Los dos redactaron sus últimas voluntades justo antes de volar, y tengo ante mis ojos esos dos magníficos documentos garabateados a toda prisa. Manchados de borrones de tinta y de tachaduras, son prácticamente idénticos. Fechados ambos el 28 de diciembre de 1941, divididos ambos en dos partes, añadidas algunas líneas en diagonal en ambos. Gabčík y Kubiš piden que se cuide de su familia si llegan a morir. Si eso sucede, cada uno indica una dirección, uno en Eslovaquia, otro en Moravia. Los dos son huérfanos y no tienen ni esposa ni hijos. Pero sé que Gabčík tiene hermanas y que Kubiš tiene hermanos. Luego piden también que se avise a sus novias inglesas en caso de defunción. La hoja de Gabčík menciona el nombre de Lorna Ellison; el de Kubiš, Edna Ellison. Los dos se habían convertido en hermanos, mientras salían con aquellas hermanas. En la cartilla militar de Gabčík había metida una foto de Lorna que ha llegado hasta nosotros. El perfil de una joven morena, con pelo rizado, que ya no volverá a ver.
Nada me dice que fueran los ingleses del SOE (Special Operation Executive) quienes suministraran la ropa a Gabčík y Kubiš. Más bien, por el contrario, lo más probable es que la cuestión de la vestimenta la resolvieran los servicios checos de Moravec. Por tanto, no hay motivos para creer que el suboficial que se ocupa de ese asunto sea inglés. Qué cansancio…
El comisario general administrador de Bielorrusia, en su sede de Minsk, se queja de las exacciones cometidas por los
Einsatzgruppen
de Heydrich. Deplora que la liquidación sistemática de judíos le prive de una preciosa mano de obra. Protesta ante Heydrich cuando constata que los judíos que han sido antiguos combatientes condecorados son deportados a su gueto de Minsk. Le propone una lista de judíos por liberar, mientras denuncia la falta de criterio de los
Einsatzgruppen
a la hora de matar a todo el que cae en sus manos. Recibe esta respuesta:
«Convendrá conmigo que, en el tercer año de la guerra, incluso para la policía y los servicios de seguridad, hay tareas más importantes de cara al esfuerzo de guerra que correr de un lado a otro para ocuparse de las exigencias de los judíos, perder el tiempo haciendo listas y apartar a todos mis colegas de misiones mucho más urgentes. Si he pedido una investigación sobre las personas de su lista, ha sido para comprobar, de una vez por todas y por escrito, que tales ataques son infundados. Lamento que, seis años y medio después de la entrada en vigor de las leyes raciales de Núremberg, todavía tenga que justificar mis servicios.»
Por lo menos tiene el mérito de ser claro.
«Aquella noche, a una altitud de dos mil pies, un enorme avión Halifax zumbaba por el cielo sobre los campos helados de Checoslovaquia. Las cuatro hélices hacen jirones las nubes dispersas, lanzándolas contra los flancos negros y húmedos del aparato, y, desde el gélido fuselaje, Jan Kubiš y Josef Gabčík entrevén su tierra natal a través de la portezuela de salida, con forma de ataúd, abierta en el suelo del aparato.»
Así es como comienza la novela de Alan Burgess
Siete hombres al amanecer
, escrita en 1960. Y desde las primeras líneas ya sé que él no ha escrito el libro que yo quiero escribir. No sé si Gabčík y Kubiš pudieron ver algo de su tierra natal a setecientos metros de altitud, en la negra noche de diciembre de 1941; y en cuanto a la imagen del ataúd, prefiero evitar mientras pueda las metáforas demasiado cargadas.
«Verifican maquinalmente el mecanismo y las cinchas de apertura automática de su arnés de paracaidistas. En unos minutos, se sumergirán en las tinieblas, conscientes de que son los primeros paracaidistas lanzados sobre Checoslovaquia, y de que su misión es una de las más inauditas y arriesgadas que jamás se podrá imaginar.»
Sé todo lo que se puede saber sobre ese vuelo. Sé lo que Gabčík y Kubiš llevaban en su impedimenta: un cuchillo plegable, una pistola con dos cargadores de doce balas, una cápsula de cianuro, una porción de chocolate, tabletas de carne concentrada, cuchillas de afeitar, un carné de identidad falso y unas cuantas coronas checas. Sé que llevaban ropa de civil fabricada en Checoslovaquia. Sé que no dijeron nada a sus compañeros paracaidistas durante el vuelo, según las órdenes que habían recibido, salvo «hola» y «buena suerte». Sé que sus compañeros paracaidistas sospechaban, por muy secreto que fuera su objetivo, que eran enviados a ese país para matar a Heydrich. Sé que fue Gabčík quien, durante el trayecto, causó la mejor impresión al
dispatcher
, el oficial encargado de mantener el orden conveniente en los lanzamientos. Sé que antes del despegue se les hizo redactar a todos un apresurado testamento. Conozco, naturalmente, los nombres de cada uno de los miembros de los otros equipos que los acompañan, así como la naturaleza de sus respectivas misiones. Había siete paracaidistas en el avión, y conozco también la falsa identidad de cada uno de ellos. Gabčík y Kubiš, por ejemplo, se llamaban respectivamente Zdenek Vyskočil y Ota Navrátil, y sus papeles falsos indicaban como profesión cerrajero y operario. Sé casi todo lo que se puede saber acerca de ese vuelo, pero me niego a escribir frases como: «Verifican maquinalmente el mecanismo y las cinchas de apertura automática de su arnés de paracaidistas.» Aunque lo harían, no cabe duda.
«El mayor de los dos, de veintisiete años, debía de medir alrededor de 1,75 metros. Tenía el pelo rubio y bajo sus pobladas cejas sus ojos grises, profundamente hundidos, miraban el mundo con dureza. Sus labios nítidos, bien perfilados…», etcétera. Me paro ahí. Es una pena que Burgess perdiera su tiempo con semejantes tópicos, ya que, por otra parte, estaba incontestablemente documentado. Me percaté de dos errores flagrantes en su libro, uno concerniente a la mujer de Heydrich, a la que llama Inga en vez de Lina, y otro sobre el color de su Mercedes, que se obstina en ver verde en lugar de negro. También reparé en algún episodio dudoso, que me sospecho inventado por Burgess, como la oscura historia de las cruces gamadas tatuadas al rojo vivo en las nalgas. Pero, por otra parte, aprendí muchas cosas de la vida que Gabčík y Kubiš llevaron en Praga durante los meses que precedieron al atentado. Hay que decir que Burgess tenía una ventaja sobre mí: pudo encontrar testigos todavía vivos veinte años después de los hechos. Algunos, en efecto, habían sobrevivido.
Bueno, finalmente saltaron.
Según Edouard Husson, un reputado universitario que prepara una biografía de Heydrich, todo, desde el principio, fue mal.
Gabčík y Kubiš fueron lanzados muy lejos del lugar previsto. Debían tomar tierra cerca de Pilsen, pero están a unos kilómetros… de Praga. Después de todo, dirán ustedes, allí es donde está su objetivo y así han ganado tiempo. Con reflexiones como ésa es como se puede comprobar que ustedes no saben nada de la clandestinidad. Sus contactos en la Resistencia interior los esperan en Pilsen. En Praga, no tienen ninguna dirección. Era la gente de Pilsen la que tenía que introducirlos allí. Aunque estén muy cerca de Praga, tienen que darse la vuelta y pasar por Pilsen. Lamentan, como ustedes, lo absurdo de ese ir y venir, pero sin embargo es algo necesario.
Lo lamentarán cuando se les diga dónde estaban, porque en ese momento no tienen ni la menor idea. Se encuentran en un cementerio. No saben dónde esconder sus paracaídas, y Gabčík cojea un poco ya que se ha fracturado un dedo al posar el pie en su suelo natal. Caminan sin saber adónde van, dejando huellas. Rápidamente disimulan sus paracaídas entre un montón de nieve. Saben que pronto amanecerá, que están peligrosamente expuestos y que deben ocultarse en alguna parte.
Encuentran un abrigo rocoso en una cantera de piedras. Protegidos de la nieve y del frío pero no de la Gestapo, saben que no se pueden quedar en ese lugar, pero no saben adónde ir. Extranjeros en su país, perdidos, heridos, buscados ya seguramente por quienes habrán oído en el cielo los motores del avión que los ha trasladado, los dos hombres deciden esperar. ¿Qué hacer, si no? Inclinados sobre un mapa, ¿qué buscar? ¿Hallar el emplazamiento de esa minúscula cantera? Su misión amenaza con ser abortada apenas ha empezado, o más bien, suponiendo que no sean descubiertos, lo que es una suposición ridícula, antes de que llegue a empezar.
Y, efectivamente, son descubiertos.
Es un guarda forestal quien los encuentra al amanecer. Ha oído el avión durante la noche, ha hallado los paracaídas bajo la nieve y ha seguido las huellas. Ha entrado en la cueva. Y les dice entre toses: «¡Buenos días, muchachos!»
Según Edouard Husson, todo fue mal desde el principio, pero la suerte también les favoreció. El guarda forestal, aunque sabe que se juega la vida, es un hombre valiente y los va a ayudar.
Es una larga cadena de resistentes la que, empezando por ese guarda forestal, va a llevar a nuestros dos héroes hasta Praga y el piso de los Moravec.
La familia Moravec está compuesta por el padre, la madre y el hijo pequeño, Ata, mientras que el primogénito ha partido a Inglaterra a pilotar un Spitfire. Son sólo homónimos del coronel Moravec, sin ningún vínculo de parentesco, pero al igual que él combaten contra la ocupación alemana.
Y no están solos. Gabčík y Kubiš encontrarán a mucha gente humilde dispuesta a arriesgar su vida por acudir en su ayuda.
Es un combate perdido de antemano. No puedo contar esta historia tal como debió de ser. Todo ese fárrago de personajes, acontecimientos, fechas, toda la ramificación infinita de relaciones causa-efecto, y luego esa gente, esa gente de verdad que ha existido de verdad, con su vida, sus actos y sus pensamientos que apenas si llego a rozar… Una y otra vez me doy contra ese muro de la Historia por el que trepa y se extiende imparable hacia arriba, cada vez más dura, la hiedra desalentadora de la causalidad.
Miro un mapa de Praga en el que están señalados todos los pisos de las familias que ayudaron y dieron cobijo a los paracaidistas, compromiso que casi todas ellas pagaron con su vida. Hombres, mujeres y niños, naturalmente. La familia Svatoš, a dos pasos del puente Carlos; la familia Ogoun, cerca del Castillo; las familias Novák, Moravec, Zelenka, Fafek, situadas más al este. Cada miembro de cada una de esas familias merecería su propio libro, el relato de su compromiso con la Resistencia hasta Mauthausen y su trágico desenlace. Cuántos héroes olvidados duermen en el gran cementerio de la Historia… Miles, millones de Fafek y de Moravec, de Novák y de Zelenka…
Los que han muerto, han muerto, y a ellos les es indiferente que se les rinda algún homenaje. Si hay alguien para quien eso tiene algún significado, es para nosotros, para los vivos. La memoria carece de utilidad para aquellos a quienes honra, pero sirve de mucho a quien se sirve de ella. Con ella me construyo, y con ella me consuelo.
Ningún lector va a retener esa lista de nombres. ¿Por qué habría de hacerlo? Para que cualquier cosa pueda penetrar en la memoria, es preciso antes transformarla en literatura. No está bien, pero es así. Sé ya que sólo los Moravec, y quizá también los Fafek, encontrarán ubicación en la economía narrativa de mi relato. Los Svatoš, los Novák, los Zelenka, sin contar todos los demás cuyo nombre o cuya existencia ignoro, regresarán a su olvido. Pero después de todo, un nombre es sólo un nombre. Pienso en todos ellos. Quiero decirlos. Y si nadie me escucha, pues no pasa nada. Ni a ellos ni a mí. Puede que tal vez llegue un día en que alguien con necesidad de consuelo escriba la historia de los Novák y los Svatoš, de los Zelenka y los Fafek.
El 8 de enero de 1942, un Gabčík renqueante y Kubiš pisan el suelo sagrado de Praga por primera vez, y estoy seguro de que se maravillan de la belleza barroca de la ciudad. Enseguida, sin embargo, se plantean los tres dilemas de todo clandestino: alojamiento, alimentación y papeles. Londres los ha provisto de carnés de identidad falsos pero eso, aun siendo necesario, no basta. En el Protectorado de Bohemia-Moravia, en 1942, es absolutamente vital poder contar con un permiso de trabajo y, sobre todo, hay que contar con una buena razón para no estar trabajando, si se le sorprende a uno vagando por las calles durante la jornada laboral, como les sucederá con frecuencia a ambos en los meses siguientes. La Resistencia local se dirige al doctor que le cura el pie a Gabčík: tiene que diagnosticarle una úlcera de duodeno a Gabčík y una inflamación de la vesícula biliar a Kubiš, lo que les permite demostrar su incapacitación para el trabajo. De este modo, sus papeles están en regla. Tienen dinero. Queda la cuestión del alojamiento. Pero descubrirán con enorme satisfacción que no falta gente de buena voluntad en esa época tan sombría.
No hay que creer todo lo que se cuenta, especialmente si son los nazis quienes lo cuentan: bien porque toman sus deseos por realidades y se equivocan de parte a parte, como el gordo Goering, o bien porque mienten descaradamente con fines propagandísticos, como Goebbels trismegisto, al que Joseph Roth llamaba «el altavoz personificado». Y muy a menudo, por las dos cosas a la vez.
Heydrich no se libra de esta tendencia nazi. Es probable que sea sincero cuando pretende haber decapitado y debilitado a la Resistencia checa, y no va desencaminado del todo, pero se pavonea demasiado. Cuando Gabčík tropieza torpemente contra el suelo de su país natal y se hiere, la noche del 28 de diciembre de 1941, el estado de la Resistencia en el Protectorado es preocupante, pero no del todo desesperado. Todavía les queda alguna carta que jugar.
Por de pronto,
Tri králové
, «los tres reyes», gran organización de movimientos unificados de la Resistencia checa, aún está operativa, aunque ha sido duramente golpeada en la cabeza. Los tres reyes son los jefes de la organización, tres antiguos oficiales del ejército checoslovaco. En enero de 1942, dos han caído: uno fusilado al poco de llegar Heydrich, el otro torturado en las mazmorras de la Gestapo. Pero queda uno, Václav Morávek (con una
k
al final, y no hay que confundirlo ni con el coronel Moravec, ni con la familia Moravec, ni con Emanuel Moravec, el ministro de Educación). Va con guantes tanto en invierno como en verano porque se seccionó un dedo al deslizarse por el cable de un pararrayos cuando escapaba de un control de la Gestapo. Es el último de los tres reyes, da muestras de una actividad intensa, coordina lo que queda de su red y se expone cada vez a mayores riesgos. Anhela lo que su organización demanda desde hace meses: el envío de paracaidistas por parte de Londres.