Bomarzo (66 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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El secretario no tardó en regresar. Se había encontrado con Maerbale antes de lo que esperaba, por suerte para el éxito de nuestra empresa, porque Maerbale, sin duda ansioso de reunirse con mi mujer, había cambiado la dirección de Fondi por la de Bomarzo, a riesgo de enfrentarse allí conmigo. Corroboré con ello cuánto me despreciaba y cuánto deseaba a Julia, y eso me robusteció para escuchar sin flaqueza un relato cuyo trágico desenlace era evidente. Su desprecio y sus deseos, como su mérito, su ufanía, su elegancia y el amor que acaso había inspirado, de nada servían ya. Servían de menos que la lagartija de Paracelso, prisionera de su jaula, y del retrato de Lorenzo Lotto, o que la hembra del bufón de mi abuela, prisionera de la locura.

Silvio me contó que mi hermano no había albergado ninguna sospecha, cuando en la ruta lo alcanzó. Hasta resultó lógico que ese alcance aconteciera, puesto que Silvio le explicó que yo lo había mandado a Bomarzo, precediéndome. Maerbale le contestó que iba allá también, por asuntos que sólo a él le concernían, y por su expresión el falso cómplice entendió de qué se trataba. ¿A qué otra cosa iba a ir, si no pisaba el suelo de Bomarzo desde que era mío? Juntos se detuvieron en una posada, a beber un jarro de vino, y Silvio aprovechó un descuido del joven condottiero para volcar en su vaso el veneno que yo le había dado. Todo se hizo limpia y velozmente, con más discreción que en el caso del cardenal Hipólito de Médicis. Maerbale murió en el acto, y según Silvio sin padecimiento. Su escolta era muy pequeña y nadie de los que la integraban osó detener al astrólogo de Narni, hombre misterioso, peligroso, si acaso sospecharon de él. El propio Silvio, cuya intimidad reciente con el segundón Orsini conocían esos criados, ya que en los últimos tiempos lo habían visto salir y entrar con él a menudo en su cámara del palacio florentino donde nos alojábamos, se encargó de decirles que Maerbale le había confiado que padecía, a raíz de su herida de Venecia, un mal oculto, terrible, que le emponzoñaba la sangre y que podía concluir con el capitán en cualquier momento. Le creyeron o no le creyeron (presumo que no le creyeron), pero, privados súbitamente de su amo, perdieron la cabeza y lo dejaron partir, pues les declaró con vehemencia que debía informarme al punto de una desgracia que me tocaba tan de cerca. Quiso el azar que no hubiera entre ellos ningún servidor especialmente fiel, ningún compañero de armas. Eran unos pajes venecianos y un escudero de Bolonia, más preocupados por la paga que por exhibir una lealtad inexistente. Con seguridad calcularon que lo que menos les convenía era enemistarse con alguien tan próximo al duque de Bomarzo, al único hermano de su señor, a aquel de quien dependería su destino, porque habrán barruntado que poco podían esperar de la inexperiencia de Cecilia Colonna. Envolvieron el cuerpo y lo pusieron sobre unas angarillas. Así continuaron su viaje hacia Bomarzo, con Cecilia que, metida en su litera, atónita y desesperada, gritaba su dolor al camino desierto. Tal vez perdiera su hijo y eso hubiera sido lo mejor. Cuando yo llegara a la fortaleza, se resolvería qué había que hacer y se delimitarían responsabilidades. Pensaron que llegaría de inmediato, pero postergué el regreso. No me atrevía a afrontar el sufrimiento de Julia, de Cecilia, de mi abuela. Cecilia no me atribuiría un crimen cuyas razones ignoraba, pero Julia las penetraba demasiado bien, y Diana Orsini las intuiría pronto.

