Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
Lo intentó de todas formas. Acercó su mano mental, inmaterial, a la puerta oscura y tocó con los nudillos, lo que no produjo ningún sonido. Probó con las uñas y, esta vez, se limitó a repiquetear sobre el negro metal hasta componer un ritmo casi alegre, totalmente incongruente con el lugar en el que se encontraba.
El repiqueteo se fue haciendo más intenso hasta que Lena empezó a tener la sensación de que podía verlo entrando a través de la puerta, colándose más allá del hierro y la madera, despertando ecos en el espacio del otro lado. Quizá alguien acudiría a su llamada y las puertas se abrirían para dejarla pasar.
No sucedió nada y, poco a poco, se fue cansando de tamborilear en vano con las uñas. Dejó caer la mano y, al mirar hacia abajo, se dio cuenta de que la puerta no se apoyaba totalmente en el dintel. Había una ranura de más de tres centímetros que, sin embargo, no dejaba pasar ninguna luz; sólo una débil claridad grisácea, difusa como un amanecer en la niebla.
¿Un amanecer? ¿Niebla?
«Te hallarás en un lugar extraño. Pensarás en cómo llegaste allí pero tus recuerdos se habrán difuminado como árboles en la niebla…»
¿Se referirían a eso las instrucciones de
Cómo volver a casa
?
No. Era un lugar extraño, pero recordaba perfectamente cómo había llegado allí.
Pensó que si fuera mucho más pequeña, podría pasar por debajo de la puerta y echar una mirada al interior. Se tumbó en el suelo, de lado, para poder acercar un ojo a la ranura. Oscuridad. Silencio.
Se volvió un poco más, tratando de pegarse a la madera, de acomodar mejor la cabeza, y tuvo la sensación de que algo cedía, de que podía seguir girando hasta darse la vuelta como si estuviera dando volteretas dentro del agua. Cerró los ojos, mareada, y cuando los abrió se dio cuenta de que, de algún modo, había atravesado la puerta y estaba dentro.
Se sentó en el suelo de losas de piedra, con la espalda apoyada en una de las hojas de la puerta gigante y, lentamente, tratando de no marearse, fue observando lo que la rodeaba. La mejor comparación que se le ocurría era como estar encerrada en una inmensa catedral gótica, oscura, pétrea, misteriosa. Frente a ella se extendía la nave central, sostenida por columnas tan altas que la perspectiva hacía que se encontraran arriba, como los raíles del tren se encuentran en el horizonte. No se veía el techo; la distancia era tan grande que Lena sentía que caería hacia arriba si trataba de moverse. No le habría extrañado ver nubes flotando en las alturas.
La luz era escasa, pero ya podía ver que todo estaba lleno de símbolos incomprensibles, de figuras que no se parecían a nada que ella conociera, ni humanos ni animales, de extraños haces de luz que aparecían de pronto y volvían a extinguirse antes de que pudiera ni pensar en acercarse a ellos. Lena se sentía como una canica a punto de rodar por el suelo de la nave, empujada por una voluntad desconocida.
La impresión de haber conseguido llegar más allá de la barrera, incluso más allá de la colosal entrada, no la dejaba pensar con claridad. Ella no había ido allí a hacer turismo, a forzar la intimidad de su maestro. Tenía una pregunta que hacer.
Se levantó con cuidado, sin separar la espalda de la puerta, como si eso fuera garantía de regreso, y se quedó allí, temblorosa, preguntando ¿por qué?, lanzando ese porqué hacia las tinieblas de la mente de Sombra, probando la posibilidad de que él le ofreciera una respuesta.
Un segundo después estaba sentada en la cama con una idea tan clara que parecía propia: cuando la policía encontrara el cadáver mutilado pensaría que era un ajuste de cuentas entre bandas de narcotraficantes. Sombra se había ocupado de que en la caja que había fabricado a partir del fusil quedaran restos de polvo de cocaína. La explicación del asesinato estaría muy clara para ellos y los detalles escabrosos no llegarían a los periódicos. Fin del asunto. No había sido crueldad gratuita sino puro pragmatismo, como de costumbre. Brillante.
