Bomarzo (70 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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El
gabinete
se extendía a lo largo de tres salas, en el primer piso. Juan Bautista y Silvio abrieron para mí sus ventanas y, al entrar el sol, en medio del olor a moho y a cosa guardada, vieja y sucia —acaso, también, los gatos de mi abuela, que conseguían introducirse doquier, como fantasmas, hubieran andado por ahí—, la claridad puso de manifiesto la vastedad de mi tesoro. Oscuros armarios entorpecían con su bulto las paredes. Sobre ellos y a sus lados, las pinturas se empinaban hasta el techo. Muchas carecían de marcos o los tenían rotos, muchas eran mediocres y estaban en pésima condición; las telas pendían, agujereadas, y con sus tablas se habían nutrido los insectos voraces; pero entre tanta embadurnada vaguedad, tanto rostro medieval de acartonada dureza, emergían en los óleos algunas fabulosas, aéreas arquitecturas, que dilataban la perspectiva hacia un mundo mágico. Lo mejor aparecía no bien giraban, rechinando, las puertas de las alacenas. Allí se aglomeraban los prodigios. Allí se apretaban los instrumentos musicales, los relojes horizontales como brújulas y los complicados como campanarios de abadías; las invenciones de ámbar, de nácar, de coral; los vasos en forma de quimeras, realzados con esmaltes; las peligrosas esferas de cristal de roca; los mosaicos hechos con plumas de aves del trópico; los caracoles, las conchas de peregrinos; los astrolabios, los instrumentos matemáticos; las figurillas de cera; los amuletos, los discos cabalísticos, grabados con letras hebraicas; los cuernos de marfil; las copas hechas con huevos de avestruz, con nueces gigantescas y con cráneos de simios; los aguamaniles de bronce en traza de centauros, de leones, de guerreros a caballo; los fragmentos de cerámica y de barro esculpido; los relicarios; los espejos multiformes; las raíces de mandrágora; las piedras bezoares engarzadas en oro; los autómatas; los esqueletos de reptiles, entre los cuales había una presunta sirena; las defensas de unicornio; las petrificadas flores. Un precursor del charlatán Tartaglio me había vendido unos monstruos apócrifos, hábilmente confeccionados con piel de raya, y las bestias míticas de Plinio, que Valerianus me había revelado en Florencia —el basilisco y la esfinge etiópica— se incorporaron fraudulentamente a mi colección.

Juan Bautista, deslumbrado, se entretuvo poniendo en marcha el mecanismo de los autómatas melódicos y de los relojes; la brisa, al insinuarse entre los vidrios, sacudió las colgadas osamentas, que se movieron como títeres; agitáronse las arañas en la espesura de sus telas grisáceas; huyó el tropel de roedores con súbito espanto; el sol arrancó chispas de las piedras semipreciosas, del alabastro, del pórfido, de los jaspes, de la venturina; brilló la geometría de los espejos, descomponiendo las imágenes; el metal herrumbroso de las viejas armas se irisó con los tonos de las aguas turbias; y aquella asamblea cobró una vida insólita, repentina, como si el brujo escondido que gobernaba su sueño hubiera alzado su vara inflexible. Fui de un cofre al otro, de uno a otro armario. Volqué el contenido de los cajones llenos de medallas verdes, de camafeos, de sellos con inscripciones, de enrollados manuscritos. Sí, había que ocuparse por fin de enquiciar el extravagante desorden que había madurado año a año, ocultamente, rápidamente, en la entraña misma de Bomarzo y que estaba agazapado allí, como el inhallable esqueleto coronado de rosas con el cual mi padre me había encerrado en su recóndita celda, y que como él, a modo de un cáncer, amenazaba devorar a todo el castillo, pues no bien la luz y el aire estremecieron a los arcanos seres, presentí que era tanto el poder hermético que recelaban y que les comunicaba una delicadísima vibración, fruto de las acumuladas fuerzas de quienes los habían creado, que iba a llegar el instante en que invadirían mi casa, en que se apoderarían, con secretas artes, de ella. Las supersticiones del lugar me sobrecogieron una vez más y sentí, a través de las losas del suelo, el vaho de la tierra etrusca que respiraba como un inmenso animal escondido. Miré al cielo crepuscular, en el que empezaría a encenderse la palidez de las constelaciones, y recordé lo que dice Giordano Bruno acerca de los astros, animales tranquilos también, de sangre caliente y costumbres regulares, impulsados por la razón. Todo vivía en torno: la tierra sobre la cual se asentaban las rocas de Bomarzo; los planetas suspendidos en su bóveda; los muñecos y los objetos trémulos refugiados en su corazón penumbroso. En medio de ese universo de pasmosas correspondencias, mantenido por el sortilegio de lazos encantados que afirmaban su equilibrio inexplicable, me envolvió una paz que no experimentaba sino en excepcionalísimas ocasiones. Alcé una esfera; levanté con dos dedos un colgante de ámbar; desplegué un manuscrito decorado con alarmantes miniaturas de desnudos demonios y ermitaños y mujeres tentadoras, sin más vestido que sus collares y diademas; empujé a un fantoche que parecía dotado de tanta vitalidad como el homúnculo de Paracelso, y las horas se me escaparon, veloces, en una amnesia milagrosa, mientras que a la distancia cantaba la ronquera de los gallos y los primeros carros partían hacia las parvas y las mieses.

