Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España

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Entre 1519 y 1521 Hernán Cortés, al frente de un escaso grupo de soldados, lleva a cabo la conquista de México, una de las epopeyas más importantes de la presencia española en el Nuevo Mundo. Sobre este acontecimiento contamos con varios testimonios, tanto de cronistas españoles como de los autores de códices y relaciones indígenas. Ninguno, sin embargo, tan apasionante, directo y de fácil lectura como esta
Historia verdadera de la conquista de la Nueva España,
de Bernal Díaz del Castillo.

Sea cual fuera la razón última por la que Bernal escribió su
Historia,
su largo memorial y sus recuerdos de conquistador, escritos y corregidos pacientemente a lo largo de treinta años, constituyen todavía hoy uno de los relatos más apasionantes e increíbles sobre el encuentro entre dos mundos y dos culturas: la española y la americana. De ahí las numerosas ediciones que la obra de Bernal ha tenido en las más diversas lenguas.

Bernal Díaz del Castillo

Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España

ePUB v1.0

Bercebus
24.08.12

Título original:
Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España

Bernal Díaz del Castillo, 1632.

Diseño/retoque portada: Orkeyon

Editor original: Bercebus (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo

Para apreciar las excelencias de esta crónica, no es menester acudir al recurso de los adjetivos. Bastan los dos sustantivos que expresaban el anhelo de Goethe en sus realizaciones: Verdad y Belleza.

Díaz del Castillo es el cronista esclavizado a la fidelidad, porque no sólo se propone decir con toda honradez lo que sabe, sino porque su genio literario, adueñándose de la pluma del escritor, le constriñe a seguir sin desviaciones la corriente del recuerda, nítidamente conservado. «Muchas veces, agora que soy viejo —escribe—, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasaron, que me parece las veo presentes». El evocador se abandona a su mundo de imágenes y en todo lo, que va refiriendo no hay una sola vacilación, una calculada reticencia, un dato engañoso. El hombre proba se siente reforzado por el artista que no admite traiciones a la verdad, porque esa verdad se identifica con el propósito literario, o, para hablar más exactamente, va unida al impulso literario de troquelar los hechos.

Hay artistas del fingimiento que no saben llegar a las cumbres de la perfección estética sin falsear las realidades para adaptarlas a un modelo ideal, Independientemente de los intereses que como hombres les obligan a mentir, el demonio interno de la Belleza reclama su parte de disfraz de los hechos para ennoblecer el relata. Pero hay también artistas de la ingenuidad, que, teniendo una potencia imaginativa suficiente para novelar sus recuerdos, sienten con tanta intensidad y en tal plenitud los hechos realizados o presenciados por ellos, que no conciben una mínima alteración, sin creer que esa alteración deforma en vez de embellecer lo pasado. Bernal Díaz del Castillo vive persuadido de que sus infortunios y sus trabajos, sus desencantos y sus glorias no pudieron haber sido otra casa de lo que fueron. Orgulloso de haber figurado entre los descubridores, después entre los conquistadores y, por último, entre los pobladores de la Nueva España, no cambiaría su relación, sin creer que rebajaba la epopeya hasta hacerla objeto de una vulgar maniobra.

La ocasión de su libro revela no sólo una resolución y un método, sino algo temperamental. Un escritor elegante, cortesano y de tendencia —Francisco López de Gómara —, había escrito la historia de la conquista de Méjico para engrandecer al venturoso capitán Hernán Cortés. Los que con él militaron, sólo figuraban para que se destacara el jefe. López de Gómara es el tipo del biógrafo que reduce los hechos excepcionales a la acción individual de un héroe. Bernal Díaz del Castillo vindica la potencia de la intervención anónima. Y toma la pluma, como soldado que es, para decir lo que se debe a la masa. Si hubiera más de nueve musas, asignaríamos a Bernal Díaz la de la indignación. Ella te dicta su libro. No deprime, por ello, a Cortés. Sin ocultar sus defectos y sin callar sus errores, agiganta la figura del capitán. Cortés aparece más genial y atractivo en la exposición verdadera que en el panegírico del adulador. López de Gómara influye sobre Bernal Díaz como un estimulante que enardece su ansia de sinceridad. Pero el cronista independiente no comete la falta de enzarzarse, intentando una refutación. Ocasionalmente nombra a Gómara, sin seguirle. Si se propusiera contradecir, sería violento y antinatural; vería un aspecto parcial de los hechos que relata. Vindicando la verdad, ésta se reviste de su heroica grandeza.

