Que el mundo lo sepa de una vez.»
A la crisis de los Sudetes se deben los primeros testimonios formales de la locura de Hitler. En esa época, sólo con nombrar en su presencia a Beneš y a los checos, le daba tal ataque de ira que podía perder por completo el control de sí mismo. Hay quien cuenta haberlo visto tirarse al suelo y morder de rabia el borde de la alfombra. Esos ataques de demencia le valieron enseguida, entre los medios hostiles al nazismo, el sobrenombre de
Teppichfresser
[1]
(«Comealfombras»). No sé si conservó por mucho tiempo ese hábito de masticador furioso, o por el contrario esa sintomatología desapareció después de Múnich.
28 de septiembre de 1938, tres días antes de los acuerdos. El mundo contiene el aliento. Hitler está más amenazante que nunca. Los checos saben que si abandonan a los alemanes la barrera natural que constituye para ellos la región de los Sudetes, se pueden dar por muertos. Chamberlain declara: «¿No es espantoso, fantástico, inaudito, que todos estemos cavando trincheras por culpa de una disputa surgida en un país lejano, entre gente de la que no sabemos nada?»
Saint-John Perse pertenece a esa familia de escritores-diplomáticos, como Claudel o Giraudoux, que me asquea como la sarna. En su caso, esta repugnancia instintiva me parece particularmente justificada, si se tiene en cuenta su comportamiento durante septiembre de 1938.
Alexis Leger (ése es su verdadero nombre, y ligero lo fue y mucho) acompaña a Daladier a Múnich en calidad de secretario general del Quai d’Orsay. Pacifista radical, ha maniobrado sin descanso para convencer al presidente del Consejo francés de que ceda a todas las exigencias alemanas. Está presente cuando se hace pasar a los representantes checos para informarlos de su suerte, doce horas después de la firma del acuerdo decidido sin ellos.
Hitler y Mussolini ya se han marchado, Chamberlain bosteza ostensiblemente y Daladier disimula mal su nerviosismo detrás de una violenta altanería. Cuando los checos, anonadados, preguntan si se espera de su gobierno alguna respuesta o una declaración cualquiera, es posible que sea la vergüenza la que lo enmudece (¡y casi los ahoga, a él y a los demás!). Quizá por este motivo quien se encargará de responder será su colaborador, haciéndolo con una arrogancia y una desenvoltura que el ministro checo de Asuntos Exteriores, su interlocutor, calificará más tarde con una lacónica observación acerca de la que todos deberíamos meditar: «Es un francés.»
Una vez cerrado el acuerdo, no se esperaba ninguna respuesta. Sí, en cambio, que el gobierno checo envíe a Berlín a su representante ese mismo día, a las 15 horas como muy tarde (eran las 3 de la mañana), para asistir a la reunión de la comisión encargada de aplicar el acuerdo. Asimismo, un oficial checoslovaco deberá volver a Berlín el sábado para fijar los detalles de la evacuación. El tono del diplomático se endurece a medida que va profiriendo sus tajantes órdenes. Uno de los dos representantes checos se deshace en lágrimas frente a él. Impaciente y como para justificar su brutalidad, añade que la atmósfera empieza a volverse peligrosa en todo el mundo. ¡Venga ya!
Será, por tanto, un poeta francés quien pronuncie casi oficialmente la sentencia de muerte de Checoslovaquia, el país que yo más amo en el mundo.
A las puertas de su hotel en Múnich, un periodista le interroga:
—Pero, dígame, señor embajador, ese acuerdo es por lo menos un alivio, ¿no?
Silencio. Luego el secretario del Quai d’Orsay suspira:
—Por supuesto, un alivio, sí… ¡como cuando uno se lo hace encima de sus pantalones!
Esta revelación tardía forrada de un eufemismo no basta para reparar su infame actitud. Saint-John Perse se ha portado como un gran mierda. Seguro que él habría dicho, con su preciosismo ridículo de diplomático envarado, «un excremento».
En el
Times
, sobre Chamberlain: «Jamás ningún conquistador, después de una victoria obtenida en un campo de batalla, había vuelto tan adornado de los más nobles laureles.»
Chamberlain en el balcón, en Londres: «Mis queridos amigos —dice—, por segunda vez en nuestra historia hemos traído de nuevo la paz honorable desde Alemania a Downing Street. Creo que esta vez la paz durará toda la vida.»
Krofta, ministro de Asuntos Exteriores checo: «Se nos ha impuesto esta situación; ahora nos toca a nosotros; mañana será a otros.»
Por una pueril pedantería, tenía escrúpulos de mencionar la más célebre frase francesa en todo este sombrío asunto, pero no puedo dejar de citar a Daladier, al descender del avión, aclamado por la muchedumbre: «¡Ah, esos gilipollas! ¡Esos gilipollas ya están advertidos!…»
Algunos dudan de que haya pronunciado alguna vez esas palabras, de que tuviera esa lucidez y ese residuo de lustre. Parece que fue Sartre quien propagó la cita apócrifa, en su novela
La prórroga
.
