Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
—Si ése es tu deseo, ama, haré lo posible por cumplirlo.
En ese instante, mirándose a los ojos, ella pensó que a partir de ese momento tendría que tener cuidado con lo que deseara porque Dominic parecía muy capaz de hacer cualquier cosa que estuviera en su mano para que lo consiguiera. Y, sin saber por qué, en lugar de alegrarse, la simple idea le daba un poco de miedo.
El resto del día se les pasó en un soplo.
Clara guardaba ávidamente cada imagen, cada caricia, cada conversación, para recordarlas después, para poder pasar mentalmente las hojas de un álbum inexistente en el que quedaran almacenados para siempre recuerdos como el brillo del sol en el cabello de Dominic mientras, en el interior del Coliseo, contemplaban lo que en tiempos antiguos fue la arena donde morían los gladiadores; la brisa que movía suavemente los pinos y los cipreses del Palatino; el centelleo del Tiber junto a la Isola Tiberina, las alcachofas fritas del restaurante judío, el sabor del helado de café y nata paseando por la columnata de San Pedro, diseñada también por el gran Bernini; la música
reggae
de la tienda donde compraron un vestido precioso lleno de cristalitos como estrellas… y siempre sus ojos, pendientes de ella, la calidez de su sonrisa, la firmeza de sus manos, de sus labios, la sensación de seguridad que tenía a su lado, de permanencia, de eternidad.
Y por fin la noche, el momento culminante de aquel sábado 5 de noviembre que parecía haber durado toda una vida: la cena en la terraza de su habitación en Villa Iulia, con la ciudad extendida a sus pies, ella con el vestido nuevo y él con americana granate y camisa blanca; las velas, el vino blanco tan frío, con un aroma a frutas desconocidas que producía un ligero mareo, como si la sangre empezara a chispear en las venas; el dormitorio lleno ahora de rosas rojas. Y su amor, y su cuerpo, y su voz grave y dulce prometiéndole, asegurándole.
Clara nunca había hecho el amor con nadie aparte de David, que había sido su primer novio y a quien había querido de verdad. Pero a pesar de que no tenía mucho término de comparación, en cuanto Dominic la llevó a la gran cama con su colcha de seda roja y empezó a desnudarla, supo que nada era comparable con lo que estaba a punto de suceder, que su cuerpo nunca había estado tan vivo y hambriento como en ese instante, que cada roce de sus manos y de sus labios, era una descarga eléctrica que la hacía sentir en carne viva.
Cerrando los ojos, empezó a gemir casi sin notarlo mientras él la acariciaba, sintiendo que se volvería loca de excitación si no la tomaba en seguida, si seguía haciéndole desear que la penetrara. Pensó fugazmente en que debería preguntarle si tenía un preservativo a mano, pero estaba segura de que él sabría lo que tenía que hacer. Era un chico mayor, serio, responsable; no podía tratarlo como a un crío preguntándole algo tan obvio.
Dominic se había desnudado también y ahora le tendía en el cuenco de la mano una pequeña pastilla roja, igual a la que él acababa de tragarse.
—¿Qué es? —preguntó Clara.
—Tómatela. Te gustará, te lo prometo. No es una droga; es sólo un potenciador de sensaciones.
Ella se echó a reír.
—Si se me potencian más las sensaciones, me explotará el corazón.
—Anda, confía en mí. Prueba.
Se la tragó dócilmente y volvió a cerrar los ojos para entregarse de nuevo a sus caricias. Unos minutos después, el mundo se había convertido en una niebla rosada en la que ya no sabía quién era ella misma. No había más que sensación: la seda de las sábanas; el olor de las rosas, de las velas, del dulce sudor, el sexo y el semen; el crujido de la madera de la cama; el crepitar de las llamas; las manos de Dominic deslizándose por toda su piel; sus propias manos dibujando el cuerpo del semidiós que la amaba.
Nunca supo cuánto tiempo estuvieron enlazados, besándose, mordiéndose, arañándose, acariciándose; un tiempo que los relojes nunca serían capaces de medir.
En algún momento de la noche, cuando las velas ya se habían consumido casi por completo y la habitación parecía flotar en la penumbra con la espesa fragancia de las rosas, ella preguntó en un murmullo, acurrucándose contra él antes de dormirse:
—¿Estarás siempre conmigo?
Él se apoyó en un codo para poder mirarla a los ojos y, mientras le acariciaba la cabeza, le respondió con voz solemne:
—Te lo prometo, Clara. Hasta el final.
Ella sintió un escalofrío, que en aquellos momentos interpretó como la mayor felicidad que había sentido en su vida, y se quedó dormida al lado de Dominic.
Sentados al sol en Villa Torlonia, frente a la Casina delle Civette, Dominic y Flavia miraban corretear a los niños en un silencio cómodo. Procuraban encontrarse siempre que coincidían en la misma ciudad y, a veces, cuando no había nada urgente que decidir, no cambiaban más que unas frases, como si lo importante fuera simplemente la proximidad, la certeza de que el otro seguía ahí.
Las mechas azules del cabello de Flavia destellaban como plumas de alguna ave exótica. Dominic enredó un dedo en ellas y las hizo brillar al sol.
—Bonito color. Es una pequeña traición, pero es bonito.
—Ya sabes que me aburro de ser siempre igual. Necesitaba un cambio. Son muchos siglos de rojo, querido mío. —Volvió el rostro hacia él con una leve sonrisa; sus gafas negras eran tan grandes que parecían una máscara—. Y hablando de cambios, ¿qué tal estás tú, Nico? ¿Eres feliz?
Dominic lo pensó unos segundos.
—Casi —terminó por contestar—. Ha sido muy duro; más de lo que me había imaginado, pero ya estamos en el buen camino.
Ella le acarició la mejilla con el dorso de los dedos.
—¿Qué te falta? ¿Puedo hacer algo yo?
—Desde que dijiste aquello de nuestros amigos de ultramar estoy inquieto. Hace tiempo que no se mueven y me resulta intrigante que hayan empezado precisamente ahora.
—Sabes muy bien qué piensan de nuestro modo de actuar.
—¿Tú crees que piensan? —la interrumpió, con la voz cargada de sarcasmo.
—Pues claro. No son tan estúpidos como les gusta hacernos creer. Lo que pasa es que ellos se han decantado por lo teatral y nosotros por lo pragmático. Desde hace más de dos siglos. Pero sinceramente, no creo que haya ningún peligro real. El proyecto Arca va a ir relativamente rápido y cuando lleguen a enterarse, si se enteran, será tarde. Y entonces todas las decisiones de importancia serán nuestras.
—Pero vamos a estar expuestos durante varios meses, si todo va bien.
Flavia sacudió la cabeza.
—No te preocupes. Gregor lo tiene todo calculado y tus constantes viajes los distraerán de lo importante. ¿Dónde anda Eleonora?
—Ya habrá vuelto de Dubai. Quizá traiga noticias del clan negro.
—¿Por qué no te tomas unos días tú también?
—Ahora, pronto. En cuanto la cosa se ponga en marcha y antes de empezar a viajar de nuevo. Un par de días en Lichtenberg. ¿No te apetece? Hace siglos que no vienes.
—Más tarde quizá. No es buen momento para reuniones familiares. ¿Vais a venir a comer hoy, antes de volver a Austria, para darle la impresión de que somos normales? —sonrió Flavia con picardía.
—No lo sé todavía. Dejaré que decida ella, pero supongo que no. ¿Sigues viviendo en via del Babuino?
—Por supuesto.
—Un piso incómodo sin luz y sin vistas, lleno de trastos viejos.
—Una vivienda noble en el mejor barrio de Roma, llena de antigüedades. Cuando quiero luz me voy a Marruecos y cuando quiero vistas, a Suiza.
Dominic le cogió la mano y la besó en el dorso.
—Eres sabia. Y bella. Te tendré al tanto.
Se pusieron de pie. Flavia le acarició el pelo y le dio un beso en los labios.
—Lleva mucho cuidado, Nico. Y no dejes que nadie estropee lo que nos hemos propuesto.
—Te lo prometo.
Cuando Lena salió de la autoescuela era ya noche cerrada y el frío era tan intenso que cortaba la respiración, pero era agradable oler la nieve que no había dejado de caer en toda la tarde y había cubierto la ciudad y, sobre todo, oír el ruido de sus botas al aplastarla, crunch-crunch-crunch.
Metió la mano en el bolsillo, sacó el móvil y lo encendió, con un suspiro. Se estaba aficionando a tenerlo apagado porque, al fin y al cabo, cada vez tenía menos llamadas y lo pasaba peor mirándolo cada dos por tres y volviéndolo a guardar, frustrada.
Clara la había llamado el día antes, casi histérica de felicidad y de miedo, para decirle que Dominic iba a ir allí el fin de semana. Su padre había enviado un SMS avisándola de que el viernes y el sábado se quedaba en casa de Isabella. Eso era todo. Había llegado al punto en que le habría hecho ilusión hasta que la llamaran para contestar a una encuesta, pero ni eso. De modo que, como no le apetecía volver a casa, había decidido llamar a alguien de clase para ver si iban a tomar algo, o al cine, o a cenar.
Había tres llamadas perdidas de un número desconocido, desde las tres de la tarde hasta las cinco. Llamó al buzón de voz, casi nerviosa, y oyó una voz masculina que, de momento, no reconoció.
—¡Eres más difícil de localizar que un ministro! Perdona que no te haya llamado antes, pero nos han llevado de maniobras dos semanas y no quería hablar contigo sin poder verte cara a cara —¿Maniobras? ¿Quién narices era? Tenía que ser una equivocación—. Ahora ya estoy en Innsbruck, es viernes y… en fin… me gustaría tomar algo contigo… y conocerte un poco. A todo esto… soy Dani —¿Dani? ¿Qué Dani?—. Nos conocimos en el autobús, cuando tú casi te desmayas de hambre, ¿te acuerdas? ¿Me dejas invitarte a cenar? Llámame, anda.
