Hija de la fortuna (9 page)

Read Hija de la fortuna Online

Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
9.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nunca me pareció buena idea ese asunto de las misiones entre los indios —dijo, justamente cuando Todd empezaba a preguntarse si el capitán se habría enterado del escándalo financiero—. Esa pobre gente no merece la desgracia de ser evangelizada. ¿Qué piensa hacer ahora?

—Devolví lo que quedaba en la cuenta, pero aún debo una buena cantidad.

—Y no tiene cómo pagarla, ¿verdad?

—Por el momento no, pero…

—Pero nada, hombre. Usted dio a esos buenos cristianos un pretexto para sentirse virtuosos y ahora les ha dado motivo de escándalo por un buen tiempo. La diversión les salió barata. Cuando le pregunté qué piensa hacer me refería a su futuro, no a sus deudas.

—No tengo planes.

—Vuelva conmigo a Inglaterra. Aquí no hay lugar para usted. ¿Cuántos extranjeros hay en este puerto? Cuatro pelagatos y todos se conocen. Créame, no lo dejarán en paz. En Inglaterra, en cambio, puede perderse en la muchedumbre.

Jacob Todd se quedó mirando el fondo de su vaso con una expresión tan desesperada, que el capitán soltó una de sus risotadas.

—¡No me diga que se queda aquí por mi hermana Rose!

Era verdad. El repudio general habría sido algo más soportable para Todd, si Miss Rose hubiera demostrado un mínimo de lealtad o comprensión, pero ella se negó a recibirlo y devolvió sin abrir las cartas con que él intentaba limpiar su nombre. Nunca se enteró que sus misivas jamás llegaron a manos de la destinataria, porque Jeremy Sommers, violando el acuerdo de mutuo respeto con su hermana, había decidido protegerla de su propio buen corazón e impedir que cometiera otra irreparable tontería. El capitán tampoco lo sabía, pero adivinó las precauciones de Jeremy y concluyó que seguramente él habría hecho lo mismo en tales circunstancias. La idea de ver al patético vendedor de biblias convertido en aspirante a la mano de su hermana Rose le parecía desastrosa: por una vez estaba en pleno acuerdo con Jeremy.

—¿Tan evidentes han sido mis intenciones con Miss Rose? —preguntó Jacob Todd turbado.

—Digamos que no son un misterio, mi amigo.

—Me temo que no tengo la menor esperanza de que algún día ella me acepte…

—Me temo lo mismo.

—¿Me haría usted el inmenso favor de interceder por mí, capitán? Si al menos Miss Rose me recibiera una vez, yo podría explicarle…

—No cuente conmigo para hacer de alcahuete, Todd. Si Rose correspondiera sus sentimientos, usted ya lo sabría. Mi hermana no es tímida, se lo aseguro. Le repito, hombre, lo único que le queda es irse de este maldito puerto, aquí va a terminar convertido en un mendigo. Mi barco parte dentro de tres días rumbo a Hong Kong y de allí a Inglaterra. La travesía será larga, pero usted no tiene apuro. El aire fresco y el trabajo duro son remedios infalibles contra la estupidez del amor. Se lo digo yo, que me enamoro en cada puerto y me sano apenas vuelvo al mar.

—No tengo dinero para el pasaje.

—Tendrá que trabajar como marinero y por las tardes jugar naipes conmigo. Si no ha olvidado los trucos de tahúr que sabía cuando lo traje a Chile hace tres años, seguro me esquilmará en el viaje.

Pocos días después Jacob Todd se embarcó mucho más pobre de lo que había llegado. El único que lo acompañó al muelle fue Joaquín Andieta. El sombrío joven había pedido permiso en su trabajo para ausentarse por una hora. Se despidió de Jacob Todd con un firme apretón de mano.

—Nos volveremos a ver, amigo —dijo el inglés.

—No lo creo —replicó el chileno, quien tenía una intuición más clara del destino.