En todos los casos, las frases de Churchill en la Cámara de los comunes son las que demuestran mayor clarividencia, y, como siempre, más grandeza:
«Hemos sufrido una derrota total y absoluta.»
(Churchill debe interrumpirse durante largos minutos hasta que cesan los silbidos y los gritos de protesta.)
«Estamos en medio de una catástrofe de enormes proporciones. El camino de la desembocadura del Danubio, el camino del mar Negro, está abierto. Uno tras otro, todos los países de Europa central y de la cuenca del Danubio se verán arrastrados por el vasto sistema de la política nazi emanada desde Berlín. Y no vayáis a creer que ése será el final, no, ése no es más que el principio…»
Poco tiempo después, Churchill hace una síntesis al pronunciar su quiasmo inmortal: «Teníais que escoger entre la guerra y el deshonor. Habéis escogido el deshonor. Tendréis la guerra.»
«Suena y suena la campana de la traición
.
¿De quién son esas manos que la han tocado?
De la dulce Francia, de la fiera Albión
,
y a las dos las hemos amado.»
(František Halas)
«Sobre el medio cadáver de una nación traicionada, Francia se ha rendido al belote y a Tino Rossi.» (Montherlant)
Frente a las pretensiones arrogantes de Alemania, las dos grandes democracias del Oeste se han achantado, Hitler puede brincar de júbilo. Pero en cambio, regresa a Berlín de pésimo humor, maldiciendo a Chamberlain: «¡Ese individuo me ha privado de mi entrada en Praga!» ¿Qué le importan a él unas montañas de más? Al obligar al gobierno checo a hacer todas las concesiones, Francia e Inglaterra, esas dos naciones sin coraje, han despojado momentáneamente al dictador alemán de la posibilidad de lograr su verdadero objetivo: no ya amputar, sino «borrar a Checoslovaquia del mapa», es decir, transformarla en provincia del Reich. Siete millones de checos, setenta y cinco millones de alemanes… la partida se aplaza…
En 1946, en Núremberg, el representante de Checoslovaquia preguntará a Keitel, jefe del Estado Mayor alemán: «Si las potencias occidentales hubieran apoyado a Praga, ¿el Reich habría atacado Checoslovaquia en 1938?» A lo que Keitel responderá: «Ciertamente que no. A nivel militar, no éramos tan fuertes.»
Ya puede Hitler echar pestes, pero fueron Francia e Inglaterra las que le abrieron la gran puerta de la que él no tenía la llave. Y, evidentemente, ante un favor así, le incitaron a dar el primer paso.
Fue en la Bürgerbräukeller, la gran cervecería de Múnich, donde todo había empezado exactamente quince años antes. Pero esta noche, por una vez, la cosa no está para conmemoraciones, por mucho que se hayan desplazado tres mil personas hasta ese lugar. Todos los oradores que se han sucedido en la tribuna han clamado venganza; antes de ayer, en París, un judío de diecisiete años ha matado a un secretario de la embajada de Alemania porque habían deportado a su padre. Heydrich es el más indicado para saber que la pérdida no es muy grande: el secretario de embajada estaba siendo vigilado por la Gestapo porque estaba acusado de antinazismo. Pero hay que aprovechar la ocasión. Goebbels le ha confiado una misión de gran envergadura. Mientras la velada está en su apogeo, Heydrich dicta sus órdenes: las manifestaciones espontáneas se llevarán a cabo por la noche. Todas las oficinas de la policía del Estado deben ponerse en contacto inmediatamente con los responsables del Partido y con los de la SS. Las manifestaciones que van a tener lugar no serán reprimidas por la policía. Se tomarán las medidas necesarias que no comporten ningún peligro para la vida y los bienes de los alemanes (por ejemplo, no se incendiarán las sinagogas cuando se corra el riesgo de que el fuego pueda alcanzar a los edificios contiguos). Los comercios y las casas particulares de los judíos pueden ser destruidos pero no saqueados. Se detendrá a tantos judíos, sobre todo si son ricos, como puedan caber en las cárceles actualmente existentes. Una vez arrestados, habrá que avisar inmediatamente a los campos de concentración apropiados a tal efecto, con el fin de internarlos en ellos a la mayor brevedad. La orden es transmitida a la 1:20 h.
Los SA ya se han puesto en marcha, los SS les marcan el paso. En las calles de Berlín y en las de todas las grandes ciudades de Alemania, los escaparates de los comercios judíos vuelan en mil pedazos, los muebles de las casas judías salen por la ventana, y los judíos mismos son molestados, cuando no detenidos e incluso asesinados. Se ven máquinas de escribir, máquinas de coser y hasta pianos destrozados contra el suelo. Durante toda la noche se suceden los expolios. La gente honrada se encierra en su casa, los más curiosos asisten al espectáculo, cuidándose mucho de intervenir, como fantasmas silenciosos, sin que se pueda determinar la naturaleza de su silencio, cómplice, desaprobador, incrédulo o satisfecho. En un lugar cualquiera de Alemania golpean la puerta de una anciana de ochenta y un años. Cuando abre a los SA, ríe sarcásticamente: «¡Vaya, menuda visita honorable tengo hoy!» Pero cuando los SA le piden que se vista y los acompañe, ella se sienta en su sofá y declara: «No pienso vestirme ni ir a ninguna parte. Hagan conmigo lo que quieran.» El jefe de la cuadrilla desenfunda y le pega un tiro en el pecho. Ella se desploma sobre el sofá. Él le mete una segunda bala en la cabeza. Cae del sofá y rueda sobre sí misma. Pero todavía no está muerta. Con la cabeza vuelta hacia la ventana, emite un leve estertor. Entonces el jefe le pega un tercer tiro en medio de la frente, a diez centímetros.
