Entonces apareció Pantasilea. Su cabellera roja, teñida con los reflejos sutiles caros a los venecianos, en la cual se entrelazaban unas frescas hojas de laurel con hilos de perlas, como en la frente de una poetisa; la blancura de su piel, que alisaba el aceite de almendras; el dibujo purísimo de sus rasgos; sus ojos verdes, su boca frutal, su fragilidad armoniosa, la cadencia de sus movimientos, la gracia de su pecho, levemente pintado para realzar su forma; los rubíes sembrados en su túnica transparente que se desvaía en la vaguedad de los tonos de la flor de la glicina; su voz, un poco ronca, que resonaba como si siempre hablara por lo bajo, confidencialmente… de nada me he olvidado… Ha transcurrido el tiempo, el largo tiempo y no he perdido un pormenor do la delicada orfebrería que era Pantasilea… Apretaba contra el seno un perrito, un gozquecillo maltés, blanco, enrulado, de ojos muy negros, semejante al que contempla a San Jerónimo, en el óleo del Carpaccio de la Scuola degli Schiavoni.
Mi corazón aceleró sus latidos de terror y de maravilla… Cesó la música. Detuviéronse las parejas, o Hipólito, Giorgino y yo nos acercamos a saludarla; Hipólito lo hizo familiarmente, abrazándola y basándola en la boca, y le entregó el lirio que le llevaba, con tanta nobleza en el ademán de sus diecisiete años como si le entregara un cetro. A mí, Pantasilea —que no parpadeó al mirarme— me besó en la boca también, pero rozó mis labios apenas, como Clarice, Catalina y Adriana, cuando me dieron la bienvenida en el palacio de los Médicis, porque la cortesana seguía en todo los usos señoriales. Prueba de ello es que a Vasari, que no era noble, sólo le tocó la diestra con los labios fruncidos. Su llegada cambió el aire de la reunión. Nos sentamos, nos acomodamos en muebles cubiertos de cojines, y la meretriz encauzó la conversación hacia las novedades de la literatura. Le gustaba poner en esas entrevistas venales y sensuales un barniz intelectual. Los escritores la frecuentaban, le obsequiaban sus libros. Yo respiré, aliviado. Quizás la aventura no fuera más allá. Se habló de los últimos autores (Hipólito daba la réplica con un tono de sofisticada superioridad algo excéntrica, con cierto dandismo sarcástico) y, como se hablara también de Ariosto, de la segunda edición de su poema, pude murmurar una palabra, una frase, a propósito de mi ídolo, que Pantasilea juzgó atentamente, frunciendo las cejas y deslizándose el índice por la mejilla, como si yo hubiera sido Pierio Valeriano o el cardenal Bembo. Detrás, de pie, Abul y Beppo escuchaban. Las criadas ofrecían las copas grandes como cálices, los rubíes de la túnica de la meretriz rivalizaban con los rubíes del vino. Vasari le preguntó qué significaba el poliedro de cristal que del techo pendía, y ella condescendió a explicarle que era la exacta reproducción de un diseño de Leonardo da Vinci, uno de los que figuran en el tratado de la
Divina Proportione
de Luca Pacioli y que se ven también en el retrato del matemático por un discípulo de Piero de la Francesa. Hipólito se mostró muy enterado de esos misterios científicos, que yo ignoraba por completo, y la charla, en la cual ya no pude terciar, rodó entonces hacia las virtudes de la
Sección Áurea
, que interviene en la construcción del pentágono regular pues es la división de un segmento en media y extrema razón, cuyas propiedades —e Hipólito citó al propio Fra Luca Pacioli— corresponden en semejanza a Dios mismo. El
capo
hubiera podido seguir así durante media hora, y la meretriz lo atendía con un rictus cortés, mientras hablaba, señalando el objeto mágico que se balanceaba allá arriba y que parecía resumir en el fulgor de sus facetas toda la sabiduría del mundo, hasta que una de las viejas se acercó a Pantasilea y le susurró al oído. Ella sonrió brevemente y me miró. Sentí que los colores me subían a la cara.
