Bomarzo (20 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Quizás no haya olvidado el lector que cuando fugazmente con Benvenuto Cellini, en la playa del castillo de Palo, me narró el lance de su asistencia a una comida de artistas con un muchacho español disfrazado de mujer, pues cedió la cortesana que debía acompañarlo a uno de sus amigos. Esa cortesana era Pantasilea. Desde entonces, aprovechando el tiempo, Pantasilea había progresado. Del círculo de los artistas había ascendido holgadamente al de los señores y eclesiásticos que les encargaban sus obras; y de Roma, por razones que luego se explicarán, se había ido a Florencia, donde presto fue notoria. En ella fijó sus ojos Hipólito de Médicis, cuando el cardenal Orsini le comunicó su propósito. Mi abuelo y el príncipe hicieron funcionar las ruedas de la intriga, y —el desembolso debió ser sustancioso— consiguieron para pocos días después, con idas y venidas de Beppo, combinar la entrevista buscada. Presumo que Beppo aprovechó su condición de correo y de banquero provisorio, además de su cara hermosa, para lograr los favores de Pantasilea sin ningún dispendio personal. Lo presumo porque, conociéndolo, me parece obvio que así fuera. Quién sabe si no esgrimió el argumento de que, ya que tenía que despabilar a un jorobado, era lógico que la mujer se desquitara de antemano con un mozo de tan buena estructura. O quizás se habrá cobrado de esa suerte su comisión. De cualquier manera, el hecho carecía de importancia.

Mientras se desarrollaban unos manejos que tan de cerca me incluían, yo estaba a mil leguas de imaginarlos. Seguía visitando escondida y nocturnamente a Adriana; seguía recorriendo, de tarde, con Abul o con Ignacio de Zúñiga, los lugares donde la prez de la galante aristocracia florentina se congregaba para comentar los acontecimientos ciudadanos y donde la amistad y el parentesco de los Médicis contribuían a que se tolerase mi facha sin aparente sorna. Entre los mármoles de la Plaza Santa Liberata, de tan deliciosa frescura, en el banco de los Spini o en la galería de los Tornaquinci, una de las quince mentadas
loggias
que convocaban a la gente trivial y grave de la ciudad, oía las glosas de política, de adulterio, de pintura, de letras… Hasta que por fin, cuando todo estuvo pronto, mi abuelo me anunció que al día siguiente por la tarde gozaría de la prerrogativa de una visita («una visita amorosa», me dijo) a la casa de Pantasilea.

La noticia me anonadó. Si bien me picoteaba el lascivo hormigueo, no concebía que nada así pudiera suceder. Y menos, mucho menos, de ese modo. A veces pensaba que, en un momento imprevisto, mi encuentro fundamental con una mujer —con
la
mujer— tendría que producirse, y especulaba con la idea de que ello acontecería como resultado de las circunstancias, del azar, del destino, casi lógica e ineludiblemente, como una enfermedad desemboca en la convalecencia, pero nunca provocando con organizada alevosía el contacto ansiado y temido. Y, de haber organización previa, lo que jamás me pasó por la mente fue que ella estaría a cargo de mi abuelo, cuya indiferencia patente alternaba, cuando se trataba de mí, con una repulsión velada apenas, de manera que mi primera deducción, al recibir el golpe insólito, fue que el plan de Franciotto Orsini recelaba una trampa. El miedo de una burla, de un escarnio, se añadió entonces al otro miedo, al miedo esencial que yo experimentaba frente al misterio de la mujer, como consecuencia de mi físico singular y de la forma en que éste había modelado mi tortuosa psicología. Temblé. Mi aspecto debió ser ridículo en ese instante y comprendo la sonrisa leve que asomó a los labios del cardenal, aumentando mi angustia. Para mi abuelo, para mi padre, para Girolamo, para la larga línea de nuestros espléndidos antecesores, aquellas cosas terribles se habrían presentado, cuando surgieron en sus caminos, como lo más sencillo y natural de la tierra. Estaban hechos para enfrentarlas, dominarlas y gozarlas. Yo, maniatado por mi timidez y por la obsesión de las trabas de mi cuerpo que, en lugar de facilitar el hallazgo de ese mundo desconocido, meta de un viaje difícil, tenían que entorpecerlo y hasta imposibilitarlo —por la aversión que sin duda suscitarían en mi ignorada compañera de ruta—, había postergado sin término la probabilidad de tal encuentro y, si en alguna ocasión, en sueños, lo imaginaba, lo revestía de un aire irreal, como si perteneciera al ámbito de la fantasía. Si sucedía, que sucediera; allá se vería entonces… Entre tanto, refugiado en la incomunicada fruición secreta que yo mismo desencadenaba y que no implicaba el riesgo de ningún rechazo, puesto que, mientras mi pobre sensualidad se enardecía, era yo, como un titiritero avezado, quien manejaba a voluntad a los actores que intervenían en sus escenas, y refugiado también en la reclusión de un dédalo sentimental que embargaba mi ánimo y poblaba mi soledad con emociones distintas, a las que Adriana, Nencia y Abul contribuían con la diversidad de sus personalidades, creía no requerir nada más para subvenir a mis exigencias adolescentes. Que me dejaran en paz: eso es lo que anhelaba. Que se olvidaran de mí; que me dejasen…

