Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
Apartó el plano para concentrarse en la lectura de las otras hojas, cosa nada fácil porque su vista era cada vez peor, pero no podía permitir que sus adeptos lo vieran con gafas, ni siquiera con lentillas. Achicó los ojos, forzándose a descifrar la enrevesada letra, y por un momento temió que estuviera escrita en una lengua incomprensible, pero había tenido suerte, el texto estaba en español; el problema era que a veces la letra se hacía indescifrable o usaba palabras que no había visto en la vida. Empezó a leer primero moviendo los labios en silencio y luego en voz baja, tratando de comprender lo que leía, pasando el dedo por la línea para no confundirse.
Los arcontes serán en número de doce y ocuparán sus posiciones de seguido durante cuarenta horas del calendario […]. Todos ellos serán
karah
y pertenecerán a los cuatro clanes, en número de tres por color. Su sexo […] importancia, asimismo su edad y condición.
Aquello no tenía el menor sentido. ¿Qué clase de secreto era uno que no servía para nada?
Una vez hayan ocupado los arcontes sus posiciones, el nexo se […] con su lugar y entrará en sintonía con la […] hasta que todos juntos sean la luz.
¿La luz? ¿O la voz? ¿La hoz? De un modo u otro, aquello no tenía ni pies ni cabeza. Tenía que procurar salir de allí cuanto antes. Se había arriesgado para nada, por una estupidez; ni siquiera valía la pena tratar de ver lo que había en las otras cajas, ya que el Ejecutor le había dicho desde el principio que se trataba de documentos y no le había mentido. Quizá para los ángeles aquello tuviera mucha importancia, pero para él era un puro galimatías. Él había jurado dar su vida para proteger aquellos papeles y resultaba que no decían más que estupideces incomprensibles. ¡Qué decepción!
Pero al menos ahora ya lo sabía. Lo dejaría todo exactamente como lo había encontrado y nadie se enteraría jamás de que él había estado allí.
Tenía las manos tan sudadas que temía dejar manchas reveladoras en el papel, así que se las secó en la túnica y luego se la quitó y se pasó la tela por la frente y por el cuello por miedo a dejar gotas en el suelo o en la columna. Metió los papeles en su caja, dudó un momento al ver las otras tres, y acabó cerrando la caja fuerte para salir cuanto antes de aquel lugar que estaba empezando a darle claustrofobia. Estaba deseando sentir la brisa en su rostro sudado, ver el mar, darse una ducha fría, comer y beber algo. En cuanto saliera, mandaría recado a Daika de que lo acompañara en el sagrado ritual de la unión de los cuerpos. Se bañarían juntos en el estanque de las rosas y luego pasarían la tarde jugando en la cama hasta la hora de los rezos vespertinos.
Salió por donde había entrado y el alivio al verse al aire libre fue tan grande que por un segundo sintió que se iba a marear y se sentó en uno de los bancos del Paseo de la Luz Celeste, sombreado por un enorme ficus. No le había servido de nada su incursión, pero al menos podía estar orgulloso de sí mismo. Se había atrevido. Después de tantos años de obedecer sin más, por fin se había atrevido.
Ya no recordaba las palabras que tan trabajosamente había descifrado, así que decidió que la próxima vez llevaría un cuaderno para copiar algún párrafo y analizarlo después, en sus habitaciones.
Oyó las suaves voces femeninas a sus espaldas y de repente notó la sed y el cansancio como un líquido viscoso que se derramara sobre él. No podía aguantar un segundo más, necesitaba ayuda inmediata.
—Hermanas —llamó con una voz que parecía de arena—. Agua, por caridad.
Le pareció ver que se acercaban dos figuras rosadas, borrosas como nubes; unos dedos fríos pasaron por su frente proporcionándole un alivio celestial; unas voces lejanas hablaban de que debía tumbarse en el banco y descansar. Las voces decían «así, así», pero él no sentía su cuerpo tumbado. De hecho no sentía nada, salvo la sed y un ahogo terrible en el pecho, como si alguien le hubiera puesto una losa encima. No podía respirar. Cada inhalación quemaba como arena candente produciéndole un dolor inhumano.
De pronto comprendió.
Un castigo. Aquello era el castigo por haber traicionado su juramento, por no haber cumplido la palabra dada. Israfel lo sabía.
El terror lo devoró como una fiera hecha de garras y dientes.
Sintió que todo su rostro se convertía en un trozo de goma que se estiraba hacia los lados, deformándole la boca, rasgándole los ojos. Quiso llevarse las manos a la cara y no pudo; las manos habían dejado de obedecerle. Tampoco sentía los pies y de pronto un río de hielo empezó a recorrer sus venas paralizando su cuerpo hasta el corazón. El dolor lo anulaba todo.
