—¡Matar a los que matan!
Aplaudieron Fabio y los Orsini. En el escenario de las estatuas, por el cual se adelantaba con una mano tendida, la princesa ciega avivaba clásicas figuras.
—¡Lorenzino ha salvado a Florencia del oprobio! —exclamó Segismundo, y me asombró que Fabio y él, afeminados, triviales, sólo ocupados de ropas, de afeites, de chanzas y de intrigas con hombres de cualquier condición, tomaran el asunto tan a pecho. La verdad es que tenían bastantes rasgos en común con Lorenzino; que acaso reconocían en él a lo mejor, a lo más depurado de sus psicologías.
Los días siguientes no se comentó otra cosa en Bomarzo. Trajeron de la Toscana frescas noticias con detalles del crimen, y en nuestras imaginaciones se fue burilando la estampa del duque perfumado, que elegía los guantes de piel —los guantes «de hacer el amor», como los describía por oposición a los guanteletes de guerra— y se aprestaba para la aventura que Lorenzo le había prometido, con su tía la ejemplar Catalina Ginori. Lo vimos separándose de sus esbirros, hasta de ese húngaro que jamás se apartaba de su lado; entrando en el palacio que nos había albergado a Maerbale y a mí, durante nuestra última estada en Florencia, y que habitaba Lorenzaccio; tirándose vestido en el lecho, a aguardar a la esquiva pronta a ceder, y recibiendo, medio dormido, la primera cuchillada de su primo que, transfigurado, saltaba sobre él como un demonio. Lo vimos defendiéndose con un escabel por escudo; brincando, debatiéndose, sacudiéndose, hurtando el cuerpo en un baile mortal, mientras su sangre salpicaba en torno las paredes, como si fuera una siembra que arrojaban al voleo; mordiendo con rabia la mano de Lorenzino, hasta que casi le arrancó el índice, y doblándose bajo las estocadas implacables, en tanto que el escurridizo Médicis y un valentón a sueldo que llamaban Scoronconcolo y a quien yo había entrevisto en el palacio de los Popolani, le daban caza como a un animal cercado, en la cámara que apenas iluminaba una bujía sola, puesta en el suelo. Lo remataron, lo cubrieron con el pabellón de la cama, y se dieron a la fuga.
—¿Y Lorenzino?
—En Venecia, junto a Felipe Strozzi, que lo abrazó llorando cuando le creyó por fin, porque al principio no le creía, y le prometió que sus dos hijos, los dos Strozzi bisnietos del Magnífico que son bellos como el sol, casarían con sus hermanas, puesto que había devuelto a Florencia la libertad.
—Quieren que Sansovino esculpa su estatua —dijo Betussi.
—¡La hará mi padre! —se entusiasmo el pequeño Francisco Sansovino—. ¡Estoy seguro! Anda muy ocupado, con la construcción de la nueva librería veneciana, donde colocarán los manuscritos del cardenal Bessarión, pero estoy seguro de que lo dejará todo para consagrarse a esta obra: la estatua de Lorenzino de Médicis.
—¡De nuestro hermano Lorenzino! —interrumpió Segismundo.
—Y harán acuñar una medalla en su honor —dijo Fabio Farnese.
—Jacopo Nardi lo ha comparado con David, el minúsculo, derribando a Goliat, el gigante —dijo Orso Orsini.
—Hoy el gigante es él. ¡Será el nuevo duque de Florencia! —exclamó Mateo.
Molza meneó la cabeza escépticamente:
—No, no lo será. Los florentinos no tolerarán que los gobierne ese loco carcomido por la ambición.
—¿Loco? ¡Héroe!, ¡héroe y santo! ¡Gloria a Florencia!
Luego se advirtió que Molza estaba en lo cierto. Los exiliados, con Strozzi a la cabeza, fueron derrotados en Montemurlo, y Strozzi falleció en esa misma cárcel cuyas murallas había costeado con su dinero. Traducía a Polibio y no conseguía comprender cómo, ahora que su patria había sacudido el yugo, él yacía en prisión. Al final lo envenenaron. Y el duque no fue Lorenzino, ni el hijo natural de Alejandro, sino su primo Cosme de Médicis, el astuto, quien recogió los beneficios de la audacia del
filósofo
y, en pago de la corona, lo hizo perseguir por las ciudades europeas, transformado en un errante desesperado que veía doquier, como si en las paredes se proyectara la sombra de un erizo enorme, puñales y puñales.