Era vano ensayar de oponerse. Demasiado bien sabía yo cuál era el talante de mi abuelo. Cualquier intento contrario agravaría las cosas.

—Hipólito de Médicis —me dijo el cardenal— ha tenido la bondad de consentir en acompañarte. Puedes darte por bien servido, con un príncipe de escudero. Yo no lo hago por respeto a esta púrpura. Antes, cuando ceñía armas, era diferente… Hubiera ido contigo. Irá asimismo tu paje Beppo, que es tan avispado. E irá ese muchacho pintor, Vasari. Creo que él también —sonrió mi abuelo y mostró su boca desdentada— hará su visita inicial a Venus. Felices ustedes. Envidiables…

Lo único que obtuve, pues la batalla estaba perdida de antemano, fue que Abul participara de nuestra empresa. Con él a mi lado me sentiría más seguro; Franciotto Orsini me lo concedió graciosamente. Reverberaba de buen humor. Me tendió un frasco y añadió:

—Perfúmate, Pier Francesco. El joven príncipe debe ir perfumado. Y ponte el collar de zafiros. Será como si yo estuviera allí.

Pasé una noche atroz, aguardando. No me atreví a llegar a la habitación de Adriana, tal era el estado de mis nervios. Dormí apenas y mi sueño sobresaltado se colmó de imágenes confusas, de entreverados cuerpos que creaban una especie de Laocoonte carnal y monstruoso. Me desperté de madrugada, bañado en sudor. El recuerdo de Beppo y de la hija del posadero, entrevistos en Arezzo, me perseguía. Lo único que me infundía cierta confianza era el nombre de la meretriz, Pantasilea. Acaso fuera la misma de Benvenuto Cellini y, si yo le hablaba del artífice y de la amistad que me había demostrado —abultándola hasta probarle que éramos íntimos—, tal vez la cortesana me trataría indulgentemente y me ayudaría, con mi giba, con mi vergüenza, con mi apocamiento, con mi orgullo, con mi espanto, con las cargas innatas de las cuales no podía despojarme, a pasar el trance injusto que el cardenal Franciotto les imponía a mis próximos quince años infelices.

