—Ayúdame a descubrir el secreto —murmuré.
—El secreto pertenece a la familia de Su Excelencia.
—¿A mi familia? ¿A mi padre, a mi abuelo?
—A la familia Orsini.
La noticia me dejó estupefacto. Los Orsini se jactaban de ser y de haber sido guerreros, prelados, gobernantes. Me costaba imaginarlos mezclados en asuntos de tan arcana sutileza.
—Todos soñamos con la inmortalidad —apuntó Paracelso, alejando la cara pálida, los abultados ojos de batracio—. Los príncipes más que ningún otro. Hasta la señora marquesa de Mantua, la ínclita Isabel de Este, lleva sobre el pecho una joya negra en la cual ha mandado grabar esta inscripción:
Para que yo viva después de la muerte
. He ahí el sueño inmemorial, el anhelo de ser como dioses.
—¿Y nosotros?, ¿nosotros, los Orsini?, ¿cuál de nosotros…?
—Debemos remontarnos en el tiempo, duque, dos siglos. El alquimista más famoso de esa época fue Juan Dastyn. Reinaba entonces en Aviñón el papa Juan XXII, quien estaba íntimamente vinculado con el sobrino de otro papa, de Nicolás III. Me refiero al cardenal Napoleón Orsini, decano del Sacro Colegio. El alquimista Dastyn fabricaba oro y escribió varias cartas, que todavía se conservan, al pontífice y al cardenal. Una de esas cartas expone laberínticamente la verdad sobre la materia noble que transmuta cualquier cuerpo metálico en oro y en plata y que muda a un hombre viejo en joven y arroja de la carne las enfermedades. He estudiado sus ideas, en las cartas en latín al cardenal Orsini, y comparto muchas de ellas, por ejemplo cuando afirma que el mercurio es el esperma y material de los metales y de la Piedra. Juan XXII, asustado por la enorme cantidad de moneda que invadió a Francia, firmó un decreto contra esas prácticas, pero aprovechó en privado lo que condenaba en público. Al morir, el Santo Padre —que se había iniciado en el mundo como hijo de un pequeño burgués de Cahors— dejó una fortuna inmensa. La calcularon en dieciocho millones de florines de oro, más otros siete millones en valor de vasos de iglesia, tiaras, cruces, ornamentos y joyas. Algunos calcularon más. Lo cierto es que Juan Dastyn había elaborado la receta de la transmutación. Eran suyos la Piedra, el Elixir y la Tintura, que antes conocieron Noé, Moisés y Salomón y que presintió, en Alejandría, Bolos Democritos. Todo, para Dastyn, se enlazaba con ese elemento misterioso, de suerte que al analizar el
Cantar de los Cantares
, del Gran Rey del Templo, o al detallar y descomponer el mito del Vellocino de Oro, proseguía su indagación infatigable que coronó el éxito. Hay algo, empero, que se ignora. Juan Dastyn envió al cardenal Napoleón Orsini, hacia 1340, unas cartas en las que le comunicaba sus investigaciones en torno de la inmortalidad y el fruto de las mismas. Parece ser que el fraile privilegiado, que se alimentaba de raíces y no bebía ni agua, había topado no sólo con la solución de la fácil riqueza sino también con la de la indestructible eternidad. Esas cartas estarán en algún sitio.
—¿Las has buscado?
—Las he buscado, preguntando, sin encontrarlas.
—Hace dos siglos de lo que me revelas. Se habrán perdido.
—Tengo la certidumbre de que existen, Excelencia. Las habrá ocultado el propio cardenal, porque son peligrosas.
—El cardenal hubiera aplicado la fórmula, y, si es verdad lo que dices, viviría aún.
—No todo el mundo se atrevería a ser inmortal, aunque todos soñamos alguna vez con serlo. Es algo demasiado grave, quizás más terrible que la misma muerte.
—¿Y tú crees que mi familia conserva las cartas?
—En algún lado estarán, en alguna biblioteca, en algún archivo, en el desván de alguno de los castillos de Orsini.
