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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (47 page)

BOOK: Bomarzo
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—Buscarás a Paracelso.

Junté las manos calientes. Me espantó la idea de que mi horóscopo sobrenatural no se cumpliese y de que todo pudiera terminar en la mediocridad, en la nada, sin que Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo, hubiera hecho, para que se consignara en los libros de su estirpe, más que tolerar que su hermano mayor muriera, romper un poliedro de mágicos cristales y dictar justicia en el pleito de dos mujeres locas que reñían entre maullidos. O me espantaba que la enfermedad me devorara el rostro como a César Borgia, y que como él debiera cubrirme con un antifaz, porque si me privaban de mi rostro, lo mejor que tenía, roído por las úlceras, y de él no quedaban más que mis ojos, ardiendo en las tajaduras de una máscara, la giba, invadiéndome, concluiría por apoderarse totalmente de mí.

—¿Piensas que Paracelso te curará?

—Pienso que me salvará.

Hundí en la hinchazón de los fardos el fardo de mi joroba. Encima del velamen oscilaban las estrellas, persiguiéndose.

VI
EL RETRATO DE LORENZO LOTTO

Perdóneme el lector la falta de gusto, la petulancia anacrónica, la insolencia típica de los viajeros frente a los que no han salido de su barrio —y en este caso de su tiempo—, pero le aseguro que quien no ha visto a Venecia en el siglo XVI no puede jactarse de haberla visto. Comparada con aquella, con aquella vasta composición cuidada e impetuosa de Tintoretto o de Tiziano, la actual es como una tarjeta postal, o un cromo, o una de esas acuarelas que los pintarrajeadores venden en la plaza de San Marcos a los extranjeros inocentes. Supongo que otro tanto diría —incomodándome en ese caso a mí— quien la hubiera conocido en el siglo XV, en el XVIII y quizás en el XIX. Yo sólo hablo de lo que tuve la suerte de conocer. La Venecia que el lector habrá recorrido tal vez en estos años de posguerra, bazar de cristales reiterados en series, con lanchas estrepitosas, hoteles innúmeros, fotógrafos, turistas invasores, histéricas, lunas de miel, serenatas con tarifa, pillastres de la sensualidad, rezagados de Ruskin y ambiciosas porta-bikinis, no conserva vínculo alguno, fuera de ciertos rasgos de la decoración eterna, con aquella, admirable, que yo visité en el otoño de 1532. Se suele repetir que determinadas ciudades —Brujas, Toledo, Venecia— no cambian; que el tiempo las respeta y pasa de puntillas a su lado. No es verdad: cambian y mucho. Venecia ha cambiado tanto que cuando he llegado a ella, recientemente, me ha costado ajustar esa imagen sobre la que mi espíritu guardará intacta para siempre, de una ciudad maravillosa.

Apenas la entreví la mañana de nuestro arribo. Iba muy enfermo, en una embarcación que alquilamos cuando nos rendimos ante la evidencia de que no sería capaz de seguir a caballo, pero el primer contacto fue deslumbrador. Después de Bomarzo, hecho de piedras ásperas, de ceniza y de herrumbre, apretado, hosco, Venecia se delineó frente a mí, líquida, aérea, transparente, como si no fuera una realidad sino un pensamiento extraño y bello; como si la realidad fuera Bomarzo, aferrado a la tierra y a sus secretas entrañas, mientras que aquel increíble paisaje era una proyección cristalizada sobre las lagunas, algo así como una ilusión suspendida y trémula que en seguida, como el espejismo de los sueños, podía derrumbarse silenciosamente y desaparecer. No es que yo considerara a Bomarzo menos poético —líbreme de ello Dios—, pero en Bomarzo la poesía era algo que brotaba de adentro, que se gestaba en el corazón de la roca y se nutría del trabajo secular de las esencias escondidas, en tanto que en Venecia lo poético resultaba, exteriormente, luminosamente, del amor del agua y del aire, y, en consecuencia, poseía una calidad fantasmal que se burlaba de los sentidos y exigía, para captarla, una comunicación en la que se fundían el transporte estético y la vibración mágica. Ésa fue mi impresión primera ante la fascinadora. Luego comprendí que, sobre mí en todo caso, la fuerza misteriosa de Bomarzo, menos manifestada en la superficie, más recónditamente vital, obraba con un poderío mucho más hondo que aquel cortesano seducir, hecho de juegos exquisitos y de matices excitantes, pero, como tantos, como todos, sucumbí al llegar ante el encanto de la ciudad incomparable, traicioné en el recuerdo a mi auténtica verdad —cada uno tiene su propio Bomarzo— y pensé que no había, que no podía haber en el mundo nada tan hermoso como Venecia, ni tan rico, ni tan exaltador, ni tan obviamente creado para procurar esa difícil felicidad que buscamos con ansia, agotando seres y lugares, los desesperadamente sensibles.