Se quedó parada en mitad de la acera, mirando el móvil como si fuera un objeto desconocido. Luego, poco a poco, empezó a sonreír. Hacía casi un mes. Por eso ya había borrado el número, pensando que si no había llamado hasta ese momento ya no llamaría nunca. Y ahora, de golpe…
La verdad es que no tenía muy claro si le apetecía salir a cenar con él o no. Ni siquiera se acordaba de su cara, pero había sido amable con ella y no estaba muy sobrada de personas amables a su alrededor. Incluso Lenny, con el que había soñado un poco, parecía ignorarla conscientemente, como dejando claro que no tenía ningún interés en ella.
Sin pensarlo más, apretó el botón de devolver la llamada. Él contestó al segundo pitido.
—¿Dani? Soy Lena.
—¿Lena?
Estuvo a punto de colgar en ese mismo instante, pero de repente Dani empezó a hablar como una ametralladora.
—¡Lena! ¡Qué sorpresa! ¡Qué alegría! No cuelgues, no cuelgues, estoy en un sitio donde hay mucho ruido. ¡Qué bien que hayas llamado! ¿Podemos vernos? ¿Adónde quieres ir? Yo estoy con unos amigos en el irlandés, pero llego en un momento a donde me digas.
Estuvo a punto de decirle que iría al pub y en ese momento se vio reflejada en un escaparate y se dio cuenta de que no iba especialmente arreglada. Pero tampoco le apetecía ir a casa, emperifollarse como una imbécil para un perfecto desconocido y luego enfadarse consigo misma por haberlo hecho.
—Aún necesitaré media hora para acabar lo que estoy haciendo, ¿vale?
—Perfecto. ¿Dónde quedamos? ¿En el Tapabar?
—Buena idea. Dentro de media hora.
Caminó a buen paso hasta el centro comercial que más cerca le pillaba, entró en el H&M, dio una vuelta rápida, eligió una especie de túnica de flores que iba bien con los vaqueros negros que llevaba, y compró también unos pendientes largos, baratos pero bonitos. Luego entró en un supermercado y, en la sección de cosmética, se repasó la raya de los ojos, se puso un poco de sombra marrón, se dio rímel en las pestañas y un toque de lápiz de labios con brillo. En el lavabo se cambió de ropa, se peinó la melena, se ahuecó los rizos con las manos y se miró al espejo, satisfecha, aunque con el toque de autoironía que le era propio: tanto sentirse adulta e independiente, tanto reírse de las compañeras «femeninas» y presumidas, y ahora, sólo porque iba a encontrarse con un chico cuyo rostro ni siquiera recordaba, se tomaba todas aquellas molestias.
Se miró fijamente al espejo y, de golpe, se acordó de lo que hacía su madre cuando se arreglaba para alguna ocasión especial y trató de repetir lo poco que recordaba. Cuando terminó y dijo
«Showtime»
como ella hacía, sin saber por qué, daba la sensación de que algo se había iluminado en su interior poniéndola más guapa. Sonrió y salió a la calle.
Llegó a la hora convenida y tuvo que esperar un momento antes de entrar en el local porque no quería que Dani notara lo rápido que había tenido que andar para llegar a tiempo. Cuando se le serenó la respiración, empujó la puerta y el calor del bar estuvo a punto de hacerla salir de nuevo. Se quitó el anorak instantáneamente y se quedó allí, junto a la puerta, paseando la vista por la gente que llenaba la barra. ¿Cómo iba a reconocerlo? Y él, ¿cómo esperaba reconocerla a ella, si la única vez que la había visto estaba medio desmayada, sin pintar y con el gorro calado hasta las cejas?
Al otro lado de la barra, un chico moreno, de hombros anchos y cabello largo, la miraba fijamente. Era guapo, pero no podía ser Dani, de modo que desvió la vista y fue intercambiando miradas con todos los chicos que estaban solos, aunque tampoco podía estar segura de que no hubiera venido con algún amigo.
De repente sonó su móvil. Dani.
Apretó fuerte los labios antes de contestar. Estaba segura de que ahora le diría que le había surgido algo y no podía llegar, que ya la llamaría, que ya se verían otro día. Estuvo a punto de no cogerlo, pero nunca había sido capaz de soportar que un teléfono sonara y sonara sin hacerlo callar.
—¿Sí?
—¡Eres tú! —dijo la voz de Dani en su oído—. ¡No me lo puedo creer!
—¿Qué dices? ¿Qué es lo que no te puedes creer? ¿Dónde estás?
—Si te vuelves un poco a la derecha y miras recto me verás. Soy el de la sonrisa más grande de todo el bar.
Lena buscó un segundo entre la gente que llenaba la barra y, efectivamente, encontró una sonrisa esplendorosa de dientes blancos un poco por debajo de unos ojos grises y un pelo tan corto que no estaba segura de su color.
Los dos apagaron el móvil y ella se acercó a la barra, donde él estaba dejando libre el taburete que le había guardado.
—Hola.
—Hola.
—¿Qué es lo que no te podías creer? —preguntó Lena, después de sentarse y pedir una copa de vino blanco.