Bomarzo (79 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Como uno de mis rasgos esenciales era el que me obligaba a encarar grandiosamente lo que se refería a mi casa, contrayendo matrimonio con la dama de mayor prestigio, ganando la amistad de Hipólito de Médicis, convirtiendo un esqueleto ignoto en un santo, adquiriendo la mejor armadura y los libros de alquimia más costosos, se me ocurrió dirigirme al primer artista del siglo para encomendarle ese trabajo singular. Luego de serias dudas, y aunque Madruzzo y Caro procuraron disuadirme, le escribí a Miguel Ángel Buonarotti, proponiéndole la tarea. Nunca debí hacerlo. Fue una locura, una prueba más de mi soberbia vesánica. Miguel Ángel tenía más de ochenta años y entregaba sus postreras energías a la basílica de San Pedro, perseguido por las calumnias, por la incomprensión, por la imbecilidad. Cuando recibió mi carta, entre los inmensos bloques de mármol y las pilastras a medio tallar que se acumulaban en la plaza, debió arrojarla a los escombros. Y sin embargo me respondió unos párrafos encantadores, en los que aludía a la complejidad de su labor, a sus muchos años y a los que insumiría una obra como la que yo osaba ofrecerle. Escribía casi con humildad, casi como si le doliera la amargura de no poder acceder a mis deseos y de no estar en situación, él que sólo había servido a los pontífices y a los príncipes banqueros de Florencia, rectores del arte, de venir a enclaustrarse en un incierto castillo del Lacio, para adornar sus muros con el esplendor incomparable de sus formas. Terminaba diciéndome que, puesto que ya carecía de vigor para hacerlo, porque golpeaba a las puertas de la muerte y si miraba a la redonda no veía más que cadáveres, teniendo en cuenta que todos los que amaba habían muerto —fuera de Messer Tomaso de Cavalieri, claro está, pero no había razón para que me lo nombrase—, quizás podría realizar mis proyectos su discípulo Jacopo del Duca. No es un pintor —me decía—; es un escultor y un arquitecto, pero dibuja de tal manera que merecerá la aprobación de Su Excelencia, y si Su Excelencia lo adopta, cuenta con ayudantes que cumplirán lo propuesto perfectamente. Agregaba que a su juicio convenía que el director de una obra como la que yo planeaba fuese un conocedor de las leyes de la arquitectura, por la necesidad de crear una ajustada armonía, gobernada por las proporciones del edificio, e insistía en que era tanta su confianza en Jacopo que acababa de completar con él el techo de madera labrada del palacio capitolino de los Conservadores. Larga distancia mediaba entre Miguel Ángel Buonarotti y Jacopo del Duca, mas no vacilé y envié un emisario a este último, quien volvió con el mensajero a Bomarzo. Traía dos ayudantes.

Antes de hablar de Jacopo del Duca es indispensable que hable de sus fámulos y alumnos. Llamábanse Zanobbi y Andrea Sartorio y eran hermanos, de veinte y dieciocho años respectivamente, sicilianos ambos, como su maestro. Habían nacido en Agrigento, mientras que Jacopo había visto la luz en Cefalú. Verdaderos hijos de Sicilia, su origen, su mixtura de sangres viejísimas, griegas, normandas y árabes, se evidenciaba en lo cetrino de su piel, de reflejos dorados, pulida como los antiguos bronces de su isla, en la nitidez de los rasgos, en la negrura atormentada del pelo y de los ojos, en la felina agilidad del cuerpo, en el estiramiento oriental de las manos. Callaban siempre y se deslizaban a la sombra de Jacopo del Duca, como dos animales misteriosos, dos gatos salvajes de Sicilia, huraños y secretos. Uno de ellos, el mayor, Zanobbi, siendo menos hermoso que su hermano, por cierta irregularidad imprecisable de las facciones, me impresionó desde el primer instante. Digo mal: no me impresionó, me fascinó, me sugestionó. A un cuarto de siglo de separación, experimenté frente a él, inmediatamente, el mismo estremecimiento casi doloroso, la misma angustia que había sentido cuando mi adolescencia se asomó al
