Hija de la fortuna (40 page)

Read Hija de la fortuna Online

Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
3.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sin embargo, no todo era salvajismo, también se desarrollaban las ciudades y brotaban pueblos nuevos, se instalaban familias, nacían periódicos, compañías de teatro y orquestas, construían bancos, escuelas y templos, trazaban caminos y mejoraban las comunicaciones. Había servicio de diligencias y el correo se repartía con regularidad. Iban llegando mujeres y florecía una sociedad con aspiración de orden y moral, ya no era la debacle de hombres solos y prostitutas del comienzo, se procuraba implantar la ley y volver a la civilización olvidada en el delirio del oro fácil. Al pueblo le pusieron un nombre decoroso en una solemne ceremonia con banda de música y desfile, a la cual asistió Joe Rompehuesos vestida de mujer por primera vez y respaldada por toda su compañía. Las esposas recién llegadas hacían respingos ante las «caras pintadas», pero como Joe y sus chicas habían salvado la vida de tantos durante la epidemia, pasaban por alto sus actividades. En cambio contra el otro burdel desataron una guerra inútil, porque todavía había una mujer por cada nueve hombres. A fines del año James Morton dio la bienvenida a cinco familias de cuáqueros, que cruzaron el continente en vagones tirados por bueyes y no venían por el oro, sino atraídos por la inmensidad de aquella tierra virgen.

Eliza ya no sabía qué pista seguir. Joaquín Andieta se había perdido en la confusión de esos tiempos y en su lugar comenzaba a perfilarse un bandido con la misma descripción física y un nombre parecido, pero que a ella le resultaba imposible identificar con el noble joven a quien amaba. El autor de las cartas apasionadas, que guardaba como su único tesoro, no podía ser el mismo a quien se atribuían crímenes tan feroces. El hombre de sus amores jamás se habría asociado con un desalmado como Jack Tres—Dedos, creía, pero la certeza se le hacía agua en las noches cuando Joaquín se le aparecía con mil máscaras diferentes, trayéndole mensajes contradictorios. Despertaba temblando, acosada por los delirantes espectros de sus pesadillas. Ya no podía entrar y salir a voluntad de los sueños, como le había enseñado en la infancia Mama Fresia, ni descifrar visiones y símbolos, que le quedaban rodando en la cabeza con una sonajera de piedras arrastradas por el río. Escribía incansable en su diario con la esperanza de que al hacerlo las imágenes adquirieran algún significado. Releía las cartas de amor letra a letra, buscando signos aclaratorios, pero el resultado era sólo más perplejidad. Esas cartas constituían la única prueba de la existencia de su amante y se aferraba a ellas para no trastornarse por completo. La tentación de sumergirse en la apatía, como una forma de escapar al tormento de seguir buscando, solía ser irresistible. Dudaba de todo: de los abrazos en el cuarto de los armarios, de los meses enterrada en la bodega del barco, del niño que se le fue en sangre.

Fueron tantos los problemas financieros provocados por el casamiento de Esther con el herrero, que privó a la compañía de un cuarto de sus ingresos de un solo golpe, y por las semanas que pasaron los demás postrados por la disentería, que Joe estuvo a punto de perder la casita, pero la idea de ver a sus palomas trabajando para la competencia le daba ínfulas para seguir luchando contra la adversidad. Habían pasado por el infierno y ella no podía empujarlas de vuelta a esa vida, porque muy a pesar suyo, les había tomado cariño. Siempre se había considerado un grave error de Dios, un hombre metido a la fuerza en un cuerpo de mujer, por lo mismo no entendía esa especie de instinto maternal que le había brotado cuando menos le convenía. Cuidaba a Tom Sin Tribu celosamente, pero le gustaba señalar que lo hacía «como un sargento». Nada de mimos, no estaban en su carácter, y además el niño debía hacerse fuerte como sus antepasados; los melindres sólo servían para jorobar la virilidad, advertía a Eliza cuando la encontraba con el chiquillo en los brazos contándole cuentos chilenos. Esa ternura nueva por sus palomas resultaba un serio inconveniente y para colmo ellas se daban cuenta y habían empezado a llamarla
madre
. El apodo le reventaba, se los había prohibido, pero no le hacían caso. «Tenemos una relación comercial, carajo. No puedo ser más clara: mientras trabajen tendrán ingresos, techo, comida y protección, pero el día que se enfermen, se me pongan flojas o les salgan arrugas y canas ¡adiós! Nada más fácil que reemplazarlas, el mundo está lleno de mujerzuelas», mascullaba. Y entonces, de repente, llegaba a enredarle la existencia ese sentimiento dulzón, que ninguna alcahueta en su sano juicio podía permitirse. «Estas vainas te pasan por ser buena gente» se burlaba Babalú, el Malo. Y así era, porque mientras ella había gastado un tiempo precioso cuidando enfermos que ni siquiera conocía de nombre, la otra madama del pueblo no admitió a nadie con la peste cerca de su local. Joe estaba cada vez más pobre, mientras la otra había engordado, tenía el pelo teñido de rubio y un amante ruso diez años más joven, con músculos de atleta y un diamante incrustado en un diente, había ampliado el negocio y los fines de semana los mineros se alineaban ante su puerta con el dinero en una mano y el sombrero en la otra, pues ninguna mujer, por muy bajo que hubiera descendido, toleraba el sombrero puesto. Definitivamente no había futuro en esa profesión, sostenía Joe: la ley no las amparaba, Dios las había olvidado y por delante sólo se vislumbraba vejez, pobreza y soledad. Se le ocurrió la idea de dedicarse a lavar ropa y hacer tartas para vender, manteniendo siempre el negocio de las mesas de juego y los libros cochinos, pero sus chicas no estaban dispuestas a ganarse la vida en labores tan rudas y mal pagadas.

