Había resuelto que sepultaran al enigmático custodio de los manuscritos, pero cambié de idea. Decidí, al contrario, que recompusieran la figura, como se ajusta un títere, atándola y pegoteándola, y que con su corona y su palma, reproduciendo su posición, la colocaran en la ancha urna de cristal que existía encastrada en la base de uno de los altares de la iglesia, el que tenía por centro las imágenes de Girolamo y Maerbale que recibían rosarios de manos de la Virgen. Eso lo decidí después. Lo decidí cuando poseí la certidumbre de que los folios que examiné en mi cámara eran las dos cartas del alquimista Dastyn al cardenal Napoleón Orsini que me había anunciado Paracelso y que había buscado a través de Italia inútilmente. Ahora, por fin, me pertenecían. Por fin comenzaba a palpar la inmortalidad que me prometía mi horóscopo. Había indagado en pos de esas cartas por ciudades y palacios, y en Bomarzo estaban, aguardándome. Debía ser así, para que el símbolo resultara completo. En Bomarzo debían estar y no en otro sitio.
Mi padre, mi abuelo y los dueños anteriores de Bomarzo, los que conocieron la presencia de la osamenta escondida en el espesor de las murallas del castillo, ignoraron sin duda el tesoro que vigilaba, como una esfinge de leyenda. O, si lo intuyeron, prefirieron que siguiera allí, aislado, impotente, porque temían las consecuencias que su tremendo secreto era capaz de desencadenar. Mi abuela Diana, probablemente por su condición de mujer, no estaba al tanto de ese secreto. Me lo hubiera entregado cuando la interrogué. Como dueño del lugar, me correspondía. Cabe suponer que mi padre, el día en que me encerró con la aparición siniestra, me sometió a un experimento cruel. Si encontraba las cartas por mis propios medios, derrotando a la angustia y al horror, demostraría que era digno de ellas. A Girolamo no lo hubiera ensayado de ese modo. En Girolamo tenía confianza y es posible que ya le hubiera revelado el misterio inquietante. Pero, a lo largo del tiempo, el enigma de Dastyn me esperaba a mí, el Edipo predestinado. Cuando despegué los folios dos veces seculares, lloré de orgullo. No alcanzaba a entenderlos, a descifrar la gótica escritura desleída, pero lloré de orgullo. Yo era, de todos los Orsini, el elegido para la milagrosa revelación. Yo, el jorobado, el débil, el negado de la gloria, era el elegido. Posé mis labios en el cuero crujiente. Así me desquitaba del desprecio de Gian Corrado Orsini, el que había querido anularme, privarme de Bomarzo. Me desquitaba porque ahora gozaba de la seguridad de ser el mejor de la extensa línea en la que reverberaban tantos personajes ilustres, y de que ninguno de ellos había merecido a Bomarzo con títulos calificados para competir con los que el destino me había otorgado a mí para siempre, para siempre.
Y, en tanto miraba y remiraba, paseando el cristal de aumento de mi abuelo Franciotto sobre las líneas de pálido ocre, el texto del cual dependía tal vez la perpetuidad de mi victoria, los aldeanos de Bomarzo desfilaban por la iglesia y se santiguaban delante de los despojos que el duque brindaba a su veneración. Por lo demás, ¿acaso sabía yo si aquellos restos no pertenecían a un santo? ¿Bastaba mi impresión de maleficio para inferir lo contrario? ¿No sería que yo acarreaba el maleficio dentro de mí y lo proyectaba hacia afuera? Había habido muchos santos en la zona. San Anselmo… San Dionisio… San Hilario… San Eustizio… San Valentino… Claro que desde que sus plantas sagradas hollaron el suelo de Bomarzo habían transcurrido diez, doce o trece centurias y que si algo sobrevivía de sus vestigios apenas alcanzaría para llenar un breve relicario… Señores y campesinos vinieron de lejos, ansiosos de impetrar la ayuda del nuevo protector. Hasta mi primo de Mugnano vino, con Pantasilea —no se atrevió a traer consigo a Porzia—, y depositó en el altar la ofrenda de seis gruesos cirios que ostentaban el escudo de Orsini pintado con jubiloso sinople y ardientes gules. Los espié, disimulado por una colgadura: el duque delante, vestido de terciopelo grana, al cuello una cuádruple cadena de oro; luego Pantasilea, esponjada, encadilante como uno de sus pavos reales, lirios de perlas en los bucles rojos, puesta de rodillas en el prodigio del traje de damasco violeta, con llamas púrpuras que brotaban de la amplitud de las mangas; y detrás Segismundo Orsini, a quien había comisionado yo para recibirlos, la mitad del rostro cubierta por la venda oscura, el ojo libre resplandeciente, la ropa turquesa y blanca como si todo él fuese una joya. Los tres llevaban cirios en las manos. ¿Qué pedían, qué pedía cada uno, juntos los dedos orantes? ¿Qué podía otorgarles el esqueleto rehecho pieza a pieza, como un juego triste, patético, que sonreía en su urna? Concluidas las preces, recorrieron mi gabinete de curiosidades. No me importaba que lo vieran; lo que no quería que vieran era el de Silvio. Segismundo puso en marcha los autómatas y destacó la maestría de los relojes. Inesperadamente, el esqueleto había pasado a ser una rareza más, entre las de Bomarzo.
