Hijos del clan rojo (43 page)

Read Hijos del clan rojo Online

Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
9.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todo daba una sensación de ligereza, de vacaciones, de aire que podía moverse libremente por las habitaciones decoradas en tonos rojos y anaranjados. Era de verdad un paraíso y, si no fuera porque su compañero iba a ser más el doctor Kaltenbrunn que Dominic, Clara se habría sentido absolutamente feliz. Le daba escalofríos ese hombre, y ahora que él conocía su secreto, todavía se sentía más en sus manos, esas manos largas, finas, de pianista o de estrangulador.

La noche antes, Dominic y ella habían cenado en la terraza, junto a la piscina, disfrutando de la buena temperatura y de la noche estrellada mientras el tío Gregor se había excusado para que pudieran estar solos. Clara había estado a punto de decirle a Dominic que necesitaba su apoyo, que le estaba pasando algo terrible y que no sabía qué hacer, pero él estaba tan relajado, tan sonriente y tan lleno de planes de futuro que no se había sentido capaz de estropearle la alegría diciéndole que se había convertido en un monstruo.

Después de cenar, la había acompañado al mejor dormitorio de la casa, con su vista a poniente y su terraza con piscina particular, y había vuelto a coger el helicóptero para poder volar a San Francisco al día siguiente.

Apenas tres minutos después, cuando aún sentía el calor de su último abrazo, se había presentado el tío Gregor, tan helado y distante como siempre, a darle las buenas noches y a hacer ciertos arreglos de futuro.

—Querida Clara —le había dicho con su repugnante suavidad—, sé muy bien lo que te está pasando y comprendo que hayas decidido venir aquí en lugar de continuar en el sanatorio donde, antes o después, acabarían por sospechar de ti. No te molestes en negarlo. Ven, vamos a sentarnos un poco, creo que necesitas información.

Habían bajado de nuevo a uno de los salones principales y se habían instalado junto a la chimenea, que el doctor había mandado encender.

—Aunque pueda parecerlo, el fuego no es el elemento del clan rojo, como supongo que sabes, sino el del clan negro.

Clara asintió con la cabeza, sin saber muy bien qué decir.

—Creo —continuó él, dando vueltas a sus gafas entre los dedos, fuertes y finos como cables de acero— que no tienes mucha idea de lo que está pasando. Lo que no sé es si no preguntas porque no te interesa, o eres tan estúpida que no te has dado cuenta de nada, o es que estás aterrorizada.

Ella se quedó mirándolo a punto de llorar, con la garganta tan oprimida que no se sentía capaz de pronunciar palabra.

—Vamos, Clara, estoy esperando una respuesta.

—Yo… yo… no sé lo que me está pasando… y tengo miedo —consiguió decir por fin.

—¡Bien! Ya es algo… —Su voz, cultivadísima, sonaba cada vez más despreciativa—. Según nuestro
mahawk
, tú eras la persona adecuada para concebir a ese niño que todos esperamos, pero, sinceramente, no me explicó por qué. Empiezo a tener la sensación de que ha sido estúpido confiar en un
mahawk
que está loco a todas luces.

—No entiendo nada —se atrevió a decir Clara—. ¿Qué es un
mahawk
y qué tiene eso que ver conmigo?

—Es una especie de chamán, de especialista en asuntos míticos, religiosos, numinosos… como quieras llamarlos. Cada clan tiene uno y, en mi opinión, no sirven absolutamente para nada; pero ciertas decisiones se toman junto con él para asegurarse de que todos los aspectos de un problema hayan sido considerados antes del compromiso definitivo. También actúa de representante del clan frente a los otros. El nuestro está loco. Ya lo conocerás.

—¿Sí? —La voz había sonado tan apocada, tan amedrentada, que el doctor alzó los ojos hacia ella y sonrió con desprecio.

—Como muy tarde, el día del parto, pero no te preocupes, estaremos todos allí. A todo esto, ¿sabes que nuestros hijos no necesitan nueve meses para estar listos? No. Ya veo que no lo sabes. Si todo va bien, el niño nacerá dentro de unos tres meses.

Ella dilató los ojos y abrió la boca.

—¿Tan pronto?

—Así es. Y en estos tres meses, tu cuerpo te pedirá sangre cada vez con más insistencia. No tienes que asustarte. Es normal cuando una mujer espera un hijo del clan rojo.

—Pero yo… yo no…

—Vamos, no seas estúpida. Sé muy bien que has estado procurándote animales por los alrededores del sanatorio. ¿Quién crees que ha ido dejando a tu alcance esos animales heridos y débiles que has ido encontrando en las últimas semanas? ¿Quién crees que te dejó a esa muchacha en la habitación de al lado de la tuya?

Clara se tapó la boca con la mano. Lo sabía. El doctor Kaltenbrunn sabía que un par de noches atrás ella había oído quejarse a una chica, había ido a ver qué le pasaba y se la había encontrado casi sin conocimiento, perdiendo sangre por el vientre, donde le habían practicado la cesárea unas horas antes. No había tardado mucho en pedir ayuda, pero los primeros dos o tres minutos no había podido controlarse y había bebido la sangre de aquella mujer hasta que su humanidad se había impuesto y había corrido a buscar a un médico.

—Hasta el nacimiento del bebé eso te pasará cada vez con más frecuencia. He arreglado que haya en esta casa suficiente personal de servicio de fuera de estos alrededores para que nadie sospeche si uno de ellos tiene un accidente o se debilita en unos días. No tienes más que indicarme a uno de ellos y yo le sumistraré las gotas que harán que, durante un par de horas, no reaccione y que después no tenga recuerdo de lo sucedido. Procura ser discreta con tus necesidades y elegir lugares que no estén muy a la vista. La parte de atrás de las rodillas es un buen lugar. Luego yo les haré una cura y, en principio, no habrá problema.

—¿Y si lo hay? —preguntó ella con un hilo de voz.

—La vida es peligrosa, Clara. Un accidente lo tiene cualquiera, y el mar es grande.

Ella dejó caer la cabeza, horrorizada y a la vez aliviada por haber solucionado su mayor problema.

—¿Lo sabe Dominic?

—Por supuesto. Pero sabe que tú no quieres hablar de ello, que te avergüenzas de lo que te sucede.

—¡Pues claro que me avergüenzo! —explotó ella—. Me he convertido en una fiera, en un monstruo. Soy una vampira.

—No. Eres
haito
y al contacto con
karah
tu hijo necesita cierto tipo de alimento. Si te tranquiliza, a los mosquitos les sucede igual. ¿Sabías que sólo las hembras que están procreando necesitan sangre? Los mosquitos macho no pican. Y el asunto de los vampiros… querida mía… es una leyenda que inventaron los palurdos de Centroeuropa para explicar algo como lo que te está pasando a ti.

—Drácula no era una mujer. Los vampiros siempre eran hombres.

—Porque en la Edad Media nadie se podía imaginar que una mujer pudiera ser la que aterrorizara a una población; tenía que tratarse de un hombre. Las mujeres, para
haito
, siempre fueron secundarias.

—¿Qué es
haito
?

—Los tuyos. La especie humana.

—¿Vosotros… vosotros no sois humanos? —Había oído ya tantas cosas abstrusas que ni siquiera le parecía espectacular lo que le acababa de decir el doctor. Dominic no era humano, no era humano… entonces ¿qué era?

—Por supuesto que no. Nosotros somos
karah
.

—¿Y de dónde habéis salido?

—Somos otra rama de la evolución, mucho más avanzada aunque, por desgracia, poco prolífica y actualmente en peligro de extinción.

—Entonces es que no sois mejores. —Casi escupió las palabras—. Las especies que de verdad están adaptadas a su medio y son flexibles son las que resisten y perviven, como los tiburones, como las cucarachas; los que no consiguen evolucionar, se extinguen. Como vosotros. —Le había salido del fondo del alma y lo dijo con toda claridad, mirándolo a los ojos transparentes, fríos e inexpresivos como los de un reptil; fue un alivio poder decir tres frases seguidas y, sobre todo, decir algo que sentía de verdad y que colocaba a los suyos, los humanos, por encima de los arrogantes miembros del clan rojo.

—Quizá —dijo él tras unos segundos de silencio—. Se ha hecho tarde, Clara. Vamos a retirarnos, si te parece.

Se puso de pie y se alejó hacia la escalera del fondo con su paso elástico y relajado, como si Clara no lo acabara de insultar, a él y a su especie.

Ya estaba a punto de suspirar y relajarse al verlo desaparecer cuando se dio cuenta de que el cosquilleo que sentía en las venas y que pronto se convertiría en un incendio devorador recorriéndola entera era la necesidad de sangre que se hacía más imperiosa noche tras noche. Él le había prometido arreglarlo para que ella tuviera ocasión de tomar lo que necesitaba, y ahora se marchaba olvidándose de su promesa.

No. No se le olvidaba. Era su forma de vengarse por lo que ella acababa de decirle. «Los humanos sois mejores porque estáis mejor adaptados, ¿no? Pues encuentra una manera de solucionar tu problema sin ayuda de
karah

Podría salir al jardín y buscar algún animal que se dejara atrapar por ella, pero desde que había probado la sangre de la mujer, sabía que no quedaría satisfecha con otra cosa. Y la sed se hacía cada vez más intensa. Tendría que pedirle ayuda a ese hijo de puta. Sentía cómo todo empezaba a girar, a ponerse cada vez más rojo, como si la estuvieran envolviendo en un velo primero transparente, luego más y más espeso que la ahogaba.

—¡Tío Gregor! —gritó, cuando ya no podía verlo.

—¿Sí, querida? —oyó su voz como entre algodones desde algún lugar de la casa.

—Por favor… por favor… ayúdame.

—Por supuesto que te ayudaré, mi pequeña cucaracha —le oyó decir, con su voz suave, inalterada.

Un momento después, estaba a su lado y la llevaba en brazos hacia el jardín, hacia la noche.

Negro. Innsbruck (Austria). Shanghai (China)

El tiempo era extraordinariamente templado en Innsbruck y la plaza del mercado estaba llena de gente sentada a las mesas que todos los bares habían sacado al exterior para que sus clientes pudieran disfrutar del sol que, en los lugares más resguardados, creaba un miniclima de dieciocho y hasta veinte grados. La Nordkette brillaba empenachada de nieve y casi podía sentirse la primavera en el aire.

Nils, con los ojos cerrados tras las gafas de sol y la cabeza apoyada en la fachada del bar, se dejaba acariciar por el cálido sol de las tres de la tarde mientras delante de él humeaba una gran taza de café. Cuando su móvil empezó a sonar pensó por un instante en no cogerlo. Ya llamaría él después a quien fuera, pero el entrenamiento pudo más. No podía olvidar que su estancia en Innsbruck era profesional, por decirlo de algún modo, así que echó una mirada al
display
y al ver «Shanghai», pulsó la tecla verde.

—Te escucho.

—¿Quieres que te dé una alegría? —La voz de Imre Keller sonaba, como siempre, un poco irónica, como cargada de un reproche que nunca llegaba a concretarse. Decidió no darse por aludido y se limitó a producir un ruido, espirando por la nariz.

—Ja.

—Puedes empezar a moverte.

—¿La habéis localizado? —Eso sí que era realmente una buena noticia. Se estaba cansando de estar allí, mano sobre mano, entre montañas, en aquella ciudad, diminuta y provinciana para alguien que llevaba tanto tiempo viviendo primero en Nueva York y luego en Shanghai.