cortile
florentino de los Médicis y me hallé delante de Abul y de Adriana dalla Roza. Después de tanto tiempo, cuando creía yo que la posibilidad de esas sensaciones conmovedoras se había extinguido definitivamente, en mi interior coriáceo, porque ya no era capaz de alterarme, de turbarme, renacía en mí el calor desazonante de la juventud, cuyo excepcional fuego oculto abrasaba y fundía las demás percepciones, dejándome solo, encendido y vibrante, frente a un único objeto que borraba cuanto lo circuía. Debo repetirle al lector hasta la saciedad, para que me comprenda bien, que en el siglo XVI yo fui un hombre esencialmente característico de mi época, ni mejor ni peor que el resto. Como las personalidades más descollantes de entonces, como Miguel Ángel, como Benvenuto Cellini, como Lorenzo Lotto, como Pietro Aretino, como Lorenzaccio, como el jefe heroico de las Bandas Negras, entré en el jardín terrible, poblado por una vegetación de espesa savia voluptuosa, sin separar las fronteras sexuales. Abul, Adriana dalla Roza, Porzia, Juan Bautista, Violante, Fabio, me sedujeron por igual. No distinguí, no separé. Me quemé en las hogueras de las almas y los cuerpos, buscando, más allá de las diferencias y las oposiciones, el apasionado fulgor. Pero esto, esto que me suspendía mientras observaba a Zanobbi, era algo especialísimo, algo que me había desquiciado y desconcertado en escasas ocasiones, vinculadas con Abul, con Adriana y con el período feliz de mi vida en que, sin ver a Julia Farnese, porque me lo había vedado su padre, soñaba con ella sin cesar. Y, como lo insólito del enajenamiento me devolvía repentinamente, inesperadamente, riesgosamente, la llama vital de mi juventud que yo pensaba para siempre apagada, en vez de reaccionar contra su peligro, en defensa de mi calma egoísta, cedí al contrario a su embrujo, ya que con él reconquistaba una zona de mí mismo cuyo yermo tornaba a florecer, y, olvidado de que en ese jardín umbroso se habían desgarrado y habían sangrado Lorenzo Lotto y Miguel Ángel Buonarotti, a quienes tanto admiraba y quería, seguía avanzando por el vergel que me reintegraba, intacto y lozano, el aroma de los muertos años, hacia el desconocido que se disimulaba junto a su maestro.

Jacopo del Duca, entre tanto, hablaba con fácil desenvoltura. Recordaba los triunfos de su colaboración con el artista más excelso de todos los tiempos, la oportunidad en que, cuando Miguel Ángel realizaba la maravilla de Santa María de los Ángeles, en las termas de Diocleciano, había fundido para él un ciborio del Sacramento, de bronce, con tan refinado arte que el gran escultor declaró que nadie se atrevería a emprender una obra igual, y refirió sus trabajos en la Porta Pia, en el palacio Cornaro, en la Villa Mattei del Monte Celio. Otros nombres, el de Daniel da Volterra, el de Antonio da Sangallo, para cuya iglesia de Santa María de Loreto había inventado una linterna, sobre la audacia de la cúpula octogonal, surgieron de sus labios elocuentes, mientras hacía espejear sus méritos —pues, así como los Sartorio pertenecían al tipo de los sicilianos taciturnos, él era un siciliano gárrulo, bizantino, reverberante como los mosaicos de oro de su Cefalú natal—, en tanto yo procuraba mantener mi compostura y representar ante los huéspedes el papel del señor romano de estirpe famosa, que ha vuelto de la guerra y encarga una tarea a un artífice de prestigio para mayor gloria de su casa inmemorial, habituada desde la aurora de los siglos al homenaje de los creadores de la estética hermosura.