—Hay muchos castillos. Hay muchos palacios. Y hay las guerras, los saqueos, los incendios…
—Vale la pena indagar. Después de todo —y Paracelso sonrió con una sonrisa precursoramente volteriana que le arrugó las comisuras de la boca—, se lo ha prometido a Su Excelencia el horóscopo del astrólogo de Nicolás Orsini. Veamos ahora esas úlceras. Sí, ya van cicatrizando. Pronto estará el duque de Bomarzo en condiciones de remontar el Gran Canal, de entrar en la fiesta veneciana. Pero cambiemos de tema. Evoquemos a los filósofos platónicos cuya semilla Su Excelencia recogió durante su etapa florentina. Yo admiro a Marsilio Ficino especialmente. Sin duda, en Florencia, su maestro Pierio Valeriano le habrá desarrollado sus ideas. A Valeriano lo admiro también, sobre todo cuando expone la triste situación de los intelectuales. Créame, señor duque, los intelectuales somos tratados hoy sin ningún miramiento…
Y, como suelen hacer los intelectuales ante los príncipes, se embarcó en el argumento amargo de la desconsideración que aflige a quienes viven para la gloria del espíritu. No lo escuchaba yo. Pensaba en el cardenal y en el alquimista.
Interrogué sobre esas cartas a Valerio Orsini, que era el Orsini a quien tenía más cerca, y me manifestó su total ignorancia al respecto. Jamás las había oído nombrar, y eso que conocía a la gente principal y menuda de nuestra vasta familia, extendida de un extremo al otro de Italia.
—La inmortalidad no se gana con fórmulas —me dijo—; se gana con un arma buena. Entre los Orsini sobran los inmortales y no recurrieron a filtros. El bravo Orsini de Monterotondo, que está pintado a caballo en el palacio de la Señoría de Siena, los capitanes Napoleón y Roberto, Gentil Virginio, Nicolás y Paolo, hijo natural del cardenal Latino, grandes condottieri de nuestra casa, son inmortales. Si quieres ser inmortal tendrás que forjarte tu perpetuidad tú mismo. Jamás creí en el horóscopo de Benedetto, del cual me alcanzaron noticias. Al astrólogo lo traté en el castillo de Nicolás Orsini, conde de Pitigliano. Ese sí, Pitigliano es inmortal, y no necesitó de recetas. No bien te repongas, te conduciré a ver su magnífico sepulcro, en San Giovanni e Paolo.
Valerio me recordó a mi abuelo Franciotto, que opinaba, cuando Carlos Quinto me armó caballero, que los caballeros se hacen en la guerra y no entre genuflexiones. Me mordí los labios y no insistí. Sus opiniones me desconcertaban, me irritaban. Yo, jorobado, enclenque, me suponía ungido por los dioses, único —y me aferraba con todos los garfios de mi imaginación a esa fantástica ofrenda—, y ahora un viejo soldado lanzaba un par de frases tajantes y barría con mis esperanzas. A Silvio de Narni, ni palabra le soplé. Su inclinación y su ciencia de los asuntos mágicos podían alertarlo más de lo que convenía. En esta cuestión había que actuar delicadamente, diplomáticamente. Le escribí en cambio a mi abuela. Diana, al enterarse de mi enfermedad, había pretendido reunirse conmigo en Venecia, pero se lo prohibí, teniendo en cuenta sus muchos años y usando para ello la autoridad que me daba mi jerarquía de jefe de la rama de Bomarzo. Me trajo la respuesta Messer Pandolfo, con los testimonios de la inquietud de la madre de mi padre por la condición de su nieto. Tampoco Diana sabía nada de la ubicación de esa correspondencia, aunque la había oído mencionar alguna vez.
«Mi abuelo Pier Francesco, el primer Vicino Orsini —decía en su carta— hablaba escépticamente del procedimiento propuesto por un alquimista a uno de sus antepasados para asegurarle la inmortalidad. Solía añadir que por suerte no la había utilizado su antecesor, porque entonces hubieran estado excluidos del ducado cuantos lo sucedieron a causa de ese duque permanente. No remuevas el fango antiguo, Vicino. Déjalo reposar. Y ocúpate de Julia Farnese».
