Hijos del clan rojo (16 page)

Read Hijos del clan rojo Online

Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
2.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ya estaba terminando el interrogatorio («No he visto nada, tenía los ojos cerrados; no se me ocurre que nadie pudiera querer matar a Mika; no me he fijado en nada fuera de lo común») cuando, desde la ventana del despacho del director, vio acercarse el deportivo de Dominic, de modo que pidió permiso para marcharse, se despidió a toda velocidad y bajó los escalones de dos en dos para interceptarlo antes de que recogiera a Clara.

La policía había acordonado la zona y habían obligado a Dominic a esperar al otro lado de la cinta roja y blanca, sin dejarlo acercarse a la entrada, de donde el cadáver aún no había sido retirado.

Lena fue a reunirse con él, se saludaron brevemente con la cabeza y Dominic, que ya había sacado el móvil para avisar a Clara de que podía bajar, de algún modo comprendió y volvió a guardarlo.

—¿Quién es el muerto?

—Un profesor de música. Estábamos hablando de la fiesta de Navidad cuando de repente alguien que debía de estar ahí arriba, apostado entre los árboles, le ha pegado un tiro. Y yo no entiendo mucho de armas y munición, pero debía de ser un proyectil bestial porque casi le ha arrancado la cabeza.

Dominic paseaba la vista por la zona que había señalado Lena.

—¿Se sabe por qué?

—Están en ello. Pero yo tengo una teoría.

—¿Y qué te hace pensar que a mí me interesa el asunto?

—¿Le has echado una mirada al cadáver? —Ahora era ella la que lo miraba con un brillo de ironía en los ojos, como desafiándolo a comprender el acertijo que le estaba proponiendo.

Él hizo lo que le pedía la muchacha.

—¿Lleva el anorak de Clara? —preguntó, mientras su rostro cambiaba de expresión.

—Muy observador. No. Lleva el suyo, pero es del mismo color, efectivamente. ¿Te has fijado también en su pelo? ¿Y en que no era un tipo particularmente alto ni fornido?

Dominic observó atentamente el cuerpo tendido en el suelo. Luego se volvió hacia Lena, la miró de frente y, por primera vez desde que se conocían, se encendió una luz de respeto en sus ojos, quizá incluso de admiración.

—Eres muy inteligente, Lena —dijo por fin—. Gracias. Ahora comprendo lo que quieres decir. Y puede que tengas razón. Sacaré de aquí a Clara ahora mismo.

Lena le puso una mano en el brazo cuando ya estaba a punto de sacar el móvil de nuevo.

—Dominic, ¿tiene esto que ver contigo, con tus negocios? ¿Corre peligro Clara por estar contigo?

Pasó unos segundos sin contestar, luego sonrió.

—Por supuesto que no. La protejo yo. La protege toda mi familia.

—Pero hay razones para tener que protegerla, ¿me equivoco? No tengo ni idea de por qué, pero ese tirador creía que Mika era Clara, ¿verdad?

Dominic sonrió.

—No exageremos.

—¿Por qué querían matar a Clara?

—Tienes todo mi respeto, Lena, pero no hay que ponerse paranoicos. Desde ahora me encargo yo, descuida. Has sido una buena amiga.

—¿Quiere eso decir que ya no lo voy a ser más?

—Clara me ha contado que no os habláis. Y dentro de muy poco dejará de vivir aquí. Todo lo humano pasa, acaba, tiene un final, Lena.

—Ya.
Sic transit gloria mundi
, ¿no?

Dominic hizo una especie de reverencia como Lena sólo había visto en las películas, luego sacó el móvil y avisó a Clara de que bajara rápido, que se marchaban.

Durante unos instantes, dudó entre quedarse allí y despedirse de su amiga, a la que según Dominic no volvería a ver, o esconderse donde fuera para no tener que decirle adiós o, mucho peor, ver frialdad o desprecio en su mirada. Al final triunfó el cariño y se quedó esperando, en silencio, hasta que salió su amiga, asustada y nerviosa.