—Que siga la danza —dijo Pantasilea—. El príncipe Orsini y yo debemos entretenernos aparte de graves asuntos.
Creció la algazara de las mujeres. Un pandero saltó, rebotó y agitó sus sonajas. Vibró el laúd. La cortesana me tendió la mano, como una reina, depositó en el suelo cuidadosamente al perrito maltés, que se sacudió y nos precedió corriendo, y juntos nos retiramos. Por la
loggia
entraban, con el sol tardío, los rumores de Florencia, mezclados con los gritos aciagos de los pavos reales. Alcancé a distinguir, en un espejo, la silueta blanquinegra de Abul, doblada en un saludo.
De espejos estaba cubierta la habitación adonde Pantasilea me condujo, y eso que no había prosperado todavía la boga que luego creció y a la cual se debió que, cuando Catalina de Médicis era reina de Francia, decorara una de las salas de su palacio, en París, con ciento diecinueve espejos. Me vi reflejado en ellos con horror. En los muros, entre los paños de tapicería, múltiples jorobados vestidos de color cereza, con una perla balanceándose sobre la sien y al cuello un collar de zafiros, me contemplaron, sonrojados por la soflama del pudor que avivaba la proximidad de la meretriz y por la vergüenza que emanaba de mi cuerpo. No les valía de nada a esos engendros repetidos por los cristales la seducción de sus caras nobles y de sus ojos tristes. No les valía de nada su adolescencia, su lozanía. Los espejos copiaban desde todos los ángulos mi traza de bufón, y si los que tenía enfrente me devolvían mi imagen desde la perspectiva mejor, pues me brindaban los ángulos más propicios del rostro y el contorno más oportuno de las manos, ellos me reservaban también —al aprisionar conjuntamente la figura que les tendían los otros espejos, ubicados detrás de mí— la visión maldita de mi torcido espinazo y la certidumbre de que esas lunas enemigas que me cercaban traicioneramente conspiraban para abochornarme con su aterrante cortejo de polichinelas. Me acordé, un segundo, del día en que Girolamo y Maerbale me disfrazaron de bufón, en Bomarzo. Como esa vez, un pendiente colgaba de mi oreja horadada. Tuve espanto de mí mismo, espanto, espanto, y cerré los ojos. El perrito maltés, revolcándose en las pieles y derribando la pila de libros que había sobre el piso en un rincón del cuarto, se puso a ladrar ridículamente, como si él también, con su voz aguda, fuera una pequeña cortesana y estuviera burlándose del príncipe Polichinela, de aquel que leía los versos inmortales, soñaba con ser un gigantón maravilloso, como Briareo, como Anteo, como Caligorante, más todavía, como ese colosal rey Morgante que usaba por arma un badajo de campana y que reposa entre las tumbas de los gigantes en Babilonia. Pero yo no era más que un enano. Ahora lo advertía. A pesar de que poseía una estatura casi normal, yo no era más que un pobre enano, por el hecho estúpido de acarrear una giba sobre los hombros.
Lo peor que pudo hacer Pantasilea, para tranquilizarme, fue hablarme de los jorobados con naturalidad. Me asombra que se le ocurriera. Evidentemente, había captado mi angustia —no se necesitaba ser un psicólogo astuto para deducir su origen— y en su ingenuidad calculó que, procediendo de ese modo, establecería entre ambos una camaradería, una complicidad, que facilitaría nuestra relación. Pero no se puede tratar naturalmente a lo que desquicia la naturaleza. Y mientras ella se desvestía, recurriendo, en el azar de sus lecturas, al recuerdo glorioso de Esopo, al mucho menos glorioso de Tersites, a quien Ulises llama
orador facundo
y a quien el mismo Ulises vapuleó con su cetro, y por fin a la remanida memoria de Alejandro y Gian Lucido Gonzaga, el místico y el poeta de la corte de Mantua, yo sentía crecer en mi corazón el encono, que iba formando allá adentro una piedra negra y dura, y ese encono me cegaba y me impedía gozar, como cualquier mortal hubiera gozado, del esplendor sensual que a mis ojos se ofrecía en tanto se deslizaban la túnica y los velos, y Pantasilea, con una inconsciencia pavorosa, continuaba hablando y hablando, desnuda ante un público desesperado cuyas gibas pasaban de un espejo al otro y creaban, en aquel aposento, una minúscula y extraña cordillera de corcovas color cereza que se movía vagamente.