—Este es un oficio de mierda, niñas. Cásense, estudien para maestras, ¡hagan algo con sus vidas y no me jodan más! —suspiraba tristemente.

También Babalú, el Malo, estaba cansado de hacer de chulo y guardaespaldas. La vida sedentaria lo aburría y la Rompehuesos había cambiado tanto, que poco sentido tenía seguir trabajando juntos. Si ella había perdido entusiasmo por la profesión, ¿qué le quedaba a él? En los momentos desesperados confiaba en el Chilenito y los dos se entretenían haciendo planes fantásticos para emanciparse: iban a montar un espectáculo ambulante, hablaban de comprar un oso y entrenarlo en el boxeo para ir de pueblo en pueblo desafiando a los bravos a batirse a puñetes con el animal. Babalú andaba tras la aventura y Eliza pensaba que era buen pretexto para viajar acompañada en busca de Joaquín Andieta. Fuera de cocinar y tocar el piano no había mucha actividad donde la Rompehuesos, también a ella el ocio la ponía de mal humor. Deseaba recuperar la libertad inmensa de los caminos, pero se había encariñado con esa gente y la idea de separarse de Tom Sin Tribu le partía el corazón. El niño ya leía de corrido y escribía aplicadamente, porque Eliza lo había convencido de que cuando creciera debía estudiar para abogado y defender los derechos de los indios, en vez de vengar a los muertos a balazos, como pretendía Joe. «Así serás un guerrero mucho más poderoso y los gringos te tendrán miedo», le decía. Aún no se reía, pero en un par de ocasiones, cuando se instalaba a su lado para que ella le rascara la cabeza, se había dibujado la sombra de una sonrisa en su rostro de indio enojado.

Tao Chi'en se presentó en la casa de Joe Rompehuesos a las tres de la tarde de un miércoles de diciembre. Abrió la puerta Tom Sin Tribu, lo hizo pasar a la sala, desocupada a esa hora, y se fue a llamar a las palomas. Poco después se presentó la bella mexicana en la cocina, donde el Chilenito amasaba el pan, para anunciar que había un chino preguntando por Elías Andieta, pero ella estaba tan distraída con el trabajo y el recuerdo de los sueños de la noche anterior, donde se confundían mesas de lotería y ojos reventados, que no le prestó atención.

—Te digo que hay un chino esperándote —repitió la mexicana y entonces el corazón de Eliza dio una patada de mula en su pecho.

—¡Tao! —gritó y salió corriendo.

Pero al entrar a la sala se encontró frente a un hombre tan diferente, que tardó unos segundos en reconocer a su amigo. Ya no tenía su coleta, llevaba el pelo corto, engominado y peinado hacia atrás, usaba unos lentes redondos con marco metálico, traje oscuro con levita, chaleco de tres botones y pantalones aflautados. En un brazo sostenía un abrigo y un paraguas, en la otra mano un sombrero de copa.

—¡Dios mío, Tao! ¿Qué te pasó?

—En América hay que vestirse como los americanos —sonrió él.

En San Francisco lo habían atacado tres matones y antes que alcanzara a desprender su cuchillo del cinto, lo aturdieron de un trancazo por el gusto de divertirse a costa de un
celestial
. Al despercudirse se encontró tirado en un callejón, embadurnado de inmundicias, con su coleta mochada y envuelta en torno al cuello. Entonces tomó la decisión de mantener el cabello corto y vestirse como los
fan güey
. Su nueva figura destacaba en la muchedumbre del barrio chino, pero descubrió que lo aceptaban mucho mejor afuera y abrían las puertas de lugares que antes le estaban vedados. Era posiblemente el único chino con tal aspecto en la ciudad. La trenza se consideraba sagrada y la decisión de cortársela probaba el propósito de no volver a China e instalarse de firme en América, una imperdonable traición al emperador, la patria y los antepasados. Sin embargo, su traje y su peinado también causaban cierta maravilla, pues indicaban que tenía acceso al mundo de los americanos. Eliza no podía quitarle los ojos de encima: era un desconocido con quien tendría que volver a familiarizarse desde un principio. Tao Chi'en se inclinó varias veces en su saludo habitual y ella no se atrevió a obedecer el impulso de abrazarlo que le quemaba la piel. Había dormido lado a lado con él muchas veces, pero jamás se habían tocado sin la excusa del sueño.

—Creo que me gustabas más cuando eras chino de arriba abajo, Tao. Ahora no te conozco. Déjame que te huela —le pidió.

No se movió, turbado, mientras ella lo olisqueaba como un perro a su presa, reconociendo por fin la tenue fragancia de mar, el mismo olor confortante del pasado. El corte de pelo y la ropa severa lo hacían verse mayor, ya no tenía ese aire de soltura juvenil de antes. Había adelgazado y parecía más alto, los pómulos se marcaban en su rostro liso. Eliza observó su boca con placer, recordaba perfectamente su sonrisa contagiosa y sus dientes perfectos, pero no la forma voluptuosa de sus labios. Notó una expresión sombría en su mirada, pero pensó que era efecto de los lentes.

—¡Qué bueno es verte, Tao! —y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No pude venir antes, no tenía tu dirección.

—También me gustas ahora. Pareces un sepulturero, pero uno guapo.

—A eso me dedico ahora, a sepulturero —sonrió él—. Cuando me enteré que vivías en este lugar, pensé que se habían cumplido los pronósticos de Azucena Placeres. Decía que tarde o temprano acabarías como ella.

—Te expliqué en la carta que me gano la vida tocando el piano.

—¡Increíble!

—¿Por qué? Nunca me has oído, no toco tan mal. Y si pude pasar por un chino sordomudo, igual puedo pasar por un pianista chileno.

Tao Chi'en se echó a reír sorprendido, porque era la primera vez que se sentía contento en meses.

—¿Encontraste a tu enamorado?

—No. Ya no sé dónde buscarlo.

—Tal vez no merece que lo encuentres. Ven conmigo a San Francisco.

—No tengo nada que hacer en San Francisco…

—¿Y aquí? Ya comenzó el invierno, en un par de semanas los caminos serán intransitables y este pueblo estará aislado.

—Es muy aburrido ser tu hermanito bobo, Tao.

—Hay mucho que hacer en San Francisco, ya lo verás, y no tienes que vestirte de hombre, ahora se ven mujeres por todas partes.

—¿En qué quedaron tus planes de volver a China?

—Postergados. No puedo irme todavía.