Hasta esa edad, los dos episodios de mi existencia que me impresionaron más fueron el enfrentamiento con el esqueleto coronado de rosas, en Bomarzo, y la aventura con Pantasilea, en su casa florentina. Ambos me dejaron en la boca un sabor acre y aceleraron el ritmo tumultuoso de mi corazón. Planeo ahora, por encima del tiempo enorme, hacia el último, y, a pesar del muro de siglos que se interpone entre nosotros, revivo su angustia con una intensidad que me ahoga. En mi memoria, a pesar de su índole diametralmente distinta, no consigo separarlos, tal vez porque en ambos casos mi sensibilidad sufrió congojas similares, hijas del terror ante lo desconocido, ante lo agresivamente misterioso, vinculado en las dos ocasiones con la ansiedad perpleja que el cuerpo humano me comunicaba, y que en la una era provocada por el pavor arcano de la muerte y en la otra por la alarma ante el secreto de la vida. Vida y Muerte, como dos figuras alegóricas, la Mujer Desnuda y el Esqueleto, presiden así el portal que da acceso a mis primeras emociones más hondas. Luego diré cómo, en el Bosque de Bomarzo, me ocupé de esos símbolos.

Me resigné, pues, a mi condena, que para los demás hubiera sido una fiesta incomparable, y al día siguiente a la establecida hora, partí para lo de Pantasilea con mis acompañantes. Me irritaba que Giorgino Vasari, que atravesaría por una iniciación igual y que era apenas un año mayor que yo, aparentemente no participara de mi desasosiego. Su carácter franco y simple hacía que tomara todo con naturalidad. Pero él era un hombre como cualquier hombre, y yo no. Yo era un error, un desorden de la naturaleza. ¿Quién podía ser feliz, haciéndome feliz? ¿Quién podía ganar placer acariciándome? ¿Nencia? ¿Tenía yo acaso la certidumbre de que Nencia me había acariciado, de que no había inventado sus caricias? ¿Y Pantasilea? La meretriz, por motivos profesionales, había visto desfilar muchos cuerpos por su lecho público, pero seguramente no habría visto ninguno como el mío. Mi cuerpo no era de los que se desnudan sino de los que se esconden. No podía ser usado por los demás como un instrumento de alegría. Si para mí lo era, ello se debe a que, aun en sus desórdenes, la naturaleza es sabia, y su piedad no deshereda totalmente a sus hijos.

Extremé el cuidado en mi indumento color cereza; me bañé en perfume; me puse el collar de zafiros; colgué una perla de mi oreja horadada, aunque me dolía un poco, pues las originalidades que en Bomarzo suscitaban el repudio, en Florencia se aplaudían e iniciaban las modas, y me reuní con mis compañeros en el
cortile
. Hipólito, de azul y avellana, con diamantes en el birrete y un lirio florentino en los dedos, que llevaba para Pantasilea, estaba más hermoso y más comunicativo que nunca. Me palmeó, me tomó del brazo y salimos a la calle. Iba del otro lado Giorgino, algo preocupado, es cierto, con el paño gris prestado que no le ajustaba muy bien y a la zaga caminaban Beppo y Abul, el primero ufano de las ropas de plata y gules, nuestros colores, que él consideraba tal vez los suyos y que entonces perdían su carácter de librea. Mi abuela le había dado esas ropas que su estiramiento había obligado a alargar. En cuanto a Abul, andaba ceñido, como un bailarín por su malla, por un traje blanco y oro que había sido de Filippo Strozzi y que Clarice le había regalado, cuando entró a mi servicio, porque la divertía el contraste de aquellas nieves sedosas y el fúlgido azabache de sus manos y su cara. Él era el único que no se cubría la cabeza. Los demás nos coronábamos con unas plumas danzarinas. Formábamos así, mientras avanzábamos por las vías de la ciudad más bella de Italia, un grupo de policromía gárrula, en cuyo centro se disimulaba un jorobado tímido y en el que no faltaban ni la nota oscura del africano esbelto ni la nota señoril del paje con bordados heráldicos, para mostrar a la gente que a nuestro paso se abría y que saludaba a Hipólito, la condición excepcional de quienes, sin duda alguna, se dirigían con tan luminosos atuendos, haciendo llamear los matices y las crestas, como pájaros orgullosos, a una empresa de amor.

