acompañarlos por frágiles escaleras y vertiginosos tablones, no repetí la experiencia. Me espantaba, suspendido allá arriba, en una red de maderas oscilantes, mirar hacia abajo, hacia el horror de las losas del piso en las que se advertían, minúsculos y como desdeñados, inalcanzables potes y pinceles. Jacopo y sus ayudantes se movían en el área de lo quebradizo e inseguro, como si estuvieran en un suelo familiar, tan suyo como pueden serlo para los pájaros las frondas cimbreantes, y pasaban de uno a otro tablón, contorneando las delicadas vigas, como si volaran, como si fueran veloces bailarines, pero yo, aferrado a un puntal, saliéndoseme los ojos de las órbitas, requerí su ayuda para regresar ridículamente, arrepentido de mi intromisión en una atmósfera liviana que no me correspondía, con anquilosada pesadez, como si tuviese puesta la armadura de Hesdin, a la garantía del pavimento. Zanobbi me tomó de un brazo, mientras desplazaban como un fardo, a través de la selva de tirantes, mi agarrotado cuerpo, y la única sensación que privó sobre el miedo que me oprimía fue la de mi humillación ante el muchacho que sonreía suavemente. Desde entonces permanecí en el mundo inferior de las piedras polvorientas, por el cual iba y venía con mi amplio
lucco
gris y verde, buscando en la altura, dentro del ramaje laberíntico, las formas ligeras que chistaban y murmuraban en las copas de ese bosque entreverado, como un batracio torpe y contrahecho que espiase, en la urdimbre apartada de la arboleda, las evoluciones de los silfos y de los seres volanderos. De tanto en tanto, uno de los ayudantes se descolgaba hasta la tierra donde me afanaba estúpidamente, en pos de un papel, de un diseño o de unos carbones, y luego, saltando, aleteando en medio de los troncos enmarañados encima de los cuales yo imaginaba la claridad celeste que me escondían, tornaba a la espesura con la blanca hoja, como si la llevase al nido invisible.

Algunas mañanas, Julia y los niños venían a presenciar el trabajo. La salud de mi mujer decaía tanto, que se hacía conducir en la silla de manos de mi abuela y, a ella asomada, consultaba los croquis, fingiendo interesarse por lo que probablemente juzgaba una absurda utopía. También vino Cecilia Colonna y le expliqué cómo se encasillarían en el techo las escenas correspondientes a los orígenes de nuestra familia y a sus primeros tiempos, con exóticos grupos de osos diseminados en la bóveda, siguiendo el ritmo de las cornisas y molduras. Las composiciones más vastas se extenderían abajo, frente a las ventanas y entre ellas, y al fondo estaría el gran fresco que me representaría rodeado de los míos, con la orla de los episodios relativos a los Orsini de Bomarzo, y encima el horóscopo de Benedetto. Ella me escuchaba gravemente; me oía detallar ese largo desfile policromo en el que los Colonna salían invariablemente mal parados —que tal era, después de todo, la historia de nuestra casa, la de las alternativas de su disputa con los Colonna—, y describir las ornamentaciones de los recuadros, pobladas de un enjambre de invenciones paganas, y de vez en vez volvía los ojos ciegos a la zona donde desaparecían los obreros en la media luz del boscaje de tablas palpitantes, y donde una risa, la estrofa fugaz de una canción, un brinco o un arrojado martillo fúlgido, que cazaba una mano al vuelo, prolongaba la ilusión de la pajarera rumorosa.