De ella me ocupaba yo, por supuesto. Le escribía todas las semanas.
Con los papeles de Diana y otros varios concernientes a la complicada administración de mis tierras, Messer Pandolfo me llevó un documento importante. Para evitar disputas, el cardenal Franciotto había sugerido (y Maerbale y yo lo aceptamos) que se confiara a su colega el cardenal Alejandro Farnese la función de árbitro en la repartición de los dominios heredados de nuestro padre. De acuerdo con su decisión, me tocaban, además de Bomarzo, Montenero, Collepiccolo, Castelvecchio, la mitad de Foglia y los palacios romanos, mientras que a Maerbale le correspondían Castel Penna, Chia, la otra mitad de Foglia, Collestato y Torre. Era una distribución ecuánime. El segundón no recibiría lo mismo que el primogénito. Presentí que Maerbale lo rechazaría, más que nada por causarme un disgusto. Le pedí a Valerio que le notificara la división trazada por el árbitro, y mi tío no se ofreció a procurarme una entrevista con él, aunque Maerbale había sanado ya de sus heridas.
En lugar de mi hermano, introdujo en mi habitación a otros visitantes: a Aretino, por descontado, y también a Claudio Tolomei, uno de los campeones, con Bembo y Speroni, de la lengua toscana, frente al imperialismo del latín. Esa corriente se acentuó en Bolonia, durante las fiestas de la coronación de Carlos Quinto, como una reacción nacional ante el poderío avasallador de los extranjeros. Y me presentó al famoso Jacopo Sansovino, quien había comenzado entonces a embellecer la plaza de San Marcos, trasladando las carnicerías que la ensuciaban y abriéndole calles nuevas; y a su hijo Francisco, un niño a la sazón, que recopiló después las historias de la casa de Orsini y que, cuando yo establecí en Bomarzo una especie de corte literaria, fue, junto con Claudio Tolomei, uno de sus concurrentes asiduos. Por ellos me informé de que Venecia rebosaba, día a día, de más huéspedes. Había llegado a la ciudad el cardenal Hipólito de Médicis, de regreso de Hungría, a donde Clemente VII lo había enviado —para quitárselo de encima y evitar que entorpeciera la acción de Alejandro de Médicis, duque de Florencia—, con la categoría de legado papal ante el ejército que Carlos Quinto mandaba contra el voivoda de Transilvania. En Venecia vivía en el palacio de la cortesana Zafetta, de quien era el galán ardoroso, lo cual no lo privaba de amar desesperadamente a Julia Gonzaga, la mujer más hermosa de Italia, para quien traducía con ejemplar pulcritud —alternando ese trabajo con la diversión de abrazar minuciosamente a Zafetta— el segundo libro del poema del divino Virgilio, el que canta la caída de Troya. Y había llegado a la ciudad del dux el infatigable Pier Luigi Farnese, con mi primo Segismundo, de quien no se separaba. Segismundo estuvo a verme, vestido como el hijo de un rey y pintado y perfumado como una mujer pública, de modo que me costó reconocer en él a quien había sido, tan corto tiempo atrás, como Mateo y Orso Orsini, un guerrero fanfarrón. No hablaba más que de trapos, de plumas y de fiestas. Me ofendió que Hipólito no fuera a visitarme, si bien era imposible que me enfadara con él pues demasiado lo quería. La Zafetta y Julia Gonzaga se distribuían su tiempo. Me hubiera gustado recibirlo, aunque sólo fuera para brillar ante Valerio y Leonardo.