Su novio la abrazó y cuchichearon unos segundos antes de que Clara se volviera hacia Lena para despedirse. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Sabes que puedes contar conmigo, Clara. Llámame si me necesitas, estés donde estés.

—Siempre serás mi mejor amiga —le dijo Clara al oído, apretándola fuerte.

—Lleva mucho cuidado. Y, si nos perdemos de vista, al menos avísame cuando nazca el bebé.

Clara sonrió a través de las lágrimas, asintió varias veces en silencio y subió al coche.

—¿Te llevamos a la ciudad?

Lena sacudió la cabeza en una negativa.

—¡Buena suerte! —dijo por fin con voz estrangulada por la emoción.

En ese momento, por fortuna, sonó el móvil de Lena, de modo que hizo un gesto de despedida con la mano y se apartó un poco para poder hablar con tranquilidad mientras iba bajando la cuesta que llevaba a la parada del autobús. Todos los otros chicos y chicas iban también hablando por teléfono, contando lo sucedido, de manera que nadie la llamó ni trató de trabar conversación mientras ella contestaba a aquella llamada, de un número desconocido.

—¿Sí?

—¿Señorita Wassermann? —Era una voz masculina, cultivada, como de un hombre mayor, banquero, abogado, político… algo así le pareció.

—Soy yo. Dígame.

—Permítame que me presente. Soy el doctor Kürsinger, notario, y he sido encargado de ponerme en contacto con usted en el momento en que se dieran ciertas circunstancias.

—Mmm… —No sabía qué decir, pero tampoco quería que pensara que había colgado.

—Esas circunstancias se acaban de dar. ¿Podría usted pasarse por mi despacho de inmediato?

—¿Ahora?

—Efectivamente. Sin perder un minuto.

—No sé. —Aquello le sonaba tan raro que no conseguía pensar con claridad—. Acabo de salir de clase y… no sé. Primero tendré que hablar con mi padre —se le ocurrió decir por fin.

—No, por favor. Es usted mayor de edad y tengo instrucciones expresas de pedirle que no hable con su padre antes de hacerlo conmigo.

—¿Instrucciones expresas? ¿De quién?

—De su madre, señorita Wassermann. De su difunta madre.

Lena estuvo a punto de dejar caer el teléfono en ese instante. Por suerte ya había subido al autobús y estaba sentada. Tenía la sensación de que las piernas se le habían vuelto blandas.

—Tengo unos documentos que entregarle por encargo de su madre y tiene que ser hoy mismo, ahora mismo. Por favor, le ruego que no pierda tiempo y venga cuanto antes. Le explicaré todo lo que sé, pero no por teléfono.

—¿Dónde lo encuentro?

—Maximilianstrasse. En el mismo edificio de la oficina de Correos.

—Voy para allá.

—La espero. Por favor, venga sola.

Al apretar el botón rojo se dio cuenta de que le temblaban las manos y las apretó fuerte una contra otra antes de guardar el móvil en el bolsillo, tratando de resistir la tentación de llamar inmediatamente a su padre. Recordaba con total claridad la cantidad de veces que le habían dicho en casa: «Si alguna vez, en alguna circunstancia, te dicen que no le cuentes esto o aquello a tus padres, ven inmediatamente a decírnoslo. Nadie dice una cosa así, a no ser que piense hacer algo muy malo». Y ella sabía que tenían razón, pero esta vez era un poco distinto porque era su misma madre la que había pedido que no informara a su padre. Pero ¿por qué? Además, también podía ser mentira y no tener nada que ver con su madre. Por fortuna, la calle donde la había citado el supuesto notario era una de las más céntricas de Innsbruck y el edificio de Correos estaba siempre lleno de gente que entraba y salía; no la iban a secuestrar. ¿O sí?

