La puerta de la habitación de Messer Pandolfo estaba entornada y encima de la mesa distinguí su sobado ejemplar de Virgilio. El preceptor dormía. Entré calladamente. Confiaría mi suerte a la decisión de otros dioses, más soberanos que los Orsini, por medio de las
Sortes Virgilianae
. En Bomarzo solíamos practicar esa adivinación popular, que entregaba al azaroso oráculo de un libro la resolución de problemas nimios o arduos. ¿Acaso no corría sangre de magos por las venas de Virgilio? ¿Acaso, a través del hechizo dantesco, no lo consideramos como un nigromante, como un vaticinador? Me sometería a lo que me decretara la
Eneida
.
Volví sus páginas, cerrando los ojos, deslicé el índice sobre uno de los folios y leí:
—At Venus aetherios inter dea candida nimbos
dona ferens aederat, natumque in ualle reducta
ut procul egelido secretum flumine uidit
talibus adfata est dictis seque obtulit ultro…
Traduje mentalmente: «Entre tanto Venus que había atravesado, brillante, las etéreas nubes, estaba ahí con sus presentes. Vio aislado, en el fondo del valle, a su hijo separado de sus compañeros, sobre la fresca ribera, y le dirigió estas palabras, mostrándose ante él…».
Pero no necesitaba enterarme de cuáles eran las palabras de Venus a Aquiles. Me bastaba con ese mensaje. Me bastaba que la divinidad del amor se manifestara ante su hijo, «aislado», «separado de sus compañeros» como Pier Francesco Orsini. Me bastaba que el Amor mismo surgiera ante el solitario. Y si no leí lo que seguía, fue porque ansiaba que el pronóstico virgiliano coincidiera con mis aspiraciones ocultas, a las que el texto infundía un sacro vigor, y porque, como otras veces, había podido descargarme de la responsabilidad de un gesto decisivo. Los dioses lo habían resuelto y ellos eran mucho más sapientes que yo y estaban en condiciones de dictaminar si lo que yo me aprestaba a hacer ofendería o no la memoria de Adriana. La sombra de Adriana no se rebelaría contra las determinaciones celestes. A la hora fijada busqué a Nencia, que fue puntual.
Me guió por las escaleras y entramos en la capilla del palacio.
—Diremos una oración —arguyó—, para que la muerta nos perdone.
Rezó por lo bajo y yo, de pie a su lado, capté lo desusado de la situación, renunciando a concentrarme. El bailoteo de unos pocos cirios alumbraba, como si los fuera pintando, los frescos de Benozzo Gozzoli que cubrían totalmente los muros del pequeño oratorio. No he visto jamás una cabalgata de tan bella fantasía. El juvenil Lorenzo, el emperador de Bizancio y el patriarca de Constantinopla, representaban a los Reyes Magos en el séquito triunfal. Clarice Strozzi me había explicado a quiénes retrataban los otros personajes: Pandolfo Malatesta, señor de Rímini; Galeazzo Maria Sforza, hijo del duque de Milán; los Médicis; Victorino da Feltre, Nicolás da Uzzano, el propio Gozzoli… Desfilaban, metálicos, multicolores, ataviados con lujoso capricho, sobre caballos de jaeces espléndidos, en un paisaje de cipreses y torres —Careggi, San Gimignano—, de rocas, de bosques, de jardines, como si se encaminaran centelleando hacia una fiesta en la corte florentina… Camellos y animales feroces contribuían a la extravagancia. Volaban los pájaros misteriosos. Y quien me impresionaba más era ese muchacho que lleva un leopardo a la grupa del corcel. Pero no… quien esta vez me impresionaba era el arquero negro que se yergue junto al caballo de Sforza, porque me recordó a Abul, y entonces la escena poética, casi oriental de tan curiosa y alhajada se transformó, estremeciéndome de pavor, en la cacería de Hipólito de Médicis. Hipólito era el adolescente Lorenzo que ciñe una rara corona; Beppo era el muchacho del leopardo, vestido de azul, que se volvía a observarme, sujeto el felino por una cadena… Me miraban los demás, desdeñosos, desde lo alto de las cabalgaduras, desde la magia de un mundo que me condenaba en silencio… Y la cabalgata seguía girando con lenta ceremonia. Aquél era Lorenzaccio; aquél era mi padre; aquél, el cardenal Orsini; aquélla, aquélla con ropas de paje, era Adriana… y estaban encerrados conmigo en una inmensa pajarera que rutilaba al sol. Me miraban, callados, como unos jueces aristocráticos, tan ilustres que mi culpa crecía y me postraba ante ellos. Quise huir y Nencia me retuvo. Me apretó contra su pecho. Con una mano me tapó la boca. En la escalinata resonaban voces. La mujer cerró la puerta.
