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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Hermosas criaturas (27 page)

BOOK: Hermosas criaturas
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—No lo pillo. ¿Por qué la biblioteca?

—No sólo es la biblioteca, sino Marian Ashcroft.

—¿La bibliotecaria? ¿La amiga del tío Macon?

—Marian era la mejor amiga de mi madre y su colega de investigación. Aparte de mi madre, es la persona que mejor conoce el condado de Gatlin y la tía más lista del pueblo en este momento.

Lena se me quedó mirando, escéptica.

—¿Más inteligente que el tío Macon?

—Vale. La mortal más inteligente de Gatlin.

Nunca conseguí imaginarme qué hacía una persona como Marian en un pueblo como Gatlin. «Aunque vivas en mitad de la nada», me dijo un día, mientras se comía un sandwich de atún con mi madre, «no significa que no
sepas
nada de ese
lugar
. No tenía ni idea de lo que quería decir con eso, aunque lo cierto era que la mitad de las veces tampoco me enteraba mucho de lo que estaba hablando. Quizás ése era el motivo por el cual Marian se llevaba tan bien con mi madre. La otra mitad del tiempo tampoco pillaba mucho de lo que decía mi madre. Como ya he dicho, era probablemente la mejor cabeza del pueblo o tal vez la que tenía más personalidad.

Mientras caminábamos por la biblioteca vacía, Marian deambulaba entre las estanterías descalza, lamentándose como un loco sacado de una tragedia griega, la cual era aficionada a declamar. Como la biblioteca era como una ciudad fantasma, salvo por la visita ocasional de alguna señora de las Hijas de la Revolución Americana para consultar algún dato genealógico poco claro, Marian tenía todo el lugar a su disposición.

—¿En tu conocimiento está?

Seguí su voz profunda entre las estanterías.

—¿A tus oídos ha llegado?

Giré donde ponía Ficción y allí estaba, balanceándose, sujetando una pila de libros en sus brazos y mirando hacia mí pero sin verme.

—¿O te ha sido ocultado…?

Lena dio un paso detrás de mí.

—¿… que nuestros seres queridos han sido amenazados…?

Marian miró hacia Lena con sus gafas rojas y cuadradas.

—¿… con la maldición de nuestros enemigos?

Marian estaba allí y no estaba. Conocía bien esa mirada y sabía que, como siempre tenía una cita para todo, no las solía escoger al azar. ¿Qué maldición de mis enemigos me amenazaba a mí o a mis amigos? Si esa amiga era Lena, no estaba seguro de querer saberlo.

Yo leía mucho, pero, desde luego, no tragedia griega.

—¿Edipo rey?

Abracé a Marian sobre la pila de libros. Me devolvió el abrazo con tanta fuerza que apenas podía respirar y una pesada biografía del general Sherman se me clavó en las costillas.

—Antígona —dijo Lena a mi espalda.

Fantasma.

—Muy bien. —Sonrió Marian por encima de mi hombro.

Le hice una mueca a Lena, que se encogió de hombros.

—Lo sé por los deberes.

—Siempre me impresiona conocer a un joven que haya leído
Antígona
.

—Todo lo que recuerdo es que quería enterrar a un muerto.

Marian nos sonrió. Luego puso la mitad de los libros en mis brazos y la otra mitad en los de Lena. Su rostro al sonreír era tan espectacular que bien podría haber aparecido en la portada de una revista. Su dentadura era perfecta y su piel de un precioso color marrón, de modo que parecía más una modelo que una bibliotecaria. Era muy guapa y de aspecto exótico, una mezcla de tantas sangres que observarla era como contemplar la historia del sur: tenía antepasados de las Indias Occidentales, las Antillas Menores, Inglaterra, Escocia, e incluso nativoamericanos. Su árbol genealógico sería en realidad todo un bosque de árboles para que pudieran reflejar su ascendencia.

Aunque nosotros estábamos al sur de algún sitio y al norte de ninguna parte, como diría Amma, Marian Ashcroft vestía como si estuviera aún dando clases en Duke. Su ropa, sus joyas, todo tenía su toque personal; sus preciosos y coloridos pañuelos parecían ser de otro sitio y le sentaban fenomenal con su pelo tan corto, supermodemo, aunque ésa no era su intención.

Marian no parecía del condado de Gatlin, igual que Lena, y eso que ella había vivido aquí tanto tiempo como mi madre. Ahora, incluso más tiempo que ella.

—Te he echado mucho de menos, Ethan. Y tú, tú debes de ser la sobrina de Macon, Lena. Nuestra infame recién llegada al pueblo. La chica de la ventana. Oh, sí, claro que he oído hablar de ti. Las señoras hablan de ello.

Seguimos a Marian hasta el mostrador principal. Puso los libros en un carrito para colocarlos en su sitio.

—No se crea nada de lo que oiga, doctora Ashcroft.

—Por favor, Marian.

Casi se me cayó uno de los libros. Marian era la doctora Ashcroft para casi todo el mundo, exceptuando mi familia. Le estaba ofreciendo a Lena entrar en su círculo más íntimo y no tenía ni idea de por qué.

