Pietro Aretino, grueso, barbado, sofocada la cabeza de sileno por las pieles lujosas, solía visitarme y me entretenía con la enumeración de los regalos principescos que sin cesar le mandaban de las cortes remotas de Italia, y de Francia y de Alemania, para sosegar su ironía aniquiladora, y de los tributos que le pagaban los piratas bereberes y el bajá de Argel, como si fuera un soberano temible. Simpático cuando quería, feroz cuando quería también, chantajista incomparable, periodista sin escrúpulos y sin cansancio, multiplicaba las cartas y los impresos, y el oro manaba hacia él para escapar en seguida de sus manos pródigas. Cuando perseguía a alguno, el veneno de sus flechas lo agotaba. Bastante lo supo mi abuelo Franciotto, que se negó a pagar su cuota y sufrió la carcoma de sus pasquines. Aretino, con el pretexto de las funciones de supervisor de las cacerías de León X, desempeñadas por el cardenal, y de comprador de halcones y lebreles exorbitantes para el séquito pontificio, lo acosó con sus sátiras. A mí ese detalle no me fastidió lo más mínimo. Yo había tenido la elemental precaución de enviar a Silvio a adquirir para el poeta una cadena de oro, y, como Cerbero con las tortas de miel, Aretino —que por lo demás reverenciaba a mi tío Valerio— cesó de gruñir y me besó la diestra. Al proceder así no hice más que imitar a Francisco I y a Carlos Quinto, que le regalaban collares preciosos, o al duque de Mantua, que hacía las paces con él gracias a jubones de terciopelo y a camisas de brocado, o al sultán, que le obsequiaba una esclava de rara hermosura y de técnicos sensualismos eficaces. Vivía, desde tres años atrás, en el palacio Bolani, que había alquilado frente al Rialto, y recibía allí en pleno desorden el homenaje de los turcos, judíos, italianos, españoles, alemanes y franceses, quienes lo tenían por un oráculo, fueran señores, estudiantes, soldados o frailes. Poseía un harén, compuesto por cinco o seis mujeres a quienes apodaban
las aretinas
. Además se susurraba (y hasta fue acusado de ello públicamente) que su ejercicio amoroso no se detenía en los límites del sexo femenino, y se llegó a citar dudosamente su vínculo con un caballero tan cabal como el capitán Juan de las Bandas Negras, héroe de Italia y espejo de condottieri. Quizás esa doble actividad —si existió— habrá cooperado a afianzar los lazos que lo unían a Valerio Orsini. Era el hombre a la moda y lo usufructuaba, sahumado de satisfacción. Todo se llamaba
Aretino
entonces en Venecia, desde una raza de caballos hasta un tipo de vidrios, desde el canal vecino de su casa hasta un estilo literario y hasta esas mujeres a quienes gozaba con fruición equiparable a la de Tiziano, su gran amigo y asociado en negocios de arte. Y la imagen de Pietro, hijo de una buscona y de un zapatero remendón, nacido en un hospital de Arezzo, lacayo del banquero Chigi y bufón del papa León de Médicis, andaba pintada en platos de cerámica, estampada en mangos de espejos y en estuches de peines, acuñada en medallas de oro, de plata y de cobre, y esculpida en las fachadas de los palacios. A mí me hizo olvidar más de una vez mis dolores, con el relato pantagruélico de las montañas de almendras, cerezas, fresas, limas, higos, albaricoques, melones y ciruelas, que descargaban en el palacio Bolani, con destino a su mesa de goloso invencible; o con el de sus pleitos con el duque de Mantua, por el poema
Marfisa
, nunca acabado, que ensalzaría la gloria de los Gonzaga, y cuyo manuscrito empeñaba cada tanto tiempo, para procurarse algún dinerillo; o con el de sus relaciones con el dux Gritti, a quien había ofrecido su alma, porque lo había redimido Venecia; o con el de la confesión pública que hizo en un templo en el que había tan escasa luz que apenas pudo leer el texto borroneado con sus lágrimas teatrales. Sí, Aretino era un truhán inteligente, capaz de recrear como ninguno si ponía en acción su genial desenfado, y le debo momentos prodigiosos, sobre todo cuando, en mitad de una anécdota, se echaba a reír estruendosamente, sacudido el corpachón, tomándose el vientre con ambas manos y haciendo sonar los eslabones y dijes que le cruzaban el fornido pecho —de un acceso de risa así dicen que murió, porque perdió el equilibrio y cayó al suelo, desnucándose—, pero, con ser tanta y tan enjundiosa la diversión que le adeudo a su turbulencia imaginativa, ella no se compara con el recuerdo que he conservado de Paracelso. Paracelso ha sido uno de los hombres que más influencia ejercieron en el desarrollo de mi vida extraña.
