Herejes de Dune (64 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Herejes de Dune
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—Han estado buscándoos durante dos días, Bashar. Algunos pensaban que habíais salido del planeta.

¿Dos días?

El aturdidor y cualquiera otra cosa que le hubieran hecho lo había dejado inconsciente durante largo tiempo. Aquello no hizo más que añadirse a su hambre. Intentó hacer que el crono implantado en su carne actuara contra sus centros de visión, y únicamente osciló como había hecho cada vez que lo había consultado desde la sonda–T. Su sentido del tiempo y todas las referencias relativas a él habían cambiado.

Así que algunos piensan que he abandonado Gammu.

Teg no preguntó quién lo buscaba. Los tleilaxu y la gente de la Dispersión habían estado implicados en aquel ataque y en la subsiguiente tortura.

Miró a su alrededor. Estaba en uno de esos hermosos y antiguos vehículos de superficie de antes de la Dispersión, con las marcas de la más fina manufactura ixiana en él. Nunca había ido antes en uno de ellos, pero los conocía. Los restauradores los tomaban y los renovaban, los reconstruían… devolviéndoles aquella antigua sensación de calidad. A Teg le habían dicho que esos vehículos eran encontrados a menudo en los más extraños lugares, en viejos edificios derrumbados, en depósitos de chatarra, encerrados en almacenes de maquinaria, en granjas.

Su conductor se inclinó de nuevo ligeramente hacia un lado y habló por encima de un hombro:

—¿Tenéis alguna dirección donde deseéis que os lleve en Ysai, Bashar?

Teg recordó los puntos de contacto que había identificado en su primera gira en Gammu y le dio uno de ellos al hombre.

—¿Conoces ese lugar?

—Es antes que nada un establecimiento de citas y bebidas, Bashar. He oído que sirven también buena comida, pero cualquiera puede entrar si tiene el dinero necesario.

Sin saber por qué había hecho aquella elección en particular, Teg dijo:

—Probaremos. —No creyó necesario decirle al conductor que había salones privados en aquella dirección que le había dado.

La mención de la comida trajo de vuelta los calambres en su estómago. Los brazos de Teg empezaron a temblar, y necesitó varios minutos para recuperar la calma. Se dio cuenta de que las actividades de la última noche habían agotado todas sus reservas. Lanzó una mirada inquisitiva al interior del vehículo, preguntando si no habría algo de comer o de beber ahí dentro. La restauración del vehículo había sido realizada con amoroso cuidado, pero no vio ningún compartimiento disimulado.

Esos vehículos no eran en absoluto raros en algunas zonas, pero todo en ellos hablaba de riqueza. ¿Quién sería el propietario de aquél? No el conductor, evidentemente. Tenía todos los signos de un empleado. Pero si había sido enviado un mensaje para que aquel coche lo recogiera, eso quería decir que había otras personas que conocían la localización de Teg.

—¿No podemos ser parados y registrados? —preguntó Teg.

—No este coche, Bashar. Pertenece al Banco Planetario de Gammu.

Teg asimiló silenciosamente aquello. Aquel banco había sido uno de sus puntos de contacto. Había estudiado cuidadosamente las ramificaciones clave durante su gira de inspección. Aquel recuerdo lo llevó de vuelta a sus responsabilidades como guardián del ghola.

—Mis compañeros —aventuró Teg—. ¿Están…?

—Otros llevan eso por la mano, Bashar. No podría deciros.

—¿Cuándo podré…?

—Cuando estéis a salvo, Bashar.

—Por supuesto.

Teg se reclinó en los almohadones y estudió lo que le rodeaba. Aquellos vehículos de superficie habían sido construidos con mucho plaz y casi indestructible plastiacero. Pero había otras cosas que se deterioraban con el tiempo… las tapicerías, los remates, los componentes electrónicos, las instalaciones de los suspensores, los tubos de escape. Y los adhesivos se deterioraban, no importaba como uno los preservara. Los restauradores habían conseguido que éste pareciera como si apenas hubiera acabado de salir de la línea de montaje de la factoría… el brillo mate de los metales, la tapicería amoldándose a uno con un ligero crujir. Y el olor: ese indefinible aroma a nuevo, una mezcla de pulimento y finas telas con apenas un atisbo de ozono procedente del suave funcionamiento de la electrónica. Nada en ello, sin embargo, apuntaba un olor comida.

—¿Falta mucho para Ysai? —preguntó Teg.

—Otra media hora, Bashar. ¿Hay algún problema que requiera más velocidad? No desearía atraer…

—Me estoy muriendo de hambre.

El conductor miró a derecha e izquierda. Ya no había campesinos por ahí. La carretera estaba casi vacía excepto dos pesados remolques de transporte con sus tractores arrastrándolos en el carril de la derecha, y un gran autocamión con una enorme recolectora de frutas montada en su caja.

—Es peligroso entretenernos mucho —dijo el conductor. Pero conozco un lugar donde creo que podré conseguir que os proporcionen al menos un rápido tazón de sopa.

—Cualquier cosa será bienvenida. No he comido en dos días y he tenido que desplegar mucha actividad.

Llegaron a un cruce, y el conductor giró a la izquierda hacia un estrecho sendero que atravesaba una extensión de altas coníferas regularmente espaciadas. Finalmente giró hacia un pequeño camino por entre los árboles. El bajo edificio al final de aquel camino estaba construido con piedra oscura, con un tejado de plaz negro. Las ventanas eran estrechas, y brillaron con protectores cañones de aturdidores.

—Aguardad un momento, señor —dijo el conductor. Salió, y Teg pudo echarle su primera mirada al rostro del hombre: extremadamente delgado, con una larga nariz y una afilada boca. La huella visible de la reconstrucción quirúrgica marcaba sus mejillas. Sus ojos resplandecían plateados, obviamente artificiales. Se alejó y entró en la casa. Cuando regresó, abrió la portezuela de Teg—. Por favor, id rápido, señor. Dentro están calentándoos sopa. He dicho que sois un banquero. No necesitáis pagar.

El suelo crujió bajo sus pies. Teg tuvo que agacharse ligeramente para cruzar el umbral. Penetró en un oscuro vestíbulo, panelado de madera y con una bien iluminada habitación al fondo. El olor a comida lo atrajo como un imán. Sus brazos temblaron de nuevo. Había sido instalada una pequeña mesa junto a una ventana con una vista de un jardín cerrado y cubierto. Arbustos cargados con flores rojas casi ocultaban la pared de piedra que delimitaba el jardín. Plaz translúcido amarillo cubría el espacio, bañándolo con una veraniega luz artificial. Teg se dejó caer agradecido en la única silla que había junto a la mesa. Estaba cubierta con un mantel blanco, con un adorno en relieve en todo su borde. Había una única cuchara sopera.

Una puerta crujió a su derecha, y apareció una figura rechoncha llevando un tazón humeante. El hombre vaciló cuando vio a Teg, luego depositó el tazón sobre la mesa, situándolo delante suyo. Alertado por aquella vacilación, Teg se obligó a ignorar el tentador aroma que serpenteaba hacia su nariz, y en vez de ello se concentró en su compañero.

—Es una buena sopa, señor. Yo mismo la hice.

Una voz artificial. Teg vio las cicatrices a los lados de la mandíbula. El hombre tenía una apariencia de antiguo mecánico… una cabeza casi sin cuello unida a unos robustos hombros, brazos que parecían extrañamente articulados en hombros y codos, piernas que daban la impresión de doblarse únicamente por las caderas. Ahora permanecía inmóvil, pero había entrado con unas oscilaciones ligeramente bruscas que decían que casi todo él era reemplazos artificiales. La expresión de sufrimiento en sus ojos no podía ser dejada a un lado.

—Sé que mi aspecto no es muy agradable, señor —raspó el hombre—. Resulté arruinado en la explosión de Alajory.

Teg no tenía la menor idea de lo que podía ser la explosión de Alajory, pero obviamente se suponía que debía saberlo. De todos modos, «arruinado» era una interesante acusación contra el Destino.

—Me estaba preguntando si te conocía —dijo Teg.

—Nadie conoce a nadie aquí —dijo el hombre—. Comed vuestra sopa. —Señaló hacia arriba, hacia el retorcido extremo de un inmóvil detector, revelando en el brillo de sus luces que había registrado los alrededores sin encontrar ningún veneno. La comida es segura aquí.

Teg contempló el líquido marrón oscuro en su tazón. En él eran visibles trozos de sólida carne. Tomó la cuchara. Su temblorosa mano hizo dos intentos antes de conseguir sujetarla, e incluso entonces derramó la mayor parte del líquido fuera de la cuchara antes de poder alzarla un milímetro.

Una mano firme sujetó la muñeca de Teg, y la voz artificial habló suavemente en su oído:

—No sé lo que os hicieron, Bashar, pero nadie va a haceros ningún daño aquí sin pasar antes por mi cadáver.

—¿Me conoces?

—Muchos morirían por vos, Bashar. Mi hijo vive gracias a vos.

Teg dejó que el hombre lo ayudara. Hizo un esfuerzo para tragar la primera cucharada. El líquido era fuerte, caliente y sedante. Su mano acabó afirmándose, e hizo una seña al hombre para que soltara su muñeca.

—¿Más, señor?

Teg se dio cuenta entonces de que había vaciado el tazón. Se sintió tentado a decir «sí», pero el conductor había dicho que se apresurara.

—Gracias, pero debo irme.

—No habéis estado nunca aquí, señor —dijo el hombre.

Cuando estuvieron de nuevo en la carretera principal, Teg se recostó contra los almohadones del vehículo y reflexionó en la curiosa cualidad resonante de lo que aquel hombre
arruinado
había dicho. Las mismas palabras que había utilizado el campesino: «No habéis estado nunca aquí». Daba la sensación de ser una respuesta común, y decía algo acerca de los cambios producidos en Gammu desde que Teg había sobrevolado el lugar.

Entraron en las afueras de Ysai, y Teg se preguntó si debería buscar algún disfraz. El hombre
arruinado
lo había reconocido rápidamente.

—¿Dónde me están buscando ahora las Honoradas Matres? —preguntó.

—Por todas partes, Bashar. No podemos garantizar vuestra seguridad, pero se están dando pasos para ello. Comunicaré dónde os he dejado.

—¿Han dicho por qué me buscan?

—Ellas nunca dan explicaciones, Bashar.

—¿Cuánto tiempo hace que están en Gammu?

—Demasiado, señor. Desde que yo era un niño y era un subalterno en Renditai.

Un centenar de años como mínimo,
pensó Teg.
Tiempo para reunir muchas fuerzas en sus manos… si hay que creer en los temores de Taraza.

Teg creía en ellos.


No confiéis en nadie en quien esas rameras puedan influenciar
—había dicho Taraza.

Teg no captaba ninguna amenaza contra él en su actual posición, sin embargo. Lo único que podía hacer era absorber el secreto que obviamente le rodeaba ahora. No presionó en busca de más detalles.

Se habían adentrado mucho en Ysai, y captó la negra mole de la antigua sede de la Baronía Harkonnen a través de las ocasionales aberturas entre las paredes que rodeaban las grandes residencias privadas. El vehículo giró metiéndose en una calle de pequeños establecimientos comerciales: edificios baratos construidos en su mayor parte con materiales de desecho que mostraban sus orígenes en su pobre mezcolanza de texturas y colores. Signos chillones advertían que las mercancías del interior eran las más finas, los servicios de reparación mejores que en cualquier otro lugar.

No era que Ysai se hubiera deteriorado o echado a perder, pensó Teg. El desarrollo allí se había desviado hacia algo peor que la simple fealdad. Alguien había elegido hacer aquel lugar repelente. Esa era la clave de la mayoría de lo que veía en la ciudad.

El tiempo no se había detenido allí, había retrocedido. Aquella no era una ciudad moderna llena de eficientes medios de trasporte y acondicionados edificios habitables. Era un desorden al azar, antiguas estructuras unidas a antiguas estructuras, algunas construidas según gustos personales y algunas otras obviamente diseñadas para cubrir alguna necesidad desaparecida hacía mucho tiempo. Todo en Ysai ofrecía un aspecto de desorden que bordeaba en cada momento el caos. Lo que la salvaba, sabía Teg, era el viejo esquema de vías públicas a lo largo de las cuales había ido creciendo aquel batiburrillo. El caos era contenido a la puerta, pese a que el esquema de las calles no se conformaba tampoco a ningún plan general. Las calles se unían y se cruzaban en extraños ángulos, casi nunca rectos. Visto desde el aire, el lugar era un loco entrecruzado con tan sólo el gigantesco rectángulo negro de la antigua Baronía para hablar de un plan organizado. El resto era una rebelión arquitectónica.

Teg vio de pronto que aquel lugar era una mentira cubriendo otras mentiras, basadas en anteriores mentiras, todo ello tan inextricablemente ligado que nunca se podría cavar lo suficientemente profundo como para alcanzar ninguna verdad útil. Todo Gammu era así. ¿Dónde había tenido su inicio aquella locura? ¿Estaba en el modo de actuar Harkonnen?

—Ya hemos llegado, señor.

El conductor se detuvo junto al bordillo frente a un edificio sin ventanas, todo él liso plastiacero negro y con una sola puerta al nivel del suelo. No había sido empleado en su construcción ningún material de recuperación. Teg reconoció el lugar: el escondite que había elegido. Cosas inidentificadas parpadearon en la segunda visión de Teg, pero no captó ninguna amenaza inmediata. El conductor abrió la portezuela de Teg y se echó a un lado.

—No hay mucha actividad aquí a esta hora, señor. Yo de vos entraría rápidamente.

Sin mirar atrás, Teg cruzó la estrecha acera y penetró en el edificio… un pequeño vestíbulo brillantemente iluminado, todo él de bruñido plaz blanco, y tan sólo hileras de com–ojos para recibirle. Se metió en un tubo ascensor y pulsó las coordenadas que recordaba. Sabía que aquel tubo ascendía en ángulo a través del edificio hasta la planta cincuenta y siete y la parte de atrás, donde había algunas ventanas. Recordaba un salón privado tapizado de rojos oscuros y con pesados muebles marrones, una mujer de ojos duros con los obvios signos del adiestramiento Bene Gesserit, pero ninguna Reverenda Madre.

El tubo lo dejó en la habitación recordada, pero no había nadie allí para recibirle. Teg miró a su alrededor, a los sólidos muebles marrones. Cuatro ventanas a lo largo de la pared del fondo quedaban ocultas tras gruesas cortinas rojo oscuro.

Teg supo que había sido visto. Aguardó pacientemente, utilizando su recién adquirida doble visión para anticipar problemas. No había ninguna indicación de ataque. Se situó en posición a un lado de la salida del tubo, miró una vez más a su alrededor.

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