LOS PRETENDIENTES

D
os años después de la partida de Jacob Todd, se produjo la metamorfosis definitiva de Eliza Sommers. Del insecto anguloso que había sido en la infancia, se transformó en una muchacha de contornos suaves y rostro delicado. Bajo la tutela de Miss Rose pasó los ingratos años de la pubertad balanceando un libro sobre la cabeza y estudiando piano, mientras al mismo tiempo cultivaba las yerbas autóctonas en el huerto de Mama Fresia y aprendía las antiguas recetas para curar males conocidos y otros por conocer, incluyendo mostaza para la indiferencia de los asuntos cotidianos, hoja de hortensia para madurar tumores y devolver la risa, violeta para soportar la soledad y verbena, con que sazonaba la sopa a Miss Rose, porque esta planta noble cura los exabruptos de mal humor. Miss Rose no logró destruir el interés de su protegida por la cocina y finalmente se resignó a verla perder horas preciosas entre las negras ollas de Mama Fresia. Consideraba los conocimientos culinarios sólo un adorno en la educación de una joven, porque la capacitaban para dar órdenes a los sirvientes, tal como hacía ella, pero de allí a ensuciarse con pailas y sartenes había una gran distancia. Una dama no podía oler a ajo y cebolla, pero Eliza prefería la práctica a la teoría y recurría a las amistades en busca de recetas que copiaba en un cuaderno y luego mejoraba en su cocina. Podía pasar días enteros moliendo especias y nueces para tortas o maíz para pasteles criollos, limpiando tórtolas para escabeche y frutas para conserva. A los catorce años había superado a Miss Rose en su tímida pastelería y había aprendido el repertorio de Mama Fresia; a los quince estaba a cargo del festín en las tertulias de los miércoles y cuando los platos chilenos dejaron de ser un desafío, se interesó en la refinada cocina de Francia, que le enseñó Madame Colbert, y en las exóticas especias de la India, que su tío John solía traer y ella identificaba por el olor, aunque no conocía sus nombres. Cuando el cochero dejaba un mensaje donde las amistades de los Sommers, presentaba el sobre acompañado por una golosina recién salida de las manos de Eliza, quien había elevado la costumbre local de intercambiar guisos y postres a la categoría de arte. Tanta era su dedicación, que Jeremy Sommers llegó a imaginarla dueña de su propio salón de té, proyecto que, como todos los demás de su hermano concernientes a la muchacha, Miss Rose descartó sin la más breve consideración. Una mujer que se gana la vida desciende de clase social, por muy respetable que sea su oficio, opinaba. Ella pretendía, en cambio, un buen marido para su protegida y se había dado dos años de plazo para encontrarlo en Chile, después se llevaría a Eliza a Inglaterra, no podía correr el riesgo de que cumpliera veinte años sin novio y se quedara soltera. El candidato debía ser alguien capaz de ignorar su oscuro origen y entusiasmarse con sus virtudes. Entre los chilenos, ni pensarlo, la aristocracia se casaba entre primos y la clase media no le interesaba, no deseaba ver a Eliza pasar penurias de dinero. De vez en cuando tenía contacto con empresarios del comercio o las minas, que hacían negocios con su hermano Jeremy, pero ésos andaban detrás de los apellidos y blasones de la oligarquía. Resultaba improbable que se fijaran en Eliza, pues poco en su físico podía encender pasiones: era pequeña y delgada, carecía de la palidez lechosa o la opulencia de busto y caderas tan de moda. Sólo a la segunda mirada se descubría su belleza discreta, la gracia de sus gestos y la expresión intensa de sus ojos; parecía una muñeca de porcelana que el capitán John Sommers había traído de China. Miss Rose buscaba un pretendiente capaz de apreciar el claro discernimiento de su protegida, así como la firmeza de carácter y habilidad para dar vuelta las situaciones a su favor, eso que Mama Fresia llamaba suerte y ella prefería llamar inteligencia; un hombre con solvencia económica y buen carácter, que le ofreciera seguridad y respeto, pero a quien Eliza pudiera manejar con soltura. Pensaba enseñarle a su debido tiempo la disciplina sutil de las atenciones cuotidianas que alimentan en el hombre el hábito de la vida doméstica; el sistema de caricias atrevidas para premiarlo y de silencio taimado para castigarlo; los secretos para robarle la voluntad, que ella misma no había tenido ocasión de practicar, y también el arte milenario del amor físico. Jamás se habría atrevido a hablar de eso con ella, pero contaba con varios libros sepultados bajo doble llave en su armario, que le prestaría cuando llegara el momento. Todo se puede decir por escrito, era su teoría, y en materia de teoría nadie más sabia que ella. Miss Rose podía dictar cátedra sobre todas las formas posibles e imposibles de hacer el amor.

