Hija de la fortuna (8 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
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—Está usted en la luna, Mr. Todd. Tenemos mucho que hacer, no vale la pena perder tiempo discutiendo fantasías —lo interrumpía Joaquín Andieta.

—Pero si no empezamos por imaginar la sociedad perfecta ¿cómo vamos a crearla? —replicaba el otro enarbolando su cuaderno, cada vez más voluminoso, al cual había agregado planos de ciudades ideales, donde cada habitante cultivaba su alimento y los niños crecían sanos y felices, cuidados por la comunidad, puesto que si no existía la propiedad privada, tampoco se podía reclamar la posesión de los hijos.

—Debemos mejorar el desastre en que vivimos aquí. Lo primero es incorporar a los trabajadores, los pobres y los indios, dar tierra a los campesinos y quitar poder a los curas. Es necesario cambiar la Constitución, Mr. Todd. Aquí sólo votan los propietarios, es decir, gobiernan los ricos. Los pobres no cuentan.

Al principio Jacob Todd ideaba rebuscados caminos para ayudar a su amigo, pero pronto debió desistir porque sus iniciativas lo ofendían. Le encargaba algunos trabajos para tener pretexto de darle dinero, pero Andieta cumplía a conciencia y luego rechazaba de plano cualquier forma de pago. Si Todd le ofrecía tabaco, una copa de brandy o su paraguas en una noche de tormenta, Andieta reaccionaba con arrogancia helada, dejando al otro desconcertado y a veces ofendido. El joven jamás mencionaba su vida privada o su pasado, parecía encarnarse brevemente para compartir unas horas de conversación revolucionaria o lecturas enardecidas en la librería, antes de volverse humo al término de esas veladas. No disponía de unas monedas para ir con los otros a la taberna y no aceptaba una invitación que no podía retribuir.

Una noche Todd no pudo soportar por más tiempo la incertidumbre y lo siguió por el laberinto de calles del puerto, donde podía ocultarse en las sombras de los portales y en las curvas de esas absurdas callejuelas, que según la gente eran tortuosas a propósito, para impedir que se metiera el Diablo. Vio a Joaquín Andieta arremangarse los pantalones, quitarse los zapatos, envolverlos en una hoja de periódico y guardarlos cuidadosamente en su gastado maletín, de donde extrajo unas chancletas de campesino para calzarse. A esa hora tardía sólo circulaban unas pocas almas perdidas y gatos vagos escarbando en la basura. Sintiéndose como un ladrón, Todd avanzó en la oscuridad casi pisando los talones de su amigo; podía escuchar su respiración agitada y el roce de sus manos, que frotaba sin cesar para combatir los aguijonazos del viento helado. Sus pasos lo condujeron a un conventillo, cuyo acceso era uno de esos callejones estrechos típicos de la ciudad. Una fetidez de orines y excrementos le dio en la cara; por esos barrios la policía de aseo, con sus largos garfios para destapar las acequias, pasaba rara vez. Comprendió la precaución de Andieta de quitarse sus únicos zapatos: no supo lo que pisaba, los pies se le hundían en un caldo pestilente. En la noche sin luna la escasa luz se filtraba entre los postigos destartalados de las ventanas, muchas sin vidrios, tapiadas con cartón o tablas. Se podía atisbar por las ranuras hacia el interior de cuartos miserables alumbrados por velas. La suave neblina daba a la escena un aire irreal. Vio a Joaquín Andieta encender un fósforo, protegiéndolo de la brisa con su cuerpo, sacar una llave y abrir una puerta a la luz trémula de la llama. ¿Eres tú, hijo? Oyó nítidamente una voz femenina, más clara y joven de lo esperado. Enseguida la puerta se cerró. Todd permaneció largo rato en la oscuridad observando la casucha con un deseo inmenso de golpear la puerta, deseo que no era sólo curiosidad, sino un afecto abrumador por su amigo. Carajo, me estoy volviendo idiota, masculló finalmente. Dio media vuelta y se fue al
Club de la Unión
a tomar un trago y leer los periódicos, pero antes de llegar se arrepintió, incapaz de enfrentar el contraste entre la pobreza que acababa de dejar atrás y esos salones con muebles de cuero y lámparas de cristal. Regresó a su cuarto, abrasado por un fuego de compasión bastante parecido a aquella fiebre que casi lo despachó durante su primera semana en Chile.