Dije que Pantasilea había progresado. Su casa lo evidenciaba. Era una casa que olía a ámbar y a agua de rosas. Alabastros y pórfidos proclamaban sobre las esculpidas credencias, la generosidad de sus amantes. Los tapices evocaban el rapto de las Sabinas, en un retorcimiento de mujeres forzadas y de caballos enardecidos, pero yo, tan apto para gozar con esos estéticos lujos, no los aprecié, atento sólo a la náusea que me estremecía. Una larga mesa colmada de vinos y manjares centraba la habitación principal donde nos introdujeron, la cual, vecina de la
loggia
, en el primer piso, se bañaba de suave claridad. En aquella
loggia
se entreveían unos pavos reales, cuyas semicirculares colas abiertas parecían indicar para el resto, con sus esmaltes azules y verdes, la entrada del jardín del Paraíso. Yo, azarado, no los consideré así, porque según esa superstición personal de mi abuela, que sus nietos compartíamos, los pavos reales acarreaban mala suerte y tanto lo creía Diana Orsini que en nuestro palacio de Roma había mandado quemar un tapiz en cuyo follaje resplandecía una de las aves de Juno. Su cercanía me confirmó, desde el principio, que mi visita a Pantasilea no produciría nada bueno. Y el grito agorero de los pavones, que acompañó mi presencia desde la próxima terraza, es inseparable, todavía hoy, del recuerdo de mi ensayo angustioso, pues todo el tiempo, aun cuando no los veía, los sentí alrededor, arrastrando los terribles plumajes o desplegándolos en nefastos abanicos. Los oigo ahora, en la biblioteca donde escribo estas páginas.

Había en el aposento varias mujeres, amigas y protegidas de Pantasilea —una de las cuales estaba destinada a Giorgino— que nos acogieron con ceremoniosa mesura, ya que las cortesanas habían aprendido a no extremar las manifestaciones, imitando en eso también a las señoras aristocráticas que les servían de modelo. Vestían todas de brocado, con telas acuchilladas y pródigos escotes que descubrían sus pechos firmes, y sus alhajas, que reproducían doquier los espejos y los vidrios, desparramaban sobre los muros y los muebles sus brasas movedizas. La pampa de los ropajes y las joyas titilaba también en un curioso poliedro de cristal que colgaba de la techumbre, como una lámpara, y que me intrigó como un instrumento de brujo. Dos viejas encapuchadas cuchicheaban en la penumbra. Pero Pantasilea no estaba allí. Nos dijeron que vendría pronto; que acababa de regresar de los baños. Hipólito bebió un vaso de vino y, fiel a su costumbre, pidió un laúd y se puso a cantar. Luego Beppo tocó no sé si una resina o una pavana, que Hipólito y Giorgino bailaron con las mujeres. Hasta ese momento las cosas no andaban mal. Aquello se parecía a una de las fiestas de palacio presididas por Clarice de Médicis. Verdad que las muchachas, riendo, acosaban a Abul, cuyo tinte y elegancia las fascinaban, y que, por su condición de esclavo mío y probablemente para no inquietarme más, pues sabía cuánto me amedrentaba esa expedición, rehuía sus audaces exigencias; pero a mí me dejaban tranquilo. Era notorio que estaban al tanto del caso especial que se les presentaría, y les agradecí desde lo hondo del alma que no mostraran ninguna sorpresa ante mi aspecto. Las dos viejas se me acercaron, con mil aspavientos, mientras proseguía el baile, llamándome «señor duque», como si yo lo fuera, y me ofrecieron de beber, charloteando ávidas, preguntándome cuál era mi exacto parentesco con los Médicis, y yo, recobrando algo mi apostura ante la mención de temas que tanto importaban a mi vanidad, consentí en responderles y en apurar dos, tres, cuatro copas de vino trebbiano, en pos de un coraje ficticio.

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