La cortesana se estiró en un diván, ofrecida, y me alargó los brazos. Me acerqué tímidamente y me senté a su lado, entre cojines. Apretó su cadera contra mi muslo y entonces aconteció lo que yo tanto temía y que en realidad era imprescindible para que se cumpliera el propósito del contrato: sus diestras manos comenzaron a despojarme de mis ropas, con un conocimiento de las trabas añadidas que organizan el indumento masculino que de no estar yo enterado de ella, me hubiera informado en seguida acerca de su profesión por la técnica pericia que evidenciaba y que Pantasilea ejercía sin desposeerse del aire intelectual, como absorbido, que contrastaba con la voluptuosidad de su rostro. Pero no le permití que lograra su objetivo totalmente y, vestido a medias, hundida en las almohadas mi joroba, permanecí junto a esa costosa desnudez célebre, tan blanca que resplandecía en la penumbra. Ella me atrajo más; me besó, me estrechó, ¿Debo seguir describiendo una escena previsible y penosa, la inútil insistencia de su habilidad, lo infructífero de mi colaboración? Mi enorme complejo me agarrotaba, me helaba. Me pesaba mi joroba; me pesaba todo lo que reptaba y se escondía en los arcanos de mi personalidad. Estaba delante del fuego, tiritando. Y si bien apartaba mis ojos de los muros, en los cuales sabía que una decena de gibosos mimaban mis ademanes inconducentes, decuplicando su regimentada pantomima para escarnecer a Pier Francesco Orsini, el imbécil, el torpe, y acaso —puesto que lo más insólito es posible dentro del hechizo de un espejo— adoptaban otras rijosas posturas y reían calladamente, la presencia de esos hermanos hostiles contribuía a mi fracaso seguro. ¿Cómo imaginé por un instante que las cosas se hubieran desarrollado de distinta manera, como sin duda tenían lugar en la habitación destinada a Giorgino Vasari? Aunque no hubiera contado con esos desalmados testigos, era fatal que el indigno episodio se realizara así, porque había un testigo del cual no hubiera conseguido desembarazarme jamás, y ese testimoniante analizador era yo, yo mismo, el dromedario sudoroso que mordía los labios de Pantasilea y que, simultáneamente, se desdoblaba y observaba la escena y la juzgaba con lúcida censura. Apelé a los recursos más ignominiosos para salir del paso, sin obtenerlo. Sustituí el cuerpo vivo que se brindaba, rico de sangre y de suavidades y de asperezas, por fantasmas cuyo socorro impetré pensando que me ayudarían. ¡Ay de mí, la inquietante Nencia, la bella, conmovedora Adriana, y Abul, también Abul, superponiéndose hasta originar un solo ser monstruoso, indiscernible, que participaba de sus opuestos rasgos, más terrible que los monstruos que enumera Plinio, relevaron en el lecho a Pantasilea con vana impetuosidad! Me acuso de la felonía de mi artificio estéril. Pedí auxilio a la literatura, a la Fiammetta de Ariosto que me había enardecido cuando leía la descripción de su amatoria gimnasta con el griego, en el albergue de Játiva, y no pude recuperar mi arrebato de entonces. Estaba perdido… perdido… Y lo que más me perturbaba no era que se frustrara la ocasión que en mis soledades ansiaba ardientemente, confirmándome que me estaba vedada, junto a una admirable mujer, la sana felicidad que exalta la carne hasta el olvido de la miseria propia, sino las consecuencias inexorables que auguraba de ese hecho cuando se conociera, el redoble de las befas, el nuevo aporte que mi fracaso agregaba al caudal del desprecio que, aun disimulado, yo sentía latir entre quienes constituían mi mundo. Quise entonces evitar por lo menos la publicidad de lo que mi exageración hipersensible consideraba un descrédito definitivo, y me apliqué a ganar la buena voluntad y el silencio de Pantasilea utilizando para ello, como una alianza, como un arbitrio supremo, la mención de mi amistad con Benvenuto Cellini, a quien suponía vinculado a la meretriz, pues calculaba que así la distraería hacia otros intereses y obtendría en todo caso su indulgente solidaridad.