Así estaban las cosas a finales de 1845, cuando la flota comercial marítima de Gran Bretaña asignó en Valparaíso un capellán para atender las necesidades espirituales de los protestantes. El hombre llegó dispuesto a desafiar a los católicos, construir un sólido templo anglicano y dar nuevos bríos a su congregación. Su primer acto oficial fue examinar las cuentas del proyecto misionero en Tierra del Fuego, cuyos resultados no se vislumbraban por parte alguna. Jacob Todd se hizo invitar al campo por Agustín del Valle, con la idea de dar tiempo al nuevo pastor de desinflarse, pero cuando regresó dos semanas más tarde, comprobó que el capellán no había olvidado el asunto. Por un tiempo Todd encontró nuevos pretextos para evitarlo, pero finalmente debió enfrentarse a un auditor y luego a una comisión de la Iglesia Anglicana. Se enredó en explicaciones que se tornaron más y más fantásticas a medida que los números probaban el desfalco con claridad meridiana. Devolvió el dinero que le quedaba en la cuenta, pero su reputación sufrió un revés irremediable. Se terminaron para él las tertulias de los miércoles en casa de los Sommers y nadie en la colonia extranjera volvió a invitarlo; lo eludían en la calle y quienes tenían negocios con él, los dieron por concluidos. La noticia del engaño alcanzó a sus amigos chilenos, quienes le sugirieron discreta, pero firmemente, que no apareciera más por el
Club de la Unión
si deseaba evitar el bochorno de ser expulsado. No volvieron a aceptarlo en los juegos de cricket ni en el bar del Hotel Inglés, pronto estuvo aislado y hasta sus amigos liberales le dieron la espalda. La familia del Valle en bloque le quitó el saludo, salvo Paulina, con quien Todd mantenía un esporádico contacto epistolar.

Paulina había dado a luz a su primer hijo en el norte y en sus cartas se revelaba satisfecha de su vida de casada. Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, cada vez más rico según decía la gente, había resultado ser un marido poco usual. Estaba convencido de que la audacia demostrada por Paulina al fugarse del convento y doblar la mano de su familia para casarse con él no debía diluirse en tareas domésticas, sino aprovecharse para beneficio de los dos. Su mujer, educada como señorita, escasamente sabía leer y sumar, pero había desarrollado una verdadera pasión por los negocios. Al principio a Feliciano le extrañó su interés por indagar detalles sobre el proceso de excavación y transporte de los minerales, así como los vaivenes de la Bolsa de Comercio, pero pronto aprendió a respetar la descomunal intuición de su mujer. Mediante sus consejos, a los siete meses de casados obtuvo grandes beneficios especulando con azúcar. Agradecido, le obsequió un servicio para el té de plata labrada en el Perú, que pesaba diecinueve kilos. Paulina, quien apenas podía moverse con el denso bulto de su primer hijo en la barriga, rechazó el regalo sin levantar la vista de los escarpines que estaba tejiendo.

—Prefiero que abras una cuenta a mi nombre en un banco de Londres y de ahora en adelante me deposites el veinte por ciento de las ganancias que yo consiga para ti.

—¿Para qué? ¿No te doy todo lo que deseas y mucho más? —preguntó Feliciano ofendido.

—La vida es larga y llena de sobresaltos. No quiero ser nunca una viuda pobre y menos con hijos —explicó ella, sobándose la panza.

Feliciano salió dando un portazo, pero su innato sentido de justicia pudo más que su mal humor de marido desafiado. Además, aquel veinte por ciento sería un incentivo poderoso para Paulina, decidió. Hizo lo que ella le pedía, a pesar de que nunca había oído de una mujer casada con dinero propio. Si una esposa no podía desplazarse sola, firmar documentos legales, acudir a la justicia, vender o comprar nada sin la autorización del marido, mucho menos podía disponer de una cuenta bancaria y usarla a su antojo. Sería difícil explicárselo al banco y a los socios.

—Venga al norte con nosotros, el futuro está en la minas y allí puede empezar de nuevo —sugirió Paulina a Jacob Todd, cuando se enteró en una de sus breves visitas a Valparaíso que había caído en desgracia.

—¿Qué haría yo allí, amiga mía? —murmuró el otro.

—Vender sus biblias —se burló Paulina, pero de inmediato se conmovió ante la abismal tristeza del otro y le ofreció su casa, amistad y trabajo en las empresas del marido.

Pero Todd estaba tan desanimado por la mala suerte y la vergüenza pública, que no encontró fuerzas para iniciar otra aventura en el norte. La curiosidad y la inquietud que lo impulsaban antes, habían sido reemplazadas por la obsesión de recuperar el buen nombre perdido.

—Estoy derrotado, señora, ¿que no lo ve? Un hombre sin honor es un hombre muerto.

—Los tiempos han cambiado —lo consoló Paulina—. Antes la honra mancillada de una mujer sólo se lavaba con sangre. Pero ya ve, Mr. Todd, en mi caso se lavó con una jarra de chocolate. El honor de los hombres es mucho más resistente que el nuestro. No se desespere.

Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien no había olvidado su intervención en tiempos de sus amores frustrados con Paulina, quiso prestarle dinero para que devolviera hasta el último centavo de las misiones, pero Todd decidió que entre deberle a un amigo o deberle al capellán protestante, prefería lo último, puesto que su reputación de todos modos ya estaba destruida. Poco después debió despedirse de los gatos y las tartas, porque la viuda inglesa de la pensión lo expulsó con una cantaleta interminable de reproches. La buena mujer había duplicado sus esfuerzos en la cocina para financiar la propagación de su fe en aquellas regiones de invierno inmutable, donde un viento espectral ululaba día y noche, como decía Jacob Todd, ebrio de elocuencia. Al enterarse del destino de sus ahorros en manos del falso misionero, montó en justa cólera y lo echó de su casa. Mediante la ayuda de Joaquín Andieta, quien le buscó otro alojamiento, pudo trasladarse a un cuarto pequeño, pero con vista al mar, en uno de los barrios modestos del puerto. La casa pertenecía a una familia chilena y no tenía las pretensiones europeas de la anterior, era de construcción antigua, de adobe blanqueado a la cal y techo de tejas rojas, compuesta de un zaguán a la entrada, un cuarto grande casi desprovisto de muebles, que servía de sala, comedor y dormitorio de los padres, uno más pequeño y sin ventana donde dormían todos los niños y otro al fondo, que alquilaban. El propietario trabajaba como maestro de escuela y su mujer contribuía al presupuesto con una industria artesanal de velas fabricadas en la cocina. El olor de la cera impregnaba la casa. Todd sentía ese aroma dulzón en sus libros, su ropa, su cabello y hasta en su alma; tanto se le había metido bajo la piel, que muchos años más tarde, al otro lado del mundo, seguiría oliendo a velas. Frecuentaba sólo los barrios bajos del puerto, donde a nadie importaba la reputación buena o mala de un gringo con los pelos rojos. Comía en las fondas de los pobres y pasaba días enteros entre los pescadores, afanado con las redes y los botes. El ejercicio físico le hacía bien y por algunas horas lograba olvidar su orgullo herido. Sólo Joaquín Andieta continuó visitándolo. Se encerraban a discutir de política e intercambiar textos de los filósofos franceses, mientras al otro lado de la puerta correteaban los hijos del maestro y fluía como un hilo de oro derretido la cera de las velas. Joaquín Andieta no se refirió jamás al dinero de las misiones, aunque no podía ignorarlo, dado que el escándalo se comentó a viva voz durante semanas. Cuando Todd quiso explicarle que sus intenciones nunca fueron las de estafar y todo había sido producto de su mala cabeza para los números, su proverbial desorden y su mala suerte, Joaquín Andieta se llevó un dedo a la boca en el gesto universal de callar. En un impulso de vergüenza y afecto, Jacob Todd lo abrazó torpemente y el otro lo estrechó por un instante, pero enseguida se desprendió con brusquedad, rojo hasta las orejas. Los dos retrocedieron simultáneamente, aturdidos, sin comprender cómo habían violado la regla elemental de conducta que prohíbe contacto físico entre los hombres, excepto en batallas o deportes brutales. En los meses siguientes el inglés fue perdiendo el rumbo, descuidó su apariencia y solía vagar con una barba de varios días, oliendo a velas y alcohol. Cuando se propasaba con la ginebra, despotricaba como un maniático, sin pausa ni respiro contra los gobiernos, la familia real inglesa, los militares y policías, el sistema de privilegios de clases, que comparaba al de castas en la India, la religión en general y el cristianismo en particular.

—Tiene que irse de aquí, Mr. Todd se está poniendo chiflado —se atrevió a decirle Joaquín Andieta un día que lo rescató de una plaza cuando estaba a punto de llevárselo la guardia.

Exactamente así lo encontró, predicando como un orate en la calle, el capitán John Sommers, quien había desembarcado de su goleta en el puerto hacía ya varias semanas. Su nave había sufrido tanto vapuleo en la travesía por el Cabo de Hornos, que debió someterse a largas reparaciones. John Sommers había pasado un mes completo en casa de sus hermanos Jeremy y Rose. Eso lo decidió a buscar trabajo en uno de los modernos barcos a vapor apenas regresara a Inglaterra, porque no estaba dispuesto a repetir la experiencia de cautiverio en la jaula familiar. Amaba a los suyos, pero los prefería a la distancia. Se había resistido hasta entonces a pensar en los vapores, porque no concebía la aventura del mar sin el desafío de las velas y del clima, que probaban la buena cepa de un capitán, pero debió admitir finalmente que el futuro estaba en las nuevas embarcaciones, más grandes, seguras y rápidas. Cuando notó que perdía pelo, culpó naturalmente a la vida sedentaria. Pronto el tedio llegó a pesarle como una armadura y escapaba de la casa para pasear por el puerto con impaciencia de fiera atrapada. Al reconocer al capitán, Jacob Todd bajó el ala del sombrero y fingió no verlo para ahorrarse la humillación de otro desaire, pero el marino lo detuvo en seco y lo saludó con afectuosas palmadas en los hombros.

—¡Vamos a tomar unos tragos, mi amigo! —y lo arrastró a un bar cercano.

Resultó ser uno de esos rincones del puerto conocido entre los parroquianos por la bebida honesta, donde además ofrecían un plato único de bien ganada fama: congrio frito con papas y ensalada de cebolla cruda. Todd, quien solía olvidarse de comer en esos días y siempre andaba corto de dinero, sintió el aroma delicioso de la comida y creyó que iba a desmayarse. Una oleada de agradecimiento y placer le humedeció los ojos. Por cortesía, John Sommers desvió la vista mientras el otro devoraba hasta la última migaja del plato.

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