Bomarzo (69 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Lo que entonces nos soliviantaba era la enorme gula ambiciosa de Pier Luigi Farnese y la obediencia con que el papa la satisfacía. Mientras en Roma se preparaba el ambiente propicio para el futuro Concilio de Trento —el
Concilium delectorum cardinalum
que debía planear una reforma autónoma de la congregación y el estado eclesiástico—, Pier Luigi acumulaba prebendas y títulos; gonfaloniero de la Santa Madre Iglesia, duque de Castro, conde de Pitigliano —¡cómo el gran Nicolás Orsini, eso era insoportable, en lugar del legítimo heredero!—, e incorporaba a sus bienes, con el dinero de la Cámara Apostólica del cual disponía sin escrúpulos, propiedades como Nepi, o recibía de Carlos Quinto el valioso marquesado de Novara y hasta se lo autorizaba a acuñar en Castro su propia moneda. La carrera deslumbrante e indignante se coronó con los rumores de que Pablo III, incitado por el cardenal Gambara, pensaba ceder a su hijo Parma y Plasencia, para crearle un ducado que lo equipararía con los primeros señores feudales de Italia, reeditando así las aspiraciones de León X, quien soñó con formar un estado sobre la base de Plasencia y Parma, además de Módena y Reggio, bajo la jurisdicción de su hermano Giuliano de Médicis. Y, por si no bastara con esa exorbitancia, se supo que Pier Luigi había iniciado conversaciones tendientes a obtener Milán para su hijo Octavio, marido de Margarita de Austria, viuda de Alejandro de Médicis —como pronosticó en Bomarzo Cristoforo Madruzzo, luego del asesinato del duque de Florencia— y en consecuencia yerno del emperador, pero los tanteos fallaron. Las intrigas que se produjeron a la sazón, con motivo del torpe asunto, enredaron a los franceses, enfurecieron al César y fueron conducidas con tan solapada hipocresía que ni siquiera el poeta Aníbal Caro, secretario de Pier Luigi, se enteró de ellas. La presión del cardenal Gambara se intensificó merced a la de los otros cardenales de la familia Farnese, hasta que el pontífice cedió, y el Consistorio despojó a la Iglesia de dos ciudades en favor del hijo del papa. Pier Luigi fue ungido duque de Parma y de Plasencia. Nada le costó, pues, desprenderse del ducado de Castro en beneficio de su hijo Octavio, y devolver al Vaticano Nepi y Camerino.

Desde la soledad de nuestros castillos, los señores que manteníamos el legado de la tradición güelfa asistíamos con asombro a ese progreso arrollador. Llegaban a veces los huéspedes o los viajeros y también los urgentes mensajes, con noticias de lo que sucedía en la corte del Vicario de Cristo, y alzábamos los brazos al cielo. Me reunía especialmente, ya en Bomarzo, ya en Mugnano, ya en Bracciano, con los señores de las tierras vecinas, y no paraban las quejas y reconvenciones de los
editus Ursae
. En el lujo de Bracciano, debajo del vasto fresco que muestra a Gentil Virginio Orsini asumiendo el mando de las tropas aragonesas, uno de los nuestros exclamó:

—¿Y vamos a tolerar que se nos posponga y humille de tal suerte? ¿Los Orsini no existen ya? ¿Quién oye mencionar a los Orsini?

—No hace mucho que Valerio Orsini fue nombrado gobernador de Verona —argüí.

—¿No hace mucho? Hace por lo menos seis años.

—Y luego fue designado gobernador general de Dalmacia —continué.

—Ésas son designaciones de la Serenísima. Nada tienen que ver con el Santo Padre. Si hubieran dependido del Padre Santo, el gobernador hubiese sido un Farnese.

—Por otra parte, Valerio Orsini murió —interrumpió Guido de la Corbara.

—Dejando viudo —estalló la risa vulgar del conde della Anguillara— a Lorenzo Emo, en Venecia.

Ignoraba yo que hubiese muerto el viejo maestro de Maerbale. ¡Vivíamos tan apartados los unos de los otros! Las informaciones se perdían o no llegaban. Y, suprimido Maerbale, no me quedaban vínculos con Valerio Orsini. Habría que escribirle a Lorenzo Emo. Quizás hubiera conservado el encanto de la adolescencia que me había fascinado fugazmente en mis días venecianos.

