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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (22 page)

BOOK: Bomarzo
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—Mira, Pantasilea, te regalo mi collar de zafiros. Tú me das la sortija y yo te doy el collar.

Lo hice relampaguear en la media luz. Los espejos se colmaron de estrellas. Era una alhaja rara, noble, que el cardenal tendría probablemente de mi abuela o de su padre. En Monterotondo, según Beppo, había cofres llenos de joyas. Me pareció tan magnífico, culebreando entre mis dedos, que decidí aumentar el beneficio del trueque.

—Devuélveme la sortija, no reveles nada de lo que aquí ha sucedido, y el collar es tuyo.

Pantasilea recapacitó, tentada. La codicia la embellecía de tal modo, sonrosándola de matices, que creí que en ese instante, provocado por su cuerpo que se alzaba, terso, tendido, del desparramo de las almohadas, hubiera sido capaz de poseerla, pero no me atreví a ensayarlo.

—Está bien —resolvió—, aquí la tienes.

—¿Y no dirás nada?

Los zafiros resbalaban sobre sus pechos, sobre sus hombros.

—Nada, nada.

Rió, y su risa se confundió con los gritos de los pavones.

—Antes de que te vayas, te mostraré mi alacena secreta.

Se puso de pie y yo la seguí, con la sortija reconquistada, acomodándome las ropas, suponiendo que me enseñaría su cosecha de aderezos, su tesoro de meretriz. Ella iba adelante y caminaba con tanta gracia, desnuda, que se dijera que arrastraba un manto de reina. Había, en el extremo de la habitación, un mueble cerrado.

—Ábrelo —me ordenó—; conocerás los secretos de Pantasilea.

Hice girar su puerta y en el primer momento no comprendí de qué se trataba, pues lo que contenía, en lugar de fulgir, era opaco y despedía apenas una claridad de marfiles. Luego retrocedí, ahogando un gemido. En los estantes se exhibía una exposición macabra: cráneos, huesos, trozos de piel humana, sórdidos andrajos arrebatados tal vez de las tumbas, frascos rebosantes de dudosos líquidos. El esqueleto de un sapo, colgado de una hebra, se balanceó suavemente. Recordé que le había oído contar a Nencia que algunas cortesanas recibían de las hechiceras esos despojos horribles, con los cuales fabricaban sus filtros de amor. La angustia que me había oprimido en Bomarzo, cuando mi padre me aprisionó con la osamenta, renació intacta, atroz como si por arte de magia oscura hubiera vuelto al encierro espantoso. Posiblemente alguien le había relatado a Pantasilea mi experiencia cruel, puesto que nada que me concernía se ignoraba, y, para burlarse, para vengarse quizás, para enloquecerme, me espeluznaba con el repugnante espectáculo. Me volví hacia ella, trémulo de pánico y de cólera, pero Pantasilea huía ya, leve, luminosa, encendida la roja cabellera, sin más adorno de su desnudez lechosa que el chisporroteo de los zafiros, rítmica como una ninfa de Botticelli, escoltada por los brincos del perrito maltés, hacia la sala donde aguardaban mis compañeros. Traté de perseguirla, pero debí detenerme. El niño acorralado que yo era a la sazón se tumbó en el lecho, exhausto. Busqué refugio en la memoria de mi abuela, de Adriana, de Benvenuto, de Abul, y no me ampararon en mi descorazonamiento. El olor de la meretriz flotaba en la atmósfera y, asqueado, percibí que a él se mezclaba el de la carroña demoníaca de la alacena. Después me enderecé lentamente y salí por los corredores hacia el aposento donde pendía el fatídico poliedro de cristal, como quien va a la tortura.

