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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (27 page)

BOOK: Bomarzo
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Nuestra abuela descendió del vehículo con fatigada lentitud, llamándolo, y se aproximó, apoyada en el bastón de oro. Sus rasgos bellísimos estaban transfigurados por la cólera. Girolamo giró hacia ella y, perdida ya la reserva del acatamiento y de la cortesía, le gritó que si yo era como era —dijo: una sabandija nauseabunda— eso se debía a ella y a la degeneración de los suyos, pues el otro jorobado de la casa de Orsini, Carlotto Fausto, había salido de su rama. Se encararon a la distancia, y comprendí, por la expresión de mi hermano y por lo que iba mascullando, qué hondo era el rencor que le inspiraba Diana Orsini. Ahora, disparatadamente, Girolamo le enrostraba la desgracia de su pariente, el marido de Julia Farnese, que había deshonrado a los nuestros con su ridículo infortunio conyugal, en tiempos en que su mujer fue la amante del papa Alejandro Borgia. El asunto, traído de los cabellos, no guardaba ninguna relación ni con Carlotto Fausto, ni conmigo, ni tampoco con ella, irresponsable de esos descalabros, pero Girolamo no se contenía ya, como si se hubiera roto el dique envenenado de su resentimiento, y continuaba desgañitándose. Mi abuela, asombrada, muda, dio un paso más, blandiendo la vara de oro, y entonces sucedió lo que ninguno de nosotros dos se explicó nunca. El caballo negro de Girolamo me miraba como si quisiera hablar, como si, a semejanza del Xanthus de Aquiles, poseyera el don de la palabra y pudiera prevenirme contra las posibilidades de mi muerte próxima. Pero no se trataba de mi muerte. La muerte rondaba ese paraje desde que los hombres lo frecuentaban. Allí se habían trabado en batallas las huestes bárbaras de Totila y de Narsete, de Alboino y del exarca de Ravena. Allí, cerca de Mugnano, San Ilario y San Valentino habían sido arrojados al Tíber, por orden del procónsul de Ferento, allí había encontrado su fin San Secondo. El caballo me miraba y algo lo asustó, tal vez los espectros que flotaban en las aguas inquietas. Lanzó un relincho, levantó las manos y Girolamo vaciló en la montura. Mi hermano cayó luego hacia adelante, y su cabeza golpeó contra una piedra. Rodó hasta el río semidesvanecido y la corriente lo arrastró hasta otra piedra, que lo detuvo.

Yo hubiera podido salvarlo. Todo el drama se resume en esta frase que escribo, siglos después, con mano temblorosa. Hubiera dependido de mí que Girolamo se salvara. Y de mi abuela también, si hubiera alertado a los servidores. Yo hubiera podido llegar a la piedra casi sumergida que se iba enrojeciendo de sangre y junto a la cual su pelo flotaba, abierto, desflecado, como un alga oscura y bermeja. Nos imploró con los ojos agrandados por el terror y por el sufrimiento. Alcé los míos hasta los de mi abuela, que en la altura, vestida de blanco, se encendía de fulgor diamantino, como una diosa de esos lugares, venida de las tumbas en las que se abrazaban los luchadores ocres, y vi cómo estiraba una mano, para retenerme, y cómo se llevaba la otra a los labios, para imponerme silencio. Nos observamos apenas el espacio de una chispa y eso bastó. El caballo braceaba y galopaba a la distancia. Un pájaro, un mirlo, se paró en una rama y rompió a cantar. Era el mismo canto que yo había oído, años atrás, en la ventana del desván de Bomarzo, cuando Girolamo y Maerbale me ataviaron de mujer, y que me había evocado entonces, en medio de la congoja, al paisaje querido que había visto florecer mi alma. Mientras el mirlo hacía espejear sus plumas renegridas y continuaba desgranando las clarísimas notas, ausente del horror como un poeta hechizado, aquella escena distante volvió a mí con toda su desesperación, llamada por los trinos que no me hablaban ahora de la placidez estática del sitio sino de la incompasión de mi hermano brutal. Cerré los ojos un segundo, tiritando en el agua, y cuando los reabrí observé que Girolamo se esforzaba por aferrar sus dedos crispados a la roca y que luego, vencido, se abandonaba a la corriente, braceaba con inútil empeño y se sumergía en la marcha del río. Sólo en ese instante elevé mi voz ronca cuanto pude, y la de mi abuela le hizo eco en la orilla. Atraíamos a los criados cuando ya era tarde. El mirlo, temeroso, vaciló. Desvió hacia Diana Orsini el ojo amarillo, las patas amarillas, amarillas como las piernas delgadas de Girolamo que pronto flotarían, como dos largos peces muertos, en la irisación de su mortaja líquida y, rayando de negro el aire, el pájaro se echó a volar. El caballo, loco, huía también hacia la cima de Bomarzo.

