Read Hermosas criaturas Online
Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
La sobrina de Macon Ravenwood. ¿Qué era lo que me estaba pasando?
Se colocó los rizos oscuros detrás de la oreja y la luz fluorescente se reflejó en la laca negra de sus uñas. Tenía las manos manchadas de tinta negra, como si se hubiera apuntado cosas en ellas, y caminó por el pasillo como si fuéramos invisibles. Tenía los ojos más verdes que había visto en mi vida, tan verdes que incluso parecía un color que alguien hubiera acabado de inventar.
—Vaya, pues si que está buena —comentó Billy.
Sabía lo que estaban pensando. Durante un segundo, consideraron la idea de largar a sus novias para tener una oportunidad con ella. Durante un segundo, se convirtió en una posibilidad.
Earl le echó un vistazo de reojo, y después cerró bruscamente la puerta de su taquilla.
—Siempre que ignores el hecho de que es un bicho raro.
Había algo chungo en la manera en que lo dijo, o más bien, en el motivo por el cual lo hizo. Era un bicho raro porque no era de Gatlin, porque no andaba como loca por entrar en el equipo de animadoras, porque ella no le había vuelto a mirar, o más bien, ni siquiera se había dignado hacerlo. Cualquier otro día le hubiera ignorado y hubiera cerrado el pico, pero ése no estaba por callarme.
—Así que eso la convierte automáticamente en un bicho raro, ¿no? ¿Porque no tiene uniforme, el pelo rubio y la falda corta?
El rostro de Earl era transparente. Ésa era una de esas veces en las que se suponía que tenía que seguirle la corriente y yo no estaba cumpliendo con mi parte en aquel acuerdo tácito.
—Porque es una Ravenwood.
El mensaje era claro. Estaba buena, pero que no se te ocurriera pensar en ella siquiera. Ya había dejado de ser una posibilidad. Aun así, eso no evitó que la miraran, y eso era lo que estaban haciendo todos. Todos los que estaban en el pasillo mantuvieron las miradas fijas en ella como si fuera un ciervo ante la mira de un rifle de caza.
Pero ella siguió caminando, con el collar tintineando alrededor del cuello.
Unos minutos más tarde yo estaba de pie en la puerta de mi clase de inglés y ella, Lena Duchannes, también. La chica nueva, que probablemente seguiría recibiendo ese nombre dentro de cincuenta años si es que no la llamaban la sobrina del Viejo Ravenwood, le entregó una hoja de papel rosa a la señora English, que bizqueaba al intentar leerlo.
—Se han hecho un lío con mi horario y no me han puesto clase de inglés —le explicaba ella—, pero me han colocado dos horas de historia de Estados Unidos y ya lo he cursado en el otro instituto. —Sonaba frustrada y yo intenté no sonreír. Ella nunca había dado historia de Estados Unidos, al menos no como la enseñaba el señor Lee.
—De acuerdo, siéntese donde pueda. —La señora English le dio una copia de
Matar a un ruiseñor
. Parecía que nunca se había usado el libro, lo cual seguramente había ocurrido desde que convirtieron la novela en película.
La chica nueva alzó la mirada y me pilló observándola. Yo aparté los ojos, pero ya era demasiado tarde. Me las apañé para no sonreír, pero me sentía avergonzado y eso sólo sirvió para que sonriera aún más. Ella no pareció darse cuenta.
—Gracias, pero he traído el mío. —Sacó una copia en tapa dura y con un árbol grabado en la portada. Parecía realmente viejo y usado, como si lo hubiera leído más de una vez—. Es uno de mis libros favoritos. —Hizo el comentario como si aquello no fuera una rareza, y en ese momento me quedé mirándola.
Sentí como si una apisonadora me hubiera pasado por encima y Emily atravesó el umbral de la puerta como si yo no estuviera allí, que era su manera de decir «hola» y esperar que la acompañara hacia el fondo de la clase, donde se sentaban todos nuestros amigos.
La chica nueva se sentó en un sitio vacío de la primera fila, en la Tierra de Nadie que se extendía delante de la mesa de la señora English. Una mala decisión. Todo el mundo sabía que no había que sentarse allí. La señora English tenía un ojo de cristal y un oído terrible, algo lógico cuando la familia de uno tiene el único campo de tiro del condado. No podía verte ni dirigirse a ti si te sentabas en un sitio cualquiera que no fuera el de delante de ella. Lena iba a tener que contestar las preguntas de toda la clase.
Emily puso un gesto de diversión, cambió de dirección hasta pasar por su lado y le dio un golpe al bolso de Lena, que se cayó a un lado en el pasillo.
—Vaya. —Emily se agachó, y recogió un manoseado cuaderno de espiral tan roto que estaba a punto de perder la cubierta. Lo alzó como si fuera un ratón muerto—. Lena Duchannes. ¿Ése es tu nombre? Pensé que era Ravenwood.
Lena alzó la mirada lentamente.
—¿Puedes devolverme mi cuaderno?
Emily hojeó las páginas con descuido, como si no la hubiera escuchado.