Hipólito y Giorgino habían partido ya. Abul y Beppo me esperaban rodeados de las mujeres. Estaban alimentando a los pavos reales, en la
loggia
, y Pantasilea, vestida ahora con una transparente túnica escarlata, pasaba entre ellos. No me arriesgué a incorporarme al grupo, para evitar la cercanía de las aves de mal agüero, y aguardé en el salón a que me vieran, fingiendo interesarme por los tapices del rapto de las Sabinas. Pero como cada vez se alejaban más por la abierta terraza y lo ridículo de mi situación crecía, me decidí a salir. Aunque nadie sonrió ni pronunció palabra (en los labios de Beppo tal vez se posó la sombra de una sonrisa), de inmediato comprendí que Pantasilea me había mentido y que conocían mi descalabro. Lo advertí en sus ojos, en algo sutil que para Abul era pesaroso y para los demás grotesco y que vinculaba a esos seres distintos con invisibles lazos. Alcé la mirada, eludiendo a los pavones, y eché mano de toda mi energía para ordenar (y mi voz resonó en mis oídos, extrañamente, como la del cardenal Orsini):

—Ya es tarde. Vamos.

La despedida fue breve. Pantasilea me dio su beso de Judas y luego ella y sus acompañantes se inclinaron con una profunda reverencia delante del jorobado, pero me percaté de que eso formaba parte de la burla. La meretriz se despojó del laurel que le ceñía la frente y me lo ofreció como a un triunfador; era extremar la ironía y lo arrojé al suelo.

—Vuelve a visitarme, príncipe —dijo Pantasilea—. Hablaremos de Ariosto.

Beppo me tendió los guantes; Abul me tendió el birrete, y salimos. Marché erguido, a la cabeza.

Florencia giraba alrededor, como una rueda de oro, sin que la notara. Hubiera querido cortarme las venas; hubiera querido tirarme al Arno. Estaba loco de humillación. Sólo un instrumento mágico —el cuerno encantado de Astolfo; la espada Durindana de Orlando; Balisarda, la espada del hada Falerina— hubiera podido salvarme, y ningún nigromante se acordaba de mi miseria. Llegamos así a la Plaza de Santa Croce, cuyos torneos cantó Poliziano. Los palacios reverberaban en el crepúsculo. Atravesé la anchura de la explanada y, porque me dolía el pecho y se me nublaron los ojos, me paré, con el pretexto de oír la fábula, detrás de un grupo de artesanos que escuchaba a un narrador. Advertí, muy próximos, a Beppo y a Abul, y me llevé la mano al cuello, abierta como si yo fuera una figura de un retrato. Todo resultaba tan irreal que yo hubiera podido ser una imagen pintada. Algunos reconocieron al señor Orsini, que residía en el palacio de la via Larga, y se apartaron, dejándome avanzar al frente con mis servidores. El narrador era ciego y viejo y se acompasaba con un violín. Refería la historia de Ginebra de Ravena y yo, que la sabía demasiado, pensé retroceder, pero ya era tarde. Ya era tarde para que no escuchara las coplas aborrecibles. Apreté los puños y me entregué a la mala suerte, a la saña inexorable de los pavos reales.

El padre de Ginebra la destinaba a casarse con un jorobado de Ravena (aquí mis vecinos me espiaron con el rabillo del ojo, y el ciego del violín, que no podía darse cuenta de su dureza, encogió los hombros y se retorció, simulando una giba, delante del príncipe giboso que estaba de pie en el primer plano), pero Ginebra amaba a un adolescente, Diomedes, que era bello como Antinoo y que se paseaba, vestido de seda verde, en un caballo blanco. Ginebra se casó, y Diomedes, disfrazado de mujer, entró a su servicio. Un día, el jorobado, que no se había dado maña, no obstante sus esfuerzos, para hacer suya a su mujer, trató de propasarse con la joven criada y descubrió que, aunque no tenía ni un pelo en el rostro, la criada poseía elementos que indicaban, indiscutiblemente, que pertenecía al sexo masculino. Los amantes empujaron al jorobado por una escalera, como en una escena de retablo de títeres, y el marido se rompió el cráneo. La dulce Ginebra lo remató y los amantes heredaron sus bienes. Cuando concluyó el cuento, nadie osó aplaudir. Únicamente el ciego se reía, y su violín también con una risa cascada. Abrí mi escarcela y le arrojé tres florines de oro. Su ruido metálico cantó en el silencio. Los recogió el lazarillo que me clavó los ojos inocentes, y el anciano, quitándose el gorro, me agradeció tan espléndida fortuna. Pero nadie le dio una moneda más y el grupo se disolvió en un instante; esa noche, los mozos comentarían el episodio en los soportales de los Tornaquinci.

—¿Qué sucede? —preguntaba el ciego, y el lazarillo no acertaba a explicárselo.

Nos alejamos y yo iba ya como un sonámbulo, de suerte que debí apoyarme en el brazo de Abul. ¿Qué tenía, para que se me acosara constantemente, sin concederme reposo? La historia de Ginebra, de Diomedes y el jorobado que me habían lanzado a la cara, abofeteándome públicamente para coronar una tarde de oprobio, se revelaba como una alegoría de mi existencia. Sobre ella flotaba el recuerdo de Girolamo, obligándome a vestirme de mujer, pero Diomedes lo había hecho para alcanzar una victoria de astucia, y yo sólo conseguí con ello el desprecio y la ira de mi padre. Y ese jorobado que no había podido gozar de Ginebra de Ravena y que, sin saberlo, requería a un hombre con ropas femeninas… y que luego se precipitaba y moría en una escalera…

Algunos rezagados, que habían quedado en un rincón de la plaza, charlaban, cuando crucé junto a ellos, del mundo nuevo hallado a la otra parte del mar, donde antes se aseguraba que la Tierra concluía. Hernán Cortés ya había conquistado México, y las noticias se encendían de oro y de sangre. Allá, lejos, lejos, hubiera ansiado irme, porque América era la verdadera tierra de
Orlando Furioso
, y entre sus monstruos yo hubiera pasado inadvertido.

En el palacio, mientras ascendía a mis habitaciones arropado por las sombras de la escalinata, mis nervios cedieron y rompí a llorar como un niño, ahogándome, doblándome, repitiéndome que para mí todo había terminado y que en verdad lo mejor que podía hacer, para liberarme, era dejarme morir. Entonces Abul se adelantó, me tomó en sus brazos y me besó. Sentí sus labios húmedos en la comisura de mi boca, con el sabor de mis lágrimas Beppo dijo algo, no sé qué dijo pero debió de ser algo desagradable y torpe, y yo le tiré un golpe y otro y otro que cayeron al vacío, pues el muchacho echó a correr escaleras arriba. Le dimos caza, insultándolo, sin alcanzarlo; Abul, mucho más ligero; yo, cojeando detrás. Cuando irrumpí en la cuadra de los pajes, mis dos servidores estaban separados por la cuja donde Beppo dormía y se observaban, listo el uno a dar el salto y el otro a hurtar el cuerpo y escapar. Entre ambos, en la pared, había clavada una copia burda del escudo de los Orsini que Beppo consideraba suyo: la rosa, la sierpe, los osos. El símbolo de tantas glorias que había flameado en banderas para las cuales yo, Orsini réprobo, significaba un baldón, aumentó con su presencia admonitoria el dolor que me desgarraba. Si yo hubiera sido el ilegítimo, ¿qué habría podido ser sino un bufón más, en la casa de mi padre?; si Beppo hubiese sido el legítimo, si lo hubiese reconocido Gian Corrado Orsini, ahora estaría en Bomarzo con Girolamo, con Maerbale, con los primos, con los amigos, bruñendo las armas de torneo y de guerra. Me di cuenta de que la intensidad de mi odio únicamente era digna de parangonarse con la suya, pues a ambos nos sobraban razones para aborrecemos y la envidia atormentaba igual al señor y al criado. Abul saltó sobre la cama espigado, magnífico como Aquilante el Negro. Su piel y su traje de nieve echaban lumbre. Al desordenar la cuja con sus brincos, un objeto cayó a mis pies, que recogí. Era la sortija de Adriana. Después mis dos pajes desaparecieron, el uno del otro en pos, corriendo, corriendo, sorteando las camas revueltas y las ropas esparcidas, hacia la puerta extrema de la cámara que se esfumaba en una neblina de arneses y de piezas de armadura.

El topacio me quemaba los dedos. Su piedra amarilla encerraba lo único que le faltaba a mi veneno, la última gota de hiel. Con él en la mano, como si llevara un ascua, busqué el camino del aposento donde agonizaba mi amor. Necesitaba saber en seguida y recibir la estocada postrera; casi diría que ansiaba recibirla y tumbarme para siempre. Pero en mitad de mi andanza topé con Pierio Valeriano y Messer Pandolfo, portadores de libros con plumas y tinteros, quienes me detuvieron sin parar mientes en mi aspecto demudado que la penumbra escondía.