Contra la opinión de Aretino, que lo detestaba porque tal vez discernía en él a un rival, y contra, también, la de Valerio Orsini, que hubiera querido hacerme examinar por uno de esos médicos germanos que cabalgaban precedidos por un paje, que llevaban un gorro de piel y una túnica roja, que eran admitidos como pares de los mercaderes de granos y de lana y de los banqueros, y que por nada del mundo hubieran hecho el trabajo vil propio de los cirujanos despreciables, Paracelso me visitó poco después de mi llegada. Mi intuición me hacía creer en su fuerza firmemente. Silvio lo buscó, lo halló y me lo trajo. Mi salud había declinado tanto que se imponía una intervención pronta.
Recuerdo muy bien la primera impresión que me causó su presencia. Era por entonces un hombre de unos cuarenta años, magro, frágil, calvo, de ojos protuberantes, sin un pelo de barba. Se dirigió a mí en italiano, con marcada pronunciación tudesca, pero mechaba el monólogo con vocablos de distintos idiomas. Sospecho que algunas palabras —las que pretendía haber recogido en sus andanzas por Transilvania, por Tartaria, Alejandría y Grecia, donde según él había estado hasta en la isla de Kos, patria de Hipócrates— eran inventadas. Vestía una casaca estropeada, y se cubría con un sombrero pringoso de mugre que por lo menos esa vez y con el pretexto de que debía proteger su cabeza desnuda, no se quitó mientras duró la visita. A su costado pendía el espadón famoso, en cuya cazoleta se contaba que encerraba al demonio Azoth. Con ser estrafalario su aspecto, por el contraste de su cara lampiña y su chapeo de matamoros, emplumado de costras infectas, mucho más lo era su discurso. Hablaba arrogantemente, bombásticamente, como si desdeñara al interlocutor desde la altura de su sabiduría —no olvidemos que se llamaba Aureolo Felipe Teofrasto Bombast von Hohenheim—, con mucho revolotear de manos, revolver de ojos y golpear de la espada, y lo primero que hizo fue informarme que era de familia noble, nieto de un comandado de los caballeros teutónicos, como si con ello quisiera establecer las bases de nuestra relación y poner las cosas en su sitio. Pero yo, a pesar de mi juventud, conocía demasiado bien esa actitud de los intelectuales frente a los príncipes —¿acaso no había procedido así Benvenuto Cellini cuando nos encontramos en la playa?— y percibía demasiado la humana debilidad que la regía, para que me perturbase. Por lo demás, al contrario de lo que solía suceder, le tomé simpatía de entrada a aquel hombrecito casi raquítico, movedizo y discurseador, que peroraba sin sacarme los ojos de encima.
Me examinó minuciosamente, me preguntó si no había sido hechizado, e inquirió algún antecedente de las personas con quienes había tenido «desahogos» —fue su palabra y la subrayó con un dejo de burla— últimamente. Le respondí embarullando las imágenes de Juan Bautista y de Pantasilea, pero no lo engañé. Mientras palpaba mi cuerpo, me dijo que Dios no ha permitido que exista ninguna enfermedad sin proporcionar su remedio y me prometió que en el término de un mes, si seguía sus consejos, estaría sano. Mi caso era diferente del de Erasmo, quien le había expresado en una carta que sus estudios lo embargaban en tal forma que no tenía tiempo ni para curarse ni para morir. Yo tenía tiempo. Prescribió su prestigiosa
tinctura physicorum
, con la cual se decía que había triunfado sobre el cáncer, la hidrofobia, la sífilis, la epilepsia y otras enfermedades incurables, porque él era el único que trataba a los desahuciados, y citó el ejemplo de la abadesa de Zinzilla, en Rottweill, a quien daban por muerta. Acababa de publicar en Nuremberg dos tratados sobre el mal de Fracastoro, que prohibió, ciega de envidia, la Facultad de Medicina de Leipzig.