—Marian. —Lena sonrió. Ésta era su primera prueba de nuestra famosa hospitalidad sureña, quitándonos a Link y a mí, y procedía de otra persona ajena a la comunidad.

—La única cosa que yo quiero saber es, cuando rompiste la ventana con el palo de tu escoba, ¿no te cargaste a la generación futura de las Hijas de la Revolución Americana? —Marian comenzó a cerrar las persianas y nos hizo un gesto para que le ayudáramos.

—Claro que no. Si lo hubiera hecho, ¿de dónde habría sacado toda esa publicidad gratis?

Marian echó la cabeza hacia atrás y se rio, pasando el brazo por el hombro de Lena.

—Un buen sentido del humor, Lena. Eso te hará mucha falta para sobrevivir en este pueblo.

Lena suspiró.

—He escuchado muchas burlas y casi todas sobre mí.

—Ah, pero… «Los monumentos elevados al ingenio sobreviven a los elevados al poder».

—¿Es de Shakespeare? —Me sentía un poco marginado de la conversación.

—Casi, sir Francis Bacon. Aunque claro, si eres de los que piensan que fue él quien escribió las obras de Shakespeare, supongo que has acertado a la primera.

—Me rindo.

Marian me revolvió el pelo.

—Has crecido casi medio metro desde la última vez que te vi, E.W. ¿Con qué te alimenta Amma? ¿Pastel para desayunar, almorzar y cenar? Tengo la sensación de que no te he visto desde hace un siglo.

La miré.

—Ya lo sé, lo siento. Simplemente, no me apetecía mucho… leer.

Marian sabía que estaba mintiendo, pero me entendió. Se acercó a la puerta y cambió el letrero de Abierto por el de Cerrado. Echó el cerrojo y sonó un chasquido seco. Me recordó al del estudio.

—¿Pero la biblioteca no está abierta hasta las nueve? —Si no era así, perdería una excusa estupenda para poder salir a escondidas con Lena.

—Hoy no. La bibliotecaria jefe ha declarado que hoy es la Fiesta de la Biblioteca del Condado de Gatlin. Es bastante espontánea en estas cosas. —Guiñó un ojo—. Para ser bibliotecaria, claro.

—Gracias, tía Marian.

—Ya sé que no estarías aquí si no tuvieras una razón y sospecho que tiene toda la pinta de referirse a la sobrina de Macon Ravenwood. Así que, ¿por qué no nos vamos a la habitación de atrás, hacemos un té e intentamos ser razonables? —A Marian le gustaban los juegos de palabras.

—Es más que una pregunta, la verdad. —Lo sentía en mi bolsillo, donde el guardapelo seguía envuelto en el pañuelo de Sulla la Profetisa.

—«Cuestiónalo todo. Aprende algo. Pero no esperes respuestas».

—¿Homero?

—Eurípides. Y mejor será que aparezcan algunas respuestas, E.W., o la verdad es que vamos a tener que ir a una de esas reuniones del consejo escolar.

—Pero has dicho que no esperemos respuestas.

Abrió una puerta con un letrero donde ponía ARCHIVO PRIVADO.

—¿He dicho eso?

Como Amma, Marian siempre parecía tener respuestas para todo. Como cualquier buena bibliotecaria.

Como mi madre.

Nunca había pisado antes el archivo privado de Marian, la habitación de atrás. Ahora que lo pensaba, no conocía a nadie que hubiera estado allí, salvo mi madre. Era el espacio que ellas compartían, el lugar donde escribían e investigaban y quién sabía qué más cosas. Ni siquiera mi padre podía entrar. Me acordé de Marian deteniéndole en la puerta, mientras mi madre examinaba un documento histórico:

—Privado quiere decir privado.

—Es una biblioteca, Marian. Las bibliotecas se han creado para democratizar el conocimiento y hacerlo público.

—Por aquí las bibliotecas se han creado para que los Alcohólicos Anónimos tengan un lugar donde reunirse cuando los baptistas les dan la patada.

—Marian, no seas ridícula. Sólo es un archivo.

—No pienses en mí como una bibliotecaria. Piensa en mí como en una científica pirada y éste es mi laboratorio secreto.

—Estás loca de verdad. Sólo estáis mirando viejos papeles destrozados.

—«Si revelas nuestros secretos al viento, no culpes al viento de que se los cuente a los árboles».

—Khalil Gibran —le espetó como respuesta.

—«Tres pueden mantener un secreto siempre que dos estén muertos».

—Benjamín Franklin.

Al final, mi padre abandonó todo intento de entrar en el archivo. Así que nos volvimos a casa y nos comimos un helado de chocolate con nueces. Después de aquello siempre pensé en mi madre y en Marian como en dos imparables fuerzas de la naturaleza. Dos científicas piradas, como ella había dicho, encadenadas al laboratorio. Escribían libros como salchichas, uno detrás de otro; incluso habían llegado a ser finalistas de los Premios Voice of the South, el equivalente sureño del Pulitzer. Mi padre estaba extremadamente orgulloso de mi madre, de las dos, aunque nos arrollaban un poco a nosotros en su camino. «Una mente llena de vida», así es como él describía a mi madre, especialmente cuando se encontraba en mitad de un proyecto. Entonces era cuando parecía más ausente y, de alguna manera, cuando él parecía amarla más.