—Pero ¿cómo?, ¿qué es esto? —gritó el duque de Mugnano—. Los Farnese han tenido siempre conciencia de la distancia que los separa de nosotros, y ahora estamos hablando de ellos de igual a igual, midiendo sus méritos con los nuestros.

Me miraron con desconfianza. No podían olvidar que mi mujer era una Farnese, deuda cercana de Pier Luigi. Y yo, por mi parte, aunque compartía su disgusto ante la exaltación injustificable del hijo del papa, no dejaba de pesar los beneficios que ella podría reportar a mi rama de la familia.

—Pier Luigi es medio Orsini —intervine nuevamente—. Tengamos presente que es casado con una Orsini.

Se amoscaron con razón los de Bracciano, los más altivos:

—¡Renegamos del parentesco!: ¡un malvado, un logrero, un ladrón!

El conde de la Corbara aprovechó para lanzar el insulto que había estremecido a Europa:

—¡El sátiro!, ¡el violador del obispo de Fano!

Aludía a un hecho casi increíble, de perversa obscenidad, acaecido mientras el gonfaloniero de la Iglesia visitaba los territorios pontificios por encargo de su padre, y del cual fue víctima un prelado de dieciocho años, Cosimo Geri, famoso por la pureza de sus costumbres.

Segismundo, que hasta ese instante había guardado silencio, dio rienda suelta a su rencor:

—¡Es un crápula!

Nos volvimos hacia él. Lo habíamos olvidado en su ángulo de penumbra, elástico y nervioso, inflamado por los celos, pero era imposible olvidar su pasada relación con el duque de Parma. Adelantó el perfil buido hacia la lumbrera y su sombra recortó en la pared una movediza cabeza de gerifalte. Sin retenerse, formuló la acusación gravísima:

—¡Pier Luigi quiere asesinar al emperador Carlos!

—¿Qué dices?

Ya era tarde para retroceder. Afirmó las manos en la gruesa cadena de oro que probablemente le había obsequiado el propio Farnese, y añadió:

—Ha combinado la perfidia con Leonidas Malatesta y con Matías Varano. Al primero le ha ofrecido la restitución de Rímini y de Ravena, y a Matías Varano la de Camerino.

—¿Lo juras?

—Lo juro.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé… lo supe por Pier Luigi…

—Pero ¿por qué?, ¿por qué hacerlo?

Vaciló Segismundo y se le marcaron los pómulos de marfil pulido:

—Se niega a devolver el marquesado de Novara, que le reclama el César, y luego lo enloquece la privanza de la cual goza su hijo Octavio ante la Majestad Cesárea. Lo ambiciona todo para sí.

Una vez más se confabulaban contra mí los acontecimientos, destacando la ambigua flaqueza de mi posición. Matías Varano había casado con Battistina Farnese, hermana de mi mujer, y eso le valió la amistad de Pier Luigi. Era un bravucón iracundo que había muerto al podestá de Camerino, y sin duda no pararía mientes en llevar a fin el proyecto audaz de suprimir al dueño de medio mundo con tal de reconquistar sus pobres tierras. Como antes, mis contertulios observaron mi reacción, quizás con más curiosidad que acritud. Opté por permanecer callado; después de todo, no me iba a echar encima, además de los míos, los problemas de los despojados señores de Camerino.

El duque de Mugnano puso un dedo en cruz sobre los labios y reclamó silencio.

—De esto —recomendó— no debe transpirar ni una palabra. Lo utilizaremos. Es un arma preciosa. Debemos comprometemos solemnemente a no revelarlo hasta la ocasión oportuna. Yo mismo iré a ver al emperador.

Se desató una discusión violenta. ¿Por qué él? ¿Por qué iba a ser él quien recogía el fruto de una información tan valiosa? ¿Por qué no Bracciano, o el conde della Anguillara, o el duque de Bomarzo, a quien Carlos Quinto había armado caballero? Nos revolvimos, encrespados, picoteándonos como halcones.

—Lo resolveremos en la reunión próxima. Por lo pronto, comprometámonos a que el secreto quede entre nosotros.

Extendimos las manos sobre los cirios. Brillaron, en varios dedos, las piedras talladas de los anchos anillos, con el escudo reiterado de la rosa y la sierpe.