Ni Silvio ni Juan Bautista poseían la preparación necesaria para secundarme en la tarea que me había impuesto. Estaba yo seguro de que conmigo bastaba para la parte decorativa y distribuir los elementos distintos de un modo armónico, y de que Silvio me sería útil en lo relativo a los objetos mágicos, pero lo más arduo consistiría en la catalogación de las piezas eruditas —los textos arcaicos, las leyendas de las lápidas y las medallas— y eso imponía la colaboración de un experto. Como mi carácter excluía las intromisiones extrañas, púseme a buscar un ayudante joven, el cual debería estar tan unido a lo mío que su presencia no resultara incómoda en un lugar que se parecía demasiado a mi propia alma compleja. Y me acordé de Fulvio Orsini. Fulvio —acaso haya naufragado para el lector en las páginas remotas de este libro voluminoso— es aquel hijo natural de Maerbale a quien mi hermano, todavía adolescente, se negó a reconocer, y que, nacido de una campesina en Bomarzo, fue enviado por mí a Roma para que allí se formase. Andaba a la sazón por los dieciséis o diecisiete años y ya se perfilaba como la semilla del sabio que sería después. El estudioso Gentile Delfini lo había modelado con paciencia entusiasta, y estaba yo al corriente del pasmo que suscitaba su precocidad entre los arqueólogos más descollantes de la época. Había vivido rodeado de personas ilustradas que, estimuladas por su vocación evidente, rivalizaron en el empeño de contribuir al adelanto de un investigador que proclamaba en el físico y en el gesto su ilustre origen. En el medio del noble zaragozano Antonio Agustín,
doctor utriusque iuris
de la Universidad de Bolonia y auditor del Tribunal de la Rota, los humanistas se encantaban con la inteligencia del futuro bibliotecario de los Farnese. Aquellos hombres versados en letras antiguas —Antonio Agustín, Delfini, Octavio Pantegato, Pirro Ligorio, Basilio Zanchi, Onufrio Panvinio y Carlos Sigonio— le fueron transmitiendo sus hallazgos, al par que dirigían su preparación. Supe que, como algunos de sus maestros, Fulvio consideraba que las monedas, las inscripciones y otros restos grabados eran más fidedignos que los monumentos de la literatura, puesto que en ellos permanecía intacta la huella del pasado, en tanto que manos sucesivas habían desvirtuado, en el correr de los siglos, el testimonio de las letras clásicas, y que, a partir de la célebre recolección anticuaria de Petrus Apianus,
Inscriptiones Sacrosantae Vetustatis
, publicada en Ingolstadt en 1534, mi sobrino había realizado una ardua labor de crítica que sobrepasaba la que podía esperarse de sus breves años. Y lo llamé junto a mí. Me disgustaba, por supuesto, que fuera hijo de Maerbale, que una vez más se alzara con él la prueba viviente de la superioridad de mi hermano, pero al mismo tiempo me agradaba que uno de nuestra estirpe se destacara en una especialidad tan diversa de las que habían caracterizado nuestra jerarquía en el mundo —una especialidad singularmente afín con mi propio espíritu—, y es posible que hasta llegara a decirme a mí mismo, hipócritamente, que al incorporarlo a mi intimidad y protegerlo, reparaba en parte mi crimen, ya que brindaba una oportunidad envidiada de brillar a un muchacho que, de vivir Maerbale, el que negó su filiación, se hubiera debatido en una miserable oscuridad sin salida.

Fulvio Orsini descabalgó, pues, en Bomarzo, y su gravedad que triunfaba sobre su juventud, la eficacia de su saber y su digno respeto, me conquistaron en una semana. ¿No representaba él, por lo demás, un aliado político frente a los posibles murmuradores, una demostración de mi inocencia en lo relativo a la muerte de Maerbale? ¿Era lógico que llamara junto a mí a su hijo, si su sangre manchaba mis manos? Le dejé la tarea de trillar, en las cajas numismáticas, lo malo de lo bueno, y la de traducir e interpretar los textos de los mármoles, mientras que por mi lado, con Silvio y Juan Bautista elaboraba un plan que condecía exactamente con los rasgos más típicos de mi personalidad. Los llevé a ambos a la cámara secreta que había descubierto por azar, cuando buscaba el escondite del esqueleto odiado, y allí les comuniqué lo que proyectaba. Quería aprovechar el oculto pasadizo, ignorado de todos, que descendía hasta el valle, y para ello era imprescindible contar con su cooperación. Abajo, más allá del jardín, en pleno bosque, haría un gran
Ninfeo
, con fuentes, estatuas, frutas y habitaciones excavadas, a semejanza de los que adornaban otras señoriales posesiones, y en su interior, que estaría en comunicación directa e invisible con el castillo, por medio del pasadizo mencionado, emplazaría mis colecciones y tendría un lugar mío, sólo mío, disimulado, disfrazado de las miradas de los demás por la apariencia convencionalmente ornamental de las fachadas, donde podría recluirme cuando se me ocurriera.

En seguida puse manos a la obra. El
Ninfeo
se elevaría en el punto donde desembocaba la galería descendente y que habría que vigilar para que no lo ubicasen los trabajadores. Silvio y Juan Bautista, turnándose, se ocuparían de desembarazar al corredor ignoto. Atraídos por la rareza de la idea y por el hecho de compartir conmigo una confidencia más, ambos se esforzaron por cumplir la parte de labor que les incumbía, y en el otro extremo, las cuadrillas de obreros, siguiendo los dibujos por mí trazados, comenzaron a concretar la primera de las construcciones de mi futuro Sacro Bosque. Así surgió el
Ninfeo
de Bomarzo, con sus nichos exteriores en los que las ingenuas figuras de las tres Gracias y de las náyades arrojaban agua por los pechos, y en los que toscos relieves, ejecutados por artesanos de la región, anunciaban ya, por medio de sus grotescas máscaras de anchas bocas, las fantásticas creaciones con que lo porvenir sembraría el valle cercano, entre los torrentes.

Al tiempo en que se realizaba la edificación, entorpecida por las exigencias previas de desmonte y aplanamiento de la terraza en la cual se asentaría, y por la colocación adecuada de los mecanismos acuáticos, Fulvio se consagraba a su tarea erudita y yo calculaba esbozadamente la forma en que distribuiría mis tesoros en su escondrijo. Fueron meses durante los cuales me embargó la obsesión de lo que había inventado y en que, si bien los intelectuales que componían mi pequeña corte, Fabio, Violante y mis primos, continuaron visitándome en Bomarzo, y nada, superficialmente, quebró el ritmo de mi existencia de príncipe campesino entregado a las letras, no viví más que para dar forma a mi sueño misterioso. Me parecía que en cuanto dispusiera de ese asilo podría realizar obras grandes y, seducido por la ilusión, no reparé en esfuerzos para llevarlo a cabo.

