Salí, hipnotizado. A la puerta, una masa de carne se arrojó sobre mí y me estrechó contra su volumen espeso, cortándome la débil respiración.
—Julia accede a tu pedido, caballero —me declaró Galeazzo Farnese—, con tanta alegría como yo. La he consultado porque soy un hombre moderno. Lo único que te ruego es que me la dejes un año más, antes de llevártela. No cuenta más que quince años; soy viudo. No me la quites tan pronto, duque. Tampoco la visites ahora; ya la verás la vida entera. Si la vieses, quizás te arrepentirías y no cumplirías con mi condición, pues es muy hermosa. Te manda esta sortija y te pide la tuya a cambio.
Hipnotizado, hipnotizado, me despojé del anillo de Benvenuto Cellini y deslicé en su lugar el que Farnese acababa de darme.
Su hijo Fabio se adelantó. La ropa le ajustaba de tal manera, según la moda de entonces, que parecía desnudo, y su elegante cuerpo de adolescente se erguía, como si sus mangas hinchadas, redondas, aerostáticas, lo único suelto y opulento de su traje multicolor, fueran capaces de suspenderlo en el aire.
—También te envía este regalo —añadió el joven—. Es un regalo de niña; un regalo ingenuo; recíbelo como tal y perdónala. Asegura que te traerá suerte.
Colocó en mi mano tendida la muñeca de Silvio de Narni, a la cual Julia le había agregado una rosa. La rosa de los Orsini se abría ante mí, fresca, sobre un instrumento de brujería. Tomé lo que me ofrecía, aún absorto; los abracé a ambos y salí a la noche en la que los astros copiaban el ritual de la coronación, alrededor de la luna, con millares de cirios y de espadas titilantes. Las torres de Bolonia se empinaban como espadas enhiestas. Esa noche había espadas doquier. Y había gente beoda, que andaba a los tumbos o dormitaba boquiabierta en los umbrales. Algunos cantaban los versos feroces del Aretino, contra el papa, el emperador, el rey de Francia, los tres bastardos Médicis, y los guardias se los llevaban a empellones, acallando sus gritos con golpes de ballesta en las caras. Se rompieron muchos dientes ese 24 de febrero.
En nuestro alojamiento encontré a Pier Luigi y a Silvio. El primero me solicitó que autorizara a Segismundo para que quedase a su servicio por un tiempo y, al comprender por la expresión del muchacho que ése era su deseo, otorgué el permiso con una inclinación de cabeza. El secretario me suplicó que le permitiera traer a Porzia con nosotros, y no sólo a ella sino a su hermano Juan Bautista. Lo consentí —aquel día hubiera suscrito cualquier contrato— y hubo gran algazara. Los mellizos, que preveían mi decisión ocultos en una habitación próxima, vinieron a besarme las manos. Corrió el vino y, como cuando entretenían con sus pantomimas a mi abuela, los Martelli bailaron al compás de una viola. Nadie se explicaría que ese doncel tan parecido a su hermana fuese el mismo que había atacado a mi paje para vengar nuestras extravagancias. Mientras danzaban, fui a desprenderme de la cota torturadora, del manto y de las espuelas. Me ayudó Silvio, a quien le mostré el muñeco que me había entregado Fabio Farnese.
—Es justo que este aliado recoja el precio de su trabajo y celebre el éxito como nosotros, Excelencia; ha cumplido su misión —exclamó el secretario, y enrojeció la cara de estopa con un chorro de vino.
—Parece sangre.
—Es vino, Excelencia.
Me eché a reír. Con la cota férrea me había despojado del aturdimiento que me embargaba.
—Te dictaré una carta que llevarán en seguida a casa de Galeazzo Farnese.
Y le dicté una inflamada carta de amor para Julia; la carta de un poeta señorial que ha leído
El Cortesano
.