—¿Éste es tu diario? ¿Eres escritora? Oye, esto es genial.
Lena alargó la mano.
—Por favor.
Emily lo cerró de golpe y lo apartó para que no pudiera alcanzarlo.
—¿Puedo pedírtelo un minuto? Me encantaría leer algo que hayas escrito.
—Quiero que me lo devuelvas ahora mismo. Por favor. —Lena se puso de pie. Las cosas se estaban poniendo interesantes. La sobrina del Viejo Ravenwood estaba enterrándose en la clase de agujero del que luego no había escapatoria; nadie tenía una memoria como la de Emily.
—Primero tendrías que aprender a leer. —Le quité el diario a Emily de las manos y se lo devolví a Lena.
Después me senté en el pupitre de al lado, justo en la Tierra de Nadie. En el Lado del Ojo Bueno. Emily me miró con incredulidad. No sé por qué lo hice. Estaba tan estupefacto como ella. Jamás en mi vida me había sentado en la parte de delante de ninguna clase. El timbre sonó antes de que Emily pudiera decir nada, pero eso no importaba; yo sabía que ya las pagaría todas juntas después. Lena abrió el cuaderno y nos ignoró a los dos.
La señora English alzó la mirada.
—¿Podemos empezar, chicos?
Emily se fue con el rabo entre las piernas hacia su asiento en la parte de atrás, bien lejos de las primeras filas, donde no tendría que contestar preguntas durante todo el año y también muy lejos de la sobrina del Viejo Ravenwood. Y ahora, también lejos de mí. Esto me pareció algo liberador, incluso aunque tuviera que analizar la relación de Jem y Scout durante cincuenta minutos sin haberme leído el capítulo.
Cuando sonó el timbre, me volví a mirar a Lena. No sé qué me había imaginado que iba a decir. Quizás esperaba que ella me lo agradeciera. Pero no dijo nada y metió los libros en su cartera.
156. No era una palabra lo que había escrito en el dorso de su mano.
Era un número.
Lena Duchannes no me volvió a dirigir la palabra, al menos no ese día, ni siquiera esa semana, mas eso no evitó que pensara en ella o que la viera prácticamente por todas partes, aunque intentara no mirar. No era exactamente que esto me molestara. Tampoco era por su aspecto o por el hecho de que fuera guapa, a pesar de que siempre llevara ropas inadecuadas o esas viejas zapatillas. No era tampoco por lo que decía en clase, que era algo que nadie se hubiera atrevido a pensar y, de haber sido así, no se hubiera atrevido a decir. Ni siquiera que era diferente al resto de chicas del Jackson, pese a lo obvio que eso era.
Era porque me hacía darme cuenta de lo mucho que me parecía a todos ellos, aunque yo quisiera simular que no era así.
Había estado lloviendo todo el día y estaba sentado en la clase de cerámica, también conocida como SG, sobresaliente garantizado, porque te ponían la nota en función del esfuerzo y no de los resultados. Me había matriculado en cerámica la pasada primavera porque tenía que cursar algunas asignaturas de arte y, desde luego, bajo ningún concepto pensaba meterme en la banda de música, que ensayaba ruidosamente en el piso de abajo, dirigidos por la delgadísima y siempre llena de entusiasmo señorita Spider. Savannah se sentaba a mi lado. Yo era el único chico de la clase, y como era chico no tenía ni idea de lo que se suponía que teníamos que hacer a continuación.
—Hoy experimentaremos y no os voy a poner nota. Sentid la arcilla, liberad la mente. Ignorad la música que viene del piso de abajo. —La señora Abernathy se estremeció cuando la banda masacró una canción parecida a
Dixie
—. Sentidlo profundamente, abrid un camino hasta vuestra alma.
Me coloqué al lado del torno de alfarero y me quedé mirando la cerámica cuando empezó a girar delante de mí. Suspiré. Esto era casi tan malo como la banda. Cuando la clase se quedó en silencio y el zumbido de los tornos ahogó el rumor de la conversación en las filas de atrás, cambió la música del piso de abajo. Oí un violín, o quizás uno de esos violines grandes, una viola, creo. El sonido era hermoso y triste a la vez, además de perturbador. Desde luego, había mucho más talento en aquella desnuda melodía que lo que la señorita Spider había tenido el placer de dirigir en su vida. Miré a mi alrededor; nadie parecía escuchar la música. El sonido se deslizó bajo mi piel.
Reconocí la música y, al cabo de pocos segundos, comencé a escuchar las palabras en mi mente, tan claras como si las estuviera oyendo en mi iPod, pero esta vez la letra había cambiado:
Dieciséis lunas, dieciséis años
con el sonido del trueno en tus oídos.
Dieciséis millas hasta el reencuentro con ella.
Dieciséis que buscan lo que dieciséis temen.
Me quedé mirando la arcilla que giraba delante de mí hasta que el bulto se deformó. Cuanto más intentaba concentrarme, más se difuminaba la habitación a mi alrededor, hasta que pareció que la arcilla arrastraba en sus giros a la clase, la mesa y mi silla con ella. Era como si todos estuviéramos conectados en un giro continuo, al compás del ritmo de la melodía procedente de la clase de música. La habitación desapareció de mi visión. Alcé una mano y, con lentitud, pasé un dedo por la arcilla.