Estuvo delante de mí, fugaz, esa mañana, y durante un mes dejé de verla, pero su imagen no me abandonó en mi habitación de enfermo, y tengo la certidumbre de que la inquietud por apoderarme de ella, andándola, aprendiéndola, atesorándola, ayudó en buena parte a acelerar la recuperación de mi salud, cuyo quebranto se fundaba en causas no sólo físicas sino también psicológicas. Por lo demás, diré que mi emoción no constituía en el siglo XVI un sentimiento excepcional. Después de Roma (y para muchos antes que Roma), Venecia era la ciudad más atrayente. Los forasteros la colmaban, aunque no como hoy en que los venecianos de viejo cuño se refugian en sus casas para no tropezar con las guiadas caravanas intrusas, y en esa muchedumbre viajera sobresalían los príncipes y los grandes señores que acudían de los extremos de la curiosa Europa y del Oriente cercano, solicitados por el rumor de sus fiestas y por el prestigio de su dibujo sin par. Venecia se descomponía imperceptiblemente, roída por la podredumbre que, como una emanación fatal del agua turbia, desgastaba a sus palacios y a sus gentes, y que, años después, quiso extirpar de sí con el esfuerzo de Lepanto.

Iba perdiendo sus dominios orientales, en manos del turco; otros estados colonizadores se apoderaban de sus mercados en la India; los corsarios arruinaban, en el Mediterráneo peligroso, el comercio de sus naves. Pero su lujo, su esplendor, jamás habían sido tan evidentes. Los espíritus sagaces presentían la alianza de vida y de muerte que representaba, y eso, esa contradicción conmovedora, se añadía a su hechizo. Era como si doquier, en sus canales y en sus
cortili
, bajo el estruendo embanderado de sus diversiones, se repitieran en sordina las terribles palabras rituales que decían a las dogaresas en pleno triunfo de su ascensión al poder: «Así como Vuestra Señoría ha venido viva a este sitio a tomar posesión del palacio, debe entender que, muerta, le serán arrancados el cerebro, los ojos y las entrañas y, en este mismo sitio, será expuesta durante tres días antes de bajar al sepulcro». Romántica con prioridad sobre los románticos oficiales, ya no meramente mercantil como en la época de su afanoso crecimiento, sino aristocrática y atacada por el mal de la decadencia que le hincaba los dientes bajo la pompa fingidamente intacta de su ceremonioso dominio: así la vi yo, aquel otoño de mis veinte años. Y, tal vez porque estaba enfermo, la sentí profundamente. Sentí que la enferma Venecia y yo nos parecíamos, en ese momento crepuscular, anheloso y sin embargo soberbio; que ambos simbolizábamos algo semejante, destinado a menoscabarse y a perderse: la actitud de una casta (¿de una idea?) frente a la vida; y que, con todas nuestras debilidades arbitrarias, nuestras vanidades y nuestras corrupciones, Venecia y los hombres de mi estirpe —que habían iniciado su progreso en el mundo, hacia la meta aristocrática, con similar reciura heroica, y que se fueron desmoronando juntos, en la marchita melancolía del refinamiento— habían contribuido a darle a ese mundo, a ese mundo que se iría volviendo, cuando creía volverse mejor, cada vez más uniformado y mediocre, un tono, una orgullosa grandeza, cuya falta lo privaría de una forma insustituible de intensidad y de pasión.