Los compañeros de Hipólito regresaban y se oía el estrépito de sus armas al chocar piedras roídas. Discutían animadamente. Repetían a los del palacio que Beppo había muerto de un ballestazo de Abul, y que mi esclavo negro había desaparecido. Por más que lo buscaron, batiendo los matorrales, explorando, interrogando a los guardabosques, subiendo a las colinas, no lo pudieron encontrar. Los bereberes desnudos conducían por la escalinata el cadáver de Beppo, sobre los hombros, en unas angarillas, volcada la cabeza. Tendría abiertos todavía los ojos azules, semejantes a los de Girolamo, a los de mi abuela, porque hasta eso me había robado: los ojos claros de Diana Orsini. Nencia advirtió, en mi cuerpo tenso, el horror que me sacudía, y se pegó a mí. Entonces, casi sin dejarme respirar, mientras la fúnebre comitiva se alejaba por los corredores, me arrastró al suelo.
¡Señor, Señor, Adriana dalla Roza había muerto; Beppo había muerto por orden mía; Abul se había ido tal vez para siempre, y yo estaba ahí, debatiéndome sobre una hembra que hubiera podido ser mi madre y que me arrancaba de las entrañas una rápida, confusa, desesperada delicia! ¡Yo me hacía hombre y alcanzaba esa terrible victoria en brazos de la Muerte, que para poseerme había adoptado la máscara de una mujer enloquecida de lujuria! ¡Y eso sucedía en un sitio sagrado, en la capilla de los Reyes Magos, profanada por mí! El Día había muerto; había muerto la Noche también —los que Messer Pandolfo debió apodar el Día y la Noche, porque la Noche era Abul y no Ignacio de Zúñiga— y ahora, como las dos figuras de Miguel Ángel en la tumba del duque de Nemours, Abul y Beppo custodiaban al invisible sepulcro de Adriana en una región incandescente que yo no conocería jamás, y hacia la cual partía, sin un rumor, sin que se agitara un pliegue de las vestiduras fabulosas, la cabalgata de Benozzo Gozzoli. Y yo estaría solo perpetuamente, solo con mi pecado. Mis lágrimas, tan fáciles, no corrieron. Mi corazón se endurecía, como si hubieran engarzado en su lugar un topacio gigantesco, el topacio de Adriana. Nencia, consciente de su salvaje desvarío, había escapado por fin, dejándome tendido sobre las losas de mármoles raros de serpentino, de pórfido. No me atreví a alzarme. Los caballeros de oro continuaban alrededor, con lanzas y plumas, acechándome. Me espantaba tropezar con los pintados ojos del niño del leopardo. O descubrir, en el altar de Filippo Lippi, quién sabe qué iracundo prodigio.
Ignoro cuánto tiempo quedé en esa posición, hundida en las manos la cabeza, aguardando la venganza augusta. ¿Quién era yo, quién era a los catorce años?, ¿un monstruo? ¿La deformación que torturaba al cuerpo se había infiltrado hasta mi alma, retorciéndola?, ¿de qué me servía el escepticismo orgulloso?, ¿quién era yo, y para qué había venido a la Tierra y por qué no me quemaba un rayo purificador? Si me hubiera animado a rezar… Pero eso hubiera sido añadir a la profanación el sarcasmo.
Entonces oí que gritaban mi nombre por las galerías. Ignacio de Zúñiga me buscaba. Me estiré hasta la puerta, empujé la hoja y le respondí con un hilo de voz. No sé si comprendió lo que había pasado, cuando me halló, desordenada la ropa, tirado como un perro. Me refirió brevemente lo que yo sabía y trató de incorporarme, pero me negué a obedecerle.
—He pecado —murmuré—, he pecado contra Dios y contra el hombre.