—Ningún médico —sentenció irónicamente— debe comunicar la verdad al príncipe. Tampoco ningún mago, astrólogo o nigromántico, si la poseen. Deben usar caminos ocultos e indirectos, alegorías, metáforas o expresiones maravillosas. Pero yo le juro a Su Excelencia que Su Excelencia está muy mal y que en un mes habrá olvidado lo que lo tortura.
Me visitó casi diariamente, para gran rabia de Pietro Aretino, que sin embargo no se pronunciaba contra él abiertamente ya que, dada su vida, podía necesitarlo en cualquier momento. Llegaba, me hacía el honor de despojarse del sombrero, me revisaba las úlceras, me hundía en un baño sulfuroso, me administraba su pócima, y luego se echaba a disertar. Su olor a vino, a sudor y a suciedad colmaba la habitación, con el de los nauseabundos mejunjes. Valerio, Silvio y Juan Bautista escapaban, asqueados. En medio de los vapores amarillentos, su cara lívida asomaba, como la de un brujo. Adiviné entonces que, bajo su aluvión de palabras, algo, una inquietud, se escondía pero tardé en descubrirlo. Yo esperaba mucho de él y él esperaba mucho de mí. Entre tanto me explicaba que el Alma-Espíritu del Mundo impregna a cuanto existe y que quien consiga dominarla será dueño del poder de Dios; me refería la curación de la reina de Dinamarca, o me revelaba que el fénix renace del esqueleto de un caballo y que una mujer embarazada, si se lo propone, es capaz de imprimir un dibujo sobre el cuerpo de su hijo. Era difícil distinguir cuándo hablaba en serio y cuándo lo hacía en broma, porque mantenía inalterable el tono majestuoso. Probablemente aplicaba conmigo el principio de que al señor hay que disfrazarle la verdad, pero lo cierto es que a los diez días comencé a reponerme. Me enseñó que la sal, el sulfuro y el mercurio son los ingredientes que entran en la composición de todos los metales, y también de todos los seres, y que están contenidos en el
mysterium magnum
del cual cada uno encierra en sí un
archeus
, o sea un principio vivo. La unión de los elementos orgánicos, según él, origina la vida, y el elemento predominante es el que constituye la quintaesencia. A raíz de esas disquisiciones me hizo sentir, oscuramente, que yo era el centro del mundo, porque me hizo sentir mi comunicación con cuanto existe. Y eso contribuyó a fortalecerme, a infundirme un nuevo vigor. El mundo rotaba alrededor de mí, incontable, y al mismo tiempo yo era una parte ínfima de su mecanismo sin límites. No estaba solo, no estaba perdido y, desmenuzándome en el polvo infinitesimal del microcosmos, crecía hasta agigantarme, puesto que todo, del insecto a la nube, me rendía pleitesía y obraba para mí.
Un día que nadie nos acompañaba en mi aposento, le narré la historia de mi horóscopo y de su anuncio de inmortalidad. Sus ojos chispearon.
—Las estrellas no indican nada —sentenció—, no inclinan hacia nada, no imponen nada. Somos tan libres de ellas como ellas de nosotros. Las estrellas y el firmamento entero son incapaces de afectar nuestro cuerpo, nuestro color, nuestros ademanes, nuestros vicios, nuestras virtudes. El curso de Saturno no puede ni alargar ni acortar la vida.
—Sin embargo me han referido que no sangras a un enfermo ni le haces beber un purgante si compruebas que la luna se halla en posición inadecuada.
—Eso no tiene nada que ver. Y lo de la inmortalidad es otro asunto. La inmortalidad sí es apasionante. Alcanzarla debe ser el fin de cuantos nos quemamos las pestañas estudiando.
Miré sus párpados desguarnecidos, orlados de rojo. El «médico-químico» retomó el cáustico retintín:
—Por lo menos desde 1513, a raíz de una constitución de León X en el Concilio Luterano, se ha establecido la inmortalidad e individualidad del alma, contra los que aseveran que no hay más que un alma para todos los hombres. Yo ya lo sabía antes. No necesité de Su Beatitud, y que Su Excelencia no vaya a tenerme por herético. No lo soy. Pero lo interesante, lo realmente interesante, no es la inmortalidad del alma, sino la inmortalidad del alma dentro de la del cuerpo: permanecer, permanecer aquí, en este mundo, en este lado del espejo. Seguir vivos. El lapso que el Destino otorga normalmente es muy breve para cuanto nos incumbe hacer.