Presté atención a Silvio sin formular comentarios y luego lo despedí. Necesitaba encerrarme a meditar, aunque todavía no experimentaba remordimiento alguno. Había conseguido lo que deseaba, con perfecta comodidad, y hubiera sido hipócrita e inútil deplorarlo. Ahora me sentía vacío, como si de repente me hubieran extirpado toda la amargura que llevaba adentro y no la hubiera reemplazado con nada, ni alegría ni aflicción. Maerbale había sido suprimido, había sido desplazado para siempre de mi camino, en el cual se cruzaba sin cesar, mostrándome el esplendor de sus ventajas, y así tenía que ser, implacablemente, para que yo pudiera seguir adelante. Días más tarde, cuando Messer Pandolfo apareció en Florencia, con los ojos arrasados de lágrimas, para comunicarme que mi abuela, en su alta edad, no había resistido el golpe y había hallado la muerte, en su aposento, entre sus gatos blancos, de modo que el pretexto que yo había inventado para alejar de Florencia a Julia resultó una tremenda realidad —que así se venga y burla la vida de nuestras pobres maquinaciones—, comprendí que los últimos lazos que me ligaban al pasado se habían roto. Entonces lloré por fin. Lloré por mi abuela, por mi padre, por Girolamo, por Maerbale, por mí mismo, sobre todo por mí mismo, por el sobreviviente, que era como una hoja seca en medio del huracán, como una de esas hojas amarillas que el viento de otoño empujaba contra los vidrios de mi ventana. Nadie ignoraba la pasión que me unía a Diana Orsini, proclamada en su correspondencia, y mis visitantes, que encabezó el duque Alejandro, involucraron en mi pesar al que debió conmoverme ante la muerte de Maerbale. Me rodearon, me consolaron, me hablaron de Dios, de la vida, de resignación, de la urgencia de sobreponerme porque me aguardaban graves compromisos. Yo los dejaba hablar. Abrazaba a Lorenzaccio, al cardenal Pucci, a Margarita de Austria, a mis primos Orsini, sin escucharlos. El vacío que colmaba mi interior se había ahondado más aún, saliendo de mí y envolviéndome como si yo estuviera dentro de una inmensa campana aislante en cuyo ámbito pesaba el silencio glacial. Hasta que, lentamente, comenzaron a dibujarse en esa aislada inmovilidad unas leves figuras. La blanca silueta de mi abuela, empinada, acechante, en momentos en que Girolamo nos miraba con horror desde las aguas del Tíber que tironeaban de su jubón ensangrentado; la de Girolamo, de pie junto a mí, desnudo, clavándome en la oreja una larga aguja, como una daga; la de mi padre, rechazándome, exiliándome a Florencia sin atender a mis balbuceos; la de Maerbale, enlazado a mi mujer, besándola, mordiéndola, se confundieron en mi memoria. Pasaban y volvían a pasar, como sombras, sobre la fosca perspectiva de Bomarzo. Pero también, en esa sucesión de imágenes, vi a mi abuela inclinada sobre mí, radiosos los ojos azules, el día en que me regaló la armadura etrusca, y la vi consolándome y deslizando sus dedos por mi pelo fino, muchas veces, muchas veces, como si yo fuera uno de los gatos que ronroneaban en el calor de sus cobijas. Vi a mi padre, rozándome la mejilla, a medida que nos narraba la historia del David de Miguel Ángel. Vi a Girolamo y a Maerbale, a caballo, trémulos de donaire y de gracia, cuando tornaban de alguna cacería, en medio de los negros jabalíes cobrados y de las antorchas. Y lloré nuevamente por todos nosotros.

Regresé a Bomarzo cuando mi abuela y Maerbale hablan sido sepultados bajo las losas de la iglesia. Ahora yo era el único, el postrero, yo, el más débil, el desmedrado, el miserable. Yo, y el ser que alentaba en las entrañas de Cecilia Colonna, y el que quizás se insinuaba en las de Julia Farnese. Ahora estaba solo con Bomarzo; solo con aquella masa de piedra, áspera y adorable, que tanto me había costado conquistar para mí.

Los gatos de mi abuela maullaban en los corredores, abandonados, y el otoño saturaba las tardes de melancolía. Me encerré en mi habitación y me negué a recibir a nadie. No quería tenerlos cerca, y menos que a ninguno a Cecilia, a Julia y a Silvio. Asomado a una ventana, observaba a mi mujer y a la mujer de mi hermano, que caminaban por el jardín, entre las rosas marchitas y los árboles deshojados. El vientre de Cecilia pugnaba bajo la falda, enorme. Supe que Julia aguardaba también un hijo. Bomarzo tendría un hijo. ¿Mío… de Maerbale…? A Maerbale lo había muerto yo, ¿para qué?, ¿para qué nada? ¿Qué palabras de alivio hubieran pronunciado entonces la religión de Ignacio de Zúñiga, el cariño de Abul, la amistad de Hipólito de Médicis? ¿Quién hubiera podido aclararme por qué y para qué iba a los tumbos esa vida en la que lo único inmutable, lo único perdurable, lo único firme y cierto eran las rocas que allá abajo, en el valle, emergían de la fronda espinosa y que cuando yo andaba entre ellas, de mañana, palpando sus formas que entibiaba el rocío, parecían estremecerse, como si fueran colosales seres humanos, como si fueran los míos que se habían desgarrado de mí para siempre y que sin embargo seguían allí, inseparables de Bomarzo, hincados en el misterio fecundo de su tierra?