Cayó de rodillas a mi lado y comenzó a rezar. Con él también había sido injusto. Como Ariosto en la corte de Hipólito de Este, Ignacio padecía en la del otro Hipólito. Como Ariosto hubiera preferido una existencia sencilla, en lugar de la pompa que yo le había impuesto, entre los Médicis vanos. Levanté mis ojos hasta su cara y vi que estaba iluminada como la de un santo y que sus labios se movían apenas. En el techo, entre los casetones policromos, se recortaba el monograma de Cristo. Lo mismo que un perro, besé la mano fría de mi servidor. Me pasó un dedo sobre la boca impura, como si me la limpiara. Luego me fui quedando dormido.
Soñé que estaba en un parque rocoso, poblado de enormes esculturas. Era el parque de Bomarzo. Yo no podía entenderlo aún, pero ése era el parque futuro de Bomarzo, mi obra peregrina. Y en medio de los monstruos, los dragones, los titanes, que emergían de la fronda, experimentaba un alivio maravilloso. Me perdía entre ellos, como en una floresta encantada y, aunque los demás temían a su ejército fantasmal, yo los amaba, amaba a mis monstruos de piedra, porque sólo rodeado por su guardia, por sus zarpas, por sus fauces, por sus colosales esqueletos agrietados, sería capaz de seguir viviendo, viviendo, viviendo eternamente.
El remordimiento y el dolor me enfermaron. Me avergoncé de mí mismo. Cuando me recuperé, una semana más tarde, estaba en plena crisis mística. Duró tanto como el resto de mi permanencia entre los florentinos, o sea un año entero. De no mediar mis inconvenientes físicos, hubiera iniciado los estudios para recibir las órdenes sacerdotales, pues, estimulado por Zúñiga, pensé que me había tocado la gracia, despertando en mi alma réproba la religiosa vocación. Mi abuelo reanudó, algunos días después, su viaje hacia el norte de la península. Me despedí de él y le rogué que me bendijera. Por primera vez, reconocía en Franciotto Orsini al hombre de Dios. Pero si yo creía haber cambiado, el cardenal seguía siendo el mismo. Trazó sobre mi frente la señal de la cruz, con un brusco ademán más guerrero que eclesiástico.
—He sabido —me dijo, afinando la burla— que el collar que te regalé quedó en manos de Pantasilea. No te lo reprocho. Está bien que un señor de tu casta sea pródigo, pero siempre que eso se justifique galantemente… porque, según entiendo, a cambio de los zafiros nada alcanzaste, hijo mío, y saliste de su casa como en ella habías entrado.
Se azotó las botas de montar con la fusta, como solía hacer mi padre, y me contempló sonriendo. Yo hubiera podido replicarle que si el asunto lo inquietaba había materia para apaciguarlo, pues el candor de su nieto pertenecía al pasado, aun del punto de vista de las comprobaciones materiales, pero apreté los labios y ofrecí el callado sacrificio de mi vanidad.
Las cartas que en ese período envié a mi abuela estuvieron salpicadas de citas de los libros sacros. Ella me contestaba sorprendida, sin atreverse a compartir mi entusiasmo ni a esbozar un epigrama. No era piadosa y probablemente se devanaba los sesos en pos del motivo de mi evolución, que habrá atribuido a un trastorno del crecimiento, y que la intrigaba en un medio tan pagano como el de los Médicis. Me enteré de que Ignacio de Zúñiga, en respuesta a la única carta que Diana Orsini le dirigió, le insinuó que yo había sufrido una mudanza fundamental por la muerte de Adriana, pero a mi vez eludí aclarar las dudas afectuosas que su correspondencia me traía y hablarle, además de Adriana, de Nencia, de Beppo, de Abul, de cuanto me roía el corazón y me mantenía despierto, las noches largas, frente a un breviario. En cuanto a Nencia, no me persiguió más. Había conseguido lo que ansiaba. Quizás soñaba con tener un hijo del linaje de Orsini. Felizmente no vino. La modificación de mi conducta y la magra alegría que había derivado de mi atribuida sensualidad, calmaron el entusiasmo de mi captora. Y el resto, Hipólito, Lorenzino, Alejandro, Clarice, Giorgio Vasari, tampoco se metió conmigo. Otros problemas los preocupaban. El propio cardenal Passerini, cuando lo consulté sobre ciertos escrúpulos teológicos, me dijo que estaba demasiado absorbido por los asuntos de estado para ponerse a resolver mis perplejidades, y me señaló que es peligroso dedicarse a ahondar algunos textos, porque la tentación de la herejía suele ser el castigo de la curiosidad neófita. Insistió en que volviera a Ovidio y a Catulo. Me propuso que ensayara la caza con halcones.