Guardó silencio un instante.
—Es posible —añadió— crear un hombre artificial. Con ayuda de la Cábala hebrea, Elías de Chelm ha creado uno, un Golem, que se animó cuando el sabio judío escribió uno de los nombres de Dios en la frente de arcilla de su engendro. Es posible (yo lo he hecho) crear un homúnculo, encerrando esperma en un vaso hermético, magnetizándolo y hundiéndolo durante cuarenta días en excrementos de caballo. A los diablos les es posible formar un cuerpo con aire, condensándolo o condensando el vapor de agua, y modelar así un espectro que les servirá de habitación efímera. Simón Mago logró con pericia producir el movimiento de las estatuas de madera. Santo Tomás de Aquino destruyó el peligroso autómata dotado de palabra que construyó Alberto el Grande. Y el insigne Cornelio Agrippa realizó el siguiente prodigio: un discípulo murió repentinamente en su estudio, y el maestro, temeroso de que lo acusaran de un crimen, obligó al Demonio a que se metiera dentro del cuerpo inánime y a que con él diera dos vueltas por la plaza, para que luego cayera sin vida delante de los demás. Pero ésas son ficciones; son juegos pavorosos. No se trata de engendrar una apariencia de vida, sino de entretener sin término la que Dios engendró. Yo poseo los medios para conservar viva a una persona durante siglos. Y cuando yo muera… no moriré. Me enterrarán un año completo, porque es menester descender a las lobregueces de la tumba antes de ascender a la luz de la eternidad; me enterrarán cortado en trozos, dentro de excrementos de caballo, fuente de calor constante, como sabe cualquier alquimista, y me harán objeto de toda la gama de las combinaciones del Gran Arte; luego resucitaré, metamorfoseado en un joven hermoso. Algún día me pertenecerá la eterna juventud, no como a ese imbécil veneciano, Luis Cornaro, que come una yema de huevo cada veinticuatro horas y aspira a llegar a centenario, como si valiera la pena quedar en el mundo transformado en un viejo hambriento, para a la postre morir. Yo viviré y viviré joven. Su Excelencia también puede hacerlo, no porque se lo prometa la fantasía del horóscopo de Sandro Benedetto, sino porque para ello dispone del método que debe encontrar.
Desde el fondo de la bañera ubicada junto a mi lecho, envuelto en el vaho maloliente, disimulando la giba en el agua turbia, yo lo oía, hechizado. Diez años después, cuando Paracelso se extinguió en Salzburgo —según muchos prematuramente, por extremar las dosis del elixir de vida que escondía en el pomo de su espada y que cuidaba el demonio Azoth—, me enteré de que se habían acatado sus órdenes; de que su servidor lo despedazó y enterró de acuerdo con lo que había prescrito, y de que, transcurridos doce meses, el criado, impaciente, abrió la tumba dos días antes de que se cumpliera el plazo total. Entonces (por lo menos fue lo que atestiguaron sus discípulos) se vio que Aureolo Teofrasto reposaba en el ataúd, convertido en un adolescente bello como Fausto. Sólo el cráneo no había terminado de soldarse, y un soplo de aire, colándose por la fisura hasta el cerebro, mató al mago definitivamente, evitando que resucitara. Luego su leyenda se echó a volar y hubo gente que juró que había sido reconocido simultáneamente en varios lugares del mundo. Pero eso aconteció diez años más tarde de lo que refiero. Mientras Paracelso hablaba inclinándose sobre la bañera, tan cerca de mí que pensé con espanto que iba a abrazar mi cuerpo desnudo, lo que me inquietó al seguir los borbotones de su extraño discurso, con ser fabuloso lo que me decía, era lo que acababa de declararme: que yo, como él, era dueño de la inmortalidad si conseguía hallar su fórmula. Y ahí, en esa frase pronunciada con una intensidad que la destacaba del resto de su peroración, discerní la causa que lo había impulsado a visitarme cotidianamente.