Se encogió sobre sí misma y se abrazó las rodillas. Ya había vuelto a suceder. Admiraba el comportamiento de Sombra. Un paso más hacia la pérdida de la humanidad, de todos los valores que le habían enseñado. Una cosa era identificarse con un monstruo en una sesión de cine con palomitas y otra muy distinta apreciar el trabajo macabro de alguien que pretendía convertirla en un monstruo de verdad en la realidad de su propio mundo, el mismo mundo donde debería estar yendo a clase por las mañanas, preparando exámenes y cotilleando sobre compañeros y profesores.
Tenía que hacer algo para preservar su humanidad. Era necesario que dedicara una hora al día, al menos una hora, a seguir siendo la Lena de siempre, a seguir siendo humana.
Unos golpes en la puerta de la habitación la sobresaltaron. Sombra nunca llamaba a la puerta y no conocía a nadie en Madrid. Nadie sabía dónde estaba. ¿Y si el hombre que había intentado matarla tenía un cómplice? Podría haberlos seguido al volver del Retiro. Pero en ese caso, no llamaría a la puerta, intentaría pillarla desprevenida. ¿O no?
Con el corazón en un puño, y sin saber qué hacer, se retiró el pelo de la cara, se pasó las manos por la melena, cortesía de Sombra, que aún no había conseguido considerar como propia, y gritó: «¡Un momento, ya voy!». Aquella puerta era tan poca cosa que daba igual que la abriera por su propia voluntad o no. Si quería entrar, entraría. Cuánto lamentaba no haberle pedido una arma a Sombra; ahora se sentiría más tranquila.
Volvió a darse cuenta de que la Lena de siempre no habría pensado así acerca de tener una arma a mano. A la Lena que había sido hasta hacía pocos meses se le habría ocurrido que podía ser la camarera con toallas limpias, o algún empleado del hotel para ver si la tele funcionaba o si había algún problema con la ducha.
Se puso los pantalones y abrió la puerta. No era ni la camarera ni el técnico ni el fontanero. O al menos no parecía serlo. Plantado en el pasillo la miraba un chico de unos veintitantos años, alto, de cuerpo modelado en gimnasio, pelo cuidadosamente descuidado por un excelente peluquero y una sonrisa pícara de buen chico con fondo salvaje que le debía de haber costado meses de entrenamiento en una agencia de modelos o de actores o donde se enseñaran esas cosas. Llevaba vaqueros caros, camisa blanca de tela muy fina con dos botones abiertos, y una cazadora de cuero negro de marca; un amuleto de plata y madera al cuello y multitud de pulseritas de cuero en la muñeca derecha.
—¿Sí? —preguntó Lena, porque no se le ocurría nada más. Estaba claro que se trataba de una confusión, ya que no parecía vendedor de nada.
—¡Hola! ¿Eres Lena?
—Sí.
—Me envía tu padre.
—¿Mi padre?
Aquel guaperas debía de pensar que era idiota, pero es que estaba totalmente perpleja y no era capaz de decir nada inteligente.
—Sí, guapa. Tu padre. Yo también lo veo un poquito raro, pero… —Se encogió de hombros y volvió a intentar encandilarla con la sonrisa—. ¿Me vas a dejar pasar o qué?
—¿Pasar? ¿Aquí? ¿Para qué?
—Anda, deja de hacerte la tonta. Déjame entrar y te lo explico, ¿vale?
Lena miró por encima del hombro, a la cama deshecha y sus cuatro cosas tiradas de cualquier modo por el cuarto.
—Está todo hecho un desastre.
—Te juro que no lo voy a arreglar.