Y entonces hubo un relámpago y la clase que giraba se diluyó dando paso a otra imagen…
Yo caía.
Ambos caíamos.
Había regresado a mi sueño. Veía su mano, y veía la mía aferrándose a ella, con los dedos clavados en su piel, en su muñeca, en un intento desesperado por sujetarla, pero se me escapaba y podía sentir cómo sus dedos se me escurrían de la mano.
¡No me sueltes!
Quería ayudarla, sostenerla, más de lo que había querido nada en mi vida. Y en ese momento ella se escurrió de entre mis dedos…
—¿Qué estás haciendo, Ethan? —preguntó la señorita Abernathy con preocupación.
Abrí los ojos e intenté enfocar la mirada y recobrarme. Había tenido todos estos sueños desde que mi madre murió, pero ésa fue la primera vez que los tuve durante el día. Me quedé mirando la mano, llena de arcilla gris que empezaba a secarse. Pero la huella que había en el torno tenía la impronta de una mano, como si yo hubiera aplastado lo que había estado haciendo. La observé más de cerca. Esa mano no era la mía, sino que era mucho más pequeña. Era la de una chica.
Su mano.
Miré bajo mis uñas, estaba la arcilla que se había desprendido de su muñeca.
—Ethan, al menos podrías hacer el intento. —La señora Abernathy me puso la mano en el hombro y me sobresalté. Al otro lado de las ventanas se oía el retumbar de un trueno.
—Señorita Abernathy, creo que está comunicándose con su alma —dijo Savannah entre risitas, inclinándose para ver mejor—. Y creo que te está diciendo que necesitas una manicura, Ethan.
Las chicas situadas a mi alrededor se echaron a reír. Aplasté la huella con el puño, convirtiéndola en una masa informe. En cuanto sonó el timbre, me levanté, me restregué las manos en los vaqueros, cogí la mochila y salí a toda prisa de la clase, resbalando con las zapatillas mojadas al doblar la curva para salir. Luego, tropecé con los cordones que llevaba desatados cuando bajé corriendo los dos tramos de escaleras que había hasta la sala de música. Tenía que saber si me lo había imaginado.
Empujé las puertas de la clase de música con ambas manos. El escenario estaba vacío y la clase desfilaba para salir. Yo iba contracorriente, intentando entrar cuando todo el mundo quería salir. Inhalé una gran bocanada de aire, pero ya sabía lo que iba a oler antes de hacerlo.
Limones y romero.
En el escenario, la señorita Spider recogía las partituras, dispersas encima de las sillas de tijera que usaba aquella penosa orquesta.
—Perdone, señorita, ¿quién tocaba esa… esa canción? —pregunté.
Ella me dirigió una sonrisa.
—Hemos tenido una maravillosa nueva adquisición en la sección de cuerda. Una viola. Justo acaba de mudarse a nuestra ciudad…
No. No podía ser. Ella no.
Me volví y eché a correr antes de que pronunciara su nombre.
Cuando sonó el timbre de la octava hora, Link me estaba esperando enfrente de las taquillas. Se pasó los dedos por su pelo de punta y se estiró la desteñida camiseta de Black Sabbath.
—Link, colega, necesito que me dejes las llaves.
—¿Y qué hay del entrenamiento?
—No puedo. Tengo que hacer algo.
—Pero, tío, ¿de qué estás hablando?
—Necesito las llaves. —Tenía que salir de allí como fuera. Había tenido todos esos sueños, había escuchado aquella música y ahora perdía el conocimiento en mitad de la clase, si es que ésa era la manera de llamarlo. No sabía qué era lo que me estaba pasando, pero lo que sí sabía era que no podía ser nada bueno.
Si mi madre aún estuviera viva, probablemente se lo habría contado todo. Ella era así, podía contarle todo. Pero ya no estaba y mi padre vivía encerrado en su estudio. Si se me ocurría decirle algo a Amma, empezaría a echar sal por toda mi habitación durante un mes por lo menos.
Sólo dependía de mí.
Link me dio las llaves.
—El entrenador te va a matar.
—Lo sé.
—Y verás cuando Amma se entere.
—También lo sé.
—Te va a patear el culo todo el camino hasta la frontera del condado. —Me despidió con la mano cuando cogí las llaves—. No hagas tonterías.
Me volví y salí disparado. Demasiado tarde.
C
uando llegué al coche, estaba empapado. La tormenta había ido en aumento a lo largo de toda la semana. Había alerta por mal tiempo en todas las emisoras de radio que pude captar, lo cual no era mucho si tenemos en cuenta que el Cacharro sólo cogía tres. Las nubes se habían vuelto completamente negras y, como estábamos en temporada de huracanes, no era algo para tomarse a la ligera, pero no me importó. Necesitaba aclararme y pensar qué estaba ocurriendo, aunque ni por asomo sabía cómo.