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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (26 page)

BOOK: Bomarzo
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Dos meses y medio después de mi regreso a Bomarzo, el cardenal Orsini llegó con noticias frescas de Roma. El papa había podido huir del Castel Sant’Angelo a Orvieto, disfrazado de buhonero, con un solo acompañante, merced a la ayuda de ese mismo cardenal Pompeyo Colonna que le había dado tanto quehacer y que ahora multiplicaba las pruebas de una devoción obsequiosa. Así había escapado, con ropas de faquín, un colchón sobre la cabeza, doscientos años antes, Cola di Rienzi, pero lo reconocieron por el brazalete de oro. Menos lujoso y más hábil, el papa tuvo también más suerte. En la Ciudad Eterna, no bien se supo la temeraria fuga, el pueblo se entregó a una alegría delirante, pensando que habían terminado sus miserias, y una multitud de monjes y de sacerdotes afluyó a San Pedro para cantar el tedéum. La furia impotente de los invasores no alcanzó límites. Mi abuelo había pasado momentos de zozobra, en tiempos de la lucha contra los Colonna; pues integró el grupo de rehenes que sirvieron de garantía cuando Clemente VII abandonó Sant’Angelo por primera vez pero el cardenal Pompeyo (el mismo que había impedido que fuera papa, en el último cónclave) lo llevó consigo a Subiaco y lo colmó de honores. Luego, durante el largo asedio de las tropas imperiales, tornó a encerrarse con el pontífice en el Castel y no se separó de su lado. Nos detalló su ira contra Benvenuto Cellini, dedicándome unas miradas torvas. Y habló de la peste. La peste se había desatado en Roma como un flagelo divino. Lo peor es que, sin distinguir la justicia de las causas, diezmaba por igual a sitiados y sitiadores. Los cadáveres se amontonaban en las calles.

Mi abuelo quedó con nosotros, olvidado del feudo de Monterotondo. Ya no salía, como antes, a caminar por los alrededores del castillo y a detenerse en las casucas de nuestros paisanos, a probar los vinos que subían para él de los sótanos con ceremoniosa solicitud. Permanecía en su habitación, sobre las piernas un manto de armiño, y se parecía a los reyes de los cuentos. El viejo condottiero rezaba unas misas interminables. Había visto demasiadas infamias y atrocidades para que eso no conmoviera su fatigado corazón.

Durante los días más crudos de febrero, los españoles partieron de Roma para Nápoles. Los teutones se fueron también cargados como altares, y cuando desaparecieron por la puerta de San Giovanni, la gente agolpada en el camino dio rienda suelta al júbilo, distraída momentáneamente del horror de la plaga, tan cruel que un año más tarde todavía merodeaban por las calles manadas de lobos que atacaban a los hombres. En junio, el Santo Padre se trasladó de Orvieto a Viterbo, y el cardenal Orsini acudió a besarle la mejilla. Cuando, en octubre, pudo regresar a Roma, Clemente VII lloró de espanto ante la ciudad en ruinas, incendiada, que había perdido la mitad de su población.