¿Existe en la literatura universal otro libro, de igual mérito, que, como el de Bernal Díaz, sea crónica escrita por un simple soldado?

Menéndez Pelayo se hizo esta pregunta, y la contestó dando el nombre del soldado que fue autor del única libro comparable a la
Verdadera Historia de la Conquista de Méjico
. Ese cronista es Ramón Muntaner. Efectivamente, la
Expedició dels Catalans a Orient
revela en el soldado un artista de la evocación directa, y en la obra íntegra, un historiador de raza. Entre las crónicas destinadas a la epopeya de los conquistadores de América, la de Bernal Díaz sobresale, sin que otra pueda rivalizar con ella, como no sea una con la que no rivaliza tal vez ni la del mismo Bernal Díaz: la
Florida del Inca
.

Garcilaso, de la Vega, el criollo letrado, y Bernal Díaz del Castillo, el peninsular inculto, son los príncipes de la crónica americana, y sus libros los descollantes en un género tan rica por la materia como por la maestría con que lo cultivaron los hombres del siglo XVI. La expedición de Soto a la Florida, historia de un fracaso siniestro, tiene algo de fantasmagórico. Hay en ella sombra y misterio. Impresiona como una tela de Rembrandt. Bernal Díaz del Castillo pinta a la manera de Rubens: todo en él es claridad y movimiento. Las masas dominan, y el autor nos obliga a seguirlas por el espacia abierto. Su rapidez nos arrastra. La prosa de Bernal Díaz no se detiene ni se estanca. Hábilmente puntuada, como lo hizo el encargado de esta edición, la frase, generalmente corta, sólo por excepción se alarga, cuando entra en un orden discursivo. Pero la narración corre, fácil y llana, sin rodeos y sin adornos. El autor sabe y quiere emplear la común habla de Castillo la Vieja, que en sus tiempos se tiene por la más agradable, privándola «de razones hermoseadas y de afeiterías». Piensa en el hecho, no en la palabra. Y la palabra acude siempre para dejar una imagen precisa, viva y emocionante, de algo visto u oído.

El instinto seguro que aconseja a Bernal Díaz te indica que corte frecuentemente la narración. Así, pues, los capítulos nunca son demasiado largos, y se suceden como cuadros de una extensa galería. Por lo regular, cada capítulo tiene menos de cinco páginas, pocas veces los hay de seis; de nueve o diez, casi nunca.

Un lector incrédulo que, a pesar de lo dicho, lema no resistir la lectura de esta vieja crónica, puede ensayar sus fuerzas empezando por el capítulo LXXXVI, en que los expedicionarios abren la marcha desde Cholula para ir a la fabulosa Temistitán. Si llega hasta el CXXVIII, en esas doscientas páginas hallará revelaciones de un país fantástico, intrigas, ardides, encuentros y batallas. Le entretendrá también toda una novela de caballerías por los hechos sorprendentes, todo un diario de explorador por la minuciosidad geográfica, todo un parte militar por las operaciones y todo un informe político por las dificultades que va allanando el jefe de la empresa. En doscientas páginas está relatado el sitio de Méjico, que es la culminación de esta obra.

Con lo expuesto se aprecia hasta que punto es accesible la obra de Bernal Díaz y hasta qué punto puede popularizarse su deliciosa narración. Quien conozca una parte de ella, querrá enterarse de todo lo demás, y quien una vez la lea íntegra, no dejará de volver con frecuencia a los pasajes más salientes, no sólo de la primera marcha hacia Méjico y del sitio que termina al quedar arrasada la Troya de Cuautémoc, sino también de los que tratan del descubrimiento de la tierra y de los que narran todos los hechos posteriores a la toma de la ciudad azteca. No hay un solo capítulo en que el autor dormite. Y todos, absolutamente todos, dignos de la crónica por su dramatismo, contienen datos de importancia para el conocimiento de los orígenes del pueblo mejicano.