—Debes adoptar a Eliza legalmente para que tenga nuestro apellido —le exigió a su hermano Jeremy.

—Lo ha usado por años, qué más quieres, Rose.

—Que pueda casarse con la cabeza en alto.

—¿Casarse con quién?

Miss Rose no se lo dijo en esa ocasión, pero ya tenía a alguien en mente. Se trataba de Michael Steward, de veintiocho años, oficial de la flota naval inglesa acantonada en el puerto de Valparaíso. Había averiguado a través de su hermano John que el marino pertenecía a una antigua familia. No verían con buenos ojos al hijo mayor y único heredero desposado con una desconocida sin fortuna proveniente de un país cuyo nombre jamás habían escuchado. Era indispensable que Eliza contara con una dote atractiva y Jeremy la adoptara, así al menos la cuestión de su origen no sería un impedimento.

Michael Steward era de porte atlético, con una inocente mirada de pupilas azules, patillas y bigotes rubios, buenos dientes y nariz aristocrática. El mentón huidizo le quitaba prestancia y Miss Rose esperaba entrar en confianza para sugerirle que lo disimulara dejándose crecer la barba. Según el capitán Sommers, el joven daba ejemplo de moralidad y su impecable hoja de servicio le garantizaba una brillante carrera en la marina. A los ojos de Miss Rose, el hecho de que pasara tanto tiempo navegando constituía una enorme ventaja para quien se casara con él. Mientras más lo pensaba, más se convencía de haber descubierto al hombre ideal, pero dado el carácter de Eliza, no lo aceptaría sólo por conveniencia, debía enamorarse. Había esperanza: el hombre se veía guapo en su uniforme y nadie lo había visto sin él todavía.

—Steward no es más que un tonto con buenos modales. Eliza se moriría de aburrimiento casada con él —opinó el capitán John Sommers cuando le contó sus planes.

—Todos los maridos son aburridos, John. Ninguna mujer con dos dedos de frente se casa para que la entretengan, sino para que la mantengan.

Eliza todavía parecía una niña, pero había terminado su educación y pronto estaría en edad de casarse. Quedaba algo de tiempo por delante, concluyó Miss Rose, pero debía actuar con determinación, para impedir que entretanto otra más avispada le arrebatara el candidato. Una vez tomada la decisión, se empeñó en la tarea de atraer al oficial usando cuanto pretexto fue capaz de imaginar. Acomodó las tertulias musicales para hacerlas coincidir con las ocasiones en que Michael Steward desembarcaba, sin consideración hacia los demás participantes, quienes por años habían reservado los miércoles para esa sagrada actividad. Molestos, algunos dejaron de ir. Eso justamente pretendía ella, así pudo transformar las apacibles veladas musicales en alegres saraos y renovar la lista de invitados con jóvenes solteros y señoritas casaderas de la colonia extranjera, en vez de los fastidiosos Ebeling, Scott y Appelgren, que se estaban convirtiendo en fósiles. Los recitales de poesía y canto dieron paso a juegos de salón, bailes informales, competencias de ingenio y charadas. Organizaba complicados almuerzos campestres y paseos a la playa. Partían en coches, precedidos al amanecer por pesadas carretas con piso de cuero y toldo de paja, llevando a los sirvientes encargados de instalar los innumerables canastos de la merienda bajo carpas y quitasoles. Se extendían ante la vista valles fértiles plantados de árboles frutales, viñas, potreros de trigo y maíz, costas abruptas donde el océano Pacífico reventaba en nubes de espuma y a lo lejos el perfil soberbio de la cordillera nevada. De algún modo Miss Rose se las arreglaba para que Eliza y Steward viajaran en el mismo coche, se sentaran juntos y fueran compañeros naturales en los juegos de pelota y de pantomima, pero en naipes y dominó procuraba separarlos, porque Eliza se negaba rotundamente a dejarse ganar.