Entre tanto, en Bomarzo, mi vida se desarrollaba plácidamente. Con Messer Pandolfo, empecé a traducir a Lucrecio. La invocación inicial a Venus me recordó la aventura con Nencia, pero aparté esa imagen pecaminosa y, para castigarme, compuse una oda en loor de Adriana que destruí con sobradas razones. Una mañana, junto al arco donde más tarde hice grabar las sentencias contradictorias sobre la Vida y la Muerte, observé que unos artesanos, aprovechando el reposo, labraban unas piedras —el blando
peperino
volcánico local—, dándoles toscas formas fantásticas que traían a la mente la tradición etrusca de ese suelo. Dichas figuras me hicieron evocar el sueño de las estatuas colosales que me había suspendido de maravilla en el oratorio de los Reyes Magos y, cuando recorrí las abruptas plataformas que se escalonaban en el valle, más allá del jardín italiano de mi abuela, tuve por primera vez la idea, vaga, difusa, de lo hermoso que sería transformar las rocas que en su fragosidad emergen, en inmensas esculturas, y tanto me emocionó esa extravagante visión que, sin imaginar que un día se llevaría a cabo y que ella sería como el resumen de mi singular existencia, transporté a mi aposento unos trozos de piedra dúctil y los coloqué, como ofrendas, a los pies de la armadura que me había regalado Diana Orsini después del episodio del esqueleto coronado de rosas, porque creí descubrir, entre esas armas verdes de herrumbre y esa materia tan familiar al contacto de mis manos, un esencial parentesco, que las vinculaba también conmigo mismo y con los obreros nacidos en Bomarzo que trepaban por los andamios del castillo. Energías oscuras, milenarias, comenzaron a reptar y a moverse en mi interior, desperezándose, desveladas por un incentivo aparentemente tan trivial como el recreo de unos paisanos que se distraían tallando pedruscos. Sentí como si esa tierra reclamara de mí la expresión alegórica de su secreto, y sentí que ese secreto se confundía tan estrechamente con mi propia vida que ambos constituían un todo inseparable, de suerte que si alguna vez elevaba el raro monumento a la magia de Bomarzo que se iba gestando en mi espíritu y que principiaba a dibujarse, pálido, como si se despojara de antiquísimas nieblas, al mismo tiempo situaría en mi heredad de Etruria, como en el proscenio de un teatro, a los personajes estatuarios que simbolizaban con sus actitudes las etapas de mi existencia excepcional. Pero para que yo estuviera en condiciones de concretar plásticamente esa doble y única metáfora, y de comprender lo que se esperaba de mí, era necesario que anduviera mucho aún por la vía espinosa, desgarrándome, recogiendo emblemas y sangrientas púas. No lo vi entonces, por supuesto, con la nitidez con que ahora explico el proceso, pero algo semejante a una intuición de dolor y de gloria me sobrecogió cuando hablaba pausadamente con los artesanos y revivía mi desazonante sueño premonitorio mirando de vez en vez, por encima del erizo de los andamios, hacia las nubes —esculturas también— que plasmaban y deshacían sobre el cielo puro sus fugaces relieves; y cuando volvía a mi cámara llevaba conmigo un lastre esotérico, como si el aire de Bomarzo hubiera fecundado espléndidamente al jorobado ridículo y hubiera hundido en sus entrañas la semilla de una hermética misión.

Por esos días mi abuela recibió unas líneas de mi padre, quien le informaba que los venecianos le habían confiado la custodia de Monópoli, a las órdenes de su amigo Lautrec. El francés debía marchar contra las posesiones de Carlos Quinto en el norte de Italia, en tanto que otro ejército, secundado por la flota de Génova, atacaba al reino de Nápoles. En agosto, Lautrec reconquistó el Milanesado para Francisco I, pero murió de la peste, y los restos de sus fuerzas, aniquilados por Antonio de Leiva, capitularon en Aversa, luego que Andrea Doria se pasó al emperador. Gian Corrado Orsini no regresó a Bomarzo, como habíamos supuesto. Quizás el dolor de la pérdida de su ilustre camarada, a quien el duque de Sessa, nieto de Gonzalo de Córdoba, mandó elevar un suntuoso sepulcro, lo impulsó a seguir andando, con sus diezmados hombres de armas, por la destrozada península. En cambio, quien regresó fue Girolamo, y con ello mi vida entera se halló frente a una de sus grandes encrucijadas y torció por nuevo rumbo.

