Hijos del clan rojo (11 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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—¿Algo que dolía?

—No. No sé. No me acuerdo. Creo que no. Era sólo que tenía mucho miedo, que yo no quería, pero no podía moverme ni salir corriendo. Y tampoco podía gritar, y te llamaba por dentro y tú no estabas.

—Yo siempre estoy —dijo Dominic acariciándole la mejilla y el lóbulo de la oreja—. Yo te protegeré mientras vivas.

Se besaron ligeramente en los labios y Clara, ya con pasos más firmes, entró en el baño mientras él iba a la barra.

Una hora después pidieron un taxi y Dominic dio la dirección del hotel. La cena había sido estupenda, pero Clara, para su gran mortificación, se sentía totalmente agotada y estaba contentísima de que Dominic, al parecer, también lo estuviera y no le hubiera propuesto salir de copas. No se sentía capaz ni de tomar un sorbo más de alcohol ni de seguir despierta. Lo único que de verdad le apetecía era meterse en la cama, cerrar los ojos y dormir diez o doce horas, pero no sabía cómo decirle a Dominic que su cansancio era tan grande que ni siquiera le hacía ilusión la idea de acostarse con él porque tenía miedo de quedarse dormida.

El Coliseo, de noche, era incluso más hermoso que de día, iluminado por una luz dorada que lo hacía destacar sobre la negrura del cielo y de los árboles que lo rodeaban; y sin turistas que, con sus risas y gritos, empañaran la solemnidad del monumento. Con la cabeza apoyada de lado en el respaldo del asiento, lo miró, extasiada, hasta que se perdió de vista en una curva.

Poco antes de llegar al hotel, Clara sintió una náusea tan fuerte que temió ponerse a vomitar dentro del taxi, pero logró contenerse hasta que se detuvo frente a la puerta y le dio tiempo a hacerlo en uno de los parterres del hotel.

—Soy imbécil —murmuraba Dominic—. ¿Cómo no se me ha ocurrido que después de una pesadilla tan intensa y, con lo mal que te encontrabas, no podía sentarte bien una cena con vino? Ven, cariño, siéntate aquí. —Sujetando a Clara por los hombros, entraron en el vestíbulo y la acomodó en un diván de terciopelo, bajo una palmera de interior que se curvaba graciosamente sobre ella, como protegiéndola—. Voy a llamar al médico.

—¡No, Dominic! No hace falta. En seguida estaré bien.

Pero, con un beso en la frente, se alejó hasta el mostrador de recepción y momentos más tarde un hombre bajito y sonriente la ayudaba, junto con Dominic, a subir al ascensor y tumbarse en la cama.

—Anda, Clara, ponte ya el pijama y así, cuando el doctor te ponga la inyección, te puedes dormir sin más.

—¿Y tú? —preguntó con una voz que intentaba no ser llorosa.

—Me acostaré a tu lado, por si me necesitas. No te preocupes. Mañana tendremos todo el día. Y la mitad de pasado mañana.

—¿Qué me va a poner? —preguntó Clara al volver del baño, ya arreglada para acostarse.

—Un sedante suave y un antiespasmódico. Mañana estará usted como nueva,
signorina
. Ahora lo que más necesita es dormir.

Unos minutos después, ya solos, Clara empezó a sentir un bienestar maravilloso extendiéndose por todo su cuerpo que se iba relajando como si flotara en un mar de espuma. Dominic había apagado todas las lámparas, dejando sólo una luz muy tenue, rosada, que llegaba de algún lugar en el suelo; al salir del baño se desnudó lentamente, de espaldas a la cama, mirando hacia el exterior. Doblaba cada prenda antes de dejarla en un sillón y flexionaba los músculos, como agradecido de poder quitarse la ropa y volver a estar desnudo.

Clara, desde la cama, ya medio atontada por el cansancio y la inyección, miraba fascinada su cuerpo que, con la luz de la lamparilla, parecía dorado, como el de un joven dios pagano en los cuadros renacentistas. A su derecha, en mitad del cielo, la luna flotaba entre nubes rápidas.

Cuando Dominic terminó de desnudarse y se volvió hacia ella, la luna enmarcó por un instante su cabeza, y Clara creyó ver una diadema de cuernos plateados, el filo de una arma. Su rostro quedaba en sombra y sus piernas, su abdomen y su tórax eran una escultura viva, dorada, pulsante.

Sin saber por qué, en ese momento, un segundo antes de que él volviera a moverse y se metiera entre las sábanas a su lado, Clara pensó que no le importaría morir por él.

Negro. Innsbruck (Austria)

Entrar en el cementerio no le supuso ningún problema. Vestido de negro como iba, no era más que una sombra entre sombras y no existía ningún sistema de alarma del que tuviera que precaverse. Además, para su suerte, el campo santo estaba sobre una colina, bastante apartado de las casas más cercanas y a esas horas toda la población estaba ya viendo la televisión después de haber recogido la cocina, o incluso preparándose para meterse en la cama.

Llegó sigilosamente hasta la tumba de Marie, se apoyó en la lápida y dejó vagar la mirada por los alrededores. Sus ojos se adaptaban con rapidez a la oscuridad y veía con bastante nitidez. Aquí y allá titilaba la llama de alguna pequeña vela desde el interior de su tulipa roja. No había más movimiento. Todo estaba en silencio.

Una repentina ráfaga de viento hizo caer una lluvia de hojas sobre las tumbas y en seguida todo volvió a quedar tranquilo. En el campanario de la iglesia cercana, un reloj dio la media. Si la luna era puntual, faltaban cuatro minutos.

Decidió dar una vuelta para matar el tiempo hasta la hora de su cita. Caminó lentamente hasta el final del sendero, torció a la izquierda y regresó por la paralela, por la parte trasera de la tumba de Marie. De repente, se detuvo conteniendo la respiración.

Había algo grande y oscuro tapando parcialmente la blanca estatua de la mujer llorosa.

Nils dejó pasar unos segundos, escuchando. Nada. Silencio.

—¡Honor a tu clan, conclánida! Acércate —dijo una voz masculina—, estamos solos.

Nils dio unos pasos en dirección a la voz. Sobre el horizonte apareció, como un rostro curioso, el disco de la luna.

El desconocido iba, como Nils, totalmente vestido de negro. Llevaba un amplio abrigo con el cuello y las solapas subidos, y un sombrero de ala ancha que ocultaba casi totalmente su cara.

—¿Quién eres? —preguntó Nils.

—Sabes muy bien que entre nosotros un nombre no significa mucho, es algo que cambia cada seis o siete décadas.

—Tal vez un nombre no sea importante, pero sí un clan.

—Soy
karah
, como tú. Baste con eso por el momento.

Nils guardó silencio. Al cabo de unos instantes, el otro preguntó:

—¿Quieres asegurarte?

—Si no te importa…

—Más vale prevenir que curar, como dice
haito
, ¿no es eso, clánida negro? Por supuesto. Aquí tienes mi mano. —Se quitó el guante de cuero y se la ofreció.

Nils sacó del bolsillo la navajita que usaba para sacarles punta a los lápices, agarró la muñeca del desconocido y, con rapidez, le hizo un pequeño corte. Luego se llevó la herida a los labios y sorbió un poco.

—¿Satisfecho? —preguntó el hombre enmascarado con un ligero tono de burla.

—Ahora sí, conclánida. ¡Honor a tu clan! Sea el que sea. Habla. Te escucho. —A Nils no le parecía particularmente extraña la maniobra de acercamiento del desconocido; él mismo había organizado ese tipo de encuentros en casos en los que la necesidad de sigilo era imperiosa.

—Supongo que estás aquí cumpliendo órdenes de tu
mahawk
, al que actualmente se conoce como el Presidente.

—¿Y si te digo que estoy de vacaciones?

—Estás en tu derecho, por supuesto. Para lo que yo quiero decirte, no importa. ¿Has oído hablar del Anima Mundi?

—Como todos nosotros. Aunque, si te soy sincero, nunca he acabado de comprenderlo. Pero sí, por supuesto, de vez en cuando he oído hablar de ello, en nuestras leyendas.

—Esta vez no se trata de una leyenda. El momento está cerca.

—¿Cómo lo sabes?

—Sería largo de contar.

—¿Y para qué me dices todo esto? ¿Qué tengo yo que ver en el asunto?

El hombre se apartó del mausoleo, se acercó a su conclánida y echó a andar lentamente.

—Ven. Demos un paseo. Te explicaré algunas cosas que quizá te interesen.

Roma (Italia)

Meses después, cuando su vida se hubiera convertido en una pesadilla sin salida, Clara recordaría con perfecta claridad algunos momentos de ese día en el que estaba convencida de que empezaba el futuro más esplendoroso que habría podido soñar.

Despertó sola en la cama y, apenas medio minuto después de haber abierto los ojos, una camarera joven y sonriente dejó una enorme bandeja a su lado y se retiró. Había tanta comida que casi le dio risa: huevos, frutas, jamón, salmón, panecillos, mantequilla, mermeladas,
müsli
,
cornflakes
… y una exquisita orquídea blanca y violeta. También había una nota junto a la orquídea:

Como no sabía si preferías té o café, te he pedido las dos cosas. Te recojo a las diez y nos vamos a la conquista de Roma.

Recordaría también, con una punzada de angustia, que en aquel momento se había sentido un poco desilusionada de que él no estuviera a su lado, de que se hubiese levantado antes que ella sin despertarla con el beso que ella esperaba. Pero que en seguida había pensado que, teniendo en cuenta lo mal que ella se había sentido la noche anterior, se había comportado con enorme delicadeza permitiéndole despertarse a su ritmo y haciéndole llevar el desayuno a la cama.

Su siguiente recuerdo del día, uno de los más intensos, sería el de la primera vez que vio la escultura más maravillosa de su vida, en Villa Borghese.

El museo estaba en medio de un enorme parque lleno de árboles cuyas hojas —amarillas, anaranjadas, rojas— estaban empezando a caer, cubriendo el suelo como una alfombra de colores cálidos.

Brillaba el sol de la mañana haciendo saltar chispas de plata de las fuentes. En las ramas, gorjeaban los gorriones, revoloteando entre los árboles, y hasta pudieron ver una ardilla que trepaba a toda velocidad hasta su nido. Era como si el mundo se hubiera convertido en un perfecto escenario para su felicidad.

Entraron en la sala cogidos de la mano. Dominic le estaba diciendo algo para hacerla reír y distraerla, de manera que no viera la obra de arte que quería mostrarle hasta que estuviera frente a ella.

Se le cortó la respiración al verla porque, aunque nunca le habían enseñado realmente a apreciar el arte, aquellas dos figuras de mármol blanco eran tan reales y tan impresionantes que por un instante tuvo la sensación de que iba a echarse a llorar de emoción.

—¿Qué… qué son? —tartamudeó—. ¿Quiénes son?

Él la abrazó por detrás y le habló al oído.

—Es de 1624, una de las más grandes obras del maestro Bernini, aunque la esculpió muy joven; apenas tenía veinte años. Representa a Daphne y a Apolo.

—¿Y por qué ella está asustada y tiene hojas en las puntas de los dedos?

—Es una historia de la mitología griega: Apolo, el gran dios de la belleza, el arte, la inspiración, la música, la luz solar y muchas otras cosas, se peleó con el dios del amor, Eros, y éste, para vengarse, le disparó una de sus flechas de oro, con lo cual Apolo se enamoró perdidamente de la ninfa Daphne, a la que Eros había disparado una flecha de plomo para hacerla insensible al amor de Apolo.

»Además, Daphne era una ninfa del séquito de Artemisa, también llamada Diana, la diosa virgen de los bosques y la caza. Cuando se vio perseguida por Apolo, huyó de él y, al ver que estaba a punto de alcanzarla, pidió a su padre, que era un dios fluvial, que la convirtiera en otra cosa, para que Apolo no pudiera violarla.

»Entonces, su padre la transformó en laurel, y aquí vemos lo que el poeta romano Ovidio cuenta en
Las Metamorfosis
: el momento exacto en el que Daphne está transformándose de mujer a laurel. Sus pies se clavan en la tierra convirtiéndose en raíces, sus piernas se vuelven tronco y se cubren de corteza, sus brazos pronto serán ramas, de sus dedos brotan las hojas…

»Dice la leyenda que, desde entonces, Apolo lleva siempre una corona de laurel en memoria de su amor imposible.

Clara se quedó un par de minutos en silencio, dando vueltas alrededor de la estatua, admirando la perfección de los rasgos, la finura del mármol, pensando en la historia que acababa de escuchar.

—¿Por qué parece que a Apolo no le hace sufrir la transformación de Daphne? —De algún modo que incluso a ella misma le parecía raro, no le daba ninguna vergüenza preguntarle a Dominic todo lo que quería saber.

—Se supone que Bernini le dio esa expresión neutra para que quedara claro que se trata de un dios, que Apolo está por encima de vulgaridades como la furia o la frustración. Pero yo también creo que la sensación del contemplador habría sido incluso más fuerte si le hubiera permitido un poco más de expresión humana. Al fin y al cabo, está a punto de perder lo que más desea.

—¡El pobre!

—¡Ajá! —Dominic le hablaba junto a la oreja, haciéndole cosquillas con su aliento—. De modo que te identificas más con él que con ella.

—Igual que tú.

—No. Lo de no conseguir algo que deseas es bastante frecuente y siempre acaba por superarse. Además, de los fracasos se puede aprender mucho y se supone que forman el carácter. Yo encuentro mucho más misteriosa y atractiva la posibilidad de transformarse. Dejar de ser quien eres para ser otra cosa.

—¿A ti te gustaría ser otra cosa? ¿Un laurel, como Daphne?

Clara lo había dicho en tono de broma, pero Dominic no sonrió.

—No, claro. ¿Cómo voy a desear ser algo inmóvil y sin voluntad propia?

—¿Y en qué te gustaría transformarte?

Por un segundo sus ojos destellaron como si estuviera a punto de decirlo; luego se encogió de hombros.

—No sé. Tampoco lo he pensado tanto. En un animal volador, quizá. ¿Y tú?

—¿En gato?

—La señora tiene alma de depredador, por lo que veo.

—¡Qué va! ¡Depredador, anda ya! Los gatos ya no cazan. Yo lo decía por lo de estar bien cuidado, dormir, que te den de comer, que te hagan caricias… y cuando no te apetece, te vas a dar una vuelta y nadie te manda ni te ata con una correa.

—Pero te castran o te esterilizan para que no puedas tener crías que molesten a tus amos. Y, aunque no te lleven con una correa, tienes amos. Eso es lo peor.

—También hay gatos libres y salvajes, que viven por su cuenta, pero eso debe de ser muy cansado. Yo creo que prefiero ser gato doméstico.

—¿Aunque te esterilicen?

—No me parece tan terrible, la verdad. Sí, lo tengo claro: gato doméstico.

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