Fulvio Orsini y los escritores congeniaron. Reunidos al atardecer, departían sobre los temas que fascinaban a la época, barajando los nombres de la antigüedad, y aunque también les interesaban los asuntos contemporáneos —el emperador, sitiado por el hambre y las enfermedades que diezmaban a sus tropas, y por la tenacidad de los luteranos, había firmado la paz de Crépy; en Venecia se había derrumbado la bóveda de la Librería Vieja de Jacopo Sansovino; Guillermo Postel, el visionario, había sido expulsado de la Compañía de Ignacio de Loyola y pretendía haber hallado una mujer que tendría a su cargo la salvación femenina del orbe, porque Jesús sólo había redimido a los hombres; habían entrevisto a Lorenzaccio de Médicis, el tránsfuga, en Florencia y en Venecia, donde redactaba su Apología; Horacio Farnese, hijo de Pier Luigi, asumió el título de gobernador de Roma…—, lo que más podía atraerlos era que Fulvio les contase que las reconstrucciones de los monumentos clásicos debidas a Pirro Ligorio, si bien ese autor era un gran anticuario, adolecían de excesos imperdonables en los que la imaginación suplía al desconocimiento. Se frotaban las manos, escuchándolo, y en seguida le daban la razón.

Por fin se terminó la estructura del
Ninfeo
, y lo inauguré con una fiesta en la cual, en lugar de agua, el vino manó de los pechos de las diosas. Tendiéronse las mesas en una cámara cuyos muros ostentaban diseños mitológicos y heráldicos, ejecutados con conchas pintadas de cuyo arabesco brotaban los surtidores. Betussi leyó una oda previsible, y Molza nos espolvoreó de citas de Catulo. El niño Horacio Orsini, conducido por su madre de la mano, apareció vestido de Eros, y arrojó al aire unas flechas multicolores.

Mis pajes y yo habíamos conseguido hurtar la desembocadura del corredor clandestino de los ojos de los albañiles. En pocos días más, repartí allí mis hallazgos. Confieso que fui feliz, muy feliz, cuando a la luz de las ceras encendidas juzgué el efecto de mi creación. Tenía lo que había anhelado, mi gruta incógnita, cuyos muros desaparecían bajo los cuadros curiosos y los objetos excepcionales. Los esqueletos colgaban de la techumbre, como el poliedro engañoso de Pantasilea, y se movían suavemente. Alrededor velaban los relojes, como ojos del tiempo, y los autómatas montaban guardia en el coruscar de los espejos, los cristales y las piedras. El olor de humedad flotaba, impregnando los tapetes del suelo. Premié a Silvio de Narni y a Juan Bautista Martelli, con principesca suntuosidad. Luego coloqué yo mismo, sufriendo hasta penuria por mi torpeza, la cerradura que clausuraría la puerta del corredor. Y, por primera vez en años, descansé, como si la mirada de Dios no pudiera perseguirme allá abajo. Nadie, fuera de mis cómplices, entraría en ese reducto, ni Fabio Farnese, ni Violante, ni Segismundo. Nadie, ni Julia, ni su hijo Horacio. Ignorarían la existencia de ese abrigo. Ahí cerca de las tumbas policromadas de los etruscos terribles, el duque de Bomarzo estaba seguro, como un animalejo en su cubil. Cuanto lo circundaba le era adicto, lo comprendía y lo amaba, con el amor sutil que las cosas sienten por quienes las han elegido, y que establece entre unas y otros una esotérica unión. Alguna vez, mientras escribía, me levanté de la mesa que colmaban los libros y las borrajeadas hojas, para acercarme, como un sonámbulo, a una crátera de cristal con una cabeza de fauno en el borde, o a un laúd que me recordaba los de Hipólito de Médicis, o a una breve figura de oro, y porque sí, como había hecho con el torso de Minotauro, lo besé largamente.

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