Yo era un débil. Me dolía confesármelo —nada me dolía tanto, porque aspiraba al vigor desdeñoso que exaltaba a los altaneros Orsini—, pero lo cierto es que era un pobre jorobado débil, desconfiado, a quien el destino había añadido, para colmo de su trastornada confusión, el dogal de una sensibilidad enfermiza, cuando lo colocó en el coliseo radiante donde los grandes acentuaban la altivez de los ademanes estatuarios y de las duras, sonoras voces violentas, o hacían chocar sus espadas y sus corazas sobre la decoración flamígera de Metz, de Thérouanne y de Hesdin, remedando los torneos de clásico esplendor. Cualquier otro, desde mi posición, hubiera enfrentado con eficacia arrogante la inquietud que me embargaba. Aun más: esa inquietud no hubiera existido para él. Se hubiera limitado a tomar lo que deseaba, lo que lo tentaba, como se arranca una rama al pasar. Yo no; yo no podía. Cuanto me concernía se tornaba complejo, arduo. Por eso bendije y maldije el día en que Zanobbi Sartorio llegó a Bomarzo con Jacopo del Duca. Esa noche rondé hasta tarde entre los reyes y los magos, los hornos y las probetas, por el laboratorio de Silvio, aguardando la coyuntura de decirle una palabra al alquimista iluminado, sobre lo que se desperezaba en mi intimidad, que me avergonzaba y arrebataba y cuyos síntomas profundos conocía demasiado bien, sabiendo que no conseguiría hilvanar ni una frase y que, cuando terminara la diaria faena y quedara en el gabinete una lámpara sola, aleteando en el oratorio, nos iríamos cada uno a su aposento, por el pasaje clandestino, con nuestras quimeras distintas, y sabiendo que no lograría dormir, desamparado en la absurda tormenta que se había desatado en mi alma porque sí, locamente, sin que nada anunciase el renacer de su furia.

Comenzó entonces una época extraña de mi existencia. Ya antes, durante el año en que ambulé por los sitios glaciales de esa guerra en la cual se ingresaba revestido con la armadura más bella del orbe, deslumbrador como Perseo, y de la cual se salía disfrazado de gitana, me había debatido, en la médula misma de la realidad siniestra, como si estuviera fuera de la realidad, porque la realidad para mí era el sueño ancestral de Bomarzo, entre cuyos muros flotábamos, cadenciosos, musicales, como alegorías esotéricas, mientras que esto otro, lo que la gente consideraba la realidad, con sus estampidos, su brutal artillería llevada a pulso a través de los pantanos, y sus muchachos agonizantes cubiertos de escamas de hierro como dragones, pertenecía, al contrario, al mundo de la alucinación. La atmósfera que hallé en Bomarzo a mi regreso, y que me mostró cuán honda, cuán auténtica era mi soledad, en medio de las borrosas figuras familiares que me eludían, del vago astrólogo y de los campesinos que hurtaban su rostro a mi paso, contribuyó a nutrir la sensación de vida ficticia que desde los páramos de Francia me acosaba. Y ahora, la presencia de Zanobbi y de Jacopo del Duca intensificaba la impresión de fantástica rareza, porque Zanobbi Sartorio, al devolverme en la madurez emociones que no experimentaba desde mis días adolescentes y que aceleraban los latidos de mi corazón, operaba la magia de engañar al tiempo, y Jacopo, con su imaginación que crepitaba en el fuego de la charla caprichosa, construía y abatía incesantemente, alrededor de nosotros, como un rápido decorador extravagante, fugaces perspectivas de encantamiento.

Avanzaba la primavera, y adquirí la costumbre de dedicar parte de la mañana a conversar con el maestro sobre los planes que motivaban su residencia en el castillo. Hice colocar una gran mesa en un ángulo de mi gabinete, y pronto se pobló de anchas hojas estrujadas, en las que crecía la nerviosa diversidad de los diseños. Juntos, secundados por Messer Pandolfo y por Sansovino, consultábamos los viejos textos de genealogía y los documentos guardados por mi padre y por mi abuela, de los cuales brotarían las composiciones futuras. Había destinado a ese vasto desarrollo pictórico una desierta galería ubicada en el ala izquierda de Bomarzo, a la que mandé limpiar, restaurar y aderezar adecuadamente, para recibir los frescos que proyectaba. Era una de las partes más antiguas del caserón, clavada en la roca, y por eso mismo, porque la consideraba más estrechamente unida a la esencia del lugar, resolví que las pinturas