Supo que iba a morir. Lo supo con la misma seguridad con la que se sabe que va a salir el sol. La muerte era irrevocable, inaplazable. Le quedaban apenas unos segundos de vida, lo justo para encomendarse a su ángel y pedirle que no lo dejara solo en las tinieblas, que lo acompañara hasta la
Aeterna Lux
. Le había servido bien durante muchos años. No le negaría su ayuda ahora. Israfel sabía, tenía que saber que él no era más que un pobre mortal al que la curiosidad había hecho flaquear después de tanto tiempo de lealtad absoluta.
Con toda la voluntad de su desesperación, con su último aliento, llamó a Israfel.
Y entonces, en un relámpago de comprensión, se dio cuenta de que no vendría, de que todo era una farsa, de que siempre había sabido que era una farsa; que no había arcángel, ni
Aeterna Lux
, ni caminos celestiales donde acecharan seres diabólicos entre las sombras. Israfel no era humano, no podía serlo; pero tampoco era un ángel.
Israfel le había mentido siempre.
No sentía las lágrimas deslizarse por sus mejillas febriles pero sabía que estaban ahí y que, desde fuera, las novicias pensarían que estaba a punto de entregarse a la guía del arcángel, que ahora lo estaría llamando por su nombre para llevarlo a la Luz.
Pensó que era una gran ironía. Pensó que había usado mal su vida. Pensó que había engañado a muchos que comprenderían en el último instante, como él.
Luego dejó de pensar. Un segundo después estaba muerto.
Albert llamó con los nudillos y, sin esperar respuesta, abrió la puerta con suavidad. Joseph dormía boca arriba y, si no hubiera sido por su pecho que subía y bajaba regularmente, podría haber pensado que estaba muerto. A través de los visillos blancos se adivinaba la imponente mole del castillo de Chambord, ahora rosada por la luz del sol poniente.
Llevaba casi un mes intentando devolver a Joseph algo del vigor perdido, pero estaba a punto de rendirse; estaba claro que su
ikhôr
ya no servía, o bien habían empezado demasiado tarde y, aunque era un anciano extraodinariamente fuerte, ya tenía muchos más años de los que en rigor le correspondían, de modo que tanto Emma como él estaban casi convencidos de que no iban a tener más remedio que rendirse, dejar de intentar devolver a Joseph la vitalidad perdida y buscar a un profesional a quien, por supuesto, no podrían contar nada de importancia. Lo único que podían hacer era contratarlo para proteger a la muchacha embarazada y explicarle que de todas formas ya estaba muy bien protegida por su propia, poderosa familia. Más no podían hacer.
Lo observó durante unos segundos. Siempre los había servido bien; era uno de los familiares más antiguos y leales del clan blanco, igual que su hija Chrystelle, pero el tiempo de
haito
sobre la tierra es breve y tenía que hacerse a la idea de que pronto los abandonaría.
Apoyó el hombro contra la jamba de la puerta y perdió la vista en la fachada del castillo que tanto había significado para él, preguntándose cuántas personas habrían pasado por su vida sin dejar apenas recuerdo, cuántos de los seres que en épocas pasadas habían sido importantes para él no serían ya más que un puñado de huesos en su sepultura.
Habían ido los cuatro al valle del Loire, Joseph y Chrystelle, Emma y él, y se habían instalado en un hotel directamente enfrente del castillo que a los dos les traía tantos recuerdos de juventud, del maestro Leonardo da Vinci, de las fiestas galantes que ahora no eran más que ambientación de novelas históricas, pero para ellos habían sido, en un tiempo remoto, la iniciación a la vida y al amor.
Su vida se estaba convirtiendo en una carga. Llevaban demasiado tiempo conviviendo con
haito
y eso los llevaba a dos sentimientos igual de molestos: por un lado se habían acostumbrado a ellos, se habían identificado con ellos, y sentían la diferencia de modo doloroso; por otro lado, el hecho de que los únicos a quienes podían considerar sus iguales fueran los otros clánidas hacía que acabaran aburriéndose de los demás y de sí mismos, cansados de moverse siempre en los mismos círculos, de hacer planes a largo plazo con las mismas personas. Ser
karah
en un mundo de
karah
podría haber sido muy estimulante. Ser
karah
en un mundo de
haito
no siempre lo era, a menos que, como los clánidas negros y los rojos, se sintiera uno superior por el hecho de ser
karah
y derivara un placer de las cortas existencias que los rodeaban. Pero no habían tenido elección. Uno nace como nace, sin que nadie le pregunte si era eso lo que quería ser, tigre o mariposa, ballena o halcón.
Joseph se removió en sueños y Albert abrió la puerta para marcharse. Mejor dejar dormir al viejo un rato más antes de decirle que tenían que buscar otra solución.
Desde el rincón en sombra donde estaba la cama surgió una voz ronca.
—Max —creyó oírle decir.
—¿Cómo dices, Joseph?
—Llama a Max Wassermann. Dile que hace falta para que el clan blanco tenga ojos y oídos cerca de esa muchacha. Sabe manejar una arma, aunque, oficialmente, sólo las usa para cazar cuando se abre la veda.
