Hija de la fortuna (14 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
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La casa de los Sommers, suspendida en el aire como una araña a merced del viento, era imposible de mantener abrigada, a pesar de los braseros a carbón que las criadas encendían durante siete meses del año. Las sábanas estaban siempre húmedas por el aliento perseverante del mar y se dormía con botellas de agua caliente a los pies. El único lugar siempre tibio era la cocina, donde el fogón a leña, un artefacto enorme de múltiples usos, nunca se apagaba. Durante el invierno crujían las maderas, se desprendían tablas y el esqueleto de la casa parecía a punto de echarse a navegar, como una antigua fragata. Miss Rose nunca se acostumbró a las tormentas del Pacífico, igual como no pudo habituarse a los temblores. Los verdaderos terremotos, ésos que ponían el mundo patas arriba, ocurrían más o menos cada seis años y en cada oportunidad ella demostró sorprendente sangre fría, pero el trepidar diario que sacudía la vida la ponía de pésimo humor. Nunca quiso colocar la porcelana y los vasos en repisas a ras de suelo, como hacían los chilenos, y cuando el mueble del comedor tambaleaba y sus platos caían en pedazos, maldecía al país a voz en cuello. En la planta baja se encontraba el cuarto de guardar donde Eliza y Joaquín se amaban sobre el gran paquete de cortinas de cretona floreada, que reemplazaban en verano los pesados cortinajes de terciopelo verde del salón. Hacían el amor rodeados de armarios solemnes, cajas de sombreros y bultos con los vestidos primaverales de Miss Rose. Ni el frío ni el olor a naftalina los mortificaba porque estaban más allá de los inconvenientes prácticos, más allá del miedo a las consecuencias y más allá de su propia torpeza de cachorros. No sabían cómo hacer, pero fueron inventando por el camino, atolondrados y confundidos, en completo silencio, guiándose mutuamente sin mucha destreza. A los veintiún años él era tan virgen como ella. Había optado a los catorce por convertirse en sacerdote para complacer a su madre, pero a los dieciséis se inició en las lecturas liberales, se declaró enemigo de los curas, aunque no de la religión, y decidió permanecer casto hasta cumplir el propósito de sacar a su madre del conventillo. Le parecía una retribución mínima por los innumerables sacrificios de ella. A pesar de la virginidad y del susto tremendo de ser sorprendidos, los jóvenes fueron capaces de encontrar en la oscuridad lo que buscaban. Soltaron botones, desataron lazos, se despojaron de pudores y se descubrieron desnudos bebiendo el aire y la saliva del otro. Aspiraron fragancias desaforadas, pusieron febrilmente esto aquí y aquello allá en un afán honesto de descifrar los enigmas, alcanzar el fondo del otro y perderse los dos en el mismo abismo. Las cortinas de verano quedaron manchadas de sudor caliente, sangre virginal y semen, pero ninguno de los dos se percató de esas señales del amor. En la oscuridad apenas podían percibir el contorno del otro y medir el espacio disponible para no derrumbar las pilas de cajas y las perchas de los vestidos en el estrépito de sus abrazos. Bendecían al viento y a la lluvia sobre los tejados, porque disimulaba los crujidos del piso, pero era tan atronador el galope de sus propios corazones y el arrebato de sus jadeos y suspiros de amor, que no entendían cómo no despertaba la casa entera.

En la madrugada Joaquín Andieta salió por la misma ventana de la biblioteca y Eliza regresó exangüe a su cama. Mientras ella dormía arropada con varias mantas, él echó dos horas caminando cerro abajo en la tormenta. Atravesó sigiloso la ciudad sin llamar la atención de la guardia, para llegar a su casa justo cuando echaban a volar las campanas de la iglesia llamando a la primera misa. Planeaba entrar discretamente, lavarse un poco, cambiar el cuello de la camisa y partir al trabajo con el traje mojado, puesto que no tenía otro, pero su madre lo aguardaba despierta con agua caliente para el
mate
y pan añejo tostado, como todas las mañanas.