se distribuyeran en sus paredes. Pero previamente a la tarea de mezclar colores y concretar trazados, debíamos elegir los personajes de la cabalgata secular y situarlos en sus climas propicios, lo cual insumiría meses de estudios y consultas. Jacopo hubiera preferido dar alas a la imaginación, que le sobraba, y suplir con alusiones mitológicas la histórica exactitud, y aunque ello no me disgustaba, pues siempre fui amigo de entreverar la poética ficción con el testimonio riguroso, determiné que ajustaríamos nuestra labor, en lo posible, a escrúpulos fundamentados. Confieso que si procedí de tal suerte, lo hice no sólo movido por un afán crítico sino porque vislumbré que de ese modo se dilataría la estada en Bomarzo de Jacopo y de sus alumnos. Éstos, entre tanto, inseparables del maestro, vagaban por mi gabinete, admirando los objetos curiosos que contenía. Se divertían copiando camafeos y delinearon la serie de sortijas grabadas de mi colección, que incluían en sus sellos desde los perfiles de Marco Aurelio y Faustina y Antonino Pío y su mujer, hasta las cabezas de Alejandro, Escipión, Pompeyo, el cónsul Marcelo, Casio, Tiberio, Nerón, Séneca, Ovidio, Medusa, Hércules y Antíope. A veces Jacopo los llamaba, para que trasladaran una idea al papel, y me asombraba la inteligencia con que lo interpretaban y entrelazaban los rasgos de mis antepasados con símbolos y orlas. Mis ojos se detenían entonces en la figura de Zanobbi, en sus ágiles manos, cuando se curvaba sobre la mesa y deslizaba la pluma en el arabesco. Hubiera querido apartarme de Jacopo del Duca, acercarme al discípulo, escuchar, inclinado en el lado opuesto de la mesa, el soplo de su respiración, ver cómo se coloraban levemente sus pómulos morenos, bajo el carbón de los caídos mechones, en tanto el dibujo ondulaba y se erizaba de trémulas estrías. No pedía más; no pedía más que mirarlo, sentirlo próximo y oír esa voz desconocida que afloraba en un canturreo distraído. Pero Jacopo del Duca impedía cualquier intimidad. Era un hombre de treinta y cinco años, robusto, barbado, inquieto. Me reclamaba para preguntarme tal o cual cosa sobre los primeros papas Orsini, sobre los Boveschi, sobre la
gente romulea
de la época de Celestino III. La gloria de los míos desenroscaba a la redonda su fasto. Aquí, León IX entregaba la Rosa de Oro a Ludovico Orsini; allá, el cardenal Latino redactaba el
Dies Irae
; más allá, Mateo Orso, nombrado jefe de los güelfos por el pontífice, sitiaba a los Colonna; Nicolás III repartía Italia, como las presas de un festín, entre los suyos; Rinaldo Orsini despreciaba a Cola di Rienzo; Romano Orsini dialogaba con Santo Tomás; Nicolás Orsini dialogaba con Boccaccio; el condottiero Pablo levantaba sus banderas; los Orsini, déspotas de Epiro, se adelantaban en el orgullo de las alianzas imperiales con los Comnenos y los Paleólogos; Napoleón Orsini surgía desnudo, en la iglesia de Aracoeli, como un campeón homérico, de un baño de rosas; Francisco Orsini de Monterotondo galopaba sobre escudos de príncipes vencidos; Lorenzo el Magnífico se doblaba delante de Clarice Orsini, su mujer; y los Orsini de Bomarzo luchaban para defender su fortaleza amada. Y era como si todas esas imágenes, insinuadas en esbozos superpuestos y desparramadas encima de los muebles, no tuvieran más misión que la de prestar un marco de imparangonable lujo al muchacho siciliano que se había introducido tan imprevistamente en mi existencia y que, aunque estaba cerca de mí continuamente, me parecía más remoto que aquellas fabulosas criaturas, que Caio Flavio Orso, que Mandilla, que el fundador amamantado por la osa totémica. Una vez más, como había sucedido con Abul y con Adriana, me ofuscaba yo con un espejismo. Zanobbi había aparecido en el momento en que, abandonado, rechazado silenciosamente por los demás, necesitaba una presencia que triunfara sobre el repudio restante y centrara mis emociones, conjurando para mi timidez a hostiles y a indiferentes. No sé, hoy mismo, a tanto tiempo de lejanía, si Zanobbi era como lo veía yo o si yo lo inventé, lo modelé, para colmar el vacío que me circundaba y que angustiaba a mi urgencia de ser el eje egoísta e imperioso de mi mundo. Lo único que sé es que llegó en el instante oportuno y que me cegó su dorado reflejo imprescindible.

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