Descendimos en el puente de Rialto, que era de madera todavía, aunque ya se proyectaba construirlo de piedra, y los arquitectos y los escultores célebres ensayaban su diseño futuro. Como siempre, el círculo estrepitoso de los negocios tenía su centro allí, alrededor de la columna del mapamundi que mostraba con ufanía las rutas de la especulación veneciana. Subí hasta ese lugar, lentamente, apoyándome en los brazos de Juan Bautista y de Silvio, y el olor fresco de las frutas, mezclado con el de las especias del Levante y con el de los paños suntuosos, me asedió en medio de la algarabía de lenguas exóticas. Envié a mis pajes en busca de alojamiento, pues no lo había reservado, y, perdido en la diminuta Babel, me senté a mirar el Gran Canal por el cual venían unas barcas cargadas de paja y de leña y otras que arrastraban por el agua, como mantos, largas redes. No contaba yo con el espionaje, elemento esencial de la Serenísima, que cubría con hilos invisibles a la entera ciudad, de suerte que nada de lo que en ella acontecía, por mínimo que fuese, podía guardar su secreto y que, por ejemplo, si un noble cometía el error de murmurar contra los gobernantes, aun cuchicheando e imaginándose al amparo de la delación, era advertido dos veces y a la tercera, sin más trámite, lo ahogaban. Los soplones comunicaron de inmediato mi presencia, que yo no me había propuesto disimular, de modo que con mis pajes regresaron dos hombres: un mensajero del dux Andrea Gritti, quien me saludaba y me invitaba a que fuera a verle, y otro de mi pariente Valerio Orsini, quien me comunicaba que jamás me perdonaría si, pasando yo por Venecia, no era su huésped en el palacio Emo, situado en el barrio de la Madonna del Orto. Agradecí el homenaje del príncipe, prometiendo ir en cuanto mi salud lo tolerara, y luego de vacilar, sabiendo que Maerbale vivía en ese mismo palacio, terminé por aceptar el ofrecimiento hospitalario de mi tío, porque la verdad es que me desazonaba la oscura dolencia y me asustaba la perspectiva de enfrentarla casi solo. A poco llegó una góndola con el gonfalón de Orsini y en ella me acomodé, con Silvio, Juan Bautista y mi equipaje, sintiéndome de repente mejor por la mera circunstancia de que en ese pendón pequeño flamearan las figuras de la rosa, la sierpe y los osos. Bogamos hasta la Madonna del Orto, en la parte que enfrenta el tornasol de una llanura líquida de lilas y carmines, hacia San Michele y Murano, y desembarcamos en el sitio donde edificaban su palacio los Zeno, tan andariegos que se asegura que estuvieron en América un siglo antes que Cristóbal Colón. Hice el viaje por el Gran Canal y el Cannaregio, con los párpados entrecerrados. El cuerpo me dolía, la fiebre me quemaba como si ocultara unas brasas bajo la piel, y la luz me dañaba los ojos ardientes, pero, como si los soñara —y de ello procede, probablemente, la impresión inicial de sueño que me dejó Venecia—, me pareció que los palacios alineados en ambas márgenes, varios de ellos enrejados de andamios sobre los cuales se agitaban los artistas y los obreros, se movían en sus centelleantes túnicas de agua y, enjoyados como meretrices, me escoltaban en doble fila de oro, de púrpura y de coral, entre el ir y venir de las barcas que cobraban la traza peregrina de instrumentos musicales, de laúdes y de tiorbas, o de insectos multicolores que aleteaban y vibraban delicadamente en la laguna.