Se hizo a un lado pensando que, en el peor de los casos, sabía defenderse, además de que las paredes eran tan finas que la oiría todo el hotel si gritaba.
—Dime cómo se llama mi padre —preguntó en cuanto hubo cerrado la puerta— y para qué te envía. Y, sobre todo, cómo ha sabido dónde encontrarme.
El chaval se sentó en la cama y volvió a sonreír, esta vez de una manera que él debía de creer insinuante. Tenía buenos dientes: muy blancos y muy iguales; debían de haber costado una fortuna.
—Mira, en este negocio normalmente nadie nos da su nombre real, ¿sabes? Tu padre sólo me ha dicho dónde estabas, me ha pagado bien, realmente bien, y me ha dicho que te dé lo que necesitas. —Hizo una rápida mueca que mostró la cara que debía de tener cuando no estaba haciendo de chico de película—. También me ha dicho que te trate como a una reina y que si no lo hago bien me encontrará y me lo hará pagar. La verdad es que tu padre acojona bastante, princesa. ¿Qué es? ¿De la CIA?
Lena empezó a comprender y, por un momento, no supo si enfadarse o soltar la carcajada.
—Mi… padre te ha dicho que me des lo que necesito…
—Eso es.
—¿Y no te ha dicho qué es lo que necesito?
El chico sacó de su repertorio una sonrisa obscena y se pasó la lengua por los labios tratando de resultar sexy.
—Eso lo averiguaremos en seguida, preciosa. Anda, desnúdate, enséñame lo que tienes. ¿O prefieres ver primero lo que yo tengo para ti?
Lena ya casi no podía reprimir las carcajadas. El chaval había empezado a desabrocharse la camisa blanca, luciendo conscientemente sus pectorales hinchados y los músculos de su abdomen, que parecían de revista de papel satinado.
—Pero ¿qué haces? —dijo por fin entre risas.
—La verdad es que eres tonta del culo, tía. ¿Qué pasa? ¿Que nunca has visto a un hombre? No me digas que eres virgen…
—No soy virgen y el gilipollas eres tú —contestó, picada—. Ya te estás largando.
—Ni hablar. Tu padre me ha pagado por llevarte al catre y es lo que pienso hacer, quieras o no quieras. Si salgo de aquí sin haber cumplido, tu padre me apiola. —Con cada palabra que pronunciaba, su acento se hacía más y más vulgar.
—No te preocupes, le diré que no eres mi tipo y en paz.
—Soy de lo mejorcito que hay en Madrid, nena. Y como ya he cobrado… yo tengo mis principios, ¿sabes, rica? Anda, déjame que haga mi trabajo; te juro que no te arrepentirás. Te daré lo que me pidas.
—Lo único que quiero es que te largues y me dejes en paz. Anda, no es culpa tuya.
El chico se acercó un par de pasos, como si temiera que ella empezara a dar gritos de un momento a otro, haciendo gestos conciliadores con las manos.
—Estás nerviosa, Lena. Es natural. Seguro que es la primera vez que estás con un profesional. Ven, anda, déjame al menos que te bese, a ver si te gusta.
Al decir «déjame al menos que…» por un instante Lena había pensado que iba a decir «que te abrace» y estuvo a punto de aceptar. Un abrazo sí que le habría venido realmente bien. Pero así no, con ese tipo no. Si dejaba que la abrazara, él creería que sólo era el prólogo de mucho más.
Sin saber cómo ni de dónde había llegado la fuerza, se sintió inundada por una especie de corriente de la que, mucho tiempo atrás, le había hablado su madre, y que tenía relación con la imagen que los demás podían percibir de ella cuando lo deseaba. Fue como si de un momento a otro se transformara en una mujer más vieja, más dura, más sabia, revestida de una tremenda autoridad.
—Márchate. No te necesito. Gracias por venir, pero ahora vete y olvídame.