¡Nunca lo hubiera hecho, Dios mío! Debo decir —pues de lo contrario mi
gaffe
hubiera sido imperdonable— que yo no había podido leer aún lo que Benvenuto cuenta en sus memorias sobre su relación con Pantasilea por la simple razón de que todavía faltaban treinta años para que empezara a escribirlas y dos siglos para que las diera a la estampa, por primera vez, un médico filósofo. Lo único que yo conocía, porque él me lo había narrado, era la anécdota de cuando el orfebre concurrió a una comida en casa del escultor Michelagnolo de Siena con un muchacho disfrazado de mujer, habiendo cedido su Pantasilea al Bacchiacca. Pero ignoraba lo que había sucedido después. Ignoraba que un joven muy hermoso, llamado Pulci, que cantaba tan prodigiosamente que hasta Buonarotti dejaba sus trabajos para ir a escucharle, y a quien Cellini recibió con entusiasmo, había provocado la pasión de la meretriz, y que Benvenuto, celoso de ambos, hirió a Pulci, a pesar de que, asustado el violento artífice, éste nunca se quitaba la cota de mallas, y había herido también, en la nariz y en la boca, a la propia Pantasilea. Ella me lo refirió entrecortadamente. Sus ojos echaban llamas en ese instante. La veo como si la escena hubiera acontecido ayer, apelotonada en el lecho, crispados los dedos en los cojines, mostrándome la cicatriz que descendía hasta sus labios. Pulci había muerto en casa de la cortesana, y no obstante que su fin se debía a una caída del caballo, la mujer lo atribuía a los hechizos de Benvenuto. Odiaba al artista. Yo no podía haber acudido a un aliado peor. Y seguramente me odiaba a mí también por haberlo evocado. ¡Qué mala suerte, qué perra suerte la de Pier Francesco! Inmóvil en mi rincón, oí sus envenenadas recriminaciones. Los pavos reales gritaban afuera y el pequeño can, como si respirara el aire de cólera, rompió a ladrar en torno del lecho.
Lo único que acerté a murmurar, para aliviar el percance, fue que, si bien se mira, a esos acontecimientos debía su traslado a Florencia y el extraordinario prestigio del cual ahora gozaba, pero se negó a atenderme. Según ella hubiera alcanzado el mismo éxito en Roma, porque le sobraban condiciones. Le respondí que sí, que era la mujer más espléndida de la tierra, y rió con una risa breve que parecía un silbido.
—Ninguno lo diría, señor Orsini —contestó con mucha razón—, si se tiene en cuenta la débil impresión que te he causado.
Volvió a atraerme, con una fuerza que nadie hubiera adivinado en una persona tan frágil; llevó mi mano a su pecho y agregó: —Esta sortija es de Benvenuto. Creí reconocerla, pero no estaba segura. Dámela, príncipe. La destruiremos. Es obra de un brujo.
Me la arrancó, tironeando, pero yo antes hubiera dejado que me desnudaran que perder el anillo que valoraba como mi talismán. Nos pusimos a discutir a manotones y ella, divertida de su furia, se echó a reír de nuevo. Entonces se me ocurrió lo del collar. Le daría los zafiros de mi abuelo, le daría cualquier cosa con tal de que me devolviera la sortija de acero y oro. Recogí del suelo la cadena en la cual estaban ensartadas las piedras azules y le propuse: