—No es el momento para remilgos, estos pobres cristianos están tiritando —dijo la esposa del reverendo cuando se presentó en la herrería con su guiso de liebre, una jarra de chocolate y galletas de canela.
La misma señora recorrió el pueblo pidiendo ropa para las palomas, que seguían en enaguas, y la respuesta de las otras damas fue generosa. Evitaban pasar frente al local de la otra madama, pero habían tenido que relacionarse con Joe Rompehuesos durante la epidemia y la respetaban. Así fue como las cuatro pindongas anduvieron un buen tiempo vestidas de señoras modestas, tapadas del cuello hasta los pies, hasta que pudieron reponer sus atuendos rumbosos. La noche del incendio la esposa del pastor quiso llevarse a Tom Sin Tribu a su casa, pero el niño se aferró del cuello de Babalú y no hubo poder humano capaz de arrancarlo de allí. El gigante había pasado horas insomne, con el Chilenito acurrucado en uno de su brazos y el niño en el otro, bastante picado por las miradas sorprendidas del herrero.
—Sáquese esa idea de la cabeza, hombre. No soy maricón —farfulló indignado, pero sin soltar a ninguno de los dos durmientes.
La colecta de los mineros y la bolsa de café enterrada bajo el roble sirvieron para instalar a los damnificados en una casa tan cómoda y decente, que Joe Rompehuesos pensó renunciar a su compañía itinerante y establecerse allí. Mientras otros pueblos desaparecían cuando los mineros se movilizaban hacia nuevos lavaderos, éste crecía, se afirmaba e incluso pensaban cambiarle el nombre por uno más digno. Cuando terminara el invierno volverían a subir hacia los faldeos de la sierra nuevas oleadas de aventureros y la otra madama se estaba preparando. Joe Rompehuesos sólo contaba con tres chicas, porque era evidente que el herrero pensaba arrebatarle a Esther, pero ya vería cómo se las arreglaba. Había ganado cierta consideración con su obras de compasión y no deseaba perderla: por primera vez en su agitada existencia se sentía aceptada en una comunidad. Eso era mucho más de lo que tuvo entre holandeses en Pennsylvania y la idea de echar raíces no estaba del todo mal a su edad. Al enterarse de esos planes, Eliza decidió que si Joaquín Andieta —o Murieta— no aparecía en la primavera, tendría que despedirse de sus amigos y seguir buscándolo.
A
finales del otoño Tao Chi'en recibió la última carta de Eliza que había pasado de mano en mano durante varios meses siguiendo su rastro hasta San Francisco. Había dejado Sacramento en abril. El invierno en esa ciudad se le hizo eterno, sólo lo sostuvieron las cartas de Eliza, que llegaban esporádicamente, la esperanza de que el espíritu de Lin lo ubicara y su amistad con el otro
zhong yi
. Había conseguido libros de medicina occidental y asumía encantado la paciente tarea de traducirlos línea por línea a su amigo, así ambos absorbían al mismo tiempo esos conocimientos tan diferentes a los suyos. Se enteraron que en Occidente poco se sabía de plantas fundamentales, de prevenir enfermedades o del
qi
, la energía del cuerpo no se mencionaba en esos textos, pero estaban mucho más avanzados en otros aspectos. Con su amigo pasaba días comparando y discutiendo, pero el estudio no fue suficiente consuelo; le pesaba tanto el aislamiento y la soledad, que abandonó su casucha de tablas y su jardín de plantas medicinales y se trasladó a vivir en un hotel de chinos, donde al menos oía su lengua y comía a su gusto. A pesar de que sus clientes eran muy pobres y a menudo los atendía gratis, había ahorrado dinero. Si Eliza regresara se instalarían en una buena casa, pensaba, pero mientras estuviera solo el hotel bastaba. El otro
zhong yi
planeaba encargar una joven esposa a China e instalarse definitivamente en los Estados Unidos, porque a pesar de su condición de extranjero, allí podía tener mejor vida que en su país. Tao Chi'en lo advirtió contra la vanidad de los
lirios dorados
, especialmente en América, donde se caminaba tanto y los
fan güey
se burlarían de una mujer con pies de muñeca. «Pídale al agente que le traiga una esposa sonriente y sana, todo lo demás no importa», le aconsejó, pensando en el breve paso por este mundo de su inolvidable Lin y en cuanto más feliz hubiera sido con los pies y los pulmones fuertes de Eliza. Su mujer andaba perdida, no sabía ubicarse en esa tierra extraña. La invocaba en sus horas de meditación y en sus poesías, pero no volvió a aparecer ni siquiera en sus sueños. La última vez que estuvo con ella fue aquel día en la bodega del barco, cuando ella lo visitó con su vestido de seda verde y las peonias en el peinado para pedirle que salvara a Eliza, pero eso había sido a la altura del Perú y desde entonces había pasado tanta agua, tierra y tiempo, que Lin seguramente vagaba confundida. Imaginaba al dulce espíritu buscándolo en ese vasto continente desconocido sin lograr ubicarlo. Por sugerencia del
zhong yi
mandó pintar un retrato de ella a un artista recién llegado de Shanghai, un verdadero genio del tatuaje y el dibujo, quien siguió sus precisas instrucciones, pero el resultado no hacía justicia a la transparente hermosura de Lin. Tao Chi'en formó un pequeño altar con el cuadro, frente al cual se sentaba a llamarla. No entendía por qué la soledad, que antes consideraba una bendición y un lujo, ahora le resultaba intolerable. El peor inconveniente de sus años de marinero había sido la falta de un espacio privado para la quietud o el silencio, pero ahora que lo tenía deseaba compañía. Sin embargo la idea de encargar una novia le parecía un disparate. Una vez antes los espíritus de sus antepasados le habían conseguido una esposa perfecta, pero tras esa aparente buena fortuna había una maldición oculta. Conoció el amor correspondido y ya nunca más volverían los tiempos de la inocencia, cuando cualquier mujer con pies pequeños y buen carácter le parecía suficiente. Se creía condenado a vivir del recuerdo de Lin, porque ninguna otra podría ocupar su lugar con dignidad. No deseaba una sirvienta o una concubina. Ni siquiera la necesidad de tener hijos para que honraran su nombre y cuidaran su tumba le servía de aliciente. Trató de explicárselo a su amigo, pero se enredó en el lenguaje, sin palabras en su vocabulario para expresar ese tormento. La mujer es una criatura útil para el trabajo, la maternidad y el placer, pero ningún hombre culto e inteligente pretendería hacer de ella su compañera, le había dicho su amigo la única vez que le confió sus sentimientos. En China bastaba echar una mirada alrededor para entender tal razonamiento, pero en América las relaciones entre esposos parecían diferentes. De partida, nadie tenía concubinas, al menos abiertamente. Las pocas familias de
fan güey
que Tao Chi'en había conocido en esa tierra de hombres solos, le resultaban impenetrables. No podía imaginar cómo funcionaban en la intimidad, dado que aparentemente los maridos consideraban a sus mujeres como iguales. Era un misterio que le interesaba explorar, como tantos otros en ese extraordinario país.
Las primeras cartas de Eliza llegaron al restaurante y como la comunidad china conocía a Tao Chi'en, no tardaron en entregárselas. Esas largas cartas, llenas de detalles, eran su mejor compañía. Recordaba a Eliza sorprendido de su añoranza, porque nunca pensó que la amistad con una mujer fuera posible y menos con una de otra cultura. La había visto casi siempre en ropas masculinas, pero le parecía totalmente femenina y le extrañaba que los demás aceptaran su aspecto sin hacer preguntas. «Los hombres no miran a los hombres y las mujeres creen que soy un chico afeminado» le había escrito ella en una carta. Para él, en cambio, era la muchacha vestida de blanco a quien quitó el corsé en una casucha de pescadores en Valparaíso, la enferma que se entregó sin reservas a sus cuidados en la bodega del barco, el cuerpo tibio pegado al suyo en las noches heladas bajo un techo de lona, la voz alegre canturreando mientras cocinaba y el rostro de expresión grave cuando lo ayudaba a curar a los heridos. Ya no la veía como una niña, sino como una mujer, a pesar de sus huesitos de nada y su cara infantil. Pensaba en cómo cambió al cortarse el cabello y se arrepentía de no haber guardado su trenza, idea que se le ocurrió entonces, pero la descartó como una forma bochornosa de sentimentalismo. Al menos ahora podría tenerla en sus manos para invocar la presencia de esa amiga singular. En su práctica de meditación nunca dejaba de enviarle energía protectora para ayudarla a sobrevivir las mil muertes y desgracias posibles que procuraba no formular, porque sabía que quien se complace en pensar en lo malo, acaba por convocarlo. A veces soñaba con ella y amanecía sudando, entonces echaba la suerte con sus palitos del I Chin para ver lo invisible. En los ambiguos mensajes Eliza aparecía siempre en marcha hacia la montaña, eso lo tranquilizaba un poco.
En septiembre de 1850 le tocó participar en una ruidosa celebración patriótica cuando California se convirtió en otro Estado de la Unión. La nación americana abarcaba ahora todo el continente, desde el Atlántico hasta el Pacífico. Para entonces la fiebre del oro empezaba a transformarse en una inmensa desilusión colectiva y Tao veía masas de mineros debilitados y pobres, aguardando turno para embarcarse de vuelta a sus pueblos. Los periódicos calculaban en más de noventa mil los que retornaban. Ya no desertaban los marineros, por el contrario, no alcanzaban las naves para llevarse a todos los que deseaban partir. Uno de cada cinco mineros había muerto ahogado en los ríos, de enfermedad o de frío; muchos perecían asesinados o se daban un balazo en la sien. Todavía llegaban extranjeros, embarcados con meses de anterioridad, pero el oro ya no estaba al alcance de cualquier audaz con una batea, una pala y un par de botas, el tiempo de los héroes solitarios estaba terminando y en su lugar se instalaban poderosas compañías provistas de máquinas capaces de partir montañas con chorros de agua. Los mineros trabajaban a sueldo y los que se hacían ricos eran los empresarios, tan ávidos de fortuna súbita como los aventureros del 49, pero mucho más astutos, como aquel sastre judío de apellido Levy, que fabricaba pantalones de tela gruesa con doble costura y remaches metálicos, uniforme obligado de los trabajadores. Mientras muchos se marchaban, los chinos, en cambio, seguían llegando como silenciosas hormigas. A menudo Tao Chi'en traducía los periódicos en inglés para su amigo, el
zhong yi
, a quien le gustaban especialmente los artículos de un tal Jacob Freemont, porque coincidían con sus propias opiniones:
«Millares de argonautas regresan a sus casas derrotados, pues no han conseguido el Vellocino de Oro y su Odisea se ha tornado en tragedia, pero muchos otros, aunque pobres, se quedan porque ya no pueden vivir en otra parte. Dos años en esta tierra salvaje y hermosa transforman a los hombres. Los peligros, la aventura, la salud y la fuerza vital que se gozan en California no se encuentran en ningún lugar. El oro cumplió su función: atrajo a los hombres que están conquistando este territorio para convertirlo en la Tierra Prometida. Eso es irrevocable…», escribía Freemont.
