Hija de la fortuna (44 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
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—Estoy casado contigo.

—Yo soy un fantasma, no podré visitarte toda tu vida, Tao. Es un esfuerzo inmenso venir cada vez que me llamas, ya no pertenezco en tu mundo. Cásate o te convertirás en un viejo antes de tiempo. Además, si no practicas las doscientas veintidós posturas del amor, se te olvidarán —se burlaba con su inolvidable risa cristalina.

Los remates eran mucho peores que sus visitas al «hospital». Existían pocas esperanzas de ayudar a las muchachas agonizantes, que si ocurría era un milagroso regalo, en cambio sabía que por cada chica que compraba en un remate, quedaban docenas libradas a la infamia. Se torturaba imaginando cuántas podría rescatar si fuera rico, hasta que Eliza le recordaba aquellas que salvaba. Estaban unidos por un delicado tejido de afinidades y secretos compartidos, pero también separados por mutuas obsesiones. El fantasma de Joaquín Andieta se iba alejando, en cambio el de Lin era perceptible como la brisa o el sonido de las olas en la playa. A Tao Chi'en le bastaba invocarla y ella acudía, siempre risueña, como había sido en vida. Sin embargo, lejos de ser una rival de Eliza, se había convertido en su aliada, aunque la muchacha aún no lo sabía. Fue Lin la primera en comprender que esa amistad se parecía demasiado al amor y cuando su marido la rebatió con el argumento de que no había lugar en China, en Chile ni en parte alguna para una pareja así, ella volvió a reír.

—No digas tonterías, el mundo es grande y la vida es larga. Todo es cuestión de atreverse.

—No puedes imaginarte lo que es el racismo, Lin, siempre viviste entre los tuyos. Aquí a nadie le importa lo que hago o lo que sé, para los americanos soy sólo un asqueroso chino pagano y Eliza es una «grasienta». En Chinatown soy un renegado sin coleta y vestido de yanqui. No pertenezco en ningún lado.

—El racismo no es una novedad, en China tú y yo pensábamos que los
fan güey
eran todos salvajes.

—Aquí sólo respetan el dinero y por lo visto yo nunca tendré suficiente.

—Estás equivocado. También respetan a quien se hace respetar. Míralos a los ojos.

—Si sigo ese consejo me darán un tiro en cualquier esquina.

—Vale la pena probarlo. Te quejas demasiado, Tao, no te reconozco. ¿Dónde está el hombre valiente que amo?

Tao Chi'en debía admitir que se sentía atado a Eliza por infinitos hilos delgados, fáciles de cortar uno a uno, pero como estaban entrelazados, formaban cuerdas irrompibles. Se conocían hacía pocos años, pero ya podían mirar hacia el pasado y ver el largo camino lleno de obstáculos que habían recorrido juntos. Las similitudes habían ido borrando las diferencias de raza. «Tienes cara de china bonita», le había dicho él en un descuido. «Tienes cara de chileno buen mozo», contestó ella al punto. Formaban una extraña pareja en el barrio: un chino alto y elegante, con un insignificante muchacho español. Fuera de Chinatown, sin embargo, pasaban casi desapercibidos en la variopinta multitud de San Francisco.

—No puedes esperar a ese hombre para siempre, Eliza. Es una forma de locura, como la fiebre del oro. Deberías darte un plazo —le dijo Tao un día.

—¿Y qué hago con mi vida cuando termine el plazo?

—Puedes volver a tu país.

—En Chile una mujer como yo es peor que una de tus
sing song girls
. ¿Regresarías tú a China?

—Era mi único propósito, pero empieza a gustarme América. Allá vuelvo a ser el Cuarto Hijo, aquí estoy mejor.

—Yo también. Si no encuentro a Joaquín me quedo y abro un restaurante. Tengo lo que se necesita: buena memoria para las recetas, cariño por los ingredientes, sentido del gusto y el tacto, instinto para los aliños…

—Y modestia —se rió Tao Chi'en.

—¿Por qué voy a ser modesta con mi talento? Además tengo olfato de perro. De algo ha de servirme esta buena nariz: me basta oler un plato para saber qué contiene y hacerlo mejor.

—No te resulta con la comida china…

—¡Ustedes comen cosas extrañas, Tao! El mío sería un restaurante francés, el mejor de la ciudad.

—Te propongo un trato, Eliza. Si dentro de un año no encuentras a ese Joaquín, te casas conmigo —dijo Tao Chi'en y ambos se rieron.

A partir de esa conversación algo cambió entre los dos. Se sentían incómodos si se encontraban solos y aunque deseaban estarlo, empezaron a evitarse. El anhelo de seguirla cuando se retiraba a su cuarto a menudo torturaba a Tao Chi'en, pero lo detenía una mezcla de timidez y respeto. Calculaba que mientras ella estuviera prendida del recuerdo del antiguo amante, no debía acercársele, pero tampoco podía continuar haciendo equilibrio en una cuerda floja por tiempo indefinido. La imaginaba en su cama, contando las horas en el silencio expectante de la noche, también desvelada de amor, pero no por él, sino por otro. Conocía tan bien su cuerpo, que podía dibujarlo en detalle hasta el lunar más secreto, aunque no la había visto desnuda desde la época en que la cuidó en el barco. Discurría que si se enfermara tendría un pretexto de tocarla, pero luego se avergonzaba de semejante pensamiento. La risa espontánea y la discreta ternura que antes brotaban a cada rato entre ellos, fueron reemplazadas por una apremiante tensión. Si por casualidad se rozaban, se apartaban turbados; estaban conscientes de la presencia o la ausencia del otro; el aire parecía cargado de presagios y anticipación. En vez de sentarse a leer o escribir en suave complicidad, se despedían apenas terminaba el trabajo en el consultorio. Tao Chi'en partía a visitar enfermos postrados, se reunía con otros
zhong yi
para discutir diagnósticos y tratamientos o se encerraba a estudiar textos de medicina occidental. Cultivaba la ambición de obtener un permiso para ejercer medicina legalmente en California, proyecto que sólo compartía con Eliza y los espíritus de Lin y su maestro de acupuntura. En China un
zhong yi
comenzaba como aprendiz y luego seguía solo, por eso la medicina permanecía inmutable por siglos, usando siempre los mismos métodos y remedios. La diferencia entre un buen practicante y uno mediocre era que el primero poseía intuición para diagnosticar y el don de aliviar con sus manos. Los doctores occidentales, sin embargo, hacían estudios muy exigentes, permanecían en contacto entre ellos y estaban al día con nuevos conocimientos, disponían de laboratorios y morgues para experimentación y se sometían al desafío de la competencia. La ciencia lo fascinaba, pero su entusiasmo no tenía eco en su comunidad, apegada a la tradición. Vivía pendiente de los más recientes adelantos y compraba cuanto libro y revista sobre esos temas caía en sus manos. Era tanta su curiosidad por lo moderno, que debió escribir en la pared el precepto de su venerable maestro: «De poco sirve el conocimiento sin sabiduría y no hay sabiduría sin espiritualidad.» No todo es ciencia, se repetía, para no olvidarlo. En todo caso, necesitaba la ciudadanía americana, muy difícil de obtener para alguien de su raza, pero sólo así podría quedarse en ese país sin ser siempre un marginal, y necesitaba un diploma, así podría hacer mucho bien, pensaba. Los
fan güey
nada sabían de acupuntura o de las yerbas usadas en Asia durante siglos, a él lo consideraban una especie de curandero brujo y era tal el desprecio por otras razas, que los dueños de esclavos en la plantaciones del sur llamaban al veterinario cuando se enfermaba un negro. No era diferente su opinión sobre los chinos, pero existían algunos doctores visionarios que habían viajado o leído sobre otras culturas y se interesaban en las técnicas y las mil drogas de la farmacopea oriental. Continuaba en contacto con Ebanizer Hobbs en Inglaterra y en las cartas ambos solían lamentar la distancia que los separaba. «Venga a Londres, doctor Chi'en, y haga una demostración de acupuntura en el
Royal Medical Society
, los dejaría boquiabiertos, se lo aseguro», le escribía Hobbs. Tal como decía, si combinaran los conocimientos de ambos podrían resucitar a los muertos.

UNA PAREJA INUSITADA

L
as heladas del invierno mataron de pulmonía a varias
sing song girls
en el barrio chino, sin que Tao Chi'en lograra salvarlas. Un par de veces lo llamaron cuando aún estaban vivas y alcanzó a llevárselas, pero fallecieron en sus brazos delirando de fiebre pocas horas más tarde. Para entonces los discretos tentáculos de su compasión se extendían a lo largo y ancho de Norteamérica, desde San Francisco hasta Nueva York, desde el Río Grande hasta Canadá, pero tan descomunal esfuerzo era apenas un grano de sal en aquel océano de desdicha. Le iba bien en su práctica de medicina y lo que lograba ahorrar o conseguía mediante la caridad de algunos ricos clientes, lo destinaba a comprar a las criaturas más jóvenes en los remates. En ese submundo ya lo conocían: tenía reputación de degenerado. No habían visto salir con vida a ninguna de las muchachitas que adquiría «para sus experimentos», como decía, pero a nadie le importaba lo que sucedía tras su puerta. Como
zhong yi
era el mejor, mientras no hiciera escándalo y se limitara a esas criaturas, que de todos modos eran poco más que animales, lo dejaban en paz. A las preguntas curiosas, su leal ayudante, el único que podía dar alguna información, se limitaba a explicar que los extraordinarios conocimientos de su patrón, tan útiles para sus pacientes, provenían de sus misteriosos experimentos. Para entonces Tao Chi'en se había trasladado a una buena casa entre dos edificios en el límite de Chinatown, a pocas cuadras de la plaza de la Unión, donde tenía su clínica, vendía sus remedios y escondía a las chicas hasta que pudieran viajar. Eliza había aprendido los rudimentos necesarios de chino para comunicarse a un nivel primario, el resto lo improvisaba con pantomima, dibujos y unas cuantas palabras de inglés. El esfuerzo valía la pena, eso era mucho mejor que hacerse pasar por el hermano sordomudo del doctor. No podía escribir ni leer chino, pero reconocía las medicinas por el olor y para más seguridad marcaba los frascos con un código de su invención. Siempre había un buen número de pacientes esperando turno para las agujas de oro, las yerbas milagrosas y el consuelo de la voz de Tao Chi'en. Más de alguno se preguntaba cómo ese hombre tan sabio y afable podía ser el mismo que coleccionaba cadáveres y concubinas infantiles, pero como no se sabía con certeza en qué consistían sus vicios, la comunidad lo respetaba. No tenía amigos, es cierto, pero tampoco enemigos. Su buen nombre escapaba los confines de Chinatown y algunos doctores americanos solían consultarlo cuando sus conocimientos resultaban inútiles, siempre con gran sigilo, pues habría sido una humillación pública admitir que un «celestial» tuviera algo que enseñarles. Así le tocó atender a ciertos personajes importantes de la ciudad y conocer a la célebre Ah Toy.

La mujer lo hizo llamar al enterarse que había aliviado a la esposa de un juez. Sufría de una sonajera de castañuelas en los pulmones, que a ratos amenazaba con asfixiarla. El primer impulso de Tao Chi'en fue negarse, pero luego lo venció la curiosidad de verla de cerca y comprobar por sí mismo la leyenda que la rodeaba. A sus ojos era una víbora, su enemiga personal. Conociendo lo que Ah Toy significaba para él, Eliza le puso en el maletín arsénico suficiente para despachar a un par de bueyes.

—Por si acaso… —explicó.

—Por si acaso ¿qué?