Yo, en momentos en que el episodio encrespaba los ánimos y dividía las opiniones, no podía apartar de mi mente el recuerdo del muchacho, pero no evocaba al trágico homicida de ese Alejandro a quien tanto detesté en la infancia y que me calzó las espuelas de oro, ni tampoco al mozuelo con quien fui a Poggio a Caiano la tarde en que entregué a Julia. No pensaba ni en el tiranicida ilustre, ni en el resentido ansioso de renombre. Pensaba en un niño moreno, débil y afectuoso, que se movía con la elegancia irreal de los personajes de los sueños; un niño que hubiera podido entrar de una cabriola en la cabalgata de los Reyes Magos de Benozzo Gozzoli y quedar para siempre entre sus altezas encantadas; un niño que, la noche en que expiró Adriana dalla Roza, me tomó una mano y la tuvo en las suyas y me consoló cuando, traicionado, abandonado, me deshacía en lágrimas junto a su cuerpo frío. Rodeado por esos fantasmas de mi adolescencia, vagaba solo, luego que todos se habían retirado y que Bomarzo dormía. Parpadeaban aquí y allá, en los ventanucos, las luces de los escritores que anotaban cuanto sucedía y que aprovechaban la calma nocturna para componer sus versos retóricos sobre Pier Francesco Orsini, el perfecto. Me detenía delante del Minotauro, que era, como Lorenzaccio, un símbolo; tocaba su cara horrible, desde cuya destrucción me espiaba el único ojo sobreviviente, y murmuraba:
—¿Sabemos por qué matamos? ¿Lo sé yo, lo sabe Lorenzino? ¿Podemos asegurar que entendemos algo de alguien, cuando atravesamos las capas obvias de la superficie y nos adentramos en lo más profundo? ¿Nos entendemos a nosotros mismos? Tantos elementos sutiles, delicados, ignotos, juegan cuando cumplimos cada acción —la de matar a un hombre o la de amar a otro— que en verdad para comprender cualquier sentimiento y cualquier actitud, aun las aparentemente más simples, deberíamos dedicar nuestra vida entera a desmontar, pieza a pieza, el misterio de las razones acumuladas, entreveradas, y aun así probablemente se nos hurtaría lo principal.
—Ahora —observó una mañana Cristoforo Madruzzo, que era sagaz— la familia de Su Beatitud el papa Pablo —no dijo: los Farnese, concretamente, por respeto a Julia— querrá incorporarse a la flamante viuda de Alejandro, a Madama Margarita de Austria, para reforzar su alianza con el emperador. No me extrañaría que la casasen con uno de los hijos de Pier Luigi.
Así fue y eso probó la perspicacia política del futuro cardenal, pero confieso que me incomodó sobremanera que se refiriese en público, con tan desenfadada ligereza, a asuntos vinculados con gente allegadísima a nuestra estirpe, cuyos tejemanejes sólo deberían ser considerados por los grandes. De todos modos, me gustó la idea de quitarles a los Médicis la hija del César y de incorporarla a los nuestros, aunque fuese a cambio de nuevos prestigios para el voraz Pier Luigi.
Nació el hijo de Julia, y cuando lo rociaron con el agua del bautismo, lo llamaron Horacio. Es singular que de nosotros dos, de Maerbale y de mí, haya sido él, el menos preocupado por estas cosas, quien designó a su hijo con un nombre que prolongaba la tradición de los Orsini: Nicolás. Yo pensé llamar al hijo de Julia —todavía, al escribir estas páginas siglos después, no me atrevo a decir: mi hijo— con un nombre más antiguo en la nomenclatura de la progenie. Pensé llamarlo Rubeus, como ciertos antepasados nuestros del siglo XIII, así designados en honor de otros antepasados, aun anteriores, los Ildebrandi. Si no lo hice no fue tanto por la excesiva rareza del apelativo, como por el hecho de que Maerbale hubiera elegido una denominación tradicional. Entendí que con ello invadía mis dominios, sin tener en cuenta que mi hermano era tan Orsini como yo, y, reaccionando agresivamente, resolví que el primogénito de Julia llevaría un nombre que la familia no había usado nunca y escogí, al azar, el de Horacio. De modo que Maerbale, aun muerto, seguía pesando sobre mi destino: por culpa suya (y por culpa mía) no sabía yo, grotescamente, irritantemente, si mi hijo era mío o suyo, y, previendo mi reacción, lo cual le sugirió sin duda el nombre de su vástago, me obligaba a mí, al duque, a contrariar mis sentimientos más hondos, y a poner a mi heredero un nombre que era casi un certificado de ilegitimidad, por intruso en la estirpe.
Fuera o no mi hijo, por descontado que lo recibí como a tal, con muestras de entusiasmo. Como relatan que hizo Juan de las Bandas Negras cuando nació su retoño —el mismo Cosme que había sucedido recientemente a Alejandro de Médicis en el ducado de Florencia, gracias a la involuntaria ayuda de Lorenzino— mandé encender grandes fuegos en las torres y cumbres de mis distintas posesiones del Lazio; y los vecinos, al enterarse por esas hogueras de que una novedad de importancia me había acaecido, acudieron a Bomarzo donde, sumados a los escritores que venían de Roma y a los parientes de las ramas Orsini y Farnese, se hizo larga fiesta al pequeño príncipe.
Ese pequeño príncipe me intrigaba y me angustiaba. Inclinado sobre su cuna, buscaba yo, en la vaguedad de sus rasgos, en su cráneo aún indeterminado, en su frente peluda, en sus ojos sin vista, algo, un indicio, que me permitiera afirmar la paternidad mía o de Maerbale, pero, aunque hubiera logrado discernir en el diminuto rostro indeciso un elemento que lo destacara, la verdad es que Maerbale y yo nos parecíamos tanto que cualquier señal más o menos característica hubiera sido compartida por los dos. Lo que revestía trascendencia es que Horacio Orsini fuese perfectamente normal. No traía al mundo, como yo, la maldita desviación de la columna hacia la izquierda, ni la deformación de la pierna derecha. Si hubiera tenido la desventura de compartir alguna de esas cargas mías —como la tuvo un hermano suyo, años más tarde, aquel a quien di el nombre de Maerbale— no dudo de que lo hubiera considerado mío, todo mío. Quizás hubiera preferido que fuese jorobado. Quizás… no… no…
Recuerdo que hice con él algo muy singular, tres días después del natalicio. Lo levanté de la cuna y salí de la habitación, a pesar de la protesta de Julia, que imaginó quién sabe qué atrocidad, acaso, puesto que he mencionado a Juan de las Bandas Negras, que, como refieren que hizo él con su Cosimino, iba a ordenar que desde la altura de una terraza lo arrojaran a mis brazos. Lo llevé conmigo a la iglesia solitaria, delante del sepulcro de San Anselmo. Según narraba mi abuela y antes que ella mi bisabuela y mi tatarabuela y así, desde la oscuridad de los tiempos, una muchacha de Bomarzo acusó a un diácono de ser padre del niño a quien había dado a luz, y el padre de ésta quiso vengar el ultraje y matarlo. Sometieron el caso al obispo Anselmo, y el santo varón, dirigiéndose al recién nacido, le preguntó, en nombre de Jesús, si el diácono era realmente culpable, a lo que el infante respondió, ante la maravilla de todos: «Este diácono es puro; no se ha manchado con ningún delito». En la misma forma, colocándolo sobre las reliquias, interrogué yo al hijo de Julia: «Díme quién es tu padre». Como se comprenderá, el pequeño redujo sus impresiones a un airado gimoteo, pues los milagros no se producen porque sí. Lo cuento (tal vez hubiera debido callarlo) para mostrar con un detalle más la mezcla de ingenuidad que intervenía en la elaboración de mi carácter y hasta dónde es posible ser, simultáneamente, un criminal y un candoroso. Probablemente se me ocurrió que, solicitado por el duque de Bomarzo, San Anselmo, obispo de esa diócesis diez centurias antes y, en consecuencia, feudatario de su señor, no me negaría, en ocasión tan crucial, el homenaje de un prodigio.
Horacio Orsini creció bien. A quien más se asemejaba, gordo y jovial, era a su abuelo Farnese. Me equivoqué al calcular que su presencia facilitaría mis relaciones con Julia. Mi mujer poseía el don exasperante, cuando se había trazado una línea de conducta, de no abandonarla jamás, por distintas que fuesen las circunstancias. Evidentemente había resuelto qué actitud le correspondía frente a mí, y nada ni nadie conseguiría que la modificase. Consistía en una mixtura de cortesía y de frialdad, con exactas dosis que creaban una atmósfera en la que ni el grito soez ni la amarga ironía tenían pasaporte y en la que se columbraba un dejo de miedo vacilante. Con Cecilia Colonna edificó un limitado mundo alrededor de los dos niños, Horacio y Nicolás, y no salió de su amurada distancia. Si teníamos huéspedes, hablaba con ellos lo imprescindible y se apartaba en cuanto podía. Siendo el invitado un personaje de fuste, permanecía con nuestro alegre grupo hasta tarde, pero también entonces advertía yo qué infranqueable era su alejamiento, y sólo cuando se retiraba entre los pajes que la precedían con altos cirios, la compañía reía a sus anchas, porque hasta ese momento había sido como si tuviéramos entre nosotros a un ser de mármol, duro y hermoso, aislado, como los castillos que encantaban los hechiceros, por una zona en la cual moran los rumores. Y si yo, después, medio ebrio y rabioso por vencer a la postre, la orgullosa armadura con la cual nos humillaba a todos, entraba en su cámara y me arrojaba sobre su lecho para hacerla mía, terminaba separándome de ella, luego del chispazo carnal que no la abrasaba, y me tumbaba en mi cuja, perseguido por la visión de sus ojos claros, imperturbables, que como dos lámparas crueles ardían en la tenebrosidad de mi habitación, iluminando la violencia y el asco de mis sueños.