—¿Cuánto tiempo llevas despierto?
—Desde antes de que entraras, pero no quería interrumpir tus recuerdos —terminó con una risa cascada.
—¿Recuerdos?
—En la época del rey François tú debías de tener unos veinte años, más o menos igual que Emma.
—Sabes demasiado, viejo —contestó con una sonrisa. Agarró una silla, la puso junto a la cama y se sentó a horcajadas, con los brazos apoyados en el respaldo.
—No tengo ya mucho que hacer, además de aprender historia, hacer cálculos y recordar fragmentos de conversaciones. No soy
karah
, pero he vivido bastante.
—¿Crees de verdad que podemos confiar en Max Wassermann?
—Siempre que su misión no lo lleve a encontrarse con Imre Keller, sí. Max habría servido al clan blanco tan bien como nosotros dos, si se lo hubierais permitido. Él quería a Bianca por encima de todo, había sido iniciado en la mayor parte de los secretos, y ha sido un gran padre para Aliena.
—¿Dónde está ahora la niña?
—No lo sé. Y no es tan niña; debe de estar a punto de cumplir los diecinueve años. Pregúntaselo a Max cuando lo llames.
—¿Crees que estará dispuesto a colaborar?
—La muchacha embarazada es o era la mejor amiga de su hija.
—Eso puede aumentar el interés, tienes razón.
—Pero tenéis que pagarle bien, porque para él significará tener que dejar su trabajo durante un par de meses.
—El dinero no es problema.
—Ya lo sé. Es una pena que no se pueda comprar todo con dinero.
—¿Te estás poniendo sentimental a tu edad?
—Es un simple hecho. Un nexo no se compra, por ponerte un ejemplo actual.
—
Touché
. Si se comprara, haría muchos siglos que lo habríamos intentado.
—Si todo sale bien y ese niño llega a nacer, no tendréis que esperar mucho tiempo.
—¿Sabes tú cuánto, Joseph?
—Según mis estudios, no hay por qué esperar mucho. Sólo hay que llevarlo al centro de la Trama…
—Que nadie sabe dónde está —interrumpió Albert.
—Y, antes, encontrar a alguien que pueda entrenarlo.
Si hubiera habido más luz en el cuarto, Albert se habría dado cuenta de que los labios de Joseph dibujaban una sonrisa irónica.
—¿Entrenarlo?
—Ni siquiera
karah
nace, como Atenea, completamente armada.
—Acabas de hundir mis esperanzas, compañero.
—Déjame descansar un rato más, Albert. Mientras, pensaré qué podemos hacer. Estoy seguro de que habrá una solución.
Cuando la puerta se cerró, Joseph seguía sonriendo.
Madrid, dos días antes de que empezara oficialmente el mes de febrero, no era tan cálido como Rabat, pero tenía a su favor la animación de las calles, la lengua que se oía alrededor, la vida europea, la sensación de que estaba un poco más cerca de todo lo que había tenido que abandonar para aprender con Sombra.
Llevaban apenas dos horas en España, se habían instalado en un pequeño hotel en la plaza de Santa Ana, y Sombra había desaparecido, aunque citándola a mediodía en el cercano parque del Retiro, de manera que no le quedaba mucho tiempo.
Saludó a la chica de recepción y salió a la calle, decidida a tomar un chocolate con churros antes de ir a encontrarse con su mentor quien, aparentemente, nunca necesitaba nada de comer. Le había preguntado sobre ello en varias ocasiones pero, con el estilo hierático que al principio le ponía los pelos de punta y ahora casi le hacía gracia, Sombra se había limitado a mirarla fijamente y dejar la mente en blanco. Seguramente el equivalente extraterrestre de «No te importa».
Mientras bajaba por la calle de Alcalá hacia la plaza de Cibeles, Lena se preguntó por qué se empeñaba en considerar extraterrestre a Sombra. Quizá porque pensar en él como un ser mágico le parecía poco serio, ya que ella, aunque había disfrutado como todos los jóvenes de su edad de películas y novelas de magia, nunca había creído realmente que la magia fuera algo existente en este mundo. De alguna manera, y sabía que la cosa era bastante absurda, le parecía más serio pensar que Sombra había llegado de otro mundo donde habría más seres como él, que allí probablemente serían normales. Pero a veces, cuando tenía un rato para pensar sin sentir que él estaba asistiendo a todos sus procesos mentales, podía ver las cosas desde otro punto de vista, hacerse preguntas y jugar con las respuestas. ¿No era posible que Sombra fuera un mago o un ser mágico? O, si no, ¿qué tal un ángel, un arcángel? O un demonio, sí, ¿por qué no? Había millones de personas que creían en la existencia de ángeles y diablos, ¿se equivocaban todos? ¿No podía ser que Sombra fuera uno de ellos?