—¿Dónde has estado, hijo? —le preguntó con tanta tristeza, que él no pudo engañarla.

—Descubriendo el amor, mamá —replicó, abrazándola radiante.

Joaquín Andieta vivía atormentado por un romanticismo político sin eco en ese país de gente práctica y prudente. Se había convertido en un fanático de las teorías de Lamennais, que leía en mediocres y confusas traducciones del francés, tal como leía a los enciclopedistas. Como su maestro, propiciaba el liberalismo católico en política y la separación del Estado y la Iglesia. Se declaraba cristiano primitivo, como los apóstoles y mártires, pero enemigo de los curas, traidores de Jesús y su verdadera doctrina, como decía, comparándolos a sanguijuelas alimentadas por la credulidad de los fieles. Se cuidaba mucho, sin embargo, de explayarse en tales ideas delante de su madre, a quien el disgusto hubiera matado. También se consideraba enemigo de la oligarquía, por inútil y decadente, y del gobierno, porque no representaba los intereses del pueblo, sino de los ricos, como podían probar con innumerables ejemplos sus contertulios en las reuniones de la Librería Santos Tornero y como él explicaba pacientemente a Eliza, aunque ella apenas lo oía, más interesada en olerlo que en sus discursos. El joven estaba dispuesto a jugarse la vida por la gloria inútil de un relámpago de heroísmo, pero tenía un miedo visceral de mirar a Eliza a los ojos y hablar de sus sentimientos. Establecieron la rutina de hacer el amor al menos una vez por semana en el mismo cuarto de los armarios, convertido en nido. Disponían de tan escasos y preciosos momentos juntos, que a ella le parecía una insensatez perderlos filosofando; si de hablar se trataba, prefería oír de sus gustos, su pasado, su madre y sus planes para casarse con ella algún día. Habría dado cualquier cosa porque él le dijera cara a cara las frases magníficas que le escribía en sus cartas. Decirle, por ejemplo, que sería más fácil medir las intenciones del viento o la paciencia de las olas en la playa, que la intensidad de su amor; que no había noche invernal capaz de enfriar la hoguera inacabable de su pasión; que pasaba el día soñando y las noches insomne, atormentado sin tregua por la locura de los recuerdos y contando, con la angustia de un condenado, las horas que faltaban para abrazarla otra vez; «eres mi ángel y mi perdición, en tu presencia alcanzo el éxtasis divino y en tu ausencia desciendo al infierno, ¿en qué consiste este dominio que ejerces sobre mí, Eliza? No me hables de mañana ni de ayer, sólo vivo para este instante de hoy en que vuelvo a sumergirme en la noche infinita de tus ojos oscuros». Alimentada por las novelas de Miss Rose y los poetas románticos, cuyos versos conocía de memoria, la muchacha se perdía en el deleite intoxicante de sentirse adorada como una diosa y no percibía la incongruencia entre esas declaraciones inflamadas y la persona real de Joaquín Andieta. En las cartas él se transformaba en el amante perfecto, capaz de describir su pasión con tal angélico aliento, que la culpa y temor desaparecían para dar paso a la exaltación absoluta de los sentidos. Nadie había amado antes de esa manera, ellos habían sido señalados entre todos los mortales para una pasión inimitable, decía Joaquín en las cartas y ella lo creía. Sin embargo, hacía el amor apurado y famélico, sin saborearlo, como quien sucumbe ante un vicio, atormentado por la culpa. No se daba tiempo de conocer el cuerpo de ella ni de revelar el propio; lo vencía la urgencia del deseo y del secreto. Le parecía que nunca les alcanzaba el tiempo, a pesar de que Eliza lo tranquilizaba explicándole que nadie iba a ese cuarto de noche, que los Sommers dormían drogados, Mama Fresia lo hacía en su casucha al fondo del patio y las habitaciones del resto de la servidumbre estaban en el ático. El instinto atizaba la audacia de la muchacha incitándola a descubrir las múltiples posibilidades del placer, pero pronto aprendió a reprimirse. Sus iniciativas en el juego amoroso ponían a Joaquín a la defensiva; se sentía criticado, herido o amenazado en su virilidad. Las peores sospechas lo atormentaban, pues no podía imaginar tanta sensualidad natural en una niña de dieciséis años cuyo único horizonte eran las paredes de su casa. El temor de una preñez empeoraba la situación, porque ninguno de los dos sabía cómo evitarla. Joaquín entendía vagamente la mecánica de la fecundación y suponía que si se retiraba a tiempo estaban a salvo, pero no siempre lo lograba. Se daba cuenta de la frustración de Eliza, pero no sabía cómo consolarla y en vez de intentarlo, se refugiaba de inmediato en su papel de mentor intelectual, donde se sentía seguro. Mientras ella ansiaba ser acariciada o al menos descansar en el hombro de su amante, él se separaba, se vestía deprisa y gastaba el tiempo precioso que aún les quedaba en barajar nuevos argumentos para las mismas ideas políticas cien veces repetidas. Esos abrazos dejaban a Eliza en ascuas, pero no se atrevía a admitirlo ni en lo más profundo de su conciencia, porque equivalía a cuestionar la calidad del amor. Entonces caía en la trampa de compadecer y disculpar al amante, pensando que si tuvieran más tiempo y un lugar seguro, se amarían bien. Mucho mejor que los brincos compartidos, eran las horas posteriores inventando lo que no pasó y las noches soñando lo que tal vez sucedería la próxima vez en el cuarto de los armarios.