Para Tao Chi'en, sin embargo, vivían en un paraíso de codiciosos, gente materialista e impaciente cuya obsesión era enriquecerse a toda prisa. No había alimento para el espíritu y en cambio prosperaban la violencia y la ignorancia. De esos males derivaban todos los demás, estaba convencido. Había visto mucho en sus veintisiete años y no se consideraba mojigato, pero le chocaba la debacle de las costumbres y la impunidad del crimen. Un lugar así estaba destinado a sucumbir en la ciénaga de sus propios vicios, sostenía. Había perdido la esperanza de encontrar en América la paz tan ansiada, definitivamente no era un lugar para un aspirante a sabio. ¿Por qué entonces lo atraía de tal modo? Debía evitar que esa tierra lo embrujara, tal como ocurría a cuantos la pisaban; pretendía regresar a Hong Kong o visitar a su amigo Ebanizer Hobbs en Inglaterra para estudiar y practicar juntos. En los años transcurridos desde que fuera secuestrado a bordo del
Liberty
, había escrito varias cartas al médico inglés, pero como andaba navegando, no obtuvo respuesta por mucho tiempo, hasta que al fin en Valparaíso, en febrero de 1849, el capitán John Sommers recibió una carta suya y se la entregó. En ella su amigo le contaba que estaba dedicado a la cirugía en Londres, aunque su verdadera vocación eran las enfermedades mentales, un campo novedoso apenas explorado por la curiosidad científica.
En
Dai Fao
, la «ciudad grande», como llamaban los chinos a San Francisco, planeaba trabajar durante un tiempo y luego embarcarse rumbo a China, en caso que Ebanizer Hobbs no respondiera pronto a su última carta. Le asombró ver cómo había cambiado San Francisco en poco más de un año. En vez del fragoroso campamento de casuchas y tiendas que había conocido, lo recibió una ciudad con calles bien trazadas y edificios de varios pisos, organizada y próspera, donde por todas partes se levantaban nuevas viviendas. Un incendio monstruoso había destruido varias manzanas tres meses antes, todavía se veían restos de edificios carbonizados, pero aún no habían enfriado las brasas cuando ya estaban todos martillo en mano reconstruyendo. Había hoteles de lujo con verandas y balcones, casinos, bares y restaurantes, coches elegantes y una muchedumbre cosmopolita, mal vestida y mal agestada, entre la cual sobresalían los sombreros de copa de unos pocos dandis. El resto eran tipos barbudos y embarrados, con aire de truhanes, pero allí nadie era lo que parecía, el estibador del muelle podía ser un aristócrata latinoamericano y el cochero un abogado de Nueva York. Al minuto de conversación con cualquiera de esos tipos patibularios se podía descubrir a un hombre educado y fino, quien al menor pretexto sacaba del bolsillo una sobada carta de su mujer para mostrarla con lágrimas en los ojos. Y también ocurría al revés: el petimetre acicalado escondía un cabrón bajo el traje bien cortado. No le tocó ver escuelas en su trayecto por el centro, en cambio vio niños que trabajaban como adultos cavando hoyos, transportando ladrillos, arreando mulas y lustrando botas, pero apenas soplaba la ventolera del mar corrían a encumbrar volantines. Más tarde se enteró que muchos eran huérfanos y vagaban por las calles en pandillas hurtando comida para sobrevivir. Todavía escaseaban las mujeres y cuando alguna pisaba airosa la calle, el tráfico se detenía para dejarla pasar. Al pie del cerro Telegraph, donde había un semáforo con banderas para señalar la procedencia de los barcos que entraban a la bahía, se extendía un barrio de varias cuadras en el cual no faltaban mujeres: era la zona roja, controlada por los rufianes de Australia, Tasmania y Nueva Zelandia. Tao Chi'en había oído de ellos y sabía que no era un lugar donde un chino pudiera aventurarse solo después de la puesta de sol. Atisbando las tiendas vio que el comercio ofrecía los mismos productos que había visto en Londres. Todo llegaba por mar, incluso un cargamento de gatos para combatir las ratas, que se vendieron uno a uno como artículos de lujo. El bosque de mástiles de los barcos abandonados en la bahía estaba reducido a una décima parte, porque muchos habían sido hundidos para rellenar el terreno y construir encima o estaban convertidos en hoteles, bodegas, cárceles y hasta un asilo para locos, donde iban a morir los infortunados que se perdían en los delirios irremediables del alcohol. Hacía mucha falta, porque antes ataban a los lunáticos a los árboles.