Girolamo no vino solo. Como otras veces, lo acompañaban parientes y amigos de su edad, ensoberbecidos por la madurez precoz que les conferían sus hazañas. Eran los mismos de siempre, bronceados, parlanchines, gritones, ignorantes, pendencieros, dotados de una elegancia espontánea y de un sentido innato de lo bello que se reflejaba en el arte seguro con que elegían sus camafeos y sus joyeles y con que opinaban sobre arquitectura, sobre música, sobre teatro. Habían sido derrotados, pero se habían batido bien. Y no cesaban de hablar y de atropellarnos con sus fanfarronerías. Se instalaron en las habitaciones principales de Bomarzo, que se transformó así en una especie de campamento militar. Las armas se acumularon sobre las mesas y los arcones, se alinearon contra las paredes. Entre los jarros de vino asomaban los guanteletes y las desceñidas espadas. En los patios, los criados bruñían piezas de acero. Por nimiedades se agriaban las disputas, y los muchachos, como gallos de riña, de un salto, mostraban los espolones. Blandían las dagas y golpeaban las rodelas, tajeándose y reconciliándose. El cardenal Orsini, encerrado en su aposento, nada podía contra los jóvenes señores de su sangre que se creían dueños del mundo. Al contrario, a veces aparecía su fantasma rojo, detrás de una puerta, y sonreía nostálgicamente al verlos luchar con brincos de gimnastas, o bailar juntos, o rodear a Maerbale que inventaba unas mímicas locas. Mi abuela y sus damas eludían su trato. Los guerreros se enmohecían en la inacción, hartos de cazar, de querellarse, de acosar a las hembras del villorrio. Entonces, como antes, se dedicaron a perseguirme. Sufrí más que en las pasadas ocasiones, porque ya no era niño y entendía que la importancia de mis experiencias de los años últimos me otorgaba una personalidad digna de respeto. Ellos, que eran astutos, y más que ninguno Girolamo, olfatearon ese flamante retoño de vanidad, y se aplicaron con ahínco mayor a fastidiarme. Tenían arrebatos de crueldad infantil cuando organizaban las humillaciones. Las cosas fueron subiendo de punto, hasta que temí por mi vida, porque ningún juego sádico parecía colmar su hastío. Me acechaban detrás de las columnas, desenvainados los puñales; parodiaban mi andar; me obligaban a seguir sus danzas; me rompían y robaban los libros; forzaban la puerta de mi cuarto, de noche, desmoronaban la barricada de muebles que yo había apilado, con mil sofocos, para protegerme, y entraban allí también, desnudos, obscenos, a trastornarme con sus pantomimas. Messer Pandolfo comunicó la situación a mi abuela, a quien no osé, abochornado, referir esos martirios, y ella suspiró y habló con Girolamo, de modo que se suspendieron los tormentos, pero recrudecieron unos días después, cuando el tedio volvió a excitar a mis verdugos. Pensé huir, buscar refugio junto a Hipólito de Médicis, que se había reunido con el papa en Roma, donde —consiguiendo lo que jamás lograría Maerbale— su tío lo obligaría pronto a aceptar de mala gana un capelo cardenalicio. Me detuvo nuevamente la vergüenza de exponer mi degradación y mi debilidad, mostrando a la faz del mundo cómo se maltrataba, en sus propias tierras de Bomarzo, al hijo segundón del duque. Diana Orsini tornó a intervenir, y Girolamo se atrevió por primera vez a enfrentarse con la autoridad de la anciana señora, de cuyos reproches llegó a burlarse, diciéndole que un hombre construido como yo, baldón de la estirpe, sólo podía servir para divertir a los príncipes genuinos. Mi abuela se mordió los labios y recurrió al cardenal, pero Franciotto Orsini, reblandecido, se lavó las manos, alegando que seguramente exageraba, y es muy probable que en la intimidad de su corazón —a pesar de sus muecas compungidas— estuviera de la parte de Girolamo y sus cómplices, en quienes reconocía, ya próximo su fin, la turbulencia de su juventud de condottiero para la cual lo único que contaba eran los arrestos del desenfado de los bravucones, y a cuyo áspero fondo no había alcanzado el refinamiento florentino del que tanto se afanaba. Debí soportar el peor de los vejámenes, y fue que mi abuela —a mí, que ya tenía dieciséis años— me hizo dormir en su aposento, donde pasé las noches en vela, oyendo, abajo, la bulla de mis primos que improvisaban canciones sobre el giboso afeminado, o escuchando, más tarde, como lo único que podía procurarme cierto alivio, la respiración pausada de Diana Orsini, reloj que medía mis horas de soledad. Descorría a medias, a veces, el cortinaje que nos separaba de la habitación donde descansaban las damas, entre las cuales había algunas muy jóvenes, y mi desazón se complicaba con otros problemas ante el espectáculo que como una señal más de desprecio, pues ni siquiera me consideraban un hombre, inocentemente le ofrecían con su abandono a mi erotismo avizor, denso de visiones recogidas en la ciudad de los Médicis y en la casualidad de mis trajines por el castillo, y que no poseía más recurso para desahogarse que mi propio, triste e insatisfecho amor. Al amanecer, cuando cesaba el escándalo de los bebedores, me dormía, extenuado, y las pesadillas prolongaban mi tortura. Ni siquiera me quedaba el arbitrio de añorar la vuelta de mi padre, o de escribirle, pues demasiado enterado estaba de sus sentimientos hacia mí.

