Hermosas criaturas

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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Hermosas criaturas
6.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

Gatlin, un rincón perdido del profundo sur americano, Ethan Wate lucha por vencer su aburrimiento, hasta que un día se encuentra con Lena Duchannes, literalmente, la chica de sus sueños… y de sus pesadillas.

Lo que sigue es una inteligente y moderna fantasía, un cuento de amores contrariados con un oscuro y peligroso secreto. Hermosas criaturas es un exquisito relato gótico que hechiza desde la primera página, sumergiendo al lector en un tenebroso mundo de magia y misterio.

Kami Garcia & Margaret Stohl

Hermosas criaturas

Saga de las dieciséis lunas I

ePUB v1.3

Mística
23.08.12

Título orginal:
Beautiful Creatures

Traducción: José Miguel Pallarés Sanmiguel | María Jesús Sánchez

Editor original: Mística (v1.0 a v1.3)

Corrección de erratas: Aytza

ePub base v2.0

Para Nick y Stella,

Emma, Mary y Kate

y para los casters y outcasters de todas partes.

Somos más de los que pensáis.

«La oscuridad no puede conducirte fuera de la oscuridad:

sólo la luz puede hacer eso.

El odio no puede conducirte fuera del odio;

sólo el amor puede hacer eso».

Martin Luther King Jr

NOTA DE LA EDICIÓN

P
or indicación de las autoras, se ha mantenido en el idioma original una serie de términos relativos al imaginario de su invención. A continuación, y a modo de guía, se glosan los más relevantes, con una breve explicación a fin de facilitar la comprensión por parte del lector hispanohablante.

CASTER:
seres que conviven con los humanos y ejercen diferentes poderes mágicos. Deriva de la expresión
cast a spell
(lanzar un hechizo).

CATACLYST:
natural que se ha vuelto hacia la Oscuridad.

EMPATH:
Caster
con una sensibilidad tan especial que es capaz de usar los poderes de otro
Caster
de forma temporal.

HARMER:
dañador.

HUNTER:
cazador.

ILLUSIONIST:
Caster
capaz de crear ilusiones.

LILUM:
quienes moran en la Oscuridad.

MORTAL:
humano.

NATURAL:
Caster
con poderes innatos y superiores a los demás de su especie.

SHIFTER:
Caster
capaz de cambiar cualquier objeto en otro durante todo el tiempo que desee.

SYBIL:
Caster
con el don de interpretar los rostros como quien lee un libro con sólo mirar a los ojos.

SlREN:
Caster
dotado con el poder de la persuasión.

THAUMATURGE:
Caster
con el don de sanar.

ANTES
En mitad de la nada

S
ólo había dos clases de vecinos en nuestra ciudad, según los había clasificado cariñosamente mi padre: «Los estúpidos y los catetos» y «aquellos que no son capaces de irse o son demasiado torpes para hacerlo, cuando todo el mundo encuentra manera de marcharse». No tenía idea de en qué categoría se situaba él, pero nunca tuve el coraje de preguntárselo. Mi padre era escritor y vivíamos en Gatlin, Carolina del Sur, porque era lo que los Wate habían hecho siempre, desde que mi trastatarabuelo Ellis Wate luchó y murió al otro lado del río Santee en la Guerra de Secesión.

Pero la gente de este lugar no la llamaba Guerra de Secesión. Cualquiera con menos de sesenta años la denominaba la Guerra entre los Estados, mientras que quienes superaban esa edad la llamaban la Guerra de la Agresión del Norte, como si el norte hubiera empujado al sur a la guerra por culpa de una bala de algodón. Todos, eso sí, menos mi familia; nosotros sí la llamábamos la Guerra de Secesión.

Una razón más por la cual no podía esperar a marcharme de aquí.

Gatlin no era como esas ciudades pequeñas que se ven en las películas, a menos que fuera una de hace cincuenta años. Estábamos demasiado lejos de Charleston para tener un Starbucks o un McDonald's. Todo lo que teníamos era un Dary Kin, pues los Gentry eran demasiado tacaños para comprar todas las letras necesarias cuando adquirieron el Dairy King. La biblioteca aún usaba fichas en papel, el instituto tenía pizarras de tiza y la piscina municipal era el lago Moultrie, con su cálida agua marrón y todo eso. Se podía ir a ver una peli al Cineplex casi al mismo tiempo que salía en DVD, pero había que darse el paseo hasta la escuela universitaria de Summerville. Las tiendas estaban en Main Street, las casas de los ricos en la calle paralela al río y todos los demás vivían al sur de la Route 9, donde el pavimento se cuarteaba en trozos de cemento, fatales para andar, pero estupendos para tirárselos a algún pósum cabreado, el animal más huraño del mundo. Ésas son cosas que nunca muestran las pelis.

Gatlin no era nada complicado; era simplemente Gatlin. Los vecinos, sofocados, vigilaban desde sus porches bajo el calor insoportable a la vista de todo el mundo, pero no podía ser de otra manera, pues jamás había cambiado nada. Al día siguiente comenzarían las clases, mi primer día de segundo curso en el instituto Stonewall Jackson, y ya me sabía de memoria todo lo que iba a ocurrir, dónde iba a sentarme, con quién hablaría, los chistes, las chicas y dónde aparcaría cada uno.

No había sorpresas en el condado de Gatlin. La verdad, éramos un auténtico epicentro en mitad de la nada.

Al menos, eso pensaba yo mientras cerraba mi baqueteada copia de
Matadero 5
, desconectaba el iPod y apagaba la luz en aquella última noche de verano.

Pensándolo bien, no podía haber estado más equivocado.

Había una maldición.

Había una chica.

Y, al final, una tumba.

No lo vi venir de ninguna de las maneras.

2 DE SEPTIEMBRE
Sueño modo
on

C
aía.