En el salón seguía el festejo. Cuando nos reunimos con los bailarines, Silvio brindó:
—A la inmortalidad de Su Excelencia.
Recordé la frase amarga de mi padre:
Los monstruos no mueren
, y me sobresalté. Bebí un jarro de vino, sin detenerme. Juan Bautista se me acercó, entornando los ojos y alisándose el pelo. Sin duda quería aludir a nuestra aventura del sepulcro de Piamiano. Me incomodó que el supuesto espadachín pasase así, porque le convenía, de la guapeza agresiva a la condescendencia ahombrada. ¿Su ambición calculaba que, para ganar cuanto el favoritismo implica, debía emplear ese método? ¿Dónde relegaba su virilidad, sus mandobles, la lucha que había espantado a las meretrices en un loco cacareo de gallinas? Lo aparté bruscamente. Hacía muy poco que Carlos Quinto me había armado caballero, que Alejandro de Médicis se había doblado a mis pies y que me habían comunicado la aceptación de Julia; no estaba yo para diversiones equívocas propias de muchachos sensuales.
—Sírveme más vino.
Por la mañana, todavía no despejados los vapores de la ebriedad, partí con Silvio, Porzia, Juan Bautista y una escolta de cuatro pajes y seis soldados, hacia Recanati. Mi abuelo regresaría a Roma, en una de las sillas de manos del papa. Pusieron la muñeca en un arca, junto a mi media corona y a El Cor tesa no de Baltasar de Castiglione. La sortija de Julia, un aro de rubíes, me estorbaba en el dedo. Extrañaba la otra, la de Benvenuto, mi talismán. Si hubiera estado en mi cabal juicio, cuando me la requirió Farnese, no me hubiera separado de ella.
Los caminos, como a la venida, rebosaban de gente. El imperio, detenido unas horas, se ponía nuevamente en marcha. Yo iba en pos del rostro de Gian Corrado Orsini. ¡Tanto lo odiaba; lo envidiaba, lo admiraba, lo amaba, en el fondo, tanto!
Durante el viaje de Bolonia a Recanati, largo, complicado, por malos caminos, no hubo más novedad que una tentativa de asesinato cerca de la posada donde pernoctamos en Rímini. Me tiraron una cuchillada en una calleja, pero me protegió la coraza de cuero de búfalo, cubierta de seda, que llevaba. Lo atribuí a maquinación de la rencorosa Pantasilea. Los guapetones mercenarios se escabulleron en las sombras, perseguidos por Juan Bautista y Silvio de Narni, y desde entonces redoblé la precaución. En el expeditivo Renacimiento eso era cosa de todos los días; no iba yo a perder el sueño por tan poco.
Luego de nuestra llegada a Recanati, no me decidí a entrar inmediatamente en la iglesia de Santo Domingo, meta de mi peregrinación, como si temiera el enfrentamiento con mi padre, más arduo que el de los modestos espadachines de Rímini. Vagué a lo largo de dos días, con mis escuderos, por la ciudad estirada en las suaves colinas como en terrazas que delimitan los murallones. Subí a la torre dominante y desde ella abarqué la anchura del paisaje prodigioso, por leguas y leguas, reposando los ojos en la vibración del Adriático o siguiendo, como en un mapa, la cromática diversidad de los Apeninos. Si me arrimaba a Santo Domingo, me detenía en su portal, a estudiar. Vencí al cabo mi vacilación, y el políptico se alzó ante mí, con su gran compartimiento central y los cinco que lo rodean, sobre las tres pequeñas divisiones distribuidas en la peana, pero era tanta la oscuridad que ordené a Silvio, mi único acompañante, que encendiera una antorcha. Brotó la llama y fue como si Lorenzo Lotto volviera a pintar porque a medida que Silvio se movía delante del altar de la Virgen, surgían nuevas zonas de forma y color, y el políptico se componía y descomponía con ritmos plásticos. Un fraile, que oraba a la distancia y que era, con unas viejas murmuradoras de rosarios, el solo testigo del episodio, acudió a averiguar qué acontecía, y cuando supo que el duque de Bomarzo buscaba la efigie de su padre en la vastedad del óleo, pidió una caridad y nos dejó tranquilos.