Y ahora, aquí estaba yo, en el archivo privado, sin mi padre ni mi madre, y sin el helado de chocolate con nueces a mano. Las cosas estaban cambiando rápidamente, teniendo en cuenta que Gatlin era un pueblo que no cambiaba en absoluto.

La habitación estaba revestida en madera y era seguramente la más oscura del tercer edificio más antiguo de Gatlin, pues estaba aislada y ni siquiera tenía ventanas. En el centro de la estancia había cuatro grandes mesas de roble dispuestas en paralelo. Cada centímetro de las paredes estaba cubierto de libros.
Municiones y artillería de la Guerra de Secesión. El rey algodón: el oro blanco del sur
. Había varios manuscritos en unas gavetas metálicas y diversos archivadores atestados se alineaban en una estancia más pequeña que había al final del archivo.

Marian se ocupó de poner la tetera en el hornillo. Lena se encaminó hacia una pared en la que había colgados varios mapas del condado de Gatlin, bastante estropeados, tan antiguos como las mismas Hermanas.

—Mira, Ravenwood. —Lena movió el dedo por el cristal—. Y aquí está Greenbrier. En este mapa se ve mucho mejor la línea que separa las dos propiedades.

Avancé hasta la esquina más alejada de la habitación, donde había una mesa solitaria cubierta por una fina capa de polvo y alguna ocasional tela de araña. Unos viejos estatutos de la Sociedad Histórica yacían abiertos, con nombres rodeados por círculos y un lápiz todavía metido en el lomo. Al lado, había un papel de calco con un mapa superpuesto sobre un plano del actual Gatlin, parecía alguien había intentado excavar mentalmente el viejo pueblo bajo el nuevo. Y encima de todo estaba una foto del cuadro que había en el vestíbulo de la casa de Macon Ravenwood.

La mujer con el guardapelo.

Genevieve. Tiene que ser Genevieve. Tenemos que contárselo, Lena. Tenemos que preguntarle si sabe algo.

No podemos. No podemos confiar en nadie. Ni siquiera sabemos por qué tenemos estas visiones.

Lena, confía en mí.

—¿Qué es todo esto que hay por aquí, tía Marian?

Me miró y su rostro se nubló ligeramente.

—Ése era nuestro último proyecto. De tu madre y mío.

¿Por qué tenía mi madre una foto del cuadro de Ravenwood?

No lo sé.

Lena se acercó también a la mesa y cogió la foto del cuadro.

—Marian, ¿qué hacíais aquí con esta pintura?

Nos dio a cada uno una taza de té con su platito. Ésta era otra cosa típica de Gatlin, se usaba un platito a todas horas, daba igual para qué.

—Seguro que la has reconocido, Lena, pertenece a tu tío Macon. De hecho, esa foto me la envió él.

—Pero ¿quién es la mujer?

—Genevieve Duchannes, pero suponía que ya lo sabrías.

—Pues la verdad es que no.

—¿No te ha enseñado tu tío nada de tu genealogía?

—No me cuenta nada de mis parientes muertos. Nadie quiere sacar el tema de mis padres.

Marian se dirigió hacia una de las gavetas y rebuscó algo.

—Genevieve Duchannes era tu trastatarabuela, un personaje muy interesante, la verdad. Lila y yo estuvimos reconstruyendo el árbol genealógico de los Duchannes para un proyecto en el que nos estaba ayudando tu tío Macon, justo hasta… —Bajó la mirada—, el año pasado.

¿Mi madre conocía a Macon Ravenwood? Creí que él había dicho que sólo conocía sus trabajos.

—¿Te gustaría ver tu árbol genealógico? —Marian sacó unos cuantos pergaminos amarillentos. Extendió el árbol familiar de Lena al lado del de Macon.

Señalé el de Lena.

—Qué raro. Todas las mujeres de tu familia se apellidan Duchannes, incluso las casadas.

—Es algo típico de mi familia. Las mujeres mantienen su apellido de soltera, incluso aunque se casen. Siempre ha sido así.

Marian miró a Lena.

—Suele ocurrir en linajes de sangre donde las mujeres se consideran particularmente poderosas.

Yo quería cambiar de tema. No deseaba abundar mucho en el asunto de las mujeres poderosas de la familia de Lena con Marian, especialmente considerando que no cabía duda de que Lena era una de ellas.

—¿Por qué estabais haciendo mamá y tú el árbol genealógico de los Duchannes? ¿Cuál era el proyecto?

Marian removió su té.

—¿Azúcar?

Ella apartó la mirada mientras yo me echaba el azúcar.

—En realidad, estábamos interesadas sobre todo en este guardapelo. —Señaló una fotografía de Genevieve en la que ella lo llevaba puesto—. Es una historia especial. En realidad, es una historia sencilla, una historia de amor. —Sonrió con tristeza—. Tu madre era una romántica empedernida, Ethan.

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