Todo adquirió la pompa necesaria y una especie de majestad sinfónica. La cámara donde colocaron el cuerpo de Girolamo, cubierto con su armadura, fue tendida de negros paños. Mi abuela se vistió de blanco, porque para ella, como para las antiguas reinas de Francia, el blanco era señal de luto. Maerbale y yo cambiamos nuestras ropas por otras, negras, que descendieron de los cofres del desván. Desaparecieron los guantes, las sedas, las joyas. El cardenal mandó llamar a los monjes de los monasterios próximos, y las plegarias no cesaron noche y día. Enviamos un mensajero a mi padre, con la noticia que lo sumiría en un dolor terrible y sentí lástima por él, viejo, solo, privado de lo que más amaba. Pero no debía ablandarme, no debía dejar que la piedad me debilitara. Debía echar mano de cuanta energía dispusiese. Supimos por el emisario que el condottiero había recibido la carta, más nada contestó ni volvió a Bomarzo. Lo aguardamos cuatro días renovando los cirios y las oraciones. Por orden mía le pusieron a Girolamo el yelmo, como si lo encerraran dentro de un férreo estuche, e insistí en que le apretasen la visera, para no ver más su rostro desfigurado. Así, convertido en una escultura, podía soportar la cercanía del cadáver. La gente del castillo acataba mis órdenes, acudía a mí, que era ahora el heredero y, en ausencia de Gian Corrado Orsini, el jefe de la familia. Mi abuela, espantada sin duda de lo que había hecho, se enclaustró en su aposento, donde nadie entró. Muy tarde, velada, se sumaba a los frailes que repetían sus preces. Su actitud huraña, que los demás atribuyeron a su pesar ante la pérdida del mayor de sus nietos, de la que había sido testigo, y la actitud del cardenal que lloraba y lloraba, sin articular palabra, con balbuceos seniles, afirmaron mi autoridad. Maerbale me abrazó. Los compañeros de Girolamo se apartaban a mi paso, silenciosamente, en las salas que resonaban con el
Dies illa, dies irae
compuesto, centurias atrás, por el cardenal Latino, hijo de una Orsini.
Libera me, Domine, de morte aeterna in die illa tremenda
, salmodiaban los monjes, y yo no tenía tiempo para los remordimientos. Esperaba a mi padre. Esperaba el encuentro con mi padre. Por primera vez me sentía fuerte, imprescindible. Iba hacia mi destino, entre cadáveres, Beppo, Girolamo… y yo no tenía más que dieciséis años. Me vi, por casualidad, en un espejo y me sorprendió la dureza de mi rostro. Pero no podía ocuparme de mí mismo. Esperaba a mi padre. Y mi padre, aunque sabíamos que andaba por los alrededores, no llegó. Al cuarto día resolví que sepultaran a Girolamo en la Iglesia de Bomarzo. Sus camaradas, con ropajes negros, lo bajaron en hombros desde el castillo por el camino empinado. La armadura relampagueaba al sol, y a los lados de las parihuelas los fúnebres paños se arrastraban, rozando la tierra que el muchacho hermoso no dominaría ya. Los obreros de los andamios, los cultivadores, los feudatarios, los siervos, lo seguían, y sus lebreles, retenidos por los pajes, aullaban al paso del cortejo, olfateando la muerte. A las puertas de las casas había mujeres, con niños en los brazos; alguno sería hijo de Girolamo. Se incorporaron al cortejo, detrás del cardenal Franciotto que caminaba lentamente, agobiado por la casulla de oficiante entre los hombres que habían ceñido franjas de luto sobre los blasones bordados. Los frailes cantaban solemnemente, hundidas las caras en la penumbra de los capuchones. Vinieron obispos de Roma para honrar al nieto del cardenal. Movíanse en el séquito sus mitras góticas blancas. Me besaron uno a uno, después de la ceremonia. También me besó mi abuelo, mojándome la mejilla con sus lágrimas. Los guerreros recogieron sus armas y partieron de Bomarzo. Había terminado la fiesta. Ya nada tenían que hacer allí, porque ahora el señor, el duque, sería ese mismo jorobado a quien tanto habían perseguido y de quien se despedían aprisionando sus manos en sus guanteletes, como si fueran sus amigos. De buena gana hubieran cambiado al muerto por mí y me hubieran precipitado en su tumba. Se volvieron a observarme, apoyados en las grupas, mientras se alejaban con sus pajes, sus lanzas, sus pendones que reiteraban el escudo de la rosa y la serpiente. El sol se derrumbaba sobre la masa ciega de Bomarzo, transformándola en un ascua de oro. Quizás me maldijeron. Si algo sospechaban, devoraron sus sospechas inútiles. Y en esos cuatro días, mi abuela y yo no nos miramos ni una vez.