Cecilia dio a luz un varón, dos meses después. Fue bautizado con el nombre de Nicolás, en la iglesia donde su padre yacía. Maerbale lo había escogido, y Cecilia respetó su decisión. Era un nombre viejo e ilustre en nuestra progenie: el del papa que soñó con dividir a Italia entre los suyos; el del amigo de Santa Brígida y de Boccaccio; el del guerrero que conservó para los pontífices su sede de Roma y por eso recibió privilegios importantes de Gregorio XI; el del famoso vengador de su padre, que mandó despedazar con hierros candentes al enemigo Rainieri y arrojar sus trozos al Tíber; el del admirable conde de Pitigliano, aquel del sepulcro glorioso en Venecia, el amo del astrólogo Benedetto; el de mi primo, el feroz, el de las concubinas hebreas. Muchos Orsini se habían llamado Nicolás; muchos se llamarían así. Cuando el capellán lo sumergió en el agua santa, el pequeñito rompió a llorar, y Julia, que empezaba ya a mostrar su preñez, se estremeció y le besó una mano. Detrás, entre Segismundo y Mateo Orsini, yo presidía la ceremonia.

El duque de Mugnano acudió también y me presentó un fragmento de mármol hermosísimo, de tamaño mayor que el de un cuerpo humano natural, un torso de Minotauro que posiblemente integró un grupo perdido, con la desaparecida figura de Teseo, y que según él era copia romana de un original griego del siglo IV o V antes de Nuestro Señor. Con ese regalo suntuoso calculaba que se haría perdonar el rapto de Porzia. El torso de atleta, sin piernas ni brazos y con el sexo salvado prodigiosamente, se coronaba con una cabezota cuyo horror no procedía tanto de los rasgos bestiales y del casquete crespo que la ceñía, entre las orejas puntiagudas y rotas, como de la bárbara mutilación que había sufrido en plena cara y que le había arrancado buena parte de ella. El contraste entre la fascinadora voluptuosidad de ese cuerpo armónico, elegantemente apoyado en una de las piernas inexistentes y esa testa monstruosa, me espantó en el primer instante, como todo lo anómalo, y hasta llegué a sospechar que mi primo de Mugnano me lo había mandado como una burla, acaso como una alusión cruel al desconcierto de mi físico, pero era tan buena la relación que me vinculaba al castellano limítrofe, y tanta la importancia arqueológica de la pieza —cualquiera puede verla hoy, en el Museo Pío Clementino del Vaticano, en la Sala de los Animales, después de las Musas—, que descarté esa idea extravagante, y ordené que emplazaran al engendro en el centro de la galería que rodeaban los bustos de los emperadores romanos de la colección de los patriarcas de Aquileia. Allí quedó mientras viví en Bomarzo, como un símbolo inquietante: la quimera pavorosa, bella y repulsiva, y en torno la ronda, la guardia de los soberanos jóvenes y viejos, que la miraban doblando las cabezas o alzando las frentes, ya vencidos por la indolencia, ya espoleados por la ambición, ya meditabundos, y que le rendían homenaje desde la lepra y el orgullo del mármol, como a un milenario dios secreto.

Las funestas consecuencias fisiológicas de una gestación ardua, entorpecida por los trastornos que derivaron, para la pobre Cecilia, de la muerte de Maerbale, con quien se había casado exclusivamente por amor, se observaron muy pronto. Su debilidad le impedía intervenir en las tareas de sus damas, que dirigía mi mujer, pero, sentada entre ellas frente a la chimenea del salón por cuya cornisa se desenroscaba, entrelazada, la guirnalda con las iniciales mías y de Julia Farnese, daba de tanto en tanto unas puntadas a las ropas del ajuar infantil que preparaban juntas. Hasta que se advirtió que su vista comenzaba a flaquear, de tal suerte que debió suprimir también aquella mínima colaboración. Por fin, la noche total cayó sobre sus ojos. Pensamos que se trataba de algo pasajero; consultamos a los astros, al herbolario del lugar y trajimos físicos de Roma, pero fue en vano. Cecilia Colonna estaba ciega. Y el remordimiento que yo no había sentido cuando Silvio me informó del asesinato de Maerbale, creció, veloz, dominándome, ahogándome, ante la tortura de la inocente. A veces, al torcer un recodo del jardín, detrás de un seto recortado, topaba con ella y con Julia. El dolor había afinado el rostro de mi cuñada, infundiéndole una enigmática hermosura espiritual de la cual antes carecía y que acentuaba la paz inmóvil de sus ojos. Esos ojos desiertos se posaban largamente sobre mí, como los de una estatua, y a su lado, intensos, ricos de una vida luminosa, los de Julia clavaban también su muda acusación. El pequeño Nicolás, que mecía la nodriza, gimoteaba cerca, y yo me alejaba precipitadamente para eludir el espectáculo. Ni ella ni Julia mencionaron jamás la posibilidad de que existiera lazo alguno entre la muerte imprevista de Maerbale y mi intervención fatal. Habíase forjado entre ambas una rara solidaridad, luego del fallecimiento de mi hermano. Ambas lo habían querido; ambas habían perdido con él mucha de su razón de ser en el mundo. A Cecilia, en la oscuridad terrible que la rodeaba, restábale por consuelo su hijo, su Nicolás Orsini; Julia alcanzaría en breve un alivio similar, cuando naciera el que abultaba su vientre, y que acaso fuera hijo de Maerbale. Después de muerto, Maerbale seguía triunfando.

La posesión de mi mujer, lograda tan a destiempo, me impulsó a reanudar la experiencia a menudo. Me ilusionaba pensando que con ello afianzaba mi dominio; que la tornaba más mía cada vez; pero en cada ocasión —y ella se entregaba, silenciosa, remota— cuando me separaba, aparentemente saciado, comprendía que no era su dueño verdadero, que o bien, en los momentos culminantes, otra forma, de mi hermano invisible, se sustituía a la mía, apoderándose de Julia, o bien ella me dejaba hacer, indiferente, sin compartir mi arrebato. Y eso, que me encendió de rabia, me hizo, paradójicamente, mucho bien, porque me proveyó de un motivo más para odiar a Maerbale y a su memoria y me afirmó en la certidumbre de que al anularlo procedí en propia defensa, como debía.

Entre la espectral Cecilia, que pasaba tanteando las paredes con el bastón de oro de mi abuela, y Julia, cuyo desdén de labios apretados me fustigaba con mayor virulencia que el más soez de los insultos, el tiempo transcurrió en un infierno que escondía sus llamas dentro de mí. Si salía de noche a vagar por el parque, por el bosque, con Silvio o con Juan Bautista, los ramajes umbríos, las fuentes y las rocas informes se retorcían, convirtiéndose en Maerbale, en Girolamo, en Beppo. Me refugiaba entonces en mi cámara, donde habían buscado asilo los gatos desamparados de Diana Orsini y, tendido en el lecho, con ellos alrededor, imaginaba que mi abuela estaba ahí, como cuando era muchacho, pronta para consolarme y para hallar una explicación de mis extravíos. Pero a mi abuela la había muerto yo, como a Maerbale, y ya no me quedaba ninguna posibilidad de protección. Acaricié entonces la idea compensadora de que un sacrificio, una penitencia, me ayudaría a reconquistar el equilibrio, y puesto que mis encuentros lujuriosos con Julia significaban para mí, luego que se apagaba su quemadura fugaz, un sufrimiento y una humillación, me impuse, como castigo, la obligación de eludir todo contacto carnal que no fuera el de ese cuerpo frío y hostil. Sin embargo una noche, cuando descendía de su aposento, luego de gozarla, con mi hambre sensual intacta, vejado, envilecido, recuerdo que al atravesar la galería de los bustos imperiales, que iluminaba una sola antorcha con agonizante claridad, sucedió algo extraño. El bailoteo del blandón descubría, efímeramente, las fisonomías ávidas de los emperadores, cuya ansiedad resultaba misteriosamente similar a la mía y se evidenciaba en el temblor de los labios, en las ojeras, en la codicia de los perfiles tensos, en la pasión que vivificaba a la piedra, roída por los siglos y animada por el hechizo de la luz aleteante. Miraban todos ellos hacia el torso del Minotauro. Recuerdo que me aproximé a la estatua, que la llama lamía de vez en vez, dorándola con un tono de miel, cálido y mórbido, y que una fuerza recóndita me impulsó a ceñir con mis brazos el cuerpo hermoso, que se erguía como en un ara sobre su base, en el centro del castillo; que apoyé la mejilla contra su vientre de marcados músculos y que, ascendiendo con los labios por el alto pecho, besé la cara mutilada, destrozada, horrible.

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