A pesar de las protestas de Julia y de Cecilia, Horacio y Nicolás escapaban como dos ardillas por las planchas y se reunían con el maestro y sus discípulos en indecisas penumbras, en tanto que, junto a la ciega, al solemne cardenal Madruzzo y al discutidor Sansovino que pretendía conocer mejor que nadie la crónica de mi linaje, el jorobado impotente se revolvía con lentitud, como un sapo habitante del légamo, a la sombra de la frondosidad de los tinglados. ¡Cuánto hubiera deseado ascender allí, a esa región tan efímera como las sirenas y los unicornios, como los personajes de sueño que pronto la colmarían, y surcar el aura de las armazones tenues, ingrávido, entre Zanobbi y Andrea, en el instante en que sus trazos primeros, en escorzos de melódico vaivén, cautivarían a mis antepasados iniciales en su malla ocre y negra, como si fueran otras aves de soberbio airón, para posarlos, trémulos, magníficos, con yelmos y coronas, dentro de sus altas jaulas de oro! Pero eso era imposible. Yo debía continuar reptando, cerca del rojo cardenal y de la princesa desvaída, mintiendo actitudes de majestad en el cieno triste, y esa distancia me confirmaba, como una metáfora dolorosa, todo lo que en la vida me separaba de Zanobbi.

La enfermedad que minaba a Julia hizo crisis y, antes de que fuera posible ensayar una intervención, por lo demás inútil, cerráronse para siempre sus bellos ojos violetas. Su muerte me causó un pesar fuera de lo común, como todo lo mío, y que dentro de su singularidad era sincero. Habíamos vivido juntos durante muchos años; aparte del dudoso Horacio, me había dado siete hijos, y cuando pecó fui yo quien le armé la trampa, de tal manera que sin mi intervención demente, organizadora y allanadora de la tentación, es probable que no hubiera tenido nada de qué acusarse. Jamás escuché de sus labios una palabra de protesta, de rebeldía. Si de ella me alejé, lo hice porque quise. Si su frialdad me helaba, ¿qué otra cosa podía esperar? Hermosa, aristocrática, generosa, gran señora de Bomarzo, venerada por mis hijos y por mis vasallos, cumplió su destino con nobleza admirable. Su fin, que acaso debí prever, pero que, distraído por otras inquietudes, descarté como una posibilidad de mi mente, me alejó de las preocupaciones que me embargaban. Todo retrocedió y se esfumó ante su fallecimiento. Desaparecía la perfecta Julia Farnese, y una era de Bomarzo y de mi existencia concluían. Unirme a ella fue para mi un lujo: enfrentarla, fue una tortura; perderla, una desesperación; poseerla, un agobio. Ante sus despojos expuestos en la capilla solariega, mi imaginación infatigable, que me devolvía en simulacros ficticios lo que la vida me negaba, urdió un dolor oficial que creí auténtico y que conmovió a la mayoría de los concurrentes. Tanto me sugestioné, que sentí como si con ella hubiera expirado mi razón de ser en el mundo. Y eso acontecía en momentos en que mi espíritu estaba dominado por Zanobbi Sartorio. Pero Zanobbi, tan recientemente incorporado a mis desazones, nada tenía que hacer dentro de aquel proceso, y fue relegado al trasfondo de la memoria, donde su involuntario entrometimiento no pudiese incomodarme, mientras la efigie de Julia ascendía, triunfal, colmándose e inundándome de amargura. Le pertenecí totalmente, como no le había pertenecido desde la época de nuestro noviazgo, cuando la velé estirada, exánime, en la capilla del castillo, y durante los días siguientes, y así ocurrió la anomalía, muy propia de mi carácter, de que yo la haya amado profundamente en el tiempo anterior a nuestro casamiento, en que no la veía, y en el tiempo que siguió a su muerte, en que tampoco podía verla. Lo que en ella amé fue su categoría de augusto símbolo, pero el ser de carne y hueso me intimidó siempre, aun en las ocasiones angustiosas en que la poseí. Por eso la amé de verdad cuando todavía no existía para mí y cuando ya no existía para nadie, es decir cuando era sólo una entelequia señorial; sin cuerpo, sin voz, sin aroma, sin deseos, un arquetipo inalterable y suntuoso. En cambio mis hijos lloraron afligidos, como Horacio, como Cecilia, como Nicolás, como las pobres mujeres y los pobres campesinos del lugar, a su realidad cotidiana, despojada de retóricos ornatos, y, en el instante en que me adelanté a ofrecerle mis lágrimas, los pequeños que sollozaban consolados por sus ayas y sus preceptores, en el banco que presidía Messer Pandolfo, rechazaron mi tentativa de ternura paternal, con la insuperable perspicacia de las emociones que rara vez engaña a los niños. Amábamos y llorábamos a dos personalidades distintas y no podíamos comprendernos. El cardenal Madruzzo, obispo de Trento, dirigía los responsos y le respondí con un tono claro, rotundo. Pensé, orgulloso de mí mismo, porque, como siempre, me importaba primordialmente la propiedad de mis reacciones exhibidas en público, que actuaba como debía, que sentía lo que debía sentir, y al salir del templo, en tanto los asistentes desfilaban abrazándome, inclinándose o besándome una mano, según las jerarquías, Zanobbi Sartorio fue para mí, que había desalojado de mi ánimo todo otro sentimiento, hasta entronizar únicamente la ideal imagen de Julia, uno del montón, uno cualquiera, como Jacopo del Duca, como Mateo Orsini, como Fabio, como mi intendente Niccoloni, como el jefe de mis palafreneros, como los mozos que limpiaban mis estatuas y tapices, puesto que Julia Farnese era dueña entonces de mi devoción entera y no la compartía con nadie.