Pensó por un momento en llamar a Clara, como había hecho siempre, y pedirle que la acompañara, pero no quería que Clara y Dominic pensaran que se estaba inventando excusas para no perder el contacto. Contárselo a cualquiera de sus amigos o compañeros de clase no tenía ningún sentido; tendría que explicar tantas cosas que no le daría tiempo antes de llegar y además pensarían que estaba loca. Sin embargo, el sentido común le decía que no podía meterse en la oficina de un desconocido sin que nadie supiera adónde había ido, de modo que, incluso sabiendo que era un poco tonto y sintiéndose algo ridícula —
«Better safe than sorry»
, pensó en ese instante, una de esas frases que su padre le había inculcado desde que empezó a aprender inglés—, mandó un SMS a Dani, porque así no tenía que darle tantas explicaciones como si lo llamaba. Sin mencionar que, si oía su voz, notaría lo nerviosa y asustada que estaba. El pobre no podía hacer nada porque estaba a quinientos kilómetros, pero si desaparecía podría decirle a su padre adónde había ido.

«Dr. Kürsinger, notario. Edificio de Correos. Quiere verme, no sé por qué. Te llamo cuando salga. Beso.»

Nunca le había parecido tan grande y majestuoso el edificio como en el momento en que cruzó la puerta buscando la placa del notario. Había algo de falso e inquietante en unas puertas antiguas, de pesada madera de nogal, que se abrían solas como las de los centros comerciales.

La escalera era enorme, blanca, de mármol, con techos altísimos y una baranda llena de volutas y adornos. No se oía nada. Seguramente porque eran casi las tres y mucha gente había terminado ya su jornada normal. Los pasillos eran también inmensos, más anchos que la sala de estar de cualquier familia.

Fue caminando despacio hacia las ventanas del fondo, mirando las puertas con sus pulidas manivelas de latón brillante, agradecida por llevar deportivas con suela de goma y no tener que ir taconeando por allí; estaba segura de que sus zapatos harían eco, y de pronto se sintió como si estuviera a punto de meterse en otro mundo después de atravesar un laberinto sin retorno.

«¡Qué tonterías piensas, Lena!», se dijo a sí misma para darse ánimo.

La puerta que buscaba era la última. El despacho del notario haría esquina. Recordó una de las frases de su cuento favorito, el que su madre le había recitado cientos de veces, hasta que había conseguido aprendérselo de memoria: «Siempre es la última puerta, y siempre hay una puerta más, aunque no puedas verla». Ahora, de repente, aquella frase familiar le dio un escalofrío.

Tocó con los nudillos, no obtuvo respuesta y abrió lentamente, apoyándose en la manivela. La mesa donde debería estar la secretaria estaba vacía, de modo que cruzó el despacho y llamó a la otra puerta.

Una décima de segundo después, como si hubiera estado esperándola detrás de la hoja de madera, se encontró cara a cara con un señor de unos sesenta años, calvo, regordete y con un traje gris oscuro que parecía pintado sobre su cuerpo.

—¡Cuánto me alegro de verla sana y salva! Pase, pase, acomódese.

Se estrecharon la mano y el notario la ayudó a quitarse el anorak, que colgó en un perchero. Luego dio la vuelta a un enorme escritorio y se instaló en un sillón giratorio.

—Bien, Aliena, ¿puedo llamarla Aliena?

Ella sacudió la cabeza.

—Nadie me llama así. El nombrecito fue un capricho de mi madre, por una obra de Shakespeare, y mi padre nunca fue capaz de negarle nada. Prefiero que me llamen Lena, si no le importa.

—Como guste. Tome, lea esto —dijo tendiéndole un sobre que la hizo sobresaltarse. Su nombre estaba escrito en la inconfundible letra de su madre, la misma letra que conocía de cientos de notas de «He ido a comprar» o «No me encuentro bien y no voy a ir a trabajar» o «Papá y yo nos vamos al cine». Estaba claro que era de ella. Un mensaje de ultratumba. Tragó saliva y lo abrió. El notario, con las manos cruzadas sobre el vientre, como un cura que estuviera a punto de dormirse, la miraba sereno, con los ojos entornados.