Comencé a levantarme y a pasar las tardes, en una alta silla, junto al ventanal. Paracelso y Silvio me distraían allí con sus cuentos misteriosos; Aretino multiplicaba las anécdotas mundanas, los comadreos malignos, reventando en carcajadas violentas; y Juan Bautista y Leonardo, como dos volatineros esbeltos, concertaban para alegrarme toda suerte de juegos de habilidad y astucia. Arrebujado en el calor de las pieles, yo sentía fluir de nuevo la vida en mi cuerpo inquieto. A veces alzaba los ojos de la página en la cual copiaba para Julia Farnese unos conceptos barrocos, en los que el amor se disfrazaba de alegorías; e imágenes viejas —y sin embargo tan próximas: la de Adriana dalla Roza, la de Abul— asomaban ante mi memoria nostálgica. Me incorporaba, apoyado en el brazo de Silvio, y miraba afuera. Las góndolas partían hacia Burano, hacia Torcello. Los gondoleros se interpelaban, se insultaban, como hoy, como siempre, entre largas risas cadenciosas. El son de los instrumentos templados subía hasta mi ventana. El Bucentauro, la nave ducal, desfilaba lentamente, como un dragón de oro, como un monstruo de Plinio, rumbo al puerto de San Nicolás del Lido, resplandeciente de farolas y de estandartes, y en la toldilla, bajo un quitasol, se recortaba la pequeña figura friolenta del dux Andrea Gritti, como una sacra imagen. Yo me creía feliz… ¿me creía feliz yo entonces?… a mi manera. Me sentía mimado y protegido, y eso para mí tenía un valor esencial. ¡Todo era tan hermoso alrededor, todo se acordaba tan armoniosamente para halagar mis exigencias estéticas, desde la elegancia sutil de Leonardo y Juan Bautista, con sus trajes ceñidos como guantes, hasta la forma grácil de las barcas que bogaban cargadas de frutos dorados, y hasta las promesas de que pronto la bella Julia Farnese sería mi duquesa, mi mujer, y de que, en el secreto de alguno de nuestros grandes palacios, aguardaba escondida la flor de la inmortalidad, para que yo la cortara sin ningún esfuerzo, como jugando, y aspirara eternamente, mientras giraba la ronda majestuosa del tiempo, su peregrino perfume!
No bien estuve en condiciones de salir a la calle, fui a presentar mi homenaje al dux. Me acompañó Valerio. Andrea Gritti nos acogió en el palacio de los gobernantes de Venecia, espléndidamente. El viejo señor que regía desde nueve años atrás el destino de la Serenísima había modelado su propio rostro, con el correr de los lustros, hasta conseguir la máscara exacta, perfecta —y de ello queda el testimonio en el retrato de Tiziano—, que correspondía a su tremenda magistratura. Escultor de sí mismo, utilizó, para cincelar esa cara severa que circuían el
corno
de brocatel de oro y la barba espumosa, los elementos que le brindaba su vida enérgica de militar y de diplomático, de burlador de turcos y de conductor de ejércitos, de regente sagaz de finanzas y de vigía de una balanza prudente que equilibraba por igual sus relaciones con Francia y con el Imperio. Todo eso construía su rostro impávido y se afirmaba en sus manos poderosas. Los dominios venecianos se resquebrajaban en torno, pero el dux seguía simbolizando a la República patricia inmutable. Habló serenamente, con bondad soberbia. Había colaborado con Nicolás Orsini, cuando éste luchaba a las órdenes de Venecia, y eso inclinaba su favor hacia nosotros. Era, en su palacio cubierto de pinturas, sagrario de su magnificencia, un dios, un Júpiter vestido de armiño y de terciopelo. Al verlo se comprendía la familiaridad de los dux con la corte divina, cristiana y mitológica, evidenciada en la satisfacción insistente con que esos príncipes se hacían representar por los artistas, entre santos y arcángeles, entre Marte y Venus, con los cuales convivían suntuosamente en la pompa de los enormes óleos. La gente del pueblo que llegaba hasta allí debía pensar que entraba en un Cielo donde los bienaventurados, las ninfas y sus jefes compartían la gloria por igual. Y, cuando el Bucentauro navegaba hacia las islas, debía pensar que tritones y nereidas lo sostenían en las orlas del oleaje, y que los querubes volaban entre los pliegues de su gonfalón.