Los meses de Florencia que sucedieron al fin de Beppo y en los cuales pensé que había cambiado y que hasta vestiría el sayal, no habían hecho en mí verdadera mella. A la primera ocasión me traicionaron mi debilidad ambiciosa y mi falta de fortaleza para perdonar agravios. Ignacio de Zúñiga, que sin duda percibió ciertas implicaciones graves en las circunstancias que rodearon a la muerte de Girolamo, me pidió permiso para regresar a España. Lo sofocaba el aire denso del castillo. Se lo otorgué con tristeza, porque lo quería y porque su energía austera fascinaba a mi flojedad, pero lo cierto es que me estorbaba como una encarnación de mi conciencia descartada a la cual me negaba a oír. Partió, y más tarde, cuando Loyola fundó la Compañía de Jesús, supe que había ingresado en la nueva milicia de Cristo. Corrieron muchos años, exactamente hasta la gloriosa batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571, antes de que tornáramos a vernos.
Mi padre, entre tanto, no volvía, y eso, que hubiera debido tranquilizarme, me sumía en temerosa inquietud, pues yo no dejaba de cavilar en que, sin resignarse a que el giboso fuera el sustituto de su adorado primogénito y el heredero del ducado, estaría tramando algo contra mí, como permitía prever la larga lista de supresiones violentas que acabo de consignar. Probablemente, perdido Girolamo, querría que lo sucediera Maerbale. De modo que en esa época sólo comí lo que me mandaba cocinar mi abuela con sus mujeres de confianza. El polvo de un diamante molido, disimulado en los alimentos, me hubiera despachado al otro mundo; o aquel polvo blanco, de gusto tan agradable, que obraba lenta y gradualmente, sin que de él quedaran rastros, y con el cual el papa Borgia envenenó en Sant’Angelo al cardenal Giambattista Orsini, que era ciego.
La zozobra por mi existencia no dejó lugar, pues, al remordimiento. En cambio mi abuela, que debía ser invulnerable por lo mucho que había visto y sobrellevado en el curso de su dilatada vida, se doblegó y aflojó su resistencia. Era muy vieja ya, viejísima. La sombra de mi hermano, de su nieto mayor, acosaba sus noches. A veces me apretaba contra su pecho, convulsa, ojeando alrededor.
—Ha sido por ti —me dijo en una ocasión, y noté que en pocas semanas había desmejorado increíblemente y daba muestras de una decrepitud que nunca pensé que alcanzaría—, por ti, Vicino. Me he condenado por ti.
Aunque carecía de fe, la anciana abrigaba una devoción supersticiosa por la capilla de San Silvestre, edificada en el monte Soratte, tan antigua, que al contemporáneo monasterio se retiró un tío del emperador Carlomagno. De niño, mi abuela me había conducido hasta esa cumbre, como su madre la había llevado a ella. Aquel viaje significaba para nosotros algo así como una iniciación sin palabras. Se me ocurrió, para distraer sus terrores, proponerle una peregrinación al pequeño oratorio, y que nos alojáramos unos días en el convento. Fuimos allá en dos sillas de manos, fijas sobre cabalgaduras, porque me cansaba la ascensión a caballo. Nos acompañaban Messer Pandolfo y varios servidores. Silvestre se llamaba el papa del undécimo siglo que, según la leyenda, vendió su alma al Diablo para obtener el trono de San Pedro: y el monte donde se elevaba la capilla de San Silvestre, patrono del pontífice hechicero, había estado consagrado antes a Apolo, numen tutelar del arte adivinatoria. Esas dos influencias misteriosas, coincidentes en el paisaje de hondos precipicios que cantaron los poetas imperiales, removían en mi espíritu perturbadoras premoniciones e inflamaban mi ingénita pasión por lo secreto y lo fantástico. Mi abuela esperaba hallar en el monte la paz que reclamaban sus atormentados desvelos. Yo buscaba en él, instintivamente, ignorándolo todavía, quizás presintiéndolo con inquietud confusa, algo más singular, lo que los antiguos buscaban temblando en Eleusis: el sendero invisible que guiaría mis pasos hasta la zona oscura y riesgosa hacia la cual tendía, sediento, lo más escondido y mío de mi alma compleja, la cual empezaba a columbrar la existencia del camino tentador que avanza, zigzagueando, rumbo a las mágicas nieblas cuya penetración Dios prohíbe. Y de ambos, por lo menos yo encontré en el monte de Apolo un atisbo de lo que buscaba y que tanta influencia ejerció sobre mi extraña vida.