Con la misma seriedad que ponía en todos sus actos, Eliza se dio a la tarea de idealizar a su enamorado hasta convertirlo en una obsesión. Sólo deseaba servirlo incondicionalmente por el resto de su existencia, sacrificarse y sufrir para probar su abnegación, morir por él de ser necesario. Ofuscada por el embrujo de esa primera pasión, no percibía que no era correspondida con igual intensidad. Su galán nunca estaba completamente presente. Aún en los más encabritados abrazos sobre el cúmulo de cortinas, su espíritu andaba en otra parte, presto a partir o ya ausente. Se revelaba sólo a medias, fugazmente, en un juego exasperante de sombras chinescas, pero al despedirse, cuando ella estaba a punto de echarse a llorar por hambre de amor, le entregaba una de sus prodigiosas cartas. Para Eliza entonces el universo entero se convertía en un cristal cuya finalidad única consistía en reflejar sus sentimientos. Sometida a la ardua tarea del enamoramiento absoluto, no dudaba de su capacidad de entrega sin reservas y por lo mismo no reconocía la ambigüedad de Joaquín. Había inventado un amante perfecto y nutría esa quimera con invencible porfía. Su imaginación compensaba los ingratos abrazos con su amante, que la dejaban perdida en el limbo oscuro del deseo insatisfecho.

SEGUNDA PARTE

1848-1849

LA NOTICIA

E
l 21 de septiembre, día inaugural de la primavera según el calendario de Miss Rose, ventilaron las habitaciones, asolearon los colchones y las mantas, enceraron los muebles de madera y cambiaron las cortinas de la sala. Mama Fresia lavó las de cretona floreada sin comentarios, convencida que las manchas secas eran orines de ratón. Preparó en el patio grandes tinajas de colada caliente con corteza de
quillay
, remojó las cortinas durante un día completo, las almidonó con agua de arroz y las secó al sol; luego dos mujeres las plancharon y cuando estuvieron como nuevas, las colgaron para recibir a la nueva estación. Mientras tanto Eliza y Joaquín, indiferentes a la turbulencia primaveral de Miss Rose retozaban, sobre las cortinas de terciopelo verde, más mullidas que las de cretona. Ya no hacía frío y las noches eran claras. Llevaban tres meses de amores y las cartas de Joaquín Andieta, salpicadas de giros poéticos y flamígeras declaraciones, se habían espaciado notablemente. Eliza sentía a su enamorado ausente, a veces abrazaba a un fantasma. A pesar de la congoja del deseo insatisfecho y de la carga debilitante de tantos secretos, la muchacha había recuperado una calma aparente. Pasaba las horas del día en las mismas ocupaciones de antes, entretenida en sus libros y ejercicios de piano o afanada en la cocina y la salita de costura, sin demostrar el menor interés por salir de la casa, pero si Miss Rose se lo pedía, la acompañaba con la buena disposición de quien no tiene algo mejor que hacer. Se acostaba y levantaba temprano, como siempre; tenía apetito y parecía saludable, pero esos síntomas de perfecta normalidad levantaban horribles sospechas en Miss Rose y Mama Fresia. No le quitaban los ojos de encima. Dudaban que la embriaguez de amor se le hubiera evaporado de súbito, pero como pasaron varias semanas y Eliza no daba señales de perturbación, fueron aflojando poco a poco la vigilancia. Tal vez las velas a San Antonio sirvieron de algo, especuló la india; tal vez no era amor, después de todo, pensó Miss Rose sin mucha convicción.