La angustia terminó, repentinamente, una mañana en que, aprovechando que mis enemigos se habían ido de cacería a Bracciano y que apretaba el calor, me fui a bañar en el crecido Tíber. Me acompañó mi abuela, deseosa también de un poco de sosiego. Ignorábamos los dos que Girolamo había quedado en el castillo.

Yo, que no me aventuraba a desvestirme ante nadie, lo hacía ante mi abuela por una costumbre que se remontaba a mi niñez, y porque ella fue hasta ese momento, de cuantos me rodearon, la única que me infundió confianza con su cariño y tomó con naturalidad lo que para los demás era motivo de repulsión o de mofa. Permaneció en su silla de manos, leyendo al amparo del sol, y mandó a sus servidores que se alejaran hasta desaparecer de nuestra vista. Puesta en su pequeña hornacina, como una imagen religiosa en cuyo vestido relampagueaban los diamantes, me vigilaba desde allí y a veces me gritaba algo afectuoso, quitándose las gafas y levantando los ojos del libro. Chapoteando, feliz entré en el agua. Nadaba mal, apenas, como se supondrá, y no me apartaba de la ribera, pero gozaba intensamente el placer del agua fría, sintiéndola deslizarse sobre mi pecho, sobre mi pobre espalda, sobre mis miembros, con larga caricia cordial. En ese instante, Girolamo surgió de la espesura. Quizás había pensado bañarse; o habrá adivinado que yo lo haría, al vernos partir del caserón, y nos siguió escondiéndose.

Se irguió a caballo, en la orilla, entre unas rocas, y comenzó a arrojarme piedras y a vocear insultos, con una insistencia diabólica, incomprensible en quien contaba ya veintiún años y se había distinguido en la guerra y en las cortes. No tenía yo con qué hurtar mi cuerpo flaco y torcido a la saña de sus comentarios y sus proyectiles. No me resolví a lanzarme a la corriente, ni tampoco a ganar la costa, donde me atraparía con facilidad, de modo que me cubrí como pude de las piedras, hundiendo en el río la aleta dorsal que me convertía en un menudo vestigio acuático. ¡Cómo lo odié entonces! ¡Cómo odié su imbecilidad, su saña, su desproporcionado aprovechamiento! ¡Cómo odié también su hermosura, la gracia de su porte que aun odiándolo no dejaba de valorar en el reverbero que incendiaba las matas! Se había abierto la camisa y su pecho moreno resaltaba, fuerte, en el desorden de la ropa. Las largas piernas enfundadas en dos medias amarillas pendían hacia la tierra que debía heredar, pintada cada una de un solo y diestro trazo de pincel, y era todo él como un fino arbusto brotado de esa tierra. Un mechón sudado le caía sobre la frente. Brillaban sus dientes blancos, sus ojos azules.

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