Al alba del segundo día salí del monte a caballo, fatigado de la reclusión monástica y obsesionado por mi abuela que no cesaba de recordar la muerte de Girolamo y de buscar atenuantes a la inercia con que la había permitido. Si mi abuela —como era patente— lo había hecho para salvar a su nieto dilecto, disminuido por la inferioridad de sus condiciones, y para ayudarlo a enfrentar una existencia que de otra suerte hubiera sido imposible, y acaso también —lo cual es más reprochable, dada su alta edad, y se volvió contra Diana Orsini— para asegurar la dignidad señoril de sus últimos años, amenazada por la soberbia de Girolamo, lo hecho, hecho estaba, y era inútil pretender justificarlo ni menos enmendarlo. Ahora había que seguir adelante y encarar la vida nueva que brotaba de ese crimen. Claro que nuestras posiciones eran distintas, porque la vida se extendía delante de mí, mientras que la suya estaba cumplida ya. De cualquier modo, su explicable actitud, sus quejas, su perplejidad, su miedo, que en breve espacio la cambiaron física y espiritualmente, no condecían con el júbilo cruel que me invadió cuando, pasados los primeros momentos de desconcierto y pavor por lo realizado, abarqué las vastas perspectivas que se abrían a mis ojos, como consecuencia de nuestro acto y, aun reverenciando a mi abuela y agradeciéndole silenciosamente lo que le debía a su decisión, que para la moral más indulgente puede resultar monstruosa, me embarazaba su presencia y sentía la necesidad de gozar a solas, sin que nada empañara su brillo, de mi flamante situación y sus insólitas proyecciones. Salí, pues; escapé a caballo, por unas horas, a beber el viento.
Flotaba todavía en el cielo la luna llena. Tomé la carretera de Roma, la via Flaminia, y cuando había pasado la roca del duque Valentino, avisté en un costado de la ruta una sombra que se movía entre los cipreses. Era un mulo, que masticaba las hierbas. Más allá, sentado en una piedra, estaba un hombre. Se puso de pie, antes de que yo llegara y, plantándose en mitad del camino, agitó los brazos indicándome que me detuviera. Temí que se tratara de un salteador, pero cuando distinguí su apariencia tranquilizadora frené al animal.
—Párate —me gritó—, aunque no sé si eres humano o demonio, y socorre a este desgraciado.
Tan asombrosas palabras aguijonearon mi curiosidad y pensé que sería un mendigo extravagante, pero su traza no era la de un pordiosero. Frisaba los treinta años y su ropa mostraba su condición de intelectual, tal vez de pedagogo. Frené la cabalgadura y se me acercó tomándola de la brida. No había nadie más en el paraje y únicamente se percibía el croar de las ranas que se zambullían en las charcas ocultas, pero no experimenté ninguna alarma.
—Dime tu nombre —rogó— y concédeme unos minutos.
—Pier Francesco Orsini, hijo del duque de Bomarzo —declaré, y noté que retrocedía un tanto para mirarme mejor. Sus ojos, que fulguraron en la claridad de la luna, buscaban la silueta de mi joroba.
—He sabido de ti —prosiguió— por mi amigo Pierio Valeriano, preceptor de los príncipes de Médicis, quien te aprecia. Yo soy Ángel Manzolli, llamado Palingenio. Por el
lucco
, calculé que eras florentino.
