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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (54 page)

BOOK: Bomarzo
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Ese último mes se destaca en mi memoria con tintes de pesadilla. Entre el administrador de mis estados, Bernardino Niccoloni, que aprovechó el barullo para sacar unas cuantas tajadas gordas, y mis favoritos Silvio de Narni y Juan Bautista Martelli, fui cien veces de las cuadras, donde se aprestaba la alimentación de varias docenas de caballos, al lugar donde se levantaban, como un minúsculo campamento militar, las tiendas coronadas de alegres estandartes; y del sitio en el cual se fabricaba el carro simbólico que mostraba en alto a nuestra fiera totémica alzando el lirio heráldico de los Farnese, a las habitaciones en las que nunca daban abasto los cofres, los lechos y las colgaduras; y a los talleres en los cuales cosían mis ropajes y las libreas rojas y plateadas de mi gente, alineadas en pavorosos maniquíes; y a los patios en los que resonaba el canturreo de las criadas que lustraban las vajillas y preparaban la cera que demandaría la desusada iluminación. Apretaba el calor de comienzos de junio; la transpiración me mojaba el cuerpo entero y, deslizándose por la frente en gotas gruesas, me cegaba los ojos fatigados. De buena gana me hubiera quitado la camisa, cuando andaba de acá para allá con pajes y amanuenses, dictando providencias, pero el espanto de enseñar el odiado promontorio sin protección alguna, me privaba de ese alivio. Y cada vez que miraba hacia arriba, hacia los aposentos de mi abuela, por más que el aire quemara y que yo le hubiera repetido hasta el enojo que debía permanecer en la frescura de su cámara, al amparo de las damas que movían los pequeños abanicos cuadrados de flecos policromos, veía a mi adorada Diana Orsini en la terraza, bajo un quitasol, a mi adorada que se apoyaba en su bastón, agitaba los brazos y hacía ondear un pañuelo y me indicaba así que seguía velando por mí, blanca, remota y vigilante, como si me guiara desde la lejanía de las nubes en las que se tejen y destejen los exiguos destinos humanos.

Cuando faltaba una semana para la boda comenzaron a llegar los convidados, que venían de los extremos distantes de Italia. Los diversos Orsini hicieron su aparición con estrépito militar: el terrible Nicolás, que vivía como un rey bíblico entre sus concubinas hebreas; el tremendo abad de Farfa; los lujosos señores de Bracciano, que se desplazaban entre centellas de piedras preciosas; el duque de Mugnano, mi vecino; Julio Orsini, amigo de intelectuales; Violante, casada con un Savelli, León, cuya riqueza espantaba; Francisco y Arrigo, condottieri de sonora celebridad; Valerio, que viajó desde Venecia con su mujer y Leonardo Emo y me trajo de regalo dos copas de oro, las cuales, según los estudiosos, habían pertenecido a los emperadores de Bizancio; Carlotto Fausto, el otro jorobado, el guerrero, cuya presencia yo ansiaba como una prueba, para los Farnese, de que el duque de Bomarzo no era el único giboso del linaje, de que la giba podía ser, entre nosotros, algo tan natural e intrascendente como entre los Gonzaga, y como una prueba también de que ella no era óbice para que quien la sufría ganara gloria con las armas, a ejemplo de nuestros grandes antecesores. Las cabalgatas sucesivas serpenteaban en los caminos, rumbo al caserón. Mi abuela, mi abuelo y yo acogimos a los parientes con pródiga familiaridad. En interminables festines, nos hablamos los unos a los otros de la magnificencia de nuestra alcurnia y eso nos hizo rebosar de buen humor. Las querellas que varios de los Orsini mantenían entre sí, casi siempre con motivo de legados y reparticiones, fueron postergadas y como diluidas por los vapores del vino.