Mis miradas, entre tanto, andaban de un postigo al otro, sobre la extensión de la pintura, del panel medio, con la Virgen que desde su trono otorga el escapulario al fundador de los predicadores, y esos azorados ángeles músicos, y las tiaras arquitectónicas de San Urbano y San Gregorio, hasta las distintas escenas que, como en otros tantos teatrillos, se suceden alrededor: la
Pietá
superior, el cuerpo desnudo de Cristo, las mangas suntuosas de su Madre y el ojo de la Magdalena que espía, como el de una
tapada
peruana, en la penumbra azul de su manto; Santo Tomás de Aquino y San Flaviano, magníficamente lujoso éste, de pie en el recuadro de la izquierda; San Pedro Mártir, a cuya beatitud no incomoda la cuchilla hundida en el cráneo, y San Vito, patrono de Recanati, grueso, femenino y blando, a pesar de la armadura y del lanzón, exhibiéndose en el de la derecha; Santa Catalina de Alejandría y San Vicente Ferrer, a un lado arriba; y al otro, Santa Catalina de Siena y San Segismundo, como si estuvieran asomados de medio cuerpo en sendos balcones. Ese, San Segismundo, era mi padre. ¡Claro que lo era! Mi padre, pintado en 1506, un lustro y un año antes de que mi venida al mundo le causara tan colérica decepción… Pero, aunque inmediatamente lo reconocí, ¡qué apartada, qué opuesta resultaba esa imagen de aquella, escondida hasta entonces en mi memoria, que yo recuperé al punto, cuando comparé el retrato de Lorenzo Lotto con el que afloraba por fin, intacto, nítido, de la bruma de mis recuerdos!
El veneciano había ubicado en la altura a un caballero vestido de terciopelo apagado, con unas delgadísimas franjas de piel de marta en las bocamangas y en los hombros, un arrogante cinturón de oro y una doble cadena de oro también, cuyos eslabones se entrecruzaban sobre la negrura de su pecho. Una mano se apoyaba en la cruz de una espada como en un bastón de dandy, y la otra pendía, abierta, perfilando la pulcritud palaciega de su dibujo. La cabeza, enmarcada por la cabellera y la barba rubia, poseía una misteriosa belleza, realzada por la finura de las cejas y por el diseño de los ojos tristes, y el modelo sugería una impresión de desapego elegante, casi de refinado desdén, junto a la santa que, con el corazón entre los dedos, como si sostuviera una fruta exquisita, se volvía hacia la dirección contraria. Todo él rezumaba aristocracia, displicencia, cierto frágil amaneramiento incomprensible en alguien que había sido tan robustamente vital, condottiero celebrado, y que se concretaba en esa diestra inútil, colgante como una borla, a la que nadie hubiera imaginado empuñando una espada o engarfiándose en las salidas rocosas de los muros, durante las conquistas de las fortalezas.
¿Cuánto tiempo permanecí allí, asombrado, dudando, tratando de entender? Movíase la antorcha y con ella se movía el coro de las efigies, reiterando el austero blanquinegro que iba de un panel al otro, en los hábitos monacales, y que acompasaba con sobrio retornelo musical la polifonía de los ropajes cortesanos; pero yo no veía más que a Gian Corrado Orsini, y aunque el artista lo había situado a un costado de la composición, la grácil estampa de mi padre, desplazada por los vaivenes del hacha encendida y por la atención angustiosa con que yo la observaba, constituía ahora el centro del políptico, y los restantes personajes rotaban en torno, como en una esfera armilar por cuyos círculos desfilaban lentísimamente figuras celestes y mundanas, rindiéndole cadenciosa pleitesía.
¿Qué significaba ese retrato? ¿Qué me enseñaba? Empinado ante el altar, me esforzaba yo por interpretar su símbolo. ¿Quería decir que, frente a la verdad que creemos poseer como única, existen otras verdades; que frente a la imagen que de un ser nos formamos (o de nosotros mismos), se elaboran otras imágenes, múltiples, provocadas por el reflejo de cada uno sobre los demás, y que cada persona —como ese pintor Lorenzo Lotto, por ejemplo— al interpretarnos y juzgarnos nos recrea, pues nos incorpora algo de su propia individualidad, de tal suerte que cuando nos quejamos de que alguien no nos comprende, lo que rechazamos, no reconociéndolo como nuestro, es el caudal de su esencia más sutil, que él nos agrega involuntariamente para ponernos a tono con su visión de lo que para él representamos en la vida? ¿No existiremos como entidades particulares, independientes? ¿Cada uno de nosotros será el contradictorio resultado de lo que los demás van haciendo de él, de lo que los demás forjan, por esa necesidad de transposición armonizadora que cada uno siente como un medio de comunicación; por esa necesidad de verse a uno mismo al ver al otro? ¿Cada uno de nosotros será
todos
, si estamos hechos de repercusiones que los demás se llevan consigo? ¿Andaremos por el mundo entre espejos enfrentados y deformantes, siendo nosotros mismos esos espejos? Pero no… porque cuando yo me pienso, a mí mismo, sin el aditamento que cada uno, para sí, me añade, me pienso tal cual soy, en mi desnuda limitación auténtica. ¿Y acaso esas incorporaciones no dejan rastros, no desfiguran, no mimetizan, no nos hacen actuar a menudo de diversa manera ante la diversa gente, dándoles, sin que nos percatemos de ello, lo que esperan de nosotros, multiplicándonos, diluyéndonos? Mi padre había sido para mí un hombre violento —y nada más que violento— porque mi íntima violencia, nacida de la repulsa que yo tenía la seguridad de provocar en él, sólo había destacado, dentro de su complejidad, los índices agresivos. Y sin embargo una vez, sólo una vez, cuando había entrado con él en el aura mágica del David de Miguel Ángel, traspasando la costra del resentimiento que emanaba de él, sin duda, pero que yo también, como un contagio escamoso, le transmitía, había entrevisto en su alma una dilatada perspectiva diferente, de amor a lo bello, a lo gigantesco y equilibrado, en cuya planicie familiar sembrada de graves esculturas y atravesada por el viento de las nobles frases majestuosas, quizás hubiéramos podido comprendernos y convivir. Pero no me había internado entonces en ese camino erizado de dificultades que provocaba el áspero pudor y que acaso ocultaba en su extremo a la paz, y seguí la senda opuesta que, haciéndome sufrir tanto, era empero la más fácil, pues lo único que yo me limité a hacer era continuar proyectando sobre el condottiero la luz macilenta de mi rencor y ver exclusivamente lo que me mostraban sus resplandores lúgubres: el orgullo, la ira y la violencia, que le pertenecían entre muchas otras cosas, mas eran sobre todo mi violencia, mi ira y mi desesperado orgullo. En cambio para Lorenzo Lotto, para lo que Magister Laurentius recelaba de ambiguo, de melancólico y de poético, Gian Corrado Orsini se había concretado en un ser fundamentalmente equívoco, al responder al vínculo de la incertidumbre ansiosa de Magister Laurentius con lo que él, por su parte, encerraba de turbio, de vago, en las cámaras más secretas de su intimidad. Cada pintor se retrata a sí mismo, porque cada pintor recoge y subraya en el modelo lo que se le asemeja y se activa y brota a la superficie, llamado por su pasión. Cada uno de nosotros se ve a sí mismo, en los demás. Somos ecos, espejismos, reverberaciones cambiantes.