—Debes conseguir que el hombre se sienta superior, niña —le explicó pacientemente Miss Rose.

—Eso cuesta mucho trabajo —replicó Eliza inconmovible.

Jeremy Sommers no logró impedir la ola de gastos de su hermana. Miss Rose compraba telas al por mayor y mantenía dos muchachas de servicio cosiendo todo el día nuevos vestidos copiados de las revistas. Se endeudaba más allá de lo razonable con los marineros del contrabando para que no les faltaran perfumes, carmín de Turquía, belladona y khol para el misterio de los ojos y crema de perlas vivas para aclarar la piel. Por primera vez no disponía de tiempo para escribir, afanada con las atenciones al oficial inglés, incluyendo galletas y conservas para que se llevara a alta mar, todo hecho en la casa y presentado en preciosos frascos.

—Eliza preparó esto para usted, pero es demasiado tímida para entregárselo personalmente —le decía, sin aclarar que Eliza cocinaba lo que le pidieran sin preguntar a quién iba destinado y por lo mismo se sorprendía cuando él le daba las gracias.

Michael Steward no fue indiferente a la campaña de seducción. Parco de palabra, manifestaba su agradecimiento con cartas breves y formales en papel con membrete de la marina y cuando estaba en tierra solía presentarse con ramos. Había estudiado el lenguaje de las flores, pero esa delicadeza caía en el vacío, porque ni Miss Rose ni nadie por esos lados, tan lejos de Inglaterra, había oído hablar de la diferencia entre una rosa y un clavel, y mucho menos sospechaba el significado del color del lazo. Los esfuerzos de Steward por encontrar flores que subieran gradualmente de tono, desde el rosa pálido, pasando por todas las variedades de encarnado, hasta el rojo más encendido, como indicio de su creciente pasión, se perdieron por completo. Con el tiempo el oficial logró superar su timidez y del silencio penoso, que lo caracterizaba al principio, pasó a una locuacidad incómoda para los oyentes. Exponía eufórico sus opiniones morales sobre nimiedades y solía perderse en explicaciones inútiles a propósito de corrientes marítimas y mapas de navegación. Donde verdaderamente se lucía era en los deportes bruscos, que ponían de manifiesto su arrojo y su buena musculatura. Miss Rose lo provocaba para que hiciera demostraciones acrobáticas colgado de una rama en el jardín y hasta logró, con cierta insistencia, que las deleitara con los zapateos, flexiones y saltos mortales de una danza ucraniana aprendida de otro marino. Miss Rose todo lo aplaudía con exagerado entusiasmo, mientras Eliza observaba callada y seria sin ofrecer su opinión. Así pasaron semanas, mientras Michael Steward pesaba y medía las consecuencias del paso que deseaba dar y se comunicaba por carta con su padre para discutir sus planes. Los atrasos inevitables del correo prolongaron la incertidumbre por varios meses. Se trataba de la decisión más grave de su existencia y necesitaba mucho más valor para enfrentarla que para combatir a los enemigos potenciales del Imperio Británico en el Pacífico. Por fin en una de las tertulias musicales, después de cien ensayos ante el espejo, logró reunir el coraje que se le deshacía en hilachas y afirmar la voz que se aflautaba de susto, para atrapar a Miss Rose en el pasillo.

Other books

Gone by Rebecca Muddiman
Sapphic Cowboi by K'Anne Meinel
Dark Challenge by Christine Feehan
Straightening Ali by AMJEED KABIL
A Child Is Missing by David Stout
Jacquards' Web by James Essinger
Safeword: Matte by Candace Blevins
What is Hidden by Skidmore, Lauren