También yo le había oído mencionar a mi maestro Valeriano al humanista que trabajaba a las órdenes de la casa de Ferrara, y esa designación de
Palingenio
me había inquietado desde el primer instante, porque la vinculé con el misterio de mi horóscopo, ya que la palingenesia, practicada por físicos audaces, aseguraba la posibilidad del renacimiento de la vida, de la vuelta reiterada a la vida desde las profundidades de la muerte. Recordé que Ángel Manzolli preparaba un libro, un poema filosófico, y recordé su título armonioso,
Zodiacus Vitae
. Se lo dije y observé que, halagado por su fama, aflojaba la tensión que le crispaba los músculos y le encendía los ojos. Descendí del caballo y me senté a su lado, en la ancha piedra. Le declaré, para darle tiempo de serenarse pues era evidente su turbación, que venía del monasterio de San Silvestre y había salido a disfrutar de la hermosura de la noche.
—Como tú vengo de allí —me interrumpió—, de la ermita de un hombre santo.
Hizo una pausa, poblada del rumor de los batracios y del murmullo de la campiña romana, y añadió:
—Serás pariente próximo del cardenal Franciotto Orsini.
—Es mi abuelo.
—Entonces, a ti más que a ninguno debo referir lo que me acaba de suceder.
Y me contó una historia fabulosa, que consignó después en su
Zodiaco
y que pesó sobre mi existencia toda, pues a ella le debí el conocer a Silvio de Narni.
Palingenio había partido del monte Soratte dos horas antes que yo. En la sacra soledad de las peñas consagradas a Apolo había dedicado la tarde a la meditación, junto al ermitaño, analizando la vanidad de las cosas humanas y afirmándose en su creencia de lo precario y nimio de nuestra vida. Al caer la noche resolvió regresar a Roma, y en la carretera, en el mismo sitio donde conversábamos, le aconteció la más extraña aventura que pudo soñar. Tres hombres se llegaron a él, llamándolo por su apellido, y le preguntaron de dónde procedía. Les respondió de buen talante y uno de ellos lo increpó, cuando mencionó al hombre santo de la montaña:
—¡Oh tonto! ¿Por ventura imaginas que hay alguien sabio en la Tierra? Los únicos sabios son los seres de la altura, y no obstante que hemos adoptado la pobre forma de hombres, nosotros pertenecemos a ese orden superior. Yo soy Saracil, y éstos son Sathiel y Jana. Nuestro imperio se halla cerca de la Luna, donde reside la multitud de seres intermedios que ejercen dominio sobre la Tierra y el Mar.
El filósofo, demudado, se atrevió a inquirir qué iban a hacer a Roma, y el mismo demonio le contestó que uno de sus hermanos, Amón, había sido encarcelado por las artes mágicas de un muchacho de la aldea de Narni, paje del cardenal Orsini, porque los hombres, a causa de su esencia inmortal, eran capaces de reducir a cautiverio a los espíritus, y el propio Saracil había sido encerrado por un alemán en una redoma de duro vidrio, hasta que un monje le devolvió la libertad.
—Ahora nos proponemos rescatar a nuestro compañero Amón, y aguardamos las noticias que nos traerá el emisario que mandamos a Roma.
Una brisa leve sopló en ese instante, y otro demonio más, el cuarto, se manifestó y fue acogido por sus hermanos alegremente. Enteráronse por él de que el papa reanudaba su alianza con los españoles y se aprestaba a arrancar de cuajo la herejía luterana, y eso colmó el alborozo diabólico, porque entonces la sangre fluiría en espesos ríos y de su corriente roja los espíritus lunares sacarían miles y miles de almas que precipitarían al Infierno. Dicho esto, esfumáronse las cuatro apariciones y Palingenio quedó solo en el plateado camino, medio desvanecido de terror, hasta que, al cabo de infinito tiempo, escuchó el redoble de los cascos de mi cabalgadura.