Más tarde, la reliquia fue desplazada de allí y trasladada en su caja de cristal a un altar pequeño, insignificante, ubicado en la planta principal del castillo, donde sigue aún, convertida en un objeto insólito que asombra y divierte a los escasos viajeros que la descubren, porque nadie sabe qué significa ese mascarón de huesos caricaturescos, ni recuerda su origen; pero cuando mi voluntad imponía su ley en Bomarzo, yo, Pier Francesco Orsini, santifiqué al esqueleto que, de instrumento de pavor, usado con el fin de torturarme y vejarme, se había transformado para mí en una alegoría de la vida eterna. Quizás discurría yo, ingenuamente, soberbiamente, que al cabo, dentro de las atribuciones del duque, estaba la de instituir santos que protegían su dominio. Para algo me sobraban papas y bienaventurados en la sangre.
Creí yo, cuando tuve en mi poder las cartas del alquimista, que pronto sería dueño de su secreto, pero la tarea de descifrar, traducir e interpretar su contenido fue muy larga. La entorpecieron desde el comienzo dos circunstancias: la necesidad de rodear ese trabajo de la mayor discreción, y lo relativo de la ayuda que podía suministrarme, dados sus pocos años y escasa experiencia, mi sobrino Fulvio Orsini. Al principio, hasta de él quise prescindir, pero pronto comprendí que si no recurría por lo menos a sus luces, no progresaría ni un paso en mi labor. Me encerraba en mi cámara del
Ninfeo
, desenroscaba los folios, disimulándolos entre las páginas del poema esbozado, para prevenir cualquier sorpresa, y permanecía horas delante de aquellos signos incomprensibles.
Lo que descubrí fue que Dastyn se había valido de una astucia inicial para redactar sus epístolas: estaban escritas, letra a letra, al revés. Era fácil restablecer el texto y a ello me dediqué en la primera etapa. Luego advertí que en la construcción abundaban las solitarias mayúsculas, elegidas para designar las sustancias, y que probablemente Dastyn (el pseudo Lullio ha empleado un procedimiento equivalente) había tomado al azar del alfabeto. ¡Ah, si Fulvio hubiera sido mayor, si hubiera poseído ya la ciencia que logró con la madurez! Todo el proceso se hubiera acelerado… Pero no había más remedio que echar mano de lo que a mano tenía, confiando en la suerte que me había puesto a la entrada del laberinto. Una certeza tenaz me impulsaba, y es que alguna vez resolvería la incógnita, y meditaba que podían aplicárseme las palabras que un ángel dirigió, durante un sueño, al remoto alquimista Nicolás Flamel, mostrándole un libro cubierto de dibujos mágicos, y que Silvio de Narni me había referido:
Mira este libro del cual nada comprendes; para muchos otros será ininteligible, pero un día tú verás en él lo que nadie verá
.