—Imagínate que esté muy enferma. No querrás que sufra, ¿verdad? A veces hay que ayudar a morir…

Tao Chi'en se rió de buena gana, pero no retiró el frasco de su maletín. Ah Toy lo recibió en uno de sus «pensionados» de lujo, donde el cliente pagaba mil dólares por sesión, pero se iba siempre satisfecho. Además, tal como sostenía ella: «Si necesita preguntar el precio, este lugar no es para usted.» Una criada negra en uniforme almidonado le abrió la puerta y lo condujo a través de varias salas, donde deambulaban hermosas jóvenes vestidas de seda. Comparadas con sus hermanas menos afortunadas, vivían como princesas, comían tres veces al día y se daban baños diarios. La casa, un verdadero museo de antigüedades orientales y artilugios americanos, olía a tabaco, perfumes rancios y polvo. Eran las tres de la tarde, pero las gruesas cortinas permanecían cerradas, en esos cuartos no entraba jamás una brisa fresca. Ah Toy lo recibió en un pequeño escritorio atiborrado de muebles y jaulas de pájaros. Resultó más pequeña, joven y bella de lo imaginado. Estaba cuidadosamente maquillada, pero no llevaba joyas, vestía con sencillez y no usaba las uñas largas, indicio de fortuna y ocio. Se fijó en sus pies minúsculos enfundados en zapatillas blancas. Tenía la mirada penetrante y dura, pero hablaba con una voz acariciante que le recordó a Lin. Maldita sea, suspiró Tao Chi'en, derrotado a la primera palabra. La examinó impasible, sin revelar su repugnancia ni turbación, sin saber qué decirle, porque reprocharle su tráfico no sólo era inútil, también peligroso y podía llamar la atención sobre sus propias actividades. Le recetó
mahuang
para el asma y otros remedios para enfilar el hígado, advirtiéndole secamente que mientras viviera encerrada tras esos cortinajes fumando tabaco y opio, sus pulmones seguirían gimiendo. La tentación de dejarle el veneno, con la instrucción de tomar una cucharita al día, lo rozó como una mariposa nocturna y se estremeció, confundido ante ese instante de duda, porque hasta entonces creía que no le alcanzaba la ira para matar a nadie. Salió deprisa, seguro de que en vista de sus rudas maneras, la mujer no volvería a llamarlo.

—¿Bueno? —preguntó Eliza al verlo llegar.

—Nada.

—¡Cómo nada! ¿Ni siquiera tenía un poquito de tuberculosis? ¿No se morirá?

—Todos vamos a morir. Ésta se morirá de vieja. Es fuerte como un búfalo.

—Así es la gente mala.

Por su parte, Eliza sabía que se encontraba ante una bifurcación definitiva en su camino y la dirección escogida determinaría el resto de su vida. Tao Chi'en tenía razón: debía darse un plazo. Ya no podía ignorar la sospecha de haberse enamorado del amor y estar atrapada en el trastorno de una pasión de leyenda, sin asidero alguno en la realidad. Trataba de recordar los sentimientos que la impulsaron a embarcarse en esa tremenda aventura, pero no lo lograba. La mujer en que se había convertido, poco tenía en común con la niña enloquecida de antes. Valparaíso y el cuarto de los armarios pertenecían a otro tiempo, a un mundo que iba desapareciendo en la bruma. Se preguntaba mil veces por qué anheló tanto pertenecer en cuerpo y espíritu a Joaquín Andieta, cuando en verdad nunca se sintió totalmente feliz en sus brazos, y sólo podía explicarlo porque fue su primer amor. Estaba preparada cuando él apareció a descargar unos bultos en su casa, el resto fue cosa del instinto. Simplemente obedeció al más poderoso y antiguo llamado, pero eso había ocurrido hacía una eternidad a siete mil millas de distancia. Quién era ella entonces y qué vio en él, no podía decirlo, pero sabía que su corazón ya no andaba por esos rumbos. No sólo se había cansado de buscarlo, en el fondo prefería no encontrarlo, pero tampoco podía continuar aturdida por las dudas. Necesitaba una conclusión de esa etapa para iniciar en limpio un nuevo amor.

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