La muerte de Girolamo no me inquietó como la de Beppo, a pesar de que, si en ambos casos yo era el responsable, esta vez había visto morir a la víctima, había visto su rostro demudado, implorante en los momentos últimos en que se aferraba a la vida, y eso debió intensificar con imágenes atroces y ciertas la pesadilla de mis remordimientos. Pier Francesco Orsini maduraba en el crimen. Mi experiencia me endurecía. Además, esta vez la angustia culpable se compensaba con grandes ventajas. La desaparición del paje sólo había quitado de mi camino a un importuno audaz; la de mi hermano suprimía a un verdadero enemigo, agresivo, peligroso, que quizás hubiera terminado destruyéndome, lo cual me afirmaba en la idea de que había actuado en defensa propia, y, por si eso no bastara, su eliminación me hacía duque y le daba a mi flaqueza, con el título y cuanto implicaba —lo advertí en seguida de la muerte de Girolamo—, un soporte de bases seguras, hincadas en la roca ancestral de Bomarzo. Y no era todo: en este segundo contacto con el homicidio yo no estaba solo: tenía un cómplice, puesto que a Abul, que no fue más que un ejecutor material en la ocasión pasada, no correspondía contarlo como tal. Mi abuela había sido mi cómplice… o, quién sabe, acaso yo había sido meramente el ayudante de mi abuela, a cuya potente iniciativa se debió el asesinato de Girolamo, o el dejarlo morir que es lo mismo. La culpa se distribuía y resultaba más fácil de llevar. Mi abuela cargaba con la parte mayor. Y como ella constituía para mí un paradigma de perfección y nada que ella hiciera podía estar mal, la muerte de Girolamo revestía los caracteres de un acto justo. A medida que los días transcurrieron fui, insensiblemente, desembarazándome de mi fracción de responsabilidad y convenciéndome más y más de que la única comprometida era mi abuela. A los ojos de mi cobardía, ella asumió el papel inexorable de agente del Destino. Mi vida y mi muerte habían equilibrado un segundo los platillos de una balanza, junto al Tíber, y Diana Orsini había contribuido, con un ademán breve que tenía el vigor de una orden, a salvarme. No pensaba yo, cegado por el egoísmo y por el odio, cegado también por el júbilo de sentirme libre, que se trataba de la vida o la muerte de Girolamo. Sutilmente, lo había desplazado en el planteo, como si de ese gesto dependieran mi salud o mi perdición y no las de mi hermano. Y entonces, en lugar de horrorizarme de mí mismo y de mi abuela, debí agradecerle a Diana Orsini su intervención rescatadora.

