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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (25 page)

BOOK: Bomarzo
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Las noticias que los fugitivos sembraban en Florencia enardecían al populacho. A fines de abril de 1527, cuando las huestes del condestable bajaron sobre la Toscana, la multitud se amotinó en la plaza de la Señoría, aprovechando la breve ausencia de los cardenales Passerini, Cibo y Ridolfi y de Hipólito de Médicis. Se dijo que habían huido de la ciudad, pero no era cierto. Demasiado bien sabíamos, los que quedábamos en el palacio, que habían salido al campo a pedir la ayuda del duque de Urbino y del marqués de Saluzzo. Aquel 26 de abril fue tremendo. Viernes, día aciago. Los rumores contradictorios eran esparcidos de sala en sala, por los pajes y los arcabuceros, y nosotros aguardábamos, alrededor de Clarice, como en torno de una fortaleza, rozando de tanto en tanto sus opulentas faldas como si tocáramos las vestiduras de un santo o de un rey mientras el pueblo deliberaba, frente a la Señoría, sobre la expulsión de los Médicis. Renacían los viejos gritos de libertad, que rebotaban, iracundos, entre los tapices. Los huéspedes de la via Larga, aislados, sin aviso de los cardenales que trataban con las tropas de Montefeltro, ignorantes de lo que en su propia casa acontecía, vagábamos entonces de un aposento al otro, empujados por los pajes, y mirábamos los objetos raros que podían desaparecer una vez más. Cuando nos gritaron que desde las ventanas de la Señoría habían arrojado piedras sobre la turba y que habían roto un brazo del David de Miguel Ángel, el David de mi infancia, el único recuerdo hermoso que mi padre me había dejado, me escondí para llorar. Regresaron por fin Hipólito y los absortos cardenales, como si volvieran de una fiesta mundana, hablando atropelladamente de cómo los habían agasajado el duque y el marqués, y se restableció una ficción de paz. La República había durado una tarde, pero los Médicis estaban condenados ya. El 12 de mayo supimos, seis días después del pillaje de Roma, que el desenfreno bestial se había desatado en la Ciudad Eterna. El cardenal Passerini nos contó que se murmuraba que el emperador, al enterarse de los excesos de sus mesnadas incontenibles, había sido presa de amargura. Meses después nos enteramos de que la corte española vistió luto por los sacrilegios, lo cual era bastante paradójico. Y el 11 de ese mes Clarice de Médicis representó su gran escena teatral, la que probablemente ensayó durante años y había encendido de fulgor dramático sus ambiciones solitarias, aunque jamás imaginó que se produciría en circunstancias tan atroces. Entró en el palacio de la Señoría, donde Passerini esperaba como un criado las resoluciones del Consejo que repetía la palabra revolución. Hipólito, Alejandro y Catalina rodeaban al cardenal tembloroso, y la nieta del Magnífico increpó con irónica acritud a los bastardos, incapaces de proteger la herencia de los Médicis legítimos, olvidando que su padre había salido de Florencia en circunstancias aun más penosas para los descendientes del
Pater Patriae
.

En la via Larga se desbandaron los moradores lastimosos, abatida la arrogancia de la época de dominio. Sólo la pequeña Catalina quedó, como rehén de la República. Huyeron Hipólito, Alejandro, el cardenal, seguidos por la turba de esclavos africanos y asiáticos que trataban de preservar los cofres llenos de obras de arte y de libros, amontonados atolondradamente, sin elegir, y que corrían detrás de sus amos, entre los galgos nerviosos y los espantados relinchos, mientras la plebe destrozaba los escudos y quebraba los roeles y las flores de lis. ¡Qué distinto cortejo del de Benozzo Gozzoli, de su ceñida música, de su elegancia para una mascarada palaciega! Aquí no había cortejo; había desastre, consternación, gritos airados, anarquía. Felipe Strozzi, siempre inseguro, acompañó hasta Pisa a Hipólito. Yo escapé también, con Messer Pandolfo que apretaba su Virgilio, y con Ignacio de Zúñiga que rezaba el rosario, indiferente, cuando nos lanzamos al río vociferante de la chusma. Pantasilea, desde su terraza, semiescondida en el vaivén de sus mujeres que, sin proponérselo, reproducían las actitudes estéticamente espantadas del tapiz del rapto de las Sabinas, me reconoció por la giba, en el tumulto, y me arrojó una rosa. Tal vez comprendía por fin, en su lúcida pesadumbre, que con el muchacho jorobado, el trágico Orsini de la via Larga, le veuf, l’inconsolé, se marchaba uno de los últimos señores verdaderos y que lo había hecho sufrir como a ninguno de sus tristes amantes. Un pavo real saltó al parapeto, y su cola de meretriz colgó sobre el centro de la fachada, como un bordado blasón maléfico. Rodón, el perro favorito de Hipólito, que anduvo detrás de nosotros un rato, olió la pisoteada rosa y luego sus aullidos gemebundos se apagaron en una de las calles henchidas de gente frenética. Tañían las campanas, en tanto los ladrones invadían el palacio de los Médicis y lo pillaban una vez más. Dos días después estábamos en Bomarzo. Desde la muerte de Adriana y de Beppo, mi vida había sido, como la de Italia, una torva pesadilla, atravesada, aquí y allá, por los relámpagos de un fervor impetuoso.