Iba en caída libre, precipitándome en el vacío.

—¡Ethan! —me llamaba ella, y el sonido de su voz bastaba para acelerar mi corazón.

—¡Ayúdame!

También ella se desplomaba en el vacío. Estiré el brazo para cogerla, pero aunque lo alargué cuanto pude, mi mano se cerró vacía. No había tierra alguna bajo mis pies, aunque intentaba abrirme camino en el fango. Nos tocamos con la punta de los dedos y vislumbré chispazos verdes en la oscuridad.

Ella se deslizó entre mis dedos y percibí una sensación de pérdida.

Aún retenía ese olor suyo a limones y tomillo, pese a que no había podido sujetarla.

Y no podía vivir sin ella.

Me senté de golpe, intentando recuperar el aliento.

—¡Ethan Wate! ¡Levántate! No me vayas a llegar tarde a clase el primer día —escuché gritar a Amma desde el piso de abajo.

Concentré la mirada en un parche de tenue luz que destacaba en la oscuridad. Se oía el tamborileo lejano de la lluvia contra los viejos postigos de estilo colonial. Seguramente llovía y ya era por la mañana. Debía de estar en mi cuarto.

Hacía calor y humedad en el dormitorio a causa de la tormenta. ¿Por qué tenía la ventana abierta?

El corazón me iba a cien. Permanecí tumbado de espaldas en la cama y el sueño se diluyó, como ocurría siempre. Estaba a salvo en mi habitación, en nuestra vieja casa, en la misma chirriante cama de caoba donde habían dormido por lo menos seis generaciones de Wate antes que yo y donde la gente no se caía por agujeros negros de fango, y nunca jamás pasaba nada.

Me quedé mirando el techo de escayola, pintado de color azul cielo para que los abejorros carpinteros no anidaran allí. ¿Qué me estaba pasando? Ese sueño se me repetía desde hacía meses, aunque no conseguía recordarlo entero nunca. Siempre me acordaba de la misma parte. La chica caía y yo también, debía sujetarla, pero me resultaba imposible, y le iba a ocurrir algo terrible si se me escapaba, pero ahí estaba la cosa: no se me podía escapar y no podía perderla. Era como si estuviera enamorado de ella aunque no la conociera. Una especie de amor
antes
de la primera vista.

Y todo esto parecía una locura, ya que sólo era una chica en un sueño, y ni siquiera conocía su aspecto. No tenía ni la menor idea de cómo era. Tenía este sueño desde hacía meses, pero en todo ese tiempo no había visto su rostro ni una sola vez o no podía recordarlo. Mi única certeza era ese sentimiento de angustia en mi interior cuando la perdía. Cuando se me escapaba entre los dedos, el estómago me daba un salto, como cuando uno va en una montaña rusa y el cochecito se hunde en el vacío.

Mariposas en el estómago. Vaya metáfora de mierda. Más bien parecían abejas asesinas.

Quizá se me estaba yendo la bola o a lo mejor es que me hacía falta ducharme. Llevaba los auriculares puestos y al echarle una ojeada a mi iPod descubrí allí una canción que no reconocí.

Dieciséis lunas
.

¿Qué era eso? La pulsé. Era una melodía evocadora e inquietante. No podía identificar la voz, pero tenía la sensación de haberla escuchado antes.

Dieciséis años, dieciséis lunas,

dieciséis de tus miedos más íntimos.

Dieciséis veces soñaste con mis lágrimas

cayendo, cayendo a lo largo de los años…

Era un poco deprimente, espeluznante… y algo hipnótica.

—¡Ethan Lawson Wate! —volvió a gritar Amma por encima de la música.

Apagué el iPod y me senté en la cama, echando hacia atrás la colcha. Las sábanas parecían llenas de arena, pero yo sabía qué era, era polvo, y tenía las uñas manchadas de fango negro, como la última noche que había tenido el sueño.

Arrugué las sábanas y las escondí en la cesta de la ropa para lavar bajo la sucia sudadera de entrenamiento que me había puesto el día anterior. Me metí en la ducha e intenté olvidar mientras me frotaba las manos y las últimas briznas de mi sueño desaparecían por el sumidero. Si no pensaba en ello, era como si no hubiese ocurrido. Ésa había sido mi actitud ante las cosas durante los últimos meses.

Pero no en lo referente a ella. Eso no podía evitarlo, siempre estaba pensando en ella. Volvía una y otra vez al sueño, incluso aunque no pudiera explicarlo. Esto se había convertido en mi secreto y no había más que hablar. Tenía dieciséis años y me había enamorado de una chica que no existía, estaba perdiendo la cabeza poco a poco.

Daba igual con cuanta fuerza me frotara, no podía reprimir el latido alocado de mi corazón. Y seguía oliendo a limones por encima del aroma del jabón Ivory y el champú Stop & Shop. Sólo un poco, pero ahí estaban.

Limones y tomillo.

Bajé las escaleras hacia la tranquilizadora cotidianeidad de las cosas. En la mesa del desayuno, Amma había colocado delante de mí un plato de la misma vieja vajilla de porcelana azul y blanca —la porcelana de los dragones, como la llamaba mi madre— lleno de huevos fritos, beicon, tostadas con mantequilla y sémola de maíz. Amma, nuestra asistenta, era para mí un poco como una abuela, salvo porque era más lista y tenía peores pulgas que mi abuela de verdad. Prácticamente me había criado y se había tomado como una misión personal hacerme crecer otros treinta centímetros más, a pesar de que ya medía cerca de metro noventa. Sin embargo, esta mañana, cosa extraña, tenía mucha hambre, como si no hubiera comido en una semana. Engullí un huevo y dos trozos de beicon y me sentí mejor. Le sonreí con la boca llena.

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