Bomarzo (36 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Aquellas noticias, comunicadas a borbotones por el paje, me enconaron sobremanera. A la traición que significaba la partida de Maerbale con Silvio, sumábase esta otra, de habérseme adelantado en el conocimiento de la joven del balcón. Ni por un instante me detuve a medir el enorme daño que le había causado a Porzia, y el abismo en el cual la había precipitado. Me preocupaban otros acontecimientos: la independencia de Maerbale, su influjo sobre Silvio, la nueva amistad de los Farnese. ¡Tan luego Farnese! ¡Farnese! ¡La familia en cuyo seno, por recomendación de mi abuela y por mi propia intuición, me convenía buscar a la que sería la duquesa de Bomarzo! Arrojé las cobijas, me planté delante de Silvio y, cuando creí que iba a apostrofarlo espléndidamente, mostrándole, pese a su posición de gestor demoníaco, quién era el amo, y enseñándole los riesgos de oponerse a los caprichos de mi autoridad, me encontré con que no era capaz de dominarme, con que la larga espera rencorosa y las emociones del relato habían agotado mis reservas de energía, y con que, en lugar de la escena de despecho señorial que proyecté, le ofrecía otra, opuesta, de histeria balbuciente, más propia de una mujer cegada por los celos insanos que de un príncipe ofendido. Las lágrimas, los sollozos me impedían hablar. Silvio me miraba, entre estupefacto y sonriente. Luego se relajaron sus músculos, dio un paso hacia mí, torció su espinazo punzante y me besó la diestra. Había comprendido exactamente qué me pasaba.

—Tiene razón, Vuestra Excelencia —me dijo—. Tienes razón —añadió tuteándome—, y perdóname. Ven ahora a dormir. Mañana aclararemos estos asuntos.

Le obedecí como un niño, me arropó y me acarició la frente.

—Ya te oí, cuando comentabas a Julia Farnese con Maerbale. Si la quieres, será tuya.

—Debo casarme, Silvio, y eso me asusta. Me asusta todo. Debo casarme, por Bomarzo.

—Te casarás, duque.

Sopló el candil y nos dormimos. Al día siguiente, muy temprano, me desperté poseído por una dinámica fiebre y por la inquietud de retomar, con ayuda de Silvio, las riendas perdidas. Había que proceder y pronto. Envié mi paje —a quien desde entonces, precisamente, comencé a llamar «el secretario», para indignación de Messer Pandolfo, que soñaba con esa jerarquía— a casa de Pier Luigi Farnese, a pedirle que me llevara esa tarde a presentar mis saludos a su primo Galeazzo. Pier Luigi olfateó sin duda lo que yo perseguía, calculó que ello convenía al adelanto de los suyos, y accedió, siempre que con nosotros fuera Segismundo Orsini. Así lo dispuso, y Segismundo acudió a mi convocatoria. No sé a quién asombró más esa preferencia, si a él o a mí, porque para mí los tres Orsini indigentes de la zona de Bomarzo, los turbulentos favoritos de Girolamo, eran tan iguales entre sí que a menudo los confundía y que, si a veces equivocaba sus nombres a propósito, para humillarlos, a veces también los embarullaba sin pretenderlo. Tal vez Segismundo, el menor del terceto, fuera también el más hermoso, con su cara de halcón, sus negros ojos fijos, su esbelta delgadez y aquella ansiedad que de él emergía constantemente, como un entremecimiento o una tensión casi invisibles.