La serena visión de la estructura de Bomarzo, en su alto aislamiento, me conmovió tanto que descendí del caballo, ardientes los ojos de lágrimas, y besé el suelo querido. Allá estaba mi casa, herrumbrosa, dorada, en la fina transparencia del aire primaveral que estremecía los campos. El fascinante misterio del lugar, su milenaria fuerza etrusca, poblada de presencias invisibles, más viejas todavía que mi raza, se apoderó de mí como cuando era niño, ahogándome, disolviendo en mi pecho la piedra aguda que lo oprimía. La voz familiar del agua cantó en mis oídos. Me saludaron unos pastores. Y pensé, quiméricamente, incorregiblemente, como cuando había llegado a Florencia, casi tres años atrás, que tal vez podría ser feliz entre los míos, a pesar de todo, con la ayuda de Dios.

III
APARICIÓN DE LA MAGIA

Mis intenciones y mi ánimo cambiaron pronto. Todo conspiraba allí para alejarme de mi nueva vida. Me volvía a encontrar con la vida anterior a mi viaje a Florencia, y simultáneamente, debilitadas por el interés con que valoraba lo que más metido tenía en la sangre —mi viejo, fundamental Bomarzo—, palidecían las imágenes de Adriana, Beppo y Abul, que un año atrás habían colmado mi desesperación. No los olvidaba, por cierto, pero a esa edad las inquietudes se sustituyen con rápido egoísmo. En el caserón de los Médicis, durante los meses que se extendieron entre la muerte de Adriana y el regreso a Bomarzo, yo actué casi exclusivamente bajo el severo influjo de Ignacio de Zúñiga. Su presencia y su actitud eran los más indicados, en esa oportunidad, para apaciguarme y reconciliarme conmigo mismo. Fue aquella una etapa de transición, en la que los elementos emocionales obraron con fuerte impacto, anulándome, y en la que, estimulado por el español, pensé hallar en la religión el puerto que requería la tormenta desatada en mi alma. En Florencia me encontraba solo y nadie tenía tiempo que consagrarme, ocupados como estaban por los acontecimientos militares y políticos que tan de cerca atañían a los palaciegos. Cuanto me rodeaba —el propio palacio, las calles florentinas, la proximidad de Nencia— rebosaba de alusiones trágicas, y aunque el tiempo fue cumpliendo su acción sutil de roedor, las huellas del pasado próximo se hallaban demasiado cerca para que, súbitamente, al entrar en una habitación, no surgieran ante mí episodios y figuras impresionantes. De haber sido mi fervor religioso auténtico y no —como había sido— la consecuencia de remordimientos dolorosos y de la prédica tenaz de Ignacio; de haber tenido mi fe cristiana raíces más hondas, más seguras que las circunstancias, no hay duda de que mi vida, toda mi vida, hubiera cambiado para siempre, merced a la acción conjunta de la angustia, del arrepentimiento y de las exhortaciones, pero yo carecía de la base necesaria para construir sobre ella el luminoso edificio de la piedad. Mi religión, pues la tuve, estaba hecha bajo la influencia de mi abuela y de la magia de Bomarzo, de cierto paganismo ancestral que ubicaba a mi familia en altares deslumbrantes y que imponía que yo, el miembro más mísero de esa estirpe, ganara también mi lugar en el Olimpo de los Orsini, un lugar que, si era mío por imposición del Destino, exigía un esfuerzo de conquista, puesto que, a diferencia de mis hermanos, de mis parientes y de mis antecesores, yo había traído al mundo la paradoja de ser y no ser, al mismo tiempo, un privilegiado. Mi abuela me había formado dentro de esas ideas heredadas —erróneas, culpables, vanas, llámeselas como se prefiera—, y si el lector la censura por ello deberá proceder cautamente y pesar el pro y el contra en balanzas exquisitas, porque cuanto me atañe es intrincado y múltiple. Diana Orsini, a su vez, había crecido en el clima de ese culto, del cual derivó su fortaleza, y calculó que, para robustecer a su nieto, que precisaba más que nadie sostenes y auxilios, debía transmitirle las esencias de un vigor que se afirmaba no en lo divino sino en lo humano, y que confería a lo humano la calidad de lo divino, reemplazando la divina fuerza ausente, cuya única supervivencia vaga era la de una compleja superstición, con el empuje de una veneración dinástica, pródiga en ejemplos célebres. La suplencia de algo tan alto por algo tan pequeño —ahora puedo verlo así, pero entonces carecía de perspectivas para apreciarlo en sus exactas proporciones— explica muchos aspectos de mi proceder nefasto, pero aun enfocando las cosas con una lucidez a posteriori, pienso que mi abuela debe ser considerada indulgentemente y hasta absuelta, ya que su equivocada actitud brotó del afán de beneficiarme, dándome por apoyo lo único que poseía. Tanta era la energía que resultaba de ese planteo orgulloso, compartido con naturalidad por los míos, que no bien regresé a Bomarzo, y recomencé, como bajo una enorme campana de cristal, a respirar el aire enrarecido que había alimentado mi infancia, torné a ser el que había sido antes de la violenta crisis florentina. Claro que esto no se produjo en seguida, pero era fatal que se produjera, si se tiene en cuenta la fragilidad de mis quince años; la falta de asidero íntimo que en mi personalidad había encontrado la prédica de Zúñiga; el misterioso dominio que Bomarzo ejercía sobre mí, con sus espectros paganos secularmente vinculados a los míos; y la lógica veneración que yo sentía por mi abuela, a quien, por ser mi gran aliada de siempre, yo miraba también como la suprema fuente de sabiduría.