—Un topacio… —declaró Pierio Valeriano, pausadamente—, piedra saludable, piedra de vírgenes, de castidad… Los cristales de la naturaleza son muy interesantes. Un topacio… Consultaré a mis lapidarlos, a ver qué informan al respecto.

—Yo poseo una copia del poema de Mardobus —terció Messer Pandolfo con orgullo—, que menciona setenta piedras preciosas en casi ochocientos hexámetros.

—Y yo poseo el
Speculum Lapidum
de Camilo Leonardi de Pesaro, médico de César Borgia, que cita por orden alfabético doscientos setenta minerales.

—También está el
De Mineralibus
de Alberto Magno.

—Es cierto. Lo he hojeado aquí, en la biblioteca de los señores. Y hay un tratado arábigo-persa…

—Los consultaremos.

—Un topacio… Señor Pier Francesco, ¿a qué tanta premura?… Si no me equivoco, el topacio es una de las doce piedras que adornaban la placa cuadrada que el sumo sacerdote de Israel llevaba sobre el pecho… ¿A qué tan apurado, señor Orsini?

¿Dónde se ocultan —pensaba yo en mi desvarío impaciente— mis osos gigantes, mis osos centenarios, mi guardia?, ¿por qué no acuden?, ¿por qué no me ayudan?, ¿ignoran que más que nunca los necesito hoy?, ¿acaso he dejado de ser el príncipe Orsini y ya no merezco su escolta?; ¿qué puedo hacer solo?, ¿qué puedo yo, jorobado, cojo, con mis catorce años deshechos, con la Muerte que me ronda hambrienta, contra la Vida?; ¿y mi inmortalidad?, ¿y mi horóscopo?

Y los dómines, entre tanto, se pasaban el topacio de Adriana y peroraban en latín.

La luz fugaz que había sido Adriana chisporroteaba apenas cuando entré en su habitación. Pronto moriría, y aquel aposento, con sus borrosos tapices, quedaría a oscuras. Me llegué a su lecho, y advertí que la Muerte comenzaba a enseñorearse ya de sus ojos violetas que se habían tornado opacos, perdido el brillo de oro de sus estrías. Toda ella semejaba, en su descarnada rigidez, en los blancos pliegues de los linos bordados que la moldeaban, esculpida, marmórea, y ensayaba el dibujo de la estatua sepulcral. Ardían los cirios frente a las imágenes religiosas y a los exvotos y se oía en la penumbra el bisbiseo de las monjas orantes. Supe por Nencia que los médicos habían dicho que no había más remedio que resignarse ante el fin próximo. Supe también que Catalina y Clarice habían estado a verla y que la última le había dado un inútil brebaje, preparado por una vieja herbolaria, para agotar los medios de salvación. Grandes relicarios la rodeaban, traídos de la basílica de San Lorenzo, y el tiritar de las velas insinuaba en sus cristales y en sus orfebrerías, coágulos y huesos santos. Caí de hinojos, olvidado del grave motivo circunstancial que me conducía allí y, cosa que no hacía desde largo tiempo, me puse a rezar. Hubiera querido contribuir con algo a socorrerla, y me acordé de los venerados vestigios de San Anselmo que se conservan en Bomarzo, pero estaban demasiado lejos, así que, a falta de otra ayuda, recurrí supersticiosamente a mi talismán, al anillo de Benvenuto Cellini, y se lo acerqué a los labios. Adriana me miró sin reconocerme, y en la quietud del aposento sus labios se entreabrieron bajo el aro de metal y murmuró: Beppo… Beppo, como si respondiera a las aprensiones que me acongojaban, con una voz baja y distinta en la que nada permanecía de su rica vibración. Entonces sentí renacer mis celos y mi cólera, retiré el anillo, saqué de mi escarcela la otra sortija, la que había hallado en la cuadra de los pajes, y la tendí a Nencia, que nos contemplaba sin disimular su culpable zozobra. Tomé a la mujer por la muñeca, con un ademán violento del cual no hubiera sido capaz en circunstancias normales. Y la atraje afuera, al corredor, para que las monjas no escucharan nuestro diálogo.

BOOK: Bomarzo
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