Lo cierto es que, paralelamente con mi desazón espiritual —que me hacía reiterar las confesiones a un paciente dominico del convento de San Marcos a quien por poco trastorné—, se desarrollaron los acontecimientos históricos que alteraron la vida de Florencia y provocaron mi regreso.
El emperador azuzó a los Colonna contra Clemente VII y lo obligó a encerrarse en Sant’Angelo, su ciudadela. El barrio de Borgo, en Roma, donde estaba nuestro palacio, fue entregado al saqueo. Robaron el guardarropa de Clemente de Médicis, una de sus tres tiaras, los cálices, las cruces, los paramentos de San Pedro; arrojaron por las ventanas del Vaticano lo que no podían acarrear. Una vez libre, el papa se desquitó, demoliendo catorce castillos y pueblos de los príncipes encabezados por el cardenal Pompeyo Colonna. Felipe Strozzi había sido uno de los rehenes pontificales, y Clarice viajó en su litera a Roma y logró salvarlo. Les faltaba tiempo, pues, y tranquilidad, para ocuparse de mis especulaciones. Luego se produjo la orden de Carlos Quinto al condestable de Borbón y a Lannoy para que marcharan sobre los estados eclesiásticos, y Lorenzino partió a Venecia. El bárbaro Freundsberg avanzó con sus mesnadas teutonas, blandiendo una soga con la que juraba ahorcar al Vicario de Cristo. Después lo fulminó una apoplejía. Las tropas acamparon a las puertas de Roma y el papa tornó a pertrecharse en Sant’Angelo, con trece cardenales —entre los cuales se hallaba mi abuelo— y tres mil personas de toda índole que entorpecían las operaciones militares. Benvenuto Cellini (la noticia me alegró en medio de tantas tristezas) contribuyó a defender el bastión, como artillero. Fue entonces cuando hirió al príncipe de Orange, con un trozo de metralla, y mi abuelo, furioso, quiso mandarlo matar, pues entendía que con eso se malograban las perspectivas de pacificación. Se me ocurre que la ojeriza del cardenal Orsini contra el orfebre tuvo, entre otras raíces, la de su imperdonable actitud hacia mí. El cardenal no había olvidado el consejo familiar que se convocó en Bomarzo, después de mi breve encuentro con Benvenuto en la playa vecina de Cervéteri y que motivó mi absurdo destierro a Florencia. Cellini desmontó la tiara y las joyas del Santo Padre; las cosieron en sus vestiduras rituales y en el traje del Cavalierino, un muchacho que había sido palafrenero de Felipe Strozzi, y Clemente VII no toleró que dañaran al artífice. Los episodios subieron de tono, precipitándose. Roma fue conquistada en una hora y saqueada sin freno. Los soldados imperiales que habían atravesado Italia cubiertos de andrajos, andaban ahora por sus calles vestidos de plata y oro. Sus sombreros relampagueaban por las pedrerías, y sobre sus pechos velludos se balanceaban las sartas de perlas de las grandes damas y de las meretrices. Mi abuela perdió su collar célebre. Mujeres ataviadas con suntuosidad demente, y cortejos de servidores, seguían doquier a los rufianes, portando cuadros, esculturas, vasos preciosos y los espadones de sus amos, enhiestos como símbolos priápicos, que se entrelazaban de ajorcas y cintas. El hierro de la Santa Lanza fue atado a su pica por un lansquenete de Lutero y, en las tabernas, entre los copones del Santísimo, rebosantes de vino, el Velo de la Verónica pasó de mano en mano. Entre tanto, en Sant’Angelo, no callaban las letanías y el fragor de los estampidos. El aroma del incienso envolvía al castillo que se levantaba, sahumado, en el horror, como una sagrada colina, último refugio de la fe y el orden.