Instrucción física: MB
Terreno: B
Cuerpo a cuerpo: MB
Manejo de armas: B
Explosivos: B (90%; lento en la ejecución + instrucciones)
Comunicaciones: B
Informes: B
Lectura y trazado de mapa: MB (95%)
Conducción: bici moto coche.
La alegría infantil que tuve cuando descubrí este documento en el museo del ejército de Praga sólo podría describirla Natacha, que me vio copiar aplicadamente las valiosas fichas.
Esas fichas permiten esbozar ya el estilo y el carácter tan opuestos de los dos amigos: Gabčík, el pequeño, es un sanguíneo enérgico, mientras que Kubiš, el alto, es bonachón y meditabundo. Todos los testimonios que he recogido coinciden en esto. Y anuncia ya una repartición de tareas: para Gabčík el fusil ametrallador, para Kubiš los explosivos.
Por otra parte, por lo que sé de Gabčík, me inclino a pensar que el oficial que hizo su informe de evaluación subestimó escandalosamente el alcance de su capacidad intelectual. Además, mi impresión está corroborada por su jefe, el coronel Moravec, que escribe en sus memorias:
«En el transcurso de la instrucción, se reveló talentoso, astuto, y sonriente, incluso en las situaciones más difíciles. Era franco, cordial, emprendedor y lleno de iniciativa.
A natural born leader
. Superó todas las dificultades del entrenamiento sin ninguna queja y con excelentes resultados.»
En cuanto a Kubiš, por el contrario, Moravec confirma que era «lento de movimientos, pero resistente y perseverante. Sus instructores se dieron cuenta enseguida de su inteligencia y de su imaginación. Era muy disciplinado, discreto y fiable. Era también muy tranquilo, reservado y serio, totalmente opuesto al temperamento jocoso y extrovertido de Gabčík».
Conservo este libro,
Master of Spies
, conseguido en el desmantelamiento de una biblioteca de Illinois, como la niña de mis ojos. El coronel Moravec tenía muchas cosas que contar. Si por mí fuera, copiaría su libro de cabo a rabo. Algunas veces me siento como un personaje de Borges, pero no, a decir verdad tampoco yo soy un personaje.
«Si son ustedes lo bastante afortunados para escapar de la muerte después del atentado, tendrán dos opciones: tratar de sobrevivir dentro del país o intentar cruzar la frontera y regresar a su base en Londres. Las dos posibilidades son extremadamente inciertas, en razón de las previsibles reacciones por parte alemana. Pero para ser totalmente honestos, lo más probable es que los maten en el lugar de la acción.»
Moravec recibe por separado a los dos hombres para darles el mismo discurso. Gabčík y Kubiš responden sin ninguna emoción aparente.
Para Gabčík, la misión es una operación de guerra, y el riesgo de que lo maten forma parte de su trabajo.
Kubiš agradece al coronel que lo haya escogido para una misión de esa importancia.
Los dos hombres declaran que preferirán la muerte antes que caer en manos de la Gestapo.
Eres el checo o el eslovaco. No te gusta que te digan lo que hay que hacer ni que se le haga daño a la gente, por eso has decidido dejar tu país e ir a reunirte en otra parte con los compatriotas que resisten al invasor. Vas por el norte o por el sur, por Polonia o por los Balcanes, y llegas a Francia por mar, al precio de numerosas complicaciones.
Al llegar, esas complicaciones se complican todavía más. Francia te obliga a alistarte en la Legión y te envía a Argelia o a Túnez. Pero finalmente te unes a una división checoslovaca que se forma en una ciudad donde se ha concentrado a los refugiados españoles, y vas a luchar al lado de Francia cuando le toque el turno de ser atacada por el ogro hitleriano. Luchas con valor y estás en todos los repliegues y en todas las derrotas, cubres la retirada de los que retroceden lentamente mientras los aviones zumban en el cielo, participas en esa larga agonía, el Desastre, para ti el primero, y el último. El sur de la Francia vencida está sumido en el caos, te agrupas de nuevo para embarcarte y en esta ocasión aterrizas en Inglaterra. Como has demostrado tu valentía y has resistido heroicamente a ese mismo invasor, llenando así el vacío histórico de marzo de 1939, el presidente Beneš en persona te condecora en medio de un campo. Estás acicalado con tu desgastado uniforme pero estás al lado de tu amigo cuando Beneš prende una medalla de vuestro capote. Luego es Churchill
himself
, apoyado en su bastón, el que os pasa revista. Has combatido al invasor y, en consecuencia, salvado el honor de tu país. Pero no deseas quedarte en eso.
Te unes a las fuerzas especiales y te entrenas en unos castillos llamados
House
,
Manor
o
Villa
, a lo largo de Escocia e Inglaterra. Saltas, disparas, luchas, lanzas granadas. Eres bueno. Eres encantador. Eres buen camarada y gustas a las chicas. Ligas con las inglesitas. Bebes té en casa de sus padres, que te encuentran encantador. Sigues entrenándote de cara a la mayor misión que un país haya confiado jamás tan sólo a dos hombres. Estás preparado para morir por tu país. Te has convertido en algo que crece más allá de ti mismo y que poco a poco va a sobrepasarte, pero continúas siendo como eres. Eres un hombre sencillo. Eres un hombre.
Eres Jozef Gabčík o Jan Kubiš, y vas a entrar en la historia.
Cada gobierno en el exilio refugiado en Londres posee, dentro de su ejército reconstituido, su propio equipo de fútbol, y se organizan regularmente partidos amistosos. Hoy sobre el terreno de juego se enfrentan Francia y Checoslovaquia. Como siempre, ha venido numeroso público, compuesto por soldados de todas las nacionalidades y de todas las graduaciones. El ambiente es jovial; los gritos de ánimo prorrumpen en un contexto de uniformes atildados. En medio de la muchedumbre vociferante, sobre los graderíos, se puede ver a Gabčík y a Kubiš, cubiertos con su gorro marrón, que discuten vivamente. Sus labios se mueven muy rápidos y también sus manos. Cualquiera diría que están en una conversación técnica y complicada. Poco concentrados en el partido, se interrumpen sin embargo cuando una acción peligrosa hace elevar un clamor en el estadio. Siguen la jugada hasta que acaba y luego vuelven a su discusión con el mismo ardor de antes, en medio de los gritos y los cánticos.
Francia abre el marcador. Los del campamento francés manifiestan ruidosamente su satisfacción.
Quizá su actitud, que contrasta con la de los demás espectadores, todos profundamente absortos en el partido, llame un poco la atención. En todo caso, entre los soldados de las fuerzas libres checoslovacas se empieza a rumorear a propósito de la misión especial que ambos han aceptado. Esa operación que preparan en el mayor de los secretos envuelve a los dos hombres de una especie de prestigio, tanto más misterioso cuanto más se niegan a contestar a ninguna pregunta, aunque ésta proceda de sus más viejos camaradas, los de la evacuación de Polonia, los de la Legión francesa.
No cabe duda de que Gabčík y Kubiš discuten de su misión. En el terreno de juego, Checoslovaquia presiona para aparecer en el marcador. En el punto de penalti, el número 10 recupera la pelota, arma su disparo pero falla el tiro, rechazado por el defensa francés. El delantero centro, emboscado, surge por la izquierda y pega un chut seco bajo el larguero. El portero, ya batido, rueda por el césped. Checoslovaquia empata y el estadio explota de júbilo. Gabčík y Kubiš se han callado. Se alegran vagamente. Los dos equipos se van a casa tras combate nulo.
El 19 de noviembre de 1941, durante una ceremonia que tiene lugar entre los brillos dorados de la catedral de Saint-Guy, en el corazón de Hradčany, sobre los altozanos de Praga, el presidente Hácha entrega solemnemente las siete llaves de la Ciudad a su nuevo dueño, Heydrich. La habitación donde están depositadas esas grandes llaves labradas es la misma donde se guarda la corona de san Wenceslao, la joya más preciada de la nación checa. Hay una foto en la que se ve a Heydrich y a Hácha de pie delante de la corona, puesta sobre un cojín finamente bordado. Se dice que en esa ocasión Heydrich no pudo contenerse y se puso la corona en la cabeza. También se dice que una vieja leyenda cuenta que quien se pone la corona indebidamente morirá ese año, así como su hijo primogénito.
En realidad, si se observa bien la foto, se ve a un Hácha que, con su pinta de viejo búho calvo, mira el emblema real con recelo, mientras que Heydrich, por su parte, parece dar muestras de un respeto un poco forzado, y sospecho que sin sentirse literalmente embargado por lo que muy bien podría pasar por ser quincallería folclórica. Hablando claro, me pregunto si la ceremonia no le estaría más bien jodiendo.
Nunca se ha atestiguado con absoluta certeza, por lo visto, que Heydrich se pusiera la corona en aquella ocasión. Pienso que algunos han querido creer en ese episodio para, retrospectivamente, hacer un acto de
hubris
que no podía quedar impune. La verdad es que no creo que Heydrich se viera de pronto en medio de una ópera wagneriana. Prueba de ello es que devolvió a Hácha tres de las siete llaves, a modo de testimonio de amistad, para dar la ilusión de que el ocupante alemán estaba dispuesto a compartir las riendas del país con el gobierno checo. Aparte de que en esta ocasión se trataba de un gesto simbólico totalmente desprovisto de realidad, el cariz semicomedido de ese intercambio de llaves hace perder a la escena toda su potencial desmesura. Se trata de la diplomacia más protocolaria, es decir, la más baja de la gama, y desprovista de significado. Heydrich debe meter prisa para que la cosa acabe cuanto antes y así volver a casa a jugar con sus hijos o a trabajar en la Solución Final.
Y sin embargo… si se mira más de cerca, se ve la mano derecha de Heydrich, en la foto, parcialmente oculta por el cojín sobre el que reposa la corona. Heydrich se ha quitado el guante, tiene la mano derecha desnuda mientras que la izquierda sigue enguantada. Esa mano derecha avanza hacia alguna parte. En la foto, delante de la corona, sobresaliendo de la mitad del cojín, hay un cetro. Aunque haya que adivinar lo que pase ahí detrás, ocultado por el cojín, hay sólidas razones para pensar que la mano derecha toca, o va a tocar, el cetro. Y este elemento nuevo me lleva a reinterpretar la expresión que brota de la cara de Heydrich. Puede verse en ella la codicia que trata de dominarse. Creo que no se ciñó la corona en la cabeza porque no estamos en una película de Charlie Chaplin, pero de lo que estoy seguro es de que cogió el cetro para sopesarlo con aire displicente: evidentemente es menos demostrativo, pero no deja de tener la densidad de un símbolo, y Heydrich, con todo lo pragmático que era, también poseía un pronunciado afán por los atributos del poder.
Jozef Gabčík y Jan Kubiš mojan unas galletas en el té que les ha preparado su casera, la señora Ellison. Todos los ingleses desean participar, de una manera o de otra, en el esfuerzo de guerra. Por eso, cuando se le propuso a la señora Ellison acoger a esos dos muchachos, aceptó con mucho gusto. Además, son encantadores. No sé ni dónde ni cómo lo aprendió, pero Gabčík posee, por así decir, un inglés
fluido
. Locuaz y con encanto, le da conversación a la señora Ellison y ella está fascinada. Kubiš, menos cómodo con el idioma, es más directo, pero sonríe con aspecto bonachón y su bondad natural no pasa desapercibida para su anfitriona. «¿Quieren un poco más de té?» Los dos, sentados uno al lado del otro en el mismo sofá, asienten educadamente. Han pasado ya por tantas precariedades, que no dejan escapar la menor ocasión de alimentarse. Dejan que los pastelillos se deshagan bajo sus paladares, cual galletas de jengibre. De repente, llaman a la puerta. La señora Ellison se levanta, pero les llega antes el ruido de la cerradura. Aparecen dos chicas. «
Come in, darlings
, venid que os presente.» Gabčík y Kubiš se levantan también. «Lorna, Edna, éstos son Djôseph y Yann, van a vivir aquí por algún tiempo.» Las dos muchachas avanzan sonrientes. «Señores, les presento a mis dos hijas.» En ese preciso momento, los dos soldados deben de estar diciéndose a sí mismos que, pese a todo, a veces ocurre que hay un poco de justicia en este rastrero mundo.
«Mi misión consiste, básicamente, en ser enviado a mi país natal con otro miembro del Ejército checoslovaco, con el fin de cometer un acto de sabotaje o de terrorismo en un lugar y en unas condiciones que dependerán de lo que nos encontremos allí y según qué circunstancias. Haré todo lo que esté en mi mano para lograr el resultado pretendido, no sólo en mi país natal sino también fuera de él. Pondré todo mi empeño, mi alma y mi conciencia en poder cumplir con éxito esta misión, a la que me he presentado voluntario.»
El 1.º de diciembre de 1941, Gabčík y Kubiš firman lo que parece ser un documento estandarizado. Me pregunto si sería el mismo para todos los paracaidistas de todos los ejércitos con base en Gran Bretaña.
Albert Speer, arquitecto de Hitler y ministro de Armamento, debería de gustarle a Heydrich. Refinado, elegante, seductor, inteligente, contrasta con el nivel cultural de los demás dignatarios. No es un criador de pollos como Himmler, ni un iluminado como Rosenberg, ni un puerco seboso como Goering o Bormann.
Speer está de paso por Praga. Heydrich le lleva a visitar la ciudad en coche. Le enseña la Ópera, de cuyo tejado falta desde hace poco la estatua de Mendelssohn. Speer comparte con él el gusto por la música clásica. Sin embargo, ambos hombres no se aprecian en absoluto. Speer, el intelectual distinguido, ve en Heydrich al ejecutor de las bajezas de Hitler, al hombre a quien éste le ha confiado el trabajo sucio, y que lo lleva a cabo sin rechistar: un bruto cultivado. Heydrich, por su parte, ve en Speer a un hombre competente cuyas cualidades admira, pero que no pasa de ser un civil esnob y de manicura. Le reprocha, por el contrario, meter demasiado poco las manos en la mierda.
Speer ha sido comisionado por Goering, en tanto que ministro de Armamento, para reclamarle a Heydrich el suministro de 16.000 trabajadores checos suplementarios con vistas al esfuerzo de guerra alemán. Heydrich se compromete a atender la petición en el más breve plazo posible. Le explica a Speer que los checos están ya sometidos, nada que ver con Francia, por ejemplo, infestada de resistentes comunistas y de saboteadores.
La inquietante fila de Mercedes oficiales cruza el puente Carlos. Speer se extasía ante las volutas de los edificios góticos y barrocos. A medida que van sucediéndose las calles, el arquitecto va imponiéndose al ministro. Piensa en posibles reajustes urbanos: toda esta inmensa superficie inexplotada, en pleno barrio de Letna, podría servir de terreno para la construcción de una nueva sede del gobierno alemán. Heydrich ni se inmuta, pero le desagrada la idea de que puedan obligarlo a abandonar el Hradchine, castillo de los reyes de Bohemia donde se siente como un monarca. En Strahov, cerca del monasterio que contiene una de las más bellas bibliotecas de Europa, Speer vería bien que se alzara de la tierra una gran universidad alemana. También se le acumulan las ideas para reacondicionar totalmente las riberas del Moldau. Preconiza, además, la pura y simple destrucción de esa pequeña réplica de la torre Eiffel que se pavonea sobre Petrin, la colina más alta de la ciudad. Heydrich le explica a Speer que desea convertir Praga en la capital cultural del Reich alemán. No puede evitar mencionar con orgullo la obra que ha programado como apertura de la próxima temporada musical: una ópera de su propio padre. «Excelente idea», responde educadamente Speer, que ignora por completo la producción de su papá. «¿Para cuándo está previsto el estreno?», pregunta el arquitecto. Para el 26 de mayo. Su mujer, en el segundo coche, escruta con todo detalle el modo de vestir de Lina, su acompañante. Al parecer, las dos esposas se tratan con frialdad. Durante dos horas, los Mercedes negros siguen surcando las arterias de la ciudad. Al acabar la visita, Speer se ha olvidado ya de la fecha.