Para que se comprendan mis reacciones, es menester ubicarse en la época y recordar que yo pertenecía a un linaje en el cual, como en todo clan ilustre de entonces, el crimen cobraba cierta familiaridad, por su reiteración a lo largo del tiempo. Giannantonio Orsini ultimó a un espía de su padrastro el rey de Nápoles, y distribuyó su cuerpo en veinte pedazos, enviando un trozo, como ejemplo, a cada una de las ciudades de su jurisdicción; Matteo Orsini emponzoñó a Ugolino Monaldeschi; su hijo Nicolás llevó a un Ranieri, matador de su padre, a Roma, lo paseó desnudo en un carro, un lunes santo, y mandó que lo desgarraran con hierros candentes y que arrojaran sus restos al Tíber; Reynaldo Orsini ayudó a matar a Thomas à Beckett, en la catedral de Cantorbery, y después peregrinó a Jerusalén; Penélope Orsini, concubina de su primo, hizo degollar al hijo legítimo de su amante, para que el bastardo lo heredara; ambos —Penélope y el sucesor espurio— fueron exterminados a su turno por Nicolás Orsini, el gran guerrero, el homérico, aquel cuyo experto en planetas trazó mi horóscopo, y al proceder así el condottiero ganó la admiración entusiasta de mi padre; mi primo Orso apuñaló a su mujer en el puente de Pitigliano y luego fue decapitado por sus vasallos; Francisco Orsini, abad de Farfa, ha sido famoso por sus asesinatos: cuando Pablo III lo excomulgó y dispuso que lo detuvieran y ejecutaran, se pertrechó en un castillo, con sus hijos naturales, y nadie lo sacó de sus bastiones. Todavía faltaba añadir a la lista el crimen famoso de Paolo Giordano Orsini, duque de Bracciano, héroe de Lepanto, yerno de Cosme de Médicis, gran duque de Toscana, quien ahorcó a su consorte fingiendo que la abrazaba, a causa de su infidelidad con el paje Troilo Orsini. Esa última muerte no debió impresionar excepcionalmente al fogueado gran duque, cuando hizo el resumen de su existencia, si se tiene en cuenta que de los hermanos de su hija Isabel de Médicis, esposa del uxoricida, María fue envenenada; Lucrecia, sacrificada por su cónyuge, Alfonso de Este; y Pedro borró de este triste mundo a su mujer. Se dijo también —pero esto no se ha probado y con la nómina anterior me parece que basta— que de los otros dos hermanos, el cardenal había sido muerto por su propio padre, Cosme I, quien vengó de ese modo a su hijo García de Médicis, asesinado por el cardenal Giovanni. Los ahogamientos, desnucamientos, estrangulaciones, intoxicaciones definitivas, pasadas a cuchillo y demás carnicería, alternaban en las evocaciones genealógicas que mi abuela me había presentado desde mi infancia, con las proezas militares espléndidas, con los triunfos del mecenazgo artístico y con las glorias de la santidad. Crecí en una atmósfera en la que el crimen era algo tan natural como la hazaña bélica y los casamientos provechosos. Eso contribuyó, como es lógico, a modelar mi psicología, a curtirme. Y ni siquiera puedo acusar a mi abuela de haberme pervertido, porque, como ya he escrito y repito para que se entienda bien, tales episodios, reproducidos constantemente en el seno de las demás casas principescas de Italia, constituían algo fatídico, ineludible y hasta obvio. Los crímenes de mi familia se conocen y describen en los textos como sus heroísmos, por su posición descollante. Es uno de los precios que paga la celebridad y que empurpura al laurel. Estoy seguro de que si se pudiera rastrear en la evolución de las cepas modestas, a lo largo de cuatro o cinco siglos, se hallarían acontecimientos similares. Si los Orsini matamos a más, es porque éramos más poderosos y en consecuencia teníamos más enemigos y suscitábamos más envidias y venganzas, pero el crimen y la santidad son las dos desembocaduras supremas, en el sino del hombre, y ambos, conocidos o no, están presentes en toda serie de eslabones humanos. De manera que si cuando Beppo fue asaeteado por mi orden en el valle frondoso de Mugello sufrí por falta de experiencia propia, cuando Girolamo desapareció en la corriente del Tíber apenas experimenté algún arrepentimiento fugaz, ya que, a medida que transcurrían los años y me templaba y encallecía con tantos ejemplos antiguos y contemporáneos, vinculados a mi vieja y maltratada estirpe, iba perdiendo la noción de responsabilidad y valorando cada vez menos la frágil vida de mis semejantes. Ni en el caso de Beppo ni en el de Girolamo se mancharon de sangre mis manos. No se mancharon jamás. Numerosos antepasados míos enrojecieron las suyas hasta que se dijera que anduvieron por el mundo sin conseguir descalzarse unos terribles y húmedos guantes escarlatas. Yo no. Mi cobardía no lo hubiese soportado.

BOOK: Bomarzo
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