Las primeras palabras que brotaron de sus labios, cuando caí en sus brazos luego de la larga ausencia, fueron para decirme cuánto me había embellecido en la Toscana. Me observaba y me lo repetía. Me condujo frente a uno de sus espejos y me mostró en él mi cara fina, modelada en los pómulos de un suave tinte mate, que poseía los rasgos de mi retrato definitivo. Como ella estaba a mi lado, ocultando mi joroba, y su imagen querida, de transparente hermosura, suprimía mis defectos, hallé que tenía razón, y que el muchacho de grandes ojos dolientes que me contemplaba desde la zona poética del espejo podía atraer con su físico inquietante. Me felicitó por el
lucco
, el típico manteo sin mangas de los florentinos, que yo había adoptado aunque casi no se usaba ya en la ciudad de los Médicis, porque su amplitud y su capucha disimulaban mi espalda, y desde entonces, en el curso de la vida, lo llevé siempre, de paño o de damasco, negro, morado o rojo, forrado de tafetán, de tabí, de terciopelo, de seda o de pieles, según las estaciones.

Mi padre y Girolamo andaban en las guerras que sacudían a Italia. Maerbale, que se había espigado y tenía ya el dejo aristocrático que le dio tanto prestigio, y que se acentuaba gracias a su nariz un poco larga, noblemente dibujada, y a la sonrisa de lejana displicencia que no abandonaba nunca, bajo las sombras del pelo revuelto, me acogió con una frialdad que no era agresiva. Cuando Girolamo no estaba en Bomarzo, mejoraban nuestras relaciones. De modo que entre el cariño de mi abuela y el señorío prescindente de mi hermano menor, la atmósfera del castillo me infundió una paz desconocida, acentuando la sensación de felicidad que había experimentado no bien avisté, desde el camino, mi casa.

En cuanto a Bomarzo, los andamios cubrían su fachada principal. Labrados materiales se acumulaban en sus terrazas, y, muy temprano, el golpeteo de los obreros que rompían y esculpían las piedras, nos informaba de que proseguía la obra de su transformación. Pero Bomarzo era recio como la armadura de un gigante, y aunque añadiesen adornos a su coraza, no conseguirían modificar su fiereza, áspera como la roca en la cual asentaba su empaque medieval.

Continué paseando con Ignacio y leyendo los libros que me ofrecía, aunque el interés que de ellos emanaba —y Zúñiga lo advirtió presto y me recriminó inútilmente— fue decreciendo, y esas caminatas se espaciaron más y más, hasta que las suprimí. En cambio me encantaba salir con mi abuela, apoyado en uno de sus bastones, a recorrer, junto a su silla de manos, la posesión. Nos cubríamos de pieles, porque apretaba el frío. De tanto en tanto hacíamos alto para criticar, a la distancia, el carácter de los cambios incorporados al castillo, o para hablar de
Orlando Furioso
o, como cuando era pequeño, de los Orsini y de su gloria y de las incógnitas que me reservaba la vida. A lo largo de las andanzas, le fui abriendo mi corazón, lentamente, porque noté cuánto bien me hacían sus comentarios, y le narré las penas que había sufrido por Adriana, por Beppo y por Abul. Ella me escuchaba con grave intensidad, tratando de discernir la verdad en el laberinto de mis aclaraciones, y luego aplicaba su inteligencia a desfallecer el complejo de culpa que esa evocación evidenciaba. No veía mis pecados; veía la necesidad de rescatarme. Se pensará que su compasiva inclinación habrá contribuido a que yo fuera lo que fui, revistiéndome de precoz dureza, y que si más tarde mi vida se desarrolló como explicaré, ello deriva en buena parte de la ciega pasión de Diana que quería, por encima de todo, proteger el quebranto de su nieto contrahecho; pero reclamo la tolerancia de los jueces y les pido que recuerden las particularidades del caso —las mías y las suyas, poniéndolas bajo el signo común de los Orsini— al sentenciar a mi abuela. Mi abuela cometió actos reprochables —y el peor de todos, aquel que marcó el rumbo de mi existencia, no se había producido todavía— y no obstante yo no puedo condenarla, porque sé que sus errores y su crimen fueron el fruto desdichado del amor. De cualquier manera, no puedo condenarla, pues sería como condenar al aire que uno respira, que eso fue mi abuela para mí: el aire que respiré y que me mantuvo hasta que, desaparecida ella, debí valerme solo, sin lazarillo, sin nadie, en un mundo extraño y adverso.

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