El secreto no se guardó y, al transpirar, el avisado no fue Carlos Quinto sino Pier Luigi quien, temiendo a su turno la delación de Malatesta, lo encerró en la Roca de Forli. Pero Leonidas Malatesta logró escapar y comunicó el plan a Cosme de Médicis. De allí a que lo conociese el emperador, no mediaba más que un paso. Quien recogió las ventajas de la información no resultó así ninguno de nosotros; fue el diligente Cosimino, amo de la Toscana, que echó mano de la oportunidad para insinuarle al César que el papa no era ajeno a la intriga. Carlos de Habsburgo no pareció otorgar crédito a la monstruosidad que le transmitían. Ya le llegaría el momento de desquitarse, de castigar, de esgrimir el rayo. Él se desquitaba siempre.

En nuestro círculo de conspiradores provincianos, la traición nos dejó atónitos. ¿Quién habría quebrado la promesa? Nos espiamos, densos de recelo. Abundaron los improperios, las recriminaciones. Aunque seguramente las sospechas se acumularon sobre mi cabeza, el duque de Mugnano llegó a amenazar a Segismundo. Pero el culpable no se delató. Acaso fuera el propio Mugnano, que no se daba maña para atraer la atención y la gracia imperial, y envidiaba a los cortesanos del hijo de Juana la Loca. Era imposible que continuáramos reuniéndonos a la redonda de aquel ardiente rescoldo de dudas, puesto que lo que se obtenía eran resultados contrarios a los propuestos. Nos separamos, aborreciéndonos, tragándonos las suspicacias y las conjeturas. Desde entonces, ninguno del grupo osó andar por los alrededores sin escolta. Una noche, de regreso de una partida de caza, Segismundo cayó en una trampa en la que cuatro enmascarados lo maltrataron y le tajearon el rostro. Al tanto del vínculo que nos unía, me humillaban a mí por su intermedio. No querían acabar con él, sino desfigurarlo, porque sabían su fatuidad. Segismundo debió usar, a partir de ese momento, un negro paño que le cubría la mitad de la cara. Recuerdo que Violante Orsini, en el curso de una fiesta que degeneraba en escándalo, le arrebató el parche. Vimos con horror su cuenca vacía; le habían arrancado el ojo derecho. Mi prima Violante se desesperó más que ninguno y, venciendo su repulsión, besó la cavidad roja.

—Eres mucho más hermoso así, Segismundo —trató de consolarlo.

Pero el joven se puso de pie. De un tirón rabioso arrastró los manteles, y la cristalería cayó con estrépito. Gritaron las damas, mientras se volcaba el vino de las ánforas y corrían los lebreles dorados disputándose el estropicio. Segismundo salió huyendo, aullando como un animal herido, seguido por Madruzzo, por Molza, por Orso y por Mateo.

Aquella imagen macabra me espantó. El lector está al cabo, pues lo he subrayado a menudo, de cuánto me importaban la armonía, el equilibrio estético. Sólo toleraba cerca a las personas bellas, a los objetos de noble ritmo. Y mi corte, con un jorobado, una ciega y un cíclope, se iba convirtiendo en una Corte de los Milagros. Utilicé la coyuntura de esa coincidencia desagradable para manifestarle a Julia, la mañana siguiente, que Cecilia debía partir. Tenía sus tierras y las de Maerbale; le correspondía ocuparse de ellas, establecer en ellas a su hijo. Infructuosamente argumentó mi mujer la incapacidad de la viuda de mi hermano, y me rogó que no la privara de su única compañía en la soledad del castillo, además de señalarme lo bueno que sería que Horacio y Nicolás crecieran juntos. Mi crueldad era evidente pero inflexible, y mi cuñada se alejó sin despedirse de mí, con su niño, sus servidores, sus cofres numerosos, las armas de Maerbale, sus jaulas de pájaros, sus perros favoritos y su inmensa tristeza, rumbo a Roma, donde su tía, la majestuosa Victoria Colonna, se había radicado en su minúsculo palacio de Monte Cavallo, luego que Pablo III, que había fundado el tribunal de la Santa Inquisición Romana, disolvió su grupo de Viterbo, tildado de herejía, y confiscó sus bienes. Allí vivió Cecilia hasta la muerte de Victoria, pocos años después, en la intimidad de Miguel Ángel. Su augusta parienta había visto apartarse, temerosos u obligados, al cardenal Reginal Pole, al predicador Ochino, al Flaminio, a Pietro Carnesecchi, devotos de Julia Gonzaga y como ella discípulos del fascinante Juan Valdés, el español recientemente fallecido cuya prédica, saturada de erasmismo, rozaba los peligros de la heterodoxia. Victoria Colonna y Miguel Ángel acogieron con generosidad a la joven ciega. Me inquietó, por supuesto, lo que podría contarles acerca de mí y de la incomprensible muerte de Maerbale, pero lo principal era que hubiera desaparecido del castillo. Aunque jamás pronunció una palabra dura, su sola presencia, el solo golpeteo de su bastón de oro en las galerías eran suficientes para invocar fantasmas adversos. Si alguna vez medité en la injusticia de mi actitud, corroborada por el mudo reproche de Julia, me sosegué pensando que merced a mí Cecilia gozaba de un privilegio maravilloso del cual yo no había disfrutado jamás, al dejar transcurrir sus días en el ámbito admirable del maestro Miguel Ángel Buonarotti, nacido como yo un 6 de marzo, el artista dueño de un corazón en cuyo laberinto se entrecruzaban las sendas misteriosas, y que escribía simultáneamente sus inflamados sonetos de amor para Victoria Colonna, marquesa de Pescara, para la dama
bella y cruel
y para su inseparable Tommaso de Cavalieri, a quien pintó en el techo de la Sixtina, de modo que en ciertas ocasiones es arduo decir a quién van dirigidos.