—A la
haito
del clan rojo, sí. Se acaban de trasladar a la casa de los Lichtenberg, en Amalfi.

—Al menos veré el mar.

—Sabes lo que tienes que hacer, Nils. No nos defraudes. No me defraudes —insistió el Presidente, enfatizando el «me».

—No, señor. —Ahora era él quien enfatizaba el «señor».

—Menos guasa.

—Te llamaré cuando me instale.

—Suerte.

Madrid (España)

Nada más tomarse el primer daiquiri, Lena supo que estaba haciendo una tontería. Claro que resultaba tentador beber hasta perder la conciencia y los recuerdos de lo que acababa de suceder, pero no le ayudaría en absoluto porque se pasaría la noche vomitando, al día siguiente se levantaría con un dolor de cabeza espantoso y todo seguiría igual. Se acordaría del chico aplastado como una cucaracha con la misma claridad, con el mismo detalle: el charco de sangre extendiéndose por la calzada; las piernas sacudiéndose en espasmos reflejos, a pesar de que ya estaba muerto; la horrible sensación de que si ella hubiera aceptado sus servicios no habría salido a la calle en ese momento, sino un rato más tarde, y se habría salvado.

Aunque lo más probable era que no hubiese sido un accidente, sino la mente retorcida de Sombra eliminando a todo el que supiera de su existencia, y en ese caso nada podría haber evitado la muerte del chaval.

Salió del bar sintiéndose tan aplastada como él y más sola que nunca. No conocía a nadie en Madrid y hablar por teléfono no sería suficiente para calmar esa necesidad de contacto humano que Sombra había querido regalarle y que ella había rechazado. ¿Cómo era posible que se hubiera equivocado tanto? Él era capaz de entrar en su mente y saber lo que pensaba, sentía y necesitaba. Sin embargo, le había llevado a alguien que sólo podía darle sexo, sin más.

Aunque… ¿no era eso lo que necesitaba? Lo pensó con calma porque no era la primera vez que Sombra sabía mejor que ella lo que realmente le hacía falta. ¿Era sexo lo que quería? No sólo, no, pero quizá también. Volver a vivir la sensación de que alguien te desea, te acaricia, quiere estar contigo; otra piel frotándose con la tuya, otros ojos reflejando tu mirada, otra respiración en tu oído, un corazón latiendo cada vez más de prisa bajo tus manos. Hacía ya demasiado tiempo que había sentido todo eso con Dani y en esos momentos, parada en la Puerta del Sol, junto al oso y el madroño, símbolos de la ciudad, lo echaba de menos con tanta intensidad que le cortaba el aliento. Ella lo que quería en esos momentos, lo que quería de verdad era estar con Dani: ir de la mano por las calles en el atardecer de Madrid, reírse juntos, hacer planes sencillos para la noche, para el día siguiente, tomarse el pelo, besarse… Ella lo que quería era ser normal.

Todo el mundo caminaba en pareja, o en grupo, o en familia. Sólo los locos, los mendigos y los drogadictos iban solos, hablando en voz alta, con la mirada perdida, soltando risotadas incongruentes o llorando en voz baja, con lágrimas que abrían surcos claros en la piel sucia.

Llamó a Sombra porque no había nadie más y su llamada se perdió en el vacío. Se había marchado, como hacía de vez en cuando, o no quería contestar. ¿Estaría ofendido por su rechazo? No, seguro que no. Si algo sabía con toda claridad era que, para estándares humanos, Sombra era un psicópata: empatía cero. Le daba absolutamente igual qué sintiera ella, cómo reaccionara o qué quisiera.

Other books

Hell Inc. by C. M. Stunich
Steel: Blue Collar Wolves #3 (Mating Season Collection) by Winters, Ronin, Collection, Mating Season
The Internet Escapade by Joan Lowery Nixon
The Italian Boy by Sarah Wise
Now and for Never by Lesley Livingston
Penny from Heaven by Jennifer L. Holm
Blood Junction by Caroline Carver