También se presentaron los Farnese, más afectados, más cortesanos. El cardenal Alejandro se aisló con mi abuelo en conciliábulos secretos que versaban sin duda acerca de la diplomacia pontificia, lo cual —aunque probablemente esos asuntos no serían muy graves, pues no creo que el astuto tío de Julia hiciera entrar a mi abuelo en la tortuosa confidencia de sus planes escondidos— atiesó de orgullo al cardenal Franciotto, al darle ocasión de brillar misteriosamente ante sus consanguíneos e insinuar entre ellos la sobrecogedora deducción de que todavía podía salir con una sorpresa en la próxima elección papal. Pier Luigi llegó con su mujer, Girolama Orsini; Angelo Farnese con la suya, Angela Orsini, hija del conde de Pitigliano, mostrando qué entrelazados estaban nuestros linajes; y llegaron los condes de Santa Fiora, y los della Rovere de Laura Farnese, y Federico Farnese, marido de Hipólita Sforza. Los bellos nombres de Italia cantaron en los aposentos, bajo la altanería de los retratos. Mis invitados se hacían reverencias y yo los espiaba, disimulándome, cuando partían de caza o se aprestaban a dirigirse a los servicios religiosos, o bajaban de dos en dos las escalinatas en medio de los osos de piedra y de las banderas colgantes, hacia la sala del festín. Nunca, ni antes ni después, vivió Bomarzo horas de tanta pompa. Pronto descendieron de sus carruajes los señores de la casa de Gonzaga, amigos famosos de mi abuela: Isabel de Este, a cuya boda había asistido mi madre en fiestas memorables que la vieron bailar con Gilbert de Montpensier y con Guidobaldo de Montefeltro; su hija Eleonora, bellísima, timorata, esposa del sobrino de ese Guidobaldo, Francisco Maria della Rovere, actual duque de Urbino; y el duque Federico de Mantua y María Paleologa, su duquesa. Era un grupo que ocupaba mucho lugar, que hacía mucho ruido, porque usufructuaba en Italia el centro del snobismo artístico y mundano, y aunque Isabel había perdido bastante del poder que atrajo hacia ella las miradas de toda Europa, pues su celoso hijo se le había escurrido entre las manos e imponía en Mantua su áspera voluntad, la gran señora seguía deslumbrando como un astro impar con el fulgor de su inteligencia. Junto a ella, Federico Gonzaga y Francisco Maria della Rovere resultaban mediocres pese a su arrogancia. Y, aunque extremaban la cortesía y los juegos de palabras y los motes agudos, no vaya a pensar el lector en ambos príncipes como en meros palaciegos ceremoniosos. Gonzaga, capitán general de la Iglesia, había asesinado a su preceptor, y della Rovere apuñaló al amante de su hermana y al cardenal Alidosi. Parecían apáticos, helados en su distinción y en su urbanidad, o parecían preocupados de lebreles, de halcones, de espadas y de trajes, pero en cualquier momento podía encenderse en sus ojos indolentes la chispa colérica. Eran traidores, libertinos, elegantes, fanfarrones. Inventaban las modas. Pier Luigi Farnese, cuando se insinuaba entre ellos, perdía estatura, a pesar de su fiereza. Julia Gonzaga, viuda desde la edad de dieciocho años del contrahecho Vespasiano Colonna, eclipsaba a los demás con su hermosura ensalzada por Ariosto. El cardenal Hipólito de Médicis no abandonaba su lado. Hablaban quedamente de temas enigmáticos que por poco no rozaban la herejía. De vez en vez, la dama levantaba los ojos hacia su adorador y el rostro se le iluminaba con una claridad transparente. Los Orsini, que no la querían, y menos que ninguno el abad de Farfa, comentaban entre ellos, atisbándola cejijuntos, que era una hembra frígida, posiblemente virgen, y que se había casado con el viejo Colonna, cojo y manco, a instancias de Isabel de Este, por su dinero. A mí me fascinó el lema que ostentaba bordado en las mangas, bajo un amaranto con reflejos de jaspe:
Non moritura
. Le rogué que me lo explicara, sonrió y me dijo que, a semejanza de esa flor, que reverdece al contacto del agua, siempre permanecía en ella, mojada por sus lágrimas, la imagen del Colonna muerto. Hipólito sonrió también, escéptico, y le besó una mano.