Por lo menos tendría que confiar en una persona y compartir con ella mi tesoro. Y esa persona era Fulvio. Sobre todo, Silvio no debía ni siquiera olfatear las cercanías del prodigio. Para distraerlo facilité en lo posible sus propias investigaciones: la búsqueda de la Piedra. Si la hallaba, mejor para él. A los anteriores elementos de laboratorio, añadí varios más, algunos bastante costosos: el horno de arena, el aludel español formado con vasos de tierra barnizada, el pelícano, de cuya panza partían dos tubos; y esa multitud de objetos de herméticos nombres, todos los cuales designan, con leves matices, al
huevo filosófico: la prisión, el sepulcro, la casa del pollo, la cámara nupcial, la matriz, el vientre de la madre
, cuanto podía exigirse a fin de obtener aquello que también mudaba su nombre, y se llamaba, según los diferentes alquimistas:
Piedra Filosofal, Piedra de Egipto, Polvo de Proyección, Gran Elixir de Quinta esencia, Gran Elixir de Tintura de Oro, o Gran Magisterio
.
Fulvio se entusiasmó con el trabajo. Le fascinaban los enigmas y lo que trascendiera a erudición. Pacientemente, lentísimamente, fue desbrozando el galimatías que llenaba los cuatro anchos folios. Disponía para ello, además del conocimiento de las lenguas muertas (había en las cartas numerosos vocablos hebreos), de una maravillosa intuición que luego asombró a los lectores de sus libros sabios, monumentales, y que le permitía moverse con agilidad en medio de las alegorías entrelazadas. A su lado, mi colaboración no existía casi. Nervioso por la lentitud del proceso —sin sospechar que insumiría años, décadas—, desesperando de que el éxito coronara y esperanzándome nuevamente frente al hallazgo más mínimo, más sutil y débil, volvía a la mesa donde me aguardaban las estrofas de
Bomarzo
y añadía cinco o seis versos a la composición. Detrás del muro se oían crepitar los hornos de Silvio.
Y entre tanto arriba, en los salones cortesanos que presidían los retratos de Lotto y de Sebastiano del Piombo, los intelectuales huéspedes proseguían sus disputas filológicas, sus epigramas mordaces. Ninguno de ellos imaginó jamás lo que sucedía en el valle vecino, a sus pies. Nadie lo imaginó, y menos que nadie, naturalmente, los campesinos que observaban desde lejos nuestras sofisticadas evoluciones, como si mi pequeña corte hubiera sido para ellos un mundo irreal, de actores lujosos que iban y venían por un proscenio iluminado, mientras ellos eran los únicos que vivían en verdad, porque para los campesinos la realidad palpable de la vida consistía en roturar las tierras, en ordeñar las vacas, en llevar las ovejas y las cabras a los pastos, en armar las parvas, en alimentar las gallinas y los palomos, en destripar los cerdos, y todo lo demás pertenecía a una órbita que trascendía lo positivo y que se elevaba, iridiscente, inalcanzable, sobre sus casucas y sus establos, sostenida quizás por las columnas de humo multicolor que brotaban del
Ninfeo
; una órbita en la que los señores y los poetas pronunciaban nobles palabras enigmáticas y en la que la existencia se desarrollaba sin sufrimiento, puesto que era como un baile extraño y exquisito.
De Roma, de Florencia, de Milán, de Nápoles, de Venecia, surgían mensajeros con libros misteriosos y manuscritos raros. Adquirí las copias de cinco obras atribuidas a un benedictino muerto hacía largo tiempo, descubridor del antimonio, Basilio Valentín (lo cual significa, etimológicamente
Rey Poderoso
), que no se publicaron hasta un siglo después: el
Azoth
, la
Apocalypsis Chimica
, la
Manifestatio Artificiorum
, la
Haliografía
y las
Doce Llaves
, que acompañaban desazonantes planchas alegóricas. Y hasta conseguí bastante más tarde, un ejemplar de
El Elixir de los Filósofos
, en su versión latina ya que no se tradujo hasta 1557, y que se achacaba al propio papa Juan XXII, lo cual revestía suma importancia para mis investigaciones, puesto que ése era el pontífice de Aviñón que había mantenido con Dastyn una correspondencia relativa a los temas sabios que más interesaban a los llamados Hijos de Her mes. Fulvio los requería, por el vínculo que existía entre la Piedra Filosofal y el Filtro de Larga Vida, para no extraviarse en el dédalo cansador que creaban los folios oscuros que estudiaba. Me asombra que Fulvio no haya abandonado la tarea; pero él daba testimonios constantes de su tozudez, y lo estimulaban los obstáculos y escollos. Menudo, pálido, modesto, día a día su ancha frente y sus ojos pardos, inclinados sobre los volúmenes, y sus dedos ágiles, que multiplicaban las anotaciones, se tornaron familiares para mí. En las cartas de Dastyn también abundaban las figuras esotéricas: las tres manos estrechadas, una de las cuales era negra; el buey y los dos ángeles, prosternados delante de la cruz; el abrazo del agua y del fuego; el león que devora a la serpiente; el gallo en el alambique… y Fulvio los copiaba, erizando los diseños con sus letras microscópicas.
Alguna vez Silvio nos preguntó qué hacíamos, enclaustrados, y se le respondió que estudiábamos unos camafeos que habían pertenecido a los patriarcas de Aquileia. Estaba demasiado preocupado con su obsesión para inquietarse por lo nuestro. El oro ausente se reflejaba en su cara, que se iba tornando amarilla. Pero no pudimos prolongar el engaño. Su laboratorio era vecino de nuestro gabinete, y los textos que manejábamos resultaban muy obvios para su especialidad. Por ello, a regañadientes, aunque calculé que sacaría provecho de su cooperación y que la muerte de Maerbale establecía entre nosotros lazos cómplices incomparables que alejaban la eventualidad de una perfidia, lo puse al tanto de mi empresa, tan íntimamente ligada con la suya. Grande fue su alborozo. Se precipitó, como sobre manjares, sobre las obras de Juan XXII y del monje Basilio, y desde entonces Fulvio, él y yo trabajamos juntos. Por suerte la inmortalidad no lo turbaba, como agitó a múltiples rastreadores de la Piedra, tanto al citado Nicolás Flamel y a su esposa Pernelle, como a Agrippa de Nettesheim, Ireneo Philalethe, el conde de Saint-Germain y Cagliostro, en una extensa lista que incluye a emperadores de Alemania, a charlatanes, a científicos, como el árabe Ibn Sina, Avicena, príncipe de los Médicos, y a humildes soñadores iluminados. Él quería el oro, sólo el oro. Y, por supuesto, a Porzia.
Entre Silvio y Fulvio, me asomé a la atmósfera del misterio mágico, que desde la infancia, desde que capté, en el aire tenso de Bomarzo, las milenarias presencias etruscas, me alucinaba. Todo lo demás retrocedió ante el anhelo que nos convocaba frente al
kerotakis
, el horno inventado por una alquimista mujer, María la Judía. Manojos de hierbas pendían de la pared, como garras, y en los almireces caían el azufre, el mercurio y la sal de las combinaciones, mientras que en torno nos acechaban los retratos ingenuos de los maestros divinos y humanos que habían entrevisto la Gran Obra —y que Silvio había pintado con mano torpe—, Hermes Trismegisto, Agathodemon, Cheops, Apolonio, Demócrito, Alejandro Magno, Platón, Aristóteles, Heráclito, Pitágoras, Moisés, el emperador Heraclio, Menos, Pauscris, Juan el Arcipreste, Zozimo, Olimpiodoro, Porfiro, Synesius, Artephius (el que aseguraba que había vivido mil años), Eneas de Gaza, Stephanos, Ostanes… circundados por imágenes vagas, como la del león verde, coronado de laurel, que simboliza al vitriolo; el cuervo negro, que es el plomo; el águila blanca, que es el amoníaco; el rocío celestial, que es el mercurio; los leprosos, alegoría de los metales bajos. Las efigies nos acechaban, aguardando, como aguardábamos nosotros. Y Silvio, sujeta sobre el rostro demacrado una máscara de vidrio que le otorgaba una apariencia sobrenatural y lo hermanaba con las figuras cubiertas de estrellas y de letras hebraicas y arábigas, arrimaba el fuelle al horno y soplaba levantando llamas escarlatas y azules que movían alrededor la procesión eterna de los adeptos y encendían sus ojos ilusos en las inhábiles pinturas.