En otra parte, un SA sube al tejado de una sinagoga saqueada y levanta los rollos de la Torá gritando: «¡Limpiaos el culo con esto, judíos!» Y se los lanza como una serpentina de carnaval, ya con ese estilo suyo inimitable.
En el informe de un alcalde de pueblo puede leerse: «La acción contra los judíos se ha desarrollado con rapidez y sin tensión digna de reseñar. Tal como estaba previsto, un matrimonio judío ha sido arrojado al Danubio.»
Todas las sinagogas están en llamas, pero Heydrich, que conoce su oficio, ha ordenado que todos los archivos que puedan encontrarse se transfieran al QG del SD. A la Wilhelmstrasse llegan cajas repletas de documentos. A los nazis les gusta quemar los libros, pero no los registros. ¿Eficacia alemana? A saber con qué valiosos papeles se habrá limpiado el culo más de un SA…
Al día siguiente, Heydrich le hace llegar al propio Goering un primer informe confidencial: la importancia de las destrucciones, por lo que respecta a las tiendas y casas judías, no puede ser todavía confirmada por las cifras. 815 comercios destruidos y 171 casas incendiadas o destruidas no indican más que una fracción de los verdaderos estropicios. Se ha pegado fuego a 119 sinagogas y otras 76 han sido completamente derruidas. 20.000 judíos han sido arrestados. Hay que señalar 36 muertos. Los heridos graves son también 36. Tanto los muertos como los heridos son judíos.
También se ha informado a Heydrich de algunas violaciones: en general, se trata de violaciones tipificadas en las leyes raciales de Núremberg. Por consiguiente, los culpables serán detenidos, expulsados del Partido y remitidos a la justicia. En cambio, no se tomarán medidas contra quien haya cometido algún asesinato.
Dos días más tarde, en el ministerio de Transportes Aéreos, Goering preside una reunión con el fin de hallar un medio de hacerles endosar a los judíos el coste de los destrozos ocasionados. Como hace notar el portavoz de las compañías de seguros, sólo el precio de los cristales de las ventanas rotas se eleva a cinco millones de marcos (por eso se le llamará «la noche de cristal»). También se pone de manifiesto que los propietarios de las tiendas judías son a menudo arios, a los que habrá que indemnizar. Goering estalla. Nadie, aparentemente, había pensado en el coste económico de la operación, y menos aún el ministro de Economía. Grita a Heydrich que más habría valido matar a doscientos judíos que destruir tantos objetos valiosos. Heydrich, humillado, le responde que ha habido por lo menos 36 judíos asesinados.
En cuanto se encuentra una solución para hacer pagar los desperfectos a los propios judíos, Goering se tranquiliza y el ambiente se relaja. Heydrich lo escucha bromear con Goebbels acerca de la creación de reservas para judíos en el bosque. Según Goebbels, habría que introducir en ellas algunos animales que tengan un espantoso aire judío, como el alce, con su nariz ganchuda. Toda la concurrencia ríe alegremente, salvo el responsable de las compañías de seguros, poco convencido del plan de financiamiento elaborado por el mariscal de campo. Heydrich tampoco ríe.
Al acabar la reunión, cuando ya se ha decidido confiscar todos los bienes a los judíos y prohibirles cualquier forma de participación en los negocios, considera útil regresar al debate:
—Aunque los judíos sean eliminados de la vida económica, el problema mayor sigue existiendo. Éste consiste en echar a los judíos fuera de Alemania. Mientras tanto —sugiere él—, habría que ponerles un signo distintivo para poder reconocerlos.
—¡Un uniforme! —exclama Goering, siempre aficionado a las cosas vestimentarias.
—Mejor una insignia —replica Heydrich.
La reunión, sin embargo, no acaba con esa nota profética. En adelante, los judíos serán excluidos de las escuelas públicas, de los hospitales públicos, de las playas y de los balnearios. Deben hacer sus compras en horarios restringidos. En cambio, como consecuencia de las objeciones de Goebbels, se renuncia a que tengan un vagón o un compartimento aparte en los transportes públicos, porque, ¿qué pasaría si se diera el caso de que hubiera una gran afluencia? ¡Los alemanes se amontonarían en su zona mientras los judíos tendrían su vagón para ellos solos! Como puede verse, el nivel de la discusión alcanza cotas muy técnicas y concretas.