Valerio ha sido uno de los Orsini más cabales, más totales, que traté. Naturalmente, como buen condottiero, osciló de un campo al otro, según sus conveniencias, pero, del punto de vista del Renacimiento, se condujo como correspondía y ganó una posición envidiable. Había sido —y era— íntimo amigo de los Médicis; de aquel Lorenzo a quien le regalaron el ducado de Urbino, menos permanente que su estatua por Miguel Ángel, y de Clemente VII, a quien defendió contra los infernales Colonna y protegió cuando el asedio, hasta que su caballería fue aplastada por la superioridad numérica enemiga. Luego entró al servicio veneciano y secundó las empresas de Lautrec, con mi padre. Francisco I le restituyó el ducado de Ascoli y el condado de Nola, propiedad tradicional orsiniana, pero ese privilegio le duró poco, porque las fiebres derrotaron al ejército francés y dejaron a mi tío sin aliados. Entonces Valerio, con agudo sentido de la realidad, se desentendió de los franceses y pasó a las órdenes de Carlos Quinto y a sitiar a Florencia. Allí lo siguió mi hermano. Todavía, hasta su muerte ocurrida veinte años después de lo que voy refiriendo, le faltaba abandonar a los españoles, comandar tropas del gran duque Cosme de Médicis, tornar al servicio veneciano, ser gobernador de Dalmacia, extinguirse en esa misma Venecia, en ese mismo palacio donde me acogía, abriéndome los brazos paternales y estrechándome contra su pecho viejo y robusto. Dos amores renombrados acompañaban los accidentes de su tumultuosa biografía: el de su mujer, nieta del Oliverotto de Fermo a quien César Borgia suprimió en Sinigaglia, engañándolo
divinamente
, y el de un muchacho de importante belleza, Leonardo Emo, hijo del amigo a quien pertenecía el palacio donde residía y donde me alojó. Agregaré que el noble Emo, magistrado descollante de Venecia, conocía la relación y la fomentaba, porque entendía, como los griegos antiguos —como los cretenses, que juzgaban deshonrado al joven que no usufructuaba una
liaison
de ese tipo; como los espartanos, que la establecieron por ley y penaban a los contados aristócratas que no la mantenían— que ella redundaba en alto beneficio para Leonardo, al que el glorioso condottiero nutría de experiencia. Toda esta situación, como se ve, es tan de
época
como las calculadas mudanzas políticas y guerreras del gran Valerio. Su mujer lo adoraba; lo adoraba Leonardo; lo respetaba el patricio Emo; lo admiraba Maerbale; Aretino cuidaba celosamente su amistad ilustre; el dinero y las joyas acrecían su tesoro particular, después de cada saqueo y cada campaña; y Valerio se tenía por el hombre más feliz del mundo, organizaba conciertos, mascaradas y bailes, en tiempos de paz, con bullanguera afluencia de adolescentes codiciosos y de estupendas prostitutas, y organizaba, en tiempos de guerra, disciplinadas compañías y estratégicos ataques. Sabía distraerse y sabía trabajar.

Un mes, como dije, permanecí en el palacio Emo, sin salir a la calle. A Maerbale no lo vi nunca, durante los treinta provechosos días en que aprendí las cosas más diversas e inesperadas, merced a Aretino y a Paracelso. Me interesé por su salud y me respondieron que mi hermano curaba de sus lesiones. Dos o tres veces creí oír sus gritos, en el silencio del atardecer. Le lavaban las heridas con vino hirviendo, para evitar la gangrena, y eso justifica ampliamente la posibilidad de atribuirle los bramidos incógnitos que no me causaban ningún remordimiento por aquello del ojo por ojo. Era singular que los dos únicos señores de Bomarzo estuvieran simultáneamente en Venecia, tan lejos de su castillo, en sus respectivos lechos del mismo palacio, llagados y sufrientes, y que no hubiera entre ellos la menor comunicación. Valerio Orsini y Lorenzo Emo, el viejo y el muchacho, iban de una habitación a la otra, portadores de mensajes inventados. Me aseguraban que mi hermano se inquietaba por mí, y a él le aseguraban que yo me inquietaba por él, aunque no era cierto. En verdad sí nos inquietábamos, pero no lo decíamos.

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