Silvio de Narni trazó el horóscopo de Horacio. Según él su vida no sería larga y sería gloriosa, es decir exactamente lo contrario de la mía. Pero yo carecía de fe en las alianzas de Silvio con los astros. Ya, cuando compuso el pronóstico de Pier Luigi Farnese, que aseguraba que el hijo del papa, nacido bajo el signo del Escorpión, moriría serenamente a los setenta años, manifesté mis dudas sobre la autenticidad del augurio. En el caso de Pier Luigi me asistió la razón, pero en el de Horacio la razón estuvo del lado del estrellero, y de cualquier modo ni se me hubiera ocurrido expresar públicamente mi escepticismo, pues desde que había cumplido mis órdenes con tanta exactitud, cuando el asunto de Maerbale, trataba yo a Silvio con especial cuidado.
Tanto Horacio como su primo Nicolás fueron educados de acuerdo con lo que correspondía a su posición en el mundo. A medida que transcurría el tiempo, se los vio afanarse con espadas, ballestas y puñales; cabalgar con destreza; entusiasmarse ante las hazañas de los halcones —y en ello advertí el vigor de la sangre de mi abuelo, el cardenal Franciotto, organizador de las cacerías del papa—; aprender los secretos del ajedrez, para lo cual empleaban un juego admirable que había en Bomarzo, ejecutado por Cleofás Donati utilizando un hueso de búfalo negro, y que me regaló Isabel de Este; y estudiar lo menos posible. Se reprodujeron las escenas de mi propia niñez, bajo la misma férula cada vez más débil de Messer Pandolfo, pero, como Girolamo y Maerbale, ambos rehusaron desde el principio el comercio con la literatura latina. Se entendían muy bien. Nicolás, algo mayor, era alto y espigado, mientras que Horacio tenía los rasgos más finos. Ambos habían heredado nuestros ojos oscuros, nuestro lacio pelo castaño, nuestras manos de pulcro diseño, pero en Nicolás descollaba entonces la antipática prepotencia de los Colonna, que su madre, por cierto, no poseía, y en Horacio se afirmaba la astucia política de los Farnese, todo ello, claro está, para uno y para otro, añadido a ese orgullo esencial que caracteriza a los Orsini y que, sumado a la similitud de rasgos, les imprimía una semejanza tal que parecían hermanos. Inseparables, su bulla resonaba en el castillo, entre las voces de Julia y de Cecilia que para apaciguarlos se levantaban. Cecilia especialmente se echaba a temblar en cuanto oía el galope de sus caballitos. En la cárcel de la ceguera, conjeturaba infinitos desastres. Sus conocimientos clásicos —porque ella, a diferencia de su hijo y del de Julia, se había nutrido desde la infancia con el cultivo de los griegos afamados— poblaban su oscuridad de figuras terribles. Imaginaba al diminuto Nicolás, colgando detrás del caballo por un estribo, y arrastrado en una nube de polvo, como el cadáver de Héctor detrás del carro de Aquiles. Gritaba súbitamente, en el silencio de la tarde por cuyo fondo pasaban las siluetas ecuestres de los pequeños y no se calmaba hasta que Nicolás acudía a hundir la frente sudorosa en su regazo. Pronto se incorporaron a los primos mis hijos restantes que nacieron año tras año: Escipión, Marzio, Octavia, Orinzia, Maerbale, Faustina y Corradino. Creo que escogí para ellos unos nombres muy melodiosos. Alguno los juzgará hoy extravagantes, pero si se piensa que Nicolás III de Este, tan apasionado por los relatos caballerescos, designó a sus bastardos con los apelativos de Gurone, Meliaduse, Issota y Rinaldo, se me concederá que procedí con discreción. No quiero, sin embargo, precipitarme, y dejarme llevar por el recuerdo de mis hijos, cuando estremecían con sus riñas y diversiones las galerías y las terrazas de Bomarzo. Debo proceder cronológicamente para no olvidar nada. Quien consiga reconquistar como yo, en la lejanía fabulosa del tiempo, su pasado perdido, será como un pescador privilegiado que ha descubierto un escondite precioso de madreperlas en el secreto del agua profunda y que luego, una a una, las va mostrando. Mis hijos quedarán para después, en su lugar, y la verdad es que en su época no me inquietaron mucho. Hoy me inquietan más. Hoy pienso más en ellos que entonces.