Aunque casi toda la obra se contrae a los hechos de armas ocurridos entre 1517 y 1521 —con más particularidad a sólo dos de estos años, que son los de la gran epopeya de Cortés en el Anáhuac—, Bernal Díaz del Castillo dilata sus memorias por un espacio de medio siglo, con datos preciosísimos para la historia interna. Sin propósitos de disertación, al azar de sus recuerdos, habla de agricultura, de minería, de construcciones civiles y religiosas, de viajes, de comercio, de administración y de costumbres. A él debemos la descripción de las ciudades y villas pobladas por los aztecas en el agua, la de la calzada, tan derecha y por nivel, que iba a Méjico, la de las grandes torres, cúes y edificios, casas que le parecían de encantamiento, y a todos sus compañeros cama vistas entre sueños. A él hay que referirse para muchas de las más peregrinas observaciones que tenemos sobre la civilización precortesiana, así como para los pasos iniciales de las nuevas fundaciones. Él sembró los primeros naranjos que dieron fruto en las costas de la Nueva España. Él quebró el hierro que se empleaba para marcar esclavos, y su acto fue aplaudido por el benemérito gobernante don Sebastián Ramírez de Fuenleal. Citas frecuentes de Bernal Díaz, que encontramos en todos los historiadores de la civilización, dicen cuanto valen sus notas, rápidas y penetrantes.

La excepcional acogida que hoy obtiene la crónica de Bernal Díaz —esa verdadera y notable relación, como él mismo la llama— es un hecho reciente. En vida del autor, nadie se dio cuenta de su mérito. Murió sin ver la obra impresa. Dejó el manuscrito como un documento, de familia, a falta de otra riqueza, para sus hijos y descendientes. Así lo consigna en un prólogo, que redactó a los ochenta y cuatro años. No era, pues, un cronista, un escritor, un autor, sino un hombre que aspiraba modestamente a que sus nietos pudieran decir con verdad que él había figurado entre los descubridores, conquistadores y pobladores de aquellas tierras. Acaso tenía una vaga esperanza de notoriedad póstuma. «Mi historia, si se imprime, cuando la vean, e oyan —dijo una vez—, la darán fe verdadera, Y escurecerá las lisonjas de los pasados». Así ha sido.

Al trazar en el papel esa remota ilusión. acaso recordaba que, veintiocho años antes de escribir su libro, hubo en la corte un fiscal, llamado Juan de Villalobos, para quien, legalmente, Bernal Díaz del Castillo «no había sido tal conquistador». Esta negación injuriosa era el resultado de una confusión de nombres, que al fin quedó aclarada. ¿Por qué no pasaría en el metafórico tribunal de la historia lo que en el tribunal donde hacía pedimentos el licenciado Villalobos?

Uno de los manuscritos de Bernal Díaz dio materiales para la obra del pulido Herrera. Publicada finalmente la crónica en el siglo XVII, el autor fue juzgado y condenado coma un deturpador envidioso de Cortés. Así se expresaba el fino retórico don Antonio de Salís. En el siglo XVIII se reconocieron a Bernal Díaz algunos méritos de espontaneidad vanidosa. En el siglo XIX ya se acepta que el ineducado hija de la naturaleza, fiel y exacto copista, obtiene los resultados, de un buen daguerrotipo. Hay pasión juvenil y frescura de recuerdos en esa obra de la senectud. Pero se te niega el arte. Y allí queda el juicio, que deja a Bernal Díaz en un plano inferior de ingenuidad sin destreza. Finalmente, Menéndez Pelayo asigna al conquistador de Méjico el rango de un Muntaner americano. Esta asimilación, por sí sola, es ya toda una revisión de sentencia, confirmada por Fitsmaurice-Kelly, quien hace memoria del terrible Blaise de Montluc.

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