Libre de Cecilia y libre del embarazo que importaban los cónclaves estériles convocados por los Orsini con el fin de analizar la provocante prosperidad farnesiana, que me tocaba tan de cerca y que no me convenía vituperar demasiado, pude dedicarme con relativa tranquilidad a lo que más me interesaba a la sazón: el ordenamiento estudioso de mis colecciones y el cuidado de Bomarzo. También comencé entonces a preocuparme por lo que, con el andar del tiempo, constituiría uno de los móviles esenciales de mi vida: la magia.

Mis colecciones, mis famosas colecciones, habían crecido extrañamente. Eran mi fiel reflejo, por absurdas, por intrincadas, quizás por monstruosas, también por frívolas. Sólo un dilettante de gustos raros podía haberlas reunido. A lo que más recuerdan, ahora que en ellas pienso —claro que en una escala muchísimo menor, pues ni mis medios, ni mis relaciones con los proveedores de esa barroca mercadería llegaban tan lejos— es a los peregrinos «gabinetes de arte y de curiosidades» que poseyeron los emperadores de Alemania, Fernando I, hermano de Carlos Quinto, sus sucesores Maximiliano II y Rodolfo II, y el archiduque Fernando del Tirol. Como ellos, sentí desde la niñez la atracción de lo singular; como ellos, más allá de las grandes salas oficiales donde se exhibían los retratos de familia, las magistrales pinturas, los mármoles preciosos y los espléndidos tapices, tuve yo, en Bomarzo, mis habitaciones casi secretas en las que el tiempo fue superponiendo la más diversa, la más desconcertante y fascinante acumulación de creaciones sugestivas. Llegaban de los extremos de Italia, donde personas inesperadas, con quienes mantuve una correspondencia prolija, traficaban con esos objetos misteriosos y sutiles que a menudo hablaban más que al noble sentido estético, al capricho de la imaginación. Y llegaban de más allá, de la brumosa Europa, y, a través de Venecia, hasta del Oriente lejano. Yo los adquiría sin discernir, seducido por las descripciones hábiles de mis agentes, y numerosas piezas falsas se deslizaron en el opulento conjunto. Pero ese conjunto era una maravilla. Cuando por fin emprendí la tarea de clasificarlo y ordenarlo, ya depositados en Bomarzo los últimos elementos que yacían en los sótanos de mis palacios de Roma y que aguardaban mi decisión en otras ciudades de la península, fue como si tuviera a mi disposición una cueva de Alí-Babá en la que, en lugar de sacos de oro y de arcones henchidos de joyas, se hacinaban las pruebas alucinantes de la fantasía humana. Aquel arsenal turbador cuyo acceso había prohibido, aumentaba su dédalo confuso a medida que se le añadían nuevos aportes. No era posible postergar el momento de organizarlo, si no se quería que la humedad, las ratas, las polillas, los taladros y la mugre pusieran en peligro su existencia. Además el trabajo me suministraría lo que más necesitaba mi inquietud de entonces, una distracción, una droga para postergar mis ansiedades. Perdido en el bosque de los objetos, olvidaría la selva de los hombres.

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