Cariño:

Sé que esto te sorprenderá y siento no haber podido prepararte mejor, pero te juro que he hecho todo lo que estaba en mi mano y estoy segura de que sabrás arreglártelas.

Si estás leyendo esto, eso significa que yo ya no estoy contigo y no te puedo ayudar como he hecho durante toda mi vida. De momento habrá muchas cosas que no comprenderás. He dispuesto que vayas recibiendo información a medida que la vayas necesitando. No sufras, corazón, he tratado de preverlo todo para ayudarte en lo posible. Siempre pensé que moriría pronto y, ya ves, no me he equivocado. Por eso a veces tenía tanta prisa en que aprendieras esto y aquello o tenía mucho empeño en que hicieras ciertas cosas. Ya descubrirás el motivo.

Te he pedido que no te pongas en contacto con papá y espero que me hayas obedecido. Es una forma de protegerlo a él, aunque ya sabe lo bastante como para no sorprenderse. El doctor Kürsinger cuidará de que sepa qué ha sucedido. Tú ahora tienes que pensar en ti. Eres una chica maravillosa, no lo olvides. Mi niña blanca y negra, ¿te acuerdas aún de la narración?

Confía en mí, preciosa. Siempre te dije que, aunque muriera, estaría contigo. No estarás sola, Lena. Y vivirás.

Con todo mi amor,

M
AMÁ

Cuando levantó la vista de la carta tenía los ojos llenos de lágrimas y el mundo se había convertido en un borrón. Se esforzó por no sollozar, pero sin apenas darse cuenta empezó a llorar con desesperación, como cuando era pequeña, ruidosamente, ciega a todo lo que no fuera su dolor.

El notario se levantó, le puso un paquete de pañuelos de papel entre las manos y empezó a darle palmaditas en el hombro hasta que el llanto fue cediendo.

—¿Qué? ¿Qué…? —tartamudeó—: ¿Qué es todo esto? No entiendo nada. Parece una mala película de espías. ¿Se había vuelto loca mi madre?

—No, Lena. Su madre era una mujer perfectamente equilibrada, si le sirve de algo mi opinión. Pasemos a lo siguiente. Tome esto. —Le tendió un abultado sobre marrón, de los que tienen burbujitas de plástico—. Dentro encontrará seis mil euros que, de momento, deberían bastar para cubrir sus necesidades más básicas. Y aquí… —continuó, tendiéndole ahora otro sobre, lacrado en azul oscuro—. No, por favor, no lo abra ahora ni me diga usted nada. Ahí encontrará una dirección, ignoro de qué ciudad, y una llave que abrirá la puerta de esa dirección. Siguiendo las instrucciones de su madre, debería hacer lo posible para llegar ahí cuanto antes. También me pidió que le recordara lo que ambas saben sobre los móviles. No sé a qué se refería su madre, pero me aseguró que usted comprendería.

Lena asintió lentamente con la cabeza.

—Aquí —añadió. Ahora era una caja de cartón con estampado navideño lo que le tendía— encontrará ciertos objetos que le serán de utilidad llegado el caso. Unos tienen un uso evidente, otros no tanto, pero antes o después llegará el momento y entonces comprenderá. Téngalos siempre a mano. Siempre, no lo olvide. No. No abra ahora la caja. Tenemos muy poco tiempo. ¿Alguna pregunta?

Lena estuvo a punto de tener un ataque de risa histérica.

Other books

Unleashed by Sigmund Brouwer
A Brew to a Kill by Coyle, Cleo
Robert Crews by Thomas Berger
Brother of Sleep: A Novel by Robert Schneider
La invención de Morel by Adolfo Bioy Casares
Angel Kate by Ramsay, Anna
The Midnight Gate by Helen Stringer
The Master by Melanie Jackson
The Baba Yaga by Una McCormack
The Mall by S. L. Grey