Cuanto yo había aprendido desde mi infancia, entre los herederos de los etruscos y los librescos cortesanos de los Médicis, acerca de los engendros de Lucifer que sin cesar nos rodean y persiguen, acudió a mi mente. Los demonios preocupaban a grandes y pequeños. Lutero, el Anticristo, aseguró que se esconden dentro de los monos y los papagayos. Los estudiosos consiguieron penetrar el secreto de sus nombres: Asmodeo, Behemoth, Leviatán, Onocentauro, Cacodemonio… Y pocos años más tarde, el ilustre Jean Wier, médico del duque de Clèves, enseñó que su monarquía comprende 72 príncipes y 1.111 legiones. La gente firmaba pactos con el Diablo, acudía al sabat; los escritores convivieron con demonios familiares, como el gallo rojo de Cardano, como los perros negros de Bragadini, como el del economista Bodin. Por eso se multiplicaron los exorcismos, y a las mujeres poseídas les colocaban sobre la cabeza las reliquias de San Zanobi y el manto de San Juan Gualberto. El aire estaba preñado de demonios. Para las narices sutiles, a todo olor, del aroma delicioso a la carroña puerca, se mezclaba un rastro de azufre. Y en el lugar donde Palingenio me hablaba, en la carretera de Roma a cuyos lados se erigían, en el vaivén enlutado de los cipreses, las ruinas de los sepulcros, y donde se perfilaba, presidiendo el paisaje, la peña de Apolo, sentíase, más que en sitio alguno, su amenazadora, desazonante presencia, que brotaba del croar de las ranas, de los chapuzones de los sapos, del aleteo de los murciélagos, bestias sabáticas, del escalofrío de los árboles fúnebres, de la lívida linterna lunar que disfrazaba y hechizaba las cosas, y de la narración de Palingenio, testigo de atroces maravillas. Para colmo, me enteraba ahora de que alguien estrechamente conectado con nosotros, con nuestro cotidiano trajín, un paje de mi abuelo, se había atrevido a invadir ese mundo vedado. Y yo, en vez de rechazar con horror tales espantos y de santiguarme y escapar hacia el refugio del monasterio de San Silvestre, adivinaba bruscamente que mi existencia se iba iluminando con una nueva luz y que estos prodigios se relacionaban en cierto modo con mi horóscopo y eran, en consecuencia, inseparables del fundamento de mi vida.
—Debes encontrar al paje de Narni, señor Orsini —me dijo el poeta—, y desenmascararlo ante el cardenal.
Se lo prometí, aunque no pensaba hacerlo sino aprovechar la peregrina revelación. De vuelta al convento, callé lo que sabía. No lo comuniqué a nadie, ni siquiera a mi abuela, cuando regresamos a Bomarzo.
No recordaba cuál podía ser, dentro de la numerosa servidumbre del cardenal, el muchacho de Narni, pero era fácil averiguarlo. Supe pronto que se llamaba Silvio, que estaba en el palacio romano de mi abuelo, cerca de la iglesia de San Giacomo degl’Incurabili, y que debía llegar a Bomarzo en la semana próxima, para reincorporarse al séquito de Franciotto Orsini. Mi jerarquía de heredero del ducado y la blandura senil del cardenal me habían infundido una audacia desconocida, de modo que no vacilé en pedirle directamente que me permitiera agregar a Silvio de Narni a mi casa, pues, con la pérdida de Beppo, de Abul y de Ignacio de Zúñiga, me había quedado sin pajes para mi inmediata atención. Mi abuelo, que no tenía muy presente al mozo, confundido dentro del centenar de personas que lo rodeaban y que comprendía desde maestresalas hasta capellanes, fámulos, monteros, espadachines y muchos parásitos, me lo concedió en seguida.