La muerte de mi mujer, a quien consideraba tan inseparable de Bomarzo que no entró en mis cálculos la perspectiva de su desaparición, como si la promesa de la inmortalidad hubiera regido para ella también, me obligó a meditar en la eventualidad de mi propia muerte. El horóscopo de Sandro Benedetto, cuyas poéticas figuras se elevarían sobre mi proyectado retrato, dentro de una esfera áurea, en la galería de los frescos familiares, a modo de un escudo intransferible al que rodearían los numerosos blasones de mi casa, y que había sido para mí, con su maravilloso anuncio, el mágico motor que me impulsaba, más fuerte que mis debilidades y mis miserias, a encarar las acechanzas del tiempo, podía ser una descabellada ilusión, como la lógica establecía. Empero me resistía a creerlo, porque mi vida toda había sido construida sobre esa base de prodigio y porque la revelación de Paracelso contribuía a robustecer su extraño augurio. Si hubiera debido renunciar a mi privilegio de individuo elegido para un destino excepcional, mi vida, reducida a un modesto ajetreo sensual, a inútiles crímenes y a vagas cobardías, hubiera carecido de sentido. ¿Con qué méritos me hubiese plantado yo en el centro de mi estirpe, flanqueado por sus glorias múltiples, si lo que le aportaba no eran más que divagaciones estériles y flacos remedos? Me aferraba, pues, al vaticinio del astrólogo de Nicolás Orsini como a mi tabla de salvación, pero la muerte de Julia, aunque no se vinculaba para nada con mi destino, me sobrecogía de incertidumbre. En busca de sosiego, de afirmaciones que corroboraran mi esperanza, volví al abandonado laboratorio de Silvio. Allí, en los impenetrables folios de Dastyn, se ocultaba el secreto. Había que domeñarlo. Impotente, hundí mis uñas en el manuscrito cien veces leído, desechado cien veces. Silvio de Narni, entre tanto, continuaba sus mixturas.

—Lo que tenga que ocurrir, ocurrirá —me contestó sibilinamente, infructuosamente, cuando traté de transmitirle mi desazón.

Regresé a la galería donde los ayudantes de Jacopo del Duca majaban en los morteros las tierras multicolores y revolvían la argamasa de cal y arena que estirarían sobre el muro. Ya comenzaban a adivinarse unas siluetas rojas y azules en la trabazón de los andamios. De repente, advertí la vanidad de todo eso, su loca desproporción, su embuste, su ridiculez.

—¡Dejen, dejen el trabajo! —grité desde el suelo, y arriba los artistas sorprendidos suspendieron el trajín.

—¡Bajen! —ordené de nuevo—. ¡Es necesario que hablemos!

Lentamente, pesarosos, frotándose las manos y los rostros manchados, se descolgaron como marineros que descendían de la arboladura. No entendían qué me pasaba; no entendían por qué, ya terminada de planear la obra y empezada su ejecución, el señor los interrumpía en plena tarea. Saltaron, uno tras otro, a las losas del piso: Jacopo del Duca, Zanobbi, Andrea, los dos albañiles que los secundaban.

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