Non moritura
. Hubiera debido ser mi lema.

Pier Luigi y Benvenuto Cellini casi provocaron un desastre. A Benvenuto lo volví a ver con alegría. Había madurado desde nuestro primer encuentro, sin perder nada de la dinámica juventud que lo estremecía como una indefinible vibración. Integraba en ese tiempo un coro
humanista
, con Giovanni Gaddi, erudito en letras griegas, el sabio Ludovico di Fano, el poeta Aníbal Caro y el pintor Bastiano de Venecia, que decoró el palacio del banquero Chigi. Su inclinación a las peligrosas maravillas lo había conducido a invocar al Diablo, en el Coliseo nocturno, con ayuda de un sacerdote y de un pistoyés aficionado a la nigromancia, para recuperar a una mocita siciliana de la que estaba enamorado y a quien su madre se había llevado a Roma. Me lo contó con harto detalle. Esta vez no me besó, sino se dobló ante mí majestuosamente, pero yo le abrí los brazos, porque su recuerdo proyectaba sobre mi adolescencia una de las pocas luces que la alumbraban. Con Pier Luigi chocó en seguida, pues el hijo del cardenal Farnese quiso tratarlo con el desdén que reservaba para los inferiores y se equivocó de medio a medio. Y después sucedió el episodio de Juan Bautista Martelli. Mi paje vino a confiarme una mañana su temor: el señor y el orfebre lo perseguían. Esa noche se habían metido en su cámara simultáneamente, y si no se tajearon, habiendo desenvainado las dagas, fue porque el muchacho escapó desnudo, con la espada en la diestra, y consiguió eludirlos en el parque. Cinco años más tarde, cuando Cellini fue detenido y encarcelado en el Castel Sant’Angelo, bajo la custodia de un gobernador loco que se creía murciélago, ello se debió —el propio Benvenuto lo consigna en sus memorias— a intrigas de Pier Luigi. El artífice se refiere en su libro a que Farnese lo acusó de que, durante el saqueo de Roma en ese mismo castillo donde luego sufrió una cárcel larga, había robado pedrerías vaticanas por valor de ochenta mil ducados. Era en realidad un pretexto absurdo. La verdadera razón —que ignoro por qué no ha sido apuntada por Benvenuto en su obra prolija— brotaba del odio que nació entre los dos en Bomarzo, a causa de Juan Bautista Martelli. Tuve que conferenciar con ambos por separado, para sosegarlos, señalándoles la inconveniencia de su actitud, y desde entonces, como de común acuerdo, se limitaron a intercambiar unas miradas tremebundas y a engarfiar los dedos en los puñales, si se cruzaban en las galerías. Pero Pier Luigi había jurado vengarse y, de todas las promesas que formulaba, las que cumplía eran esas. Lo hizo un lustro después, en tiempos en que, exaltado su padre al trono de San Pedro, el ambicioso bribón dispuso de tan extraordinario y feroz dominio. Tampoco le fue muy bien a Cellini con mi abuelo Franciotto. El cardenal no le había perdonado que, al herir en el asedio de Sant’Angelo al príncipe de Orange, el orfebre artillero desobedeciera su orden de no tirar contra los jefes enemigos en momentos en que se insinuaban las perspectivas de conciliación. Fueron ésos los únicos episodios desagradables, durante el lapso que precedió al arribo de Julia Farnese. Posteriormente, por supuesto, hubo otros.

Aretino se portó con una cordura irreprochable. Acababa de publicar en Venecia, sus
Diálogos entre Nanna y Antonia
, compuestos, según decía, para su mono Capriccio, y nos entretuvo leyéndolos con tal gracia que arrancó el aplauso de Isabel de Este. Hasta hizo las paces con el duque de Mantua, de quien lo separaban antiguas diferencias por asuntos —es obvio subrayarlo— de dinero. Su risa estupenda estallaba en las cámaras, entre el vocerío de los Gonzaga, los Farnese y los Orsini. En un rincón, Sansovino y Tolomei observaban los movimientos gazmoñamente, como artistas que no se atrevían a terciar con los grandes de Italia. Mi abuela, sentada en su sillón de alto respaldo, hasta el cual la transportaban en una silla de manos desde su aposento, era el eje en el que convergían tan variadas evoluciones. Sus gatos blancos se frotaban contra sus piernas rígidas, maullando, o trepaban, insolentes, a su falda, a la de Isabel, a la de Eleonora de Urbino, a las de las señoras de mi estirpe que formaban un círculo de agitados ventalles alrededor. La obsesión principal de Isabel consistía en oscurecer a su hija, cuya belleza era capaz de relegarla a segundo plano, a pesar de que ésta no hubiera osado nunca rivalizar con la malicia y el encanto de una madre que los empleaba casi profesionalmente, y de que la pobre Eleonora, contagiada por la lujuria de su marido de enfermedades inconfesables, hubiera preferido que la dejaran en una penumbra reposada y triste. Y yo, multiplicándome, dejaba las salas donde se curvaban los danzarines y donde el duque de Urbino jugaba al ajedrez con el duque de Mantua, bajo los ojos críticos del cardenal Hércules Gonzaga, para subir a mi habitación y probarme una vez más el manto que revestiría en la ceremonia, el cual, con sus rellenos, constituía un prodigio escultórico y arquitectónico. Fascinado y espantado, contaba los días y me distraía anotando la gloria y la miseria de mis invitados, quienes no eran, esencialmente, ni mejores ni peores que los miembros de otras sociedades deslumbrantes, pero que, por ser representativos del Renacimiento, acentuaban con los toques propios de sus personalidades superlativas los rasgos del mérito y del vicio. En aquella época todo se hacía a lo grande. No había medias tintas, concesiones, ni disimulos. Si se disimulaba maquiavélicamente, esa actitud tenía un carácter pasajero, preparativo, como de envión antes de dar el salto. Cada uno creía que por el mero hecho de existir y de disfrutar una posición heredada o adquirida podía obrar a su antojo, según su conveniencia arrolladora, exhibiéndose tal cual era, pues le sobraban empuje e impunidad para afirmarlo, y eso, que descartaba el actual sosiego igualitario de las convenciones surgidas del derecho individual, y que confiere a ese período una originalidad de colores violentos, contribuye al atractivo alarmante de sus personajes rectores, que solían ser una cruza de lobo y de lebrel, y —si bien podía resultar bastante incómodo y basta riesgoso, porque la probabilidad de una muerte súbita planeaba sobre todos nosotros constantemente— era también apasionante y nos mantenía alertas y tensos, viviendo, devorando la vida con desesperada fruición. Así los miraba yo, lúcido, y así me miraba entre ellos. El Orsini duque de Mugnano era muy capaz de asesinarme o de asesinar al cardenal de Médicis porque, en una discusión cualquiera, habíamos arrojado una leve sombra, sin quererlo, sobre el brillo agresivo de su personalidad. Entre tanto, rodeados por las mitológicas pinturas, en el temblor de la hoguera de antorchas, mis huéspedes danzaban la gallarda y la alemana, y las señoras, al son de la música, giraban lentamente, gravemente, con un pañizuelo o un guante en la diestra. Los Orsini de Bracciano bailaban a las mil maravillas, en medio de los relámpagos de sus piedras preciosas, y un ciego, desde el balcón en el cual los instrumentos, como si lo tejieran con los arcos de las violas, desenroscaban el trémulo tapiz de las cadencias, nos cantaba historias de amor que evocaban el mundo mágico de Ariosto.

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