El chaval debió de ver exactamente lo que ella había sentido porque su nuez subió y bajó dos veces, se esfumó su sonrisa y, de repente, empezó a abrocharse los botones de la camisa a toda velocidad, recogió la cazadora y salió del cuarto volviendo la cabeza constantemente, como si tuviera miedo de que le disparara por la espalda.
Al verse sola, Lena lanzó un suspiro y se relajó. Tres segundos después, las carcajadas la hacían doblarse en dos y apenas conseguía respirar de pura risa. Abrió el balcón que daba a la plaza de Santa Ana sin importarle las miradas que algunos transeúntes le lanzaron al oírla reír. De todas maneras seguramente tendrían que cambiar de hotel ahora que aquel muchacho sabía quiénes eran y dónde se alojaban; daba igual que medio Madrid la oyera reírse.
Siguió con la vista al profesional que seguía echando miradas rápidas hacia atrás mientras se alejaba por la calle del Príncipe abajo. «Pobrecillo —pensó Lena—, qué mal debe de estar ahora su autoestima, con lo guapo que es y los esfuerzos que hace para serlo.»
A punto ya de perderlo de vista y volver a entrar a la habitación, lo vio pasar por delante de una obra, donde una grúa balanceaba un contenedor metálico amarillo lleno de cascotes de la casa que estaban derribando.
En un microsegundo, el contenedor se soltó de su amarre y cayó directamente sobre el muchacho de la cazadora de cuero. Desde el balcón, Lena oyó varios gritos femeninos y un revuelo de voces.
Casi sin darse cuenta, se encontró corriendo calle abajo hasta llegar al corrillo que se había formado en torno a las piernas enfundadas en vaqueros que eran lo único que sobresalía de la vagoneta que había aplastado el resto del cuerpo. Lentamente, un charco rojo y espeso iba adueñándose del asfalto. El pie izquierdo del muchacho aún se movía descontroladamente, como un juguete al que se le está acabando la cuerda.
Sin poder evitarlo, Lena vomitó lo poco que tenía en el estómago y, antes de que llegara la ambulancia, se dio la vuelta, se metió las manos en los bolsillos y, casi sin decidirlo, entró en el Tocororo, un bar cubano que había visto nada más llegar al hotel y que acababa de abrir para la noche. Se sentó en un taburete porque las piernas habían empezado a temblarle y pidió el primer daiquiri de los diez o doce que pensaba tomarse.
Al fijarse en el calendario de detrás de la barra, sin poder evitar el ataque de histeria, se echó a reír como una loca. Se acababa de dar cuenta de que era su cumpleaños.
Dominic tenía razón. La casa era realmente maravillosa y, ahora que estaba allí, se daba cuenta de que había sido una buena idea salir de entre aquellas montañas y bajar al mar, a perder la vista en el inmenso azul y empezar a pensar en un futuro más allá del embarazo y el parto, un futuro en el que ya serían una familia y ella podría plantearse qué hacer, dónde vivir, qué forma darle a su nueva vida, esa vida que prácticamente le había caído encima sin esperarlo y con la que, de momento, no sabía muy bien qué hacer.
Habían llegado el día antes, a media tarde, de Zurich a Nápoles en el avión de la compañía, y del aeropuerto de Nápoles a la casa en helicóptero. Dominic se había tomado tiempo para ella, la había acompañado y le había enseñado el chalet, iluminado de felicidad, como un niño que enseña su juguete favorito.
La finca constaba de varios edificios de una o dos plantas construidos en torno a un núcleo medieval de piedra con una bella torre vigía, unidos por pasarelas al aire libre o acristaladas, y había sido construida en lo alto de un acantilado justo enfrente del mar; varias piscinas comunicadas se extendían por la casa, unas interiores, otras, apenas estanques o
jacuzzis
en rincones escondidos entre el follaje del jardín hasta la más grande, en la terraza, entre el salón y el mar, que al ser de desbordamiento producía la impresión de fundirse con el cielo.