Bastaba recorrer los primeros salones suntuosos del palacio que usufructuaba esta rama de la familia, durante su corta permanencia en Bolonia, hasta llegar a aquel en el cual se habían reunido los moradores con el fin de agasajar a sus visitantes, para apreciar la privanza de la cual gozaban los Farnese en la corte pontificia, gracias a la influencia del decano del Sacro Colegio, el cardenal Alejandro Farnese, ante Clemente VII. En momentos en que la mayoría de los huéspedes de la atestada Bolonia se aglomeraba fastidiosamente en el hacinamiento de casas incómodas y promiscuas, estos Farnese, que ni siquiera pertenecían a la línea principal, vivían allí con holgura, como si estuvieran en el feudo de Canino. Por esos salones, en los que los escuderos alternaban con los lacayos, y en los que, encima de lebreles bostezantes, impúdicamente despatarrados en sus sueños, los tapices especialmente traídos cubrían los muros húmedos con desnudeces alegóricas que dominaban los lirios azules sobre oro de la estirpe, fui, balanceando mi giba, entre Pier Luigi y Segismundo. Me había puesto un justillo color naranja y el tabardo con enorme cuello de armiño caía sobre mi joroba. Me repetía que no había motivo para estar nervioso y empero lo estaba. Descalzándome los guantes y volviendo a calzarlos; deteniéndome a elogiar tal o cual paño con escenas de la guerra de Troya; parándome para rozar el lomo de algún perro que, de tan aburrido e indolente, ni siquiera me gruñía, contentándose con clavarme los ojos vítreos de bestia embalsamada; y fingiendo no ver —aunque lo veía muy bien y eso, que no hubiera debido inmutarme por obvio, me sacaba de quicio— que Pier Luigi había rodeado audazmente la cintura de mi primo Orsini, llegué al aposento donde Galeazzo obsequiaba a varias personas, más de las que había esperado encontrar allí.

En el centro de la habitación, inmenso, pesado, comunicativo, triunfal, agitando la cabezota que enmarcaba un par de orejas de Buda, Galeazzo departía con dos cardenales; su tío Alejandro y mi amigo Hipólito de Médicis, un sexagenario y un doncel veinteañero. Galeazzo derramaba jovialidad. Era uno de esos individuos tremendamente vitales que convidan, con su sola presencia, a gozar del mundo. Parecía flamenco. Su extrema euforia hacía que la gente lo buscara, hasta por razones higiénicas, pues, en ese tiempo anterior a las vitaminas, obraba como un estimulante. También obraba su gran fortuna. Hablaba con verbosidad opulenta, y los dos prelados seguían su discurso: Alejandro, encubriendo una semisonrisa, replegado gatunamente sobre sí mismo, respondía de tarde en tarde con monosílabos; Hipólito, moviéndose impaciente, tamborileaba con los dedos en los brazos de su sillón. Ambos vestían similares púrpuras, pero cualquiera los hubiese tomado por un príncipe de la Iglesia y su joven acólito.

Pier Luigi nos condujo ante ellos e hizo las presentaciones. Besé las dos manos tendidas, rugosa la una, la otra lisa, cuidada. Hipólito me atrajo y me abrazó, según su costumbre. Advertí la mirada sagaz con la cual, bajo la capota de los párpados, el futuro papa envolvía a su hijo mayor. Alejandro no ignoraba nada de su vástago Pier Luigi. De inmediato captó lo que junto a él significaba Segismundo, y alzó una ceja laxa y desdeñosa de hombre tenazmente mujeriego, cuyo apartamiento de las escaramuzas sensuales, para honra de su investidura, no le privaba de experimentar solidaridades y repugnancias retrospectivas. Casado desde hacía más de un decenio con Girolama Orsini, Pier Luigi era padre de cinco retoños, el último de los cuales nació ese año de 1530, pues sus devaneos por otros rumbos no le impedían cumplir un deber conyugal impuesto sobre todo por su gran respeto a los Orsini. Una larga línea de reyes brotaría de su sangre impura. Su bastardía —tuvo por madre a una aristócrata que terminó uniéndose en matrimonio con un barón romano— había sido legitimada por Julio II. Me tocó andar por la vida entre ilegítimos. En verdad es injusto que algunos de mis contemporáneos famosos de entonces —como Leonardo y Paracelso— sufrieran a causa de su condición de hijos naturales, cuando tantos hubo (y estas memorias abundan en ejemplos de ellos) a quienes su calidad de frutos del amor sin contrato pareció servirles de aliciente en la carrera de los honores. Lo que pasa es que hasta para ser bartardo hay que tener suerte, y una cosa es serlo del papa y otra de un notario de Vinci.