SING SON GIRLS

E
n el verano de 1851 Jacob Freemont decidió entrevistar a Joaquín Murieta. Los bandoleros y los incendios eran los temas de moda en California, mantenían a la gente aterrada y a la prensa ocupada. El crimen se había desatado y era conocida la corrupción de la policía, compuesta en su mayoría por malhechores más interesados en amparar a sus compinches que a la población. Después de otro violento incendio, que destruyó buena parte de San Francisco, se creó un Comité de Vigilantes formado por furibundos ciudadanos y encabezado por el inefable Sam Brannan, el mormón que en 1848 regó la noticia del descubrimiento de oro. Las compañías de bomberos corrían arrastrando con cuerdas los carros de agua cerro arriba y cerro abajo, pero antes de llegar a un edificio, el viento había impulsado las llamas al del lado. El fuego comenzó cuando los
galgos
australianos ensoparon de keroseno la tienda de un comerciante, que se negó a pagarles protección, y luego le atracaron una antorcha. Dada la indiferencia de las autoridades, el Comité decidió actuar por cuenta propia. Los periódicos clamaban: «¿Cuántos crímenes se han cometido en esta ciudad en un año? ¿Y quién ha sido ahorcado o castigado por ellos? ¡Nadie! ¿Cuántos hombres han sido baleados y apuñalados, aturdidos y golpeados y a quién se ha condenado por eso? No aprobamos el linchamiento, pero ¿quién puede saber lo que el público indignado hará para protegerse?» Linchamientos, ésa fue exactamente la solución del público. Los vigilantes se lanzaron de inmediato a la tarea y colgaron al primer sospechoso. Los miembros del Comité aumentaban día a día y actuaban con tal frenético entusiasmo, que por primera vez los forajidos se cuidaban de actuar a plena luz del sol. En ese clima de violencia y venganza, la figura de Joaquín Murieta iba en camino a convertirse en un símbolo. Jacob Freemont se encargaba de atizar el fuego de su celebridad; sus artículos sensacionalistas habían creado un héroe para los hispanos y un demonio para los yanquis. Le atribuía una banda numerosa y el talento de un genio militar, decía que peleaba una guerra de escaramuzas contra la cual las autoridades resultaban impotentes. Atacaba con astucia y velocidad, cayendo sobre sus víctimas como una maldición y desapareciendo enseguida sin dejar rastro, para surgir poco después a cien millas de distancia en otro golpe de tan insólita audacia, que sólo podía explicarse con artes de magia. Freemont sospechaba que eran varios individuos y no uno solo, pero se cuidaba de decirlo, eso habría descalabrado la leyenda. En cambio tuvo la inspiración de llamarlo «el Robin Hood de California», con lo cual prendió de inmediato una hoguera de controversia racial. Para los yanquis Murieta encarnaba lo más detestable de los «grasientos»; pero se suponía que los mexicanos lo escondían, le daban armas y suministraban provisiones, porque robaba a los yanquis para ayudar a los de su raza. En la guerra habían perdido los territorios de Texas, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah, medio Colorado y California; para ellos cualquier atentado contra los gringos era un acto de patriotismo. El gobernador advirtió al periódico contra la imprudencia de transformar en héroe a un criminal, pero el nombre ya había inflamado la imaginación del público. A Freemont le llegaban docenas de cartas, incluso la de una joven de Washington dispuesta a navegar medio mundo para casarse con el bandido, y la gente lo detenía en la calle para preguntarle detalles del famoso Joaquín Murieta. Sin haberlo visto nunca, el periodista lo describía como un joven de viril estampa, con las facciones de un noble español y coraje de torero. Había tropezado sin proponérselo con una mina más productiva que muchas a lo largo de la Veta Madre. Se le ocurrió entrevistar al tal Joaquín, si el tipo realmente existía, para escribir su biografía y si fuera un fábula, el tema daba para una novela. Su trabajo como autor consistiría simplemente en escribirla en un tono heroico para gusto del populacho. California necesitaba sus propios mitos y leyendas, sostenía Freemont, era un Estado recién nacido para los americanos, quienes pretendían borrar de un plumazo la historia anterior de indios, mexicanos y californios. Para esa tierra de espacios infinitos y de hombres solitarios, tierra abierta a la conquista y la violación, ¿qué mejor héroe que un bandido? Colocó lo indispensable en una maleta, se apertrechó de suficientes cuadernos y lápices y partió en busca de su personaje. Los riesgos no se le pasaron por la mente, con la doble arrogancia de inglés y de periodista se creía protegido de cualquier mal. Por lo demás, ya se viajaba con cierta comodidad, existían caminos y servicio regular de diligencia conectando los pueblos donde pensaba realizar su investigación, no era como antes, cuando recién comenzó su labor de reportero e iba a lomo de mula abriéndose paso en la incertidumbre de cerros y bosques, sin más guía que unos mapas demenciales con los cuales se podía andar en círculos para siempre. En el trayecto pudo ver los cambios en la región. Pocos se habían enriquecido con el oro, pero gracias a los aventureros llegados por millares, California se civilizaba. Sin la fiebre del oro la conquista del Oeste habría tardado un par de siglos, anotó el periodista en su cuaderno.

Other books

Whistleblower by Tess Gerritsen
The Woman from Kerry by Anne Doughty
Doctor's Assistant by Celine Conway
Days of Ignorance by Laila Aljohani
Jack of Diamonds by Bryce Courtenay
Space, in Chains by Laura Kasischke
So Sensitive by Rainey, Anne