La noticia del oro descubierto en California llegó a Chile en agosto. Primero fue un rumor alucinado en boca de navegantes borrachos en los burdeles de El Almendral, pero unos días más tarde el capitán de la goleta
Adelaida
anunció que la mitad de sus marineros había desertado en San Francisco.

—¡Hay oro por todas partes, se puede recoger a paladas, se han visto pepas del tamaño de naranjas! ¡Cualquiera con algo de maña se hará millonario! —contó ahogado de entusiasmo.

En enero de ese año, en las proximidades del molino de un granjero suizo a orillas del Río Americano, un individuo de apellido Marshall había encontrado en el agua una escama de oro. Esa partícula amarilla, que desató la locura, fue descubierta nueve días después que terminó la guerra entre México y los Estados Unidos con la firma de Tratado de Guadalupe Hidalgo. Cuando se regó la noticia, California ya no pertenecía a México. Antes que se supiera que ese territorio estaba sentado sobre un tesoro de nunca acabar, a nadie le importaba demasiado; para los americanos era región de indios y los pioneros preferían conquistar Oregón, donde creían que se daba mejor la agricultura. México lo consideraba un peladero de ladrones y no se dignó enviar sus tropas para defenderlo durante la guerra. Poco después Sam Brannan, editor de un periódico y predicador mormón enviado a propagar su fe, recorría las calles de San Francisco anunciando la nueva. Tal vez no le habrían creído, pues su fama era algo turbia —se rumoreaba que había dado mal uso al dinero de Dios y cuando la iglesia mormona le exigió devolverlo, replicó que lo haría… contra un recibo firmado por Dios— pero respaldaba sus palabras con un frasco lleno de polvo de oro, que pasó de mano en mano enardeciendo a la gente. Al grito de ¡oro! ¡oro! tres de cada cuatro hombres abandonaron todo y partieron a los placeres. Hubo que cerrar la única escuela, porque no quedaron ni los niños. En Chile la noticia tuvo el mismo impacto. El sueldo promedio era de veinte centavos al día y los periódicos hablaban de que por fin se había descubierto El Dorado, la ciudad soñada por los Conquistadores, donde las calles estaban pavimentadas del metal precioso: «La riqueza de las minas es como las de los cuentos de Simbad o de la lámpara de Aladino; se fija sin temor a exageración que el lucro por día es de una onza de oro puro», publicaban los diarios y añadían que había suficiente para enriquecer a miles de hombres durante décadas. El incendio de la codicia prendió de inmediato entre los chilenos, que tenían alma de mineros, y la estampida rumbo a California comenzó al mes siguiente. Además estaban a mitad de camino con respecto a cualquier aventurero que navegara desde el Atlántico. El viaje de Europa a Valparaíso demoraba tres meses y luego dos más para llegar a California. La distancia entre Valparaíso y San Francisco no alcanzaba a las siete mil millas, mientras que entre la costa este de Norteamérica, pasando por el Cabo de Hornos, era casi veinte mil. Eso, como calculó Joaquín Andieta, representaba una considerable delantera para los chilenos, puesto que los primeros en llegar reclamarían los mejores filones.

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