Galeazzo Farnese me acogió fastuosamente. Aprisionado entre sus brazos, como entre los de uno de mis soberbios osos protectores, espié, mientras el anfitrión barbotaba recuerdos de su heroica amistad con los condottieri Orsini y en especial con mi padre, el grupo que formaban detrás Maerbale y las tres Farnese. Maerbale no había perdido el tiempo. Me irritó entonces más que nunca, porque la belleza de Julia era tal que resplandecía. De la diestra de Galeazzo, quien me guió en una extraña figura de baile trazada por un gigante y un pequeño giboso, me acerqué a saludarlas.

—El señor duque de Bomarzo —anunció el titán, y los muros ancestrales crecieron en mitad del aposento, empujando las paredes ornadas de estatuas solemnes, e infundiéndome ánimos con su pétrea tutela.

Pero ¿qué podía yo esperar del socorro de Bomarzo, ante la gracia de Maerbale, que por otra parte compartía el bomarziano auxilio? Mi hermano era muy semejante a mí; poseía mis mismos ojos oscuros, mis pómulos, mi boca, mis dedos ahusados; lo que no poseía era el bulto que me asomaba sobre el hombro, ni la pierna más corta. Fingí no verlo —cosa imposible— y no retribuí su saludo, mientras las niñas, una a una, obedientemente, rozaban con los míos sus labios nuevos. Pronto se sumó a nosotros Segismundo, huyendo de Pier Luigi. Pienso que sólo entonces mi primo captó las intenciones del capitán, pues ni siquiera se le había ocurrido que él podía provocar tales sentimientos en un individuo barbudo y llagado, que se señalaba por su inflexibilidad rigurosa al frente de los destacamentos militares.

Nuestra entrada había interrumpido la conversación, que se reanudó a poco. Se charlaba, como en la entera Bolonia, de los actos del día siguiente. El asunto de las precedencias cocinaba las ambiciones, y si el duque Alejandro de Médicis había querido obligar a su padre a que influyera para que se le asignara la misma categoría arbitraria que se le había otorgado en la coronación de hierro, Pier Luigi insistió ante el suyo —a quien incumbiría ungir con el óleo santo el hombro derecho del emperador— para que se modificara el ceremonial y se le concediera un puesto de más relieve.

—¿Qué ventajas acarrea entonces —interrogó, mientras su progenitor lo fulminaba con los ojos— ser hijo de un cardenal?

—Muchas ventajas —le respondió el prelado—. Por lo pronto, la de estar aquí diciendo sandeces.

Creí que iba a continuar la discusión, pero Alejandro cruzó los dedos y se encerró en su hábito, como un rojo caparazón de molusco. Más tarde supe que le temía a Pier Luigi, capaz de atrocidades. Se me ocurrió que ya que estos dos hijos espurios de jerarcas eclesiásticos se afirmaban en tales circunstancias para ganar encumbramientos decorativos, símbolos de sus posiciones en el mundo, también podía valerme yo de mi condición de nieto de un cardenal para alcanzarlo, pero sentí de repente una gran fatiga y un gran despego, y me desentendí del asunto. De cualquier manera, el protocolo había sido examinado y debatido durante meses y era inútil pretender cambiarlo.

Sacándose de encima al porfiado —quien lo hacía tal vez para brillar ante Segismundo— el cardenal Farnese contó que Carlos Quinto había conocido el día anterior a una hija, habida en Flandes de una dama de Perusa y a quien guardaban las religiosas del monasterio de San Lorenzo de Collazón, cerca de esa ciudad. Llamábase Doña Tadea y andaba por los ocho años. Abundó en detalles, como si el hecho de que el emperador tuviera una hija de contrabando bastara para justificar a los suyos y al propio hijo del papa. El tema era espinoso y, luego de haberlo iniciado con vehemencia retórica, el cardenal lo dejó caer.

—Parece que una cuestión que levanta ciertas inquietudes —añadió— es el puente de andamios por el cual desfilarán el papa, el emperador y sus cortejos, hasta San Petronio. Lo han probado veinte veces, pero hay quienes dudan todavía de su estabilidad. El peso será muy grande, y el emperador, a quien llegó el comentario, ha enviado a sus ingenieros a examinarlo y ha dicho que estamos en las manos de Dios. Espero —concluyó, persignándose— que Dios tendrá en cuenta a este viejo siervo suyo, si se aflojan las maderas…

Yo, entre tanto hablaba, no quitaba los ojos de Julia, pero ésta rehuía los míos, embargada en un coloquio con Maerbale. La conversación volvió a virar, y Alejandro e Hipólito, coleccionistas ambos, se interesaron por mis colecciones incipientes. Habían oído mentar a la armadura etrusca de Bomarzo y querían saber qué era con exactitud. Luego Hipólito me pidió la sortija de Benvenuto, para mostrarla a Galeazzo, y trajeron el camafeo de Cellini. Estábamos examinándolo —y yo ardía en deseos de apartarme del grupo central y de acercarme al de los jóvenes, en medio del cual restallaban las carcajadas brutales de Pier Luigi—, cuando entró un hombre de más de cincuenta años, de noble perfil y barba blanca, disimulada la calvicie bajo un casquete de seda negra. Se inclinó profundamente, y cuando me saludó me llamó, exagerando el título,
Señoría Ilustrísima
. Era Messer Tiziano Vecellio, de Pieve di Cadoro.

Los cardenales le preguntaron por el retrato de Su Majestad, que pintaba por sugestión de Hipólito, quien lo había recomendado al César. Aspiraban a conocer cómo lo representaba, cosa que se había ocultado hasta entonces, y el artista, arrastrando el dejo veneciano, sonrió, sin osar negarse a tan eminentes interlocutores, y describió la figura hidalga, el tabardo de martas rubias, el raso amarillo, el joyel de diamantes del birrete, los guantes de ámbar, el pormenor curioso del espantamoscas, la mano que acaricia a Sampere, el mastín. Especificaba como si pintase, deteniéndose en el juego de los matices, de los claroscuros, modelando el aire con los dedos, y en verdad se sabía que pintaba no sólo con el pincel sino frotando con las yemas exquisitas, alternando el relieve de los toques macizos con tenues delicadezas transparentes que su mano lograba como un hechicero.

—Yo quisiera retratarlo a caballo, revestido de su armadura, un río y árboles y nubes al fondo. Algún día lo haré.

El corro se rompió, distraído, y me detuve a platicar con el maestro. Recordamos a Ariosto, mi adorado, a quien Tiziano había tratado en la corte de Alfonso de Este, duque de Ferrara, después de la muerte de Lucrecia Borgia y del matrimonio del duque con la plebeya Laura Dianti. El poeta había confiado al pintor el destino que reservaba a muchos de sus personajes, mientras componía el
Orlando
, y más tarde, cuando admiré las obras del cadorino, deduje que, aunque él no lo confesara, celoso como era de cuanto se refería a la originalidad de su creación, Tiziano se inspiró más de una vez en los héroes ariostescos para organizar su mundo espiritual y voluptuoso. Pero en ese momento y al par que lo escuchaba con una reverencia que no excluía el dejo señorial que mi abuela me había enseñado que debía emplear en mis relaciones con la gente de paleta y de pluma, mi nerviosidad no me permitía gozar con estética plenitud de lo que me iba narrando, pues mis ojos, traicionándome, huían hacia la ventana donde se habían apartado Maerbale y Julia. De otra Julia Farnese, con increíble falta de tacto, me entretuvo después el cardenal Alejandro, quien aludió a nuestro parentesco a través de su hermana, Julia la Bella, casada con Orsino Orsini, magnífico cabrón de nuestra familia. Lo oí sobre ascuas elogiar su hermosura y su ingenuidad. Demasiado enterado estaba yo de lo que el cardenal debía a esa hermana, en su carrera codiciosa hacia las llaves de San Pedro, pero entre nosotros, los de Bomarzo, ubicados en la posición opuesta y dueños de una susceptibilidad aguzada por las burlonas alusiones, no se la nombraba nunca. Me pareció que se estaba mofando de mí y le clavé los ojos, para hallar, en respuesta, un manso mirar